Un Texto de Nuestra Corriente
PREMISA
El texto que reproducimos a continuación fue publicado por primera vez en «Prometeo» (entonces revista teórica del Partido Comunista de Italia) en 1924, como reproducción de una conferencia dada por la Izquierda Italiana en la Casa del Pueblo de Roma en febrero de ese mismo año, poco después de la muerte de Lenin.
En aquel año la Internacional Comunista ya había caído de lleno en el extravío táctico –y por tanto también programático– más absoluto. Después de sacar a la luz la táctica del frente único y del gobierno obrero y campesino, se preparaba para dar el falso bandazo a la izquierda que constituyó el V Congreso. Y los artífices de este malabarismo político que condujo a la pérdida de la línea y el programa del movimiento comunista mundial, establecidos indeleblemente en el primero y segundo congresos de la Internacional, justificaban y defendían su postura en nombre del «leninismo»; aún más, se proclamaban los herederos políticos de Lenin y lo mismo que proclamaban la infalibilidad de éste, proclamaban también su infalibilidad. A Lenin se le pintaba como el maestro de la ductilidad y del maniobrismo político y es por esto por lo que la Izquierda Italiana vio la necesidad de explicar qué representó y representa verdaderamente la obra de Lenin para el movimiento revolucionario.
A quién quiera subrayar en Lenin el táctico sin reglas fijas, nosotros le reprocharemos siempre la unidad que liga toda su obra política, dice el texto, y es que Lenin, en la misma medida que fue un restaurador de los principios fue también un defensor del sometimiento y la ligazón de la táctica a estos. Lenin fue ante todo un restaurador teórico del marxismo frente al oportunismo de su tiempo, y no es por casualidad que sea ésta la faceta que trata el primer capítulo del texto, pues para nosotros fue siempre éste el principal aspecto de su obra.
Después... ¡cuántas cosas se han tenido que ver en su nombre y en el del marxismo! Desde el «socialismo en un solo país» hasta el llamamiento al proletariado a participar en la 2ª carnicería imperialista en nombre de la democracia, pasando por los frentes populares, etc., etc.
Hoy, toda la carroña de nuestros «leninistas» contemporáneos, hijos o nietos de aquellos que liquidaron físicamente a la vieja guardia bolchevique, miserables politicastros que no llegan ni a la altura de aquellos renegados que Lenin combatió mordazmente por haber abandonado la doctrina revolucionaria, lanzan consignas que él mismo combatió de por vida: desde el populismo hasta las consignas por la paz y el desarme, pasando por el emponzoñamiento en la basura del cretinismo parlamentario. Lenin acusó a los pretendidos marxistas de entonces de haber convertido a Marx y Engels en iconos inofensivos: «En vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarles, por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para “consolar” y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando el filo revolucionario de ésta, envileciéndole» (Lenin, El Estado y la Revolución). Hoy, estos siervos del capital lo han convertido a él mismo en un icono inofensivo, mientras lucen su máscara por todos lados y traicionan la teoría que él defendió.
Para nosotros el dirigente de excepción no es otra cosa que un instrumento que el movimiento utiliza, como este texto aclara en «La función del dirigente»; pero el movimiento será siempre mucho más fuerte cuando tal personalidad no sea necesaria, la dependencia de la continuidad de la línea en una sola o varias personas será siempre una gran debilidad. Es por esto, que no queremos ya ningún Lenin más, sino un movimiento que desde el centro a la base comprenda, asuma y defienda un programa invariable. Nuestra corriente pensó siempre que la futura revolución «será tremenda, pero anónima». («Fantasmas Carlyleianos»).
LENIN EN EL CAMINO DE LA REVOLUCIÓN
[De Prometeo 1924]
EL RESTAURADOR TEÓRICO DEL MARXISMO
Debo anteponer dos advertencias: No me propongo seguir la falsa línea de las conmemoraciones oficiales, y no haré una biografía de Lenin ni contaré una serie de anécdotas sobre él. Intentaré trazar desde un punto de vista histórico y crítico marxista la figura y la tarea de Lenin en el movimiento de emancipación revolucionario de la clase trabajadora mundial: estas síntesis son posibles solo observando los hechos con amplia perspectiva de conjunto, y no descendiendo al particularismo de carácter analítico y periodístico, a menudo chismoso e insignificante. No creo que me dé derecho a hablar sobre Lenin, por mandato de mi partido, el hecho de ser «el hombre que ha visto a Lenin» o que ha tenido la fortuna de hablar con él, sino el de haber participado, desde que soy un militante de la causa proletaria, en la lucha con los mismos principios que Lenin personifica. El material biográfico de detalle por lo demás ha sido puesto a disposición de los compañeros por toda nuestra prensa.
En segundo lugar, dada la amplitud del tema que me he propuesto, además de ser necesariamente incompleto, deberé pasar rápidamente incluso sobre cuestiones de primera importancia, dando por hecho que sus términos sean ya conocidos por los compañeros que me escuchan; no hay campo en los problemas del movimiento revolucionario que no tenga relación con la obra de Lenin. Sin pretender por lo tanto de ningún modo agotar el argumento, deberé ser, al mismo tiempo, no breve, y quizás excesivamente sintético.
No tengo necesidad de exponer la historia de las falsificaciones, manipuladas en los años que precedieron a la gran guerra, de la doctrina revolucionaria marxista, la que fue admirablemente trazada por Engels y por Marx en todas sus partes, de las que la síntesis clásica sigue siendo el «Manifiesto de los Comunistas» de 1847. Y ni siquiera puedo desarrollar aquí, paralelamente, la historia de la lucha (que nunca dejó de oponer) de la izquierda marxista contra aquellas falsificaciones o degeneraciones. A esta lucha, Lenin da una aportación de primerísimo orden.
Consideramos ante todo la obra de Lenin como restauradora de la doctrina filosófica del marxismo, o más exactamente, de la concepción general de la naturaleza y de la sociedad, propia del sistema de conocimientos teóricos de la clase obrera revolucionaria, a la que no sólo le hace falta una opinión acerca de los problemas de la economía y de la política, sino una toma de posición sobre todo el cuadro más amplio de cuestiones ahora indicado.
En un cierto momento de la compleja historia del movimiento marxista ruso, al que deberé todavía aludir, surge una escuela, encabezada por el filósofo Bogdanov, que querría someter a una revisión la concepción materialista y dialéctica marxista, para darle al movimiento obrero una base filosófica con carácter idealista y casi místico. Esta escuela querría hacer reconocer a los marxistas la pretendida superación de la filosofía materialista y científica, por parte de modernas escuelas filosóficas neoidealistas. Lenin le responde en modo definitivo con una obra (Materialismo y Empiriocriticismo) desgraciadamente poco traducida y poco conocida (aparecida en ruso en 1908), en la que después de un poderoso trabajo de preparación, desarrolla una crítica de los sistemas filosóficos idealistas antiguos y modernos; defiende la concepción del realismo dialéctico de Marx y Engels en su brillante integridad, superadora de las incomprensibilidades en las que se encierran los filósofos oficiales, demuestra finalmente cómo las escuelas idealistas modernas son la expresión de un estado de ánimo reciente de la clase burguesa, y una penetración suya en el pensamiento del partido proletario no corresponde más que a un estado psicológico de impotencia, de extravío, no es más que el derivado ideológico de la situación efectiva de derrota del proletariado ruso después de 1905. Lenin establece, en modo que para nosotros excluye ulteriores dudas, que «no puede haber una doctrina socialista y proletaria sobre bases espiritualistas, idealistas, místicas y morales».
Lenin defiende el conjunto de la doctrina marxista sobre otro frente más, el de las valoraciones económicas y de la crítica al capitalismo. Marx ha dejado incompleta su obra monumental, El Capital, pero ha dejado al proletariado un método de estudio y de interpretación de los hechos económicos, que se trata de aplicar a los nuevos datos ofrecidos por el reciente desarrollo del capitalismo, sin alterar sin embargo la potencialidad revolucionaria. El revisionismo, sobre todo alemán, trata de hacer trampa sobre este terreno, elaborando «nuevas doctrinas», que constituyen rectificaciones aparentemente secundarias, pero en realidad sustanciales con las del maestro. Y decimos «hacer trampa» en cuanto está demostrado (por Lenin mejor que por ningún otro), que se trataba no sólo de resultados científicos objetivos a los que se consideraba haber llegado, sino de un proceso de oportunismo político y de corrupción de los dirigentes del proletariado, que ha llegado a valerse incluso del expediente de sustraer de la circulación importantes escritos de Marx y Engels a los que en parte se intentaba falsear y en parte «rectificar» el pensamiento.
Contribuyendo con otros economistas, entre ellos Rosa Luxemburgo y el Kautsky de los mejores años, la prosecución de la crítica económica de Marx, con innumerables trabajos, Lenin sostiene que los fenómenos modernos del capitalismo: los monopolios económicos, la lucha imperialista por los mercados coloniales, son perfectamente interpretables por la ciencia económica marxista, sin necesidad de modificar ninguno de sus fundamentos teóricos sobre la naturaleza del capitalismo y sobre la acumulación de sus beneficios por medio de la explotación de los asalariados. En 1915, Lenin resume estos resultados en su libro de divulgación sobre el Imperialismo, que sigue siendo un texto fundamental de la literatura comunista: esta actitud teórica permite los desarrollos políticos, de los que tenemos que hablar, de la lucha contra el oportunismo y la bancarrota de los viejos dirigentes en la guerra mundial.
Una lucha teórica, en el restringido campo de Rusia, es conducida por Lenin también contra los falsificadores burgueses del marxismo, que pretenden aceptarlo, no en su contenido político y revolucionario, sino en el sistema y en el método económico e histórico, para servirse de él con el fin de demostrar que en Rusia el capitalismo debía vencer al feudalismo, ocultando mal, bajo esta adhesión, a las tesis marxistas sobre el desarrollo histórico los propósitos de represión del ulterior avance del proletariado.
Lenin, permítasenos observar, se presenta pues, en la obra de teórico, como el defensor de la inseparabilidad de las partes de las que se compone la concepción marxista. Él no hace esto por dogmatismo fanático (nadie menos que él merece esta acusación), sino apoyando sus demostraciones sobre el análisis de una enorme cantidad de datos reales y de experiencias, aportados por su excepcional cultura de estudioso y de militante, e iluminados por su incomparable genialidad. Como Lenin nosotros debemos considerar a todos los apresurados acogedores de una sola de las «partes», separadas arbitrariamente entre sí, del marxismo: ya sean ellos economistas burgueses a los que les viene bien el método del materialismo histórico, como acaecía hace algunos decenios no sólo en Rusia, sino también en Italia (otro país de capitalismo atrasado); ya sean intelectuales ligados a las escuelas filosóficas del neoidealismo, que pretenden conciliarlo con la aceptación de las tesis sociales y políticas comunistas; ya sean compañeros que escriben libros para afirmar que comparten la parte «histórico–política» del marxismo, pero después proclaman caduca toda la parte económica, o sea, las doctrinas fundamentales para la interpretación del capitalismo. Lenin en varias ocasiones ha analizado, ha criticado actitudes análogas, y ha hallado brillantemente y desde el punto de vista marxista los verdaderos orígenes que están fuera y van contra el interés del verdadero proceso de emancipación proletaria, y no menos brillantemente ha previsto a tiempo los peligrosos desarrollos oportunistas que desembocan en la rendición voluntaria a la causa enemiga, por vía más o menos directa, y salvo (se entiende) la fidelidad a nuestra bandera de este o aquel compañero considerado individualmente. Sobre la línea de Lenin nosotros debemos responder a aquellos que se «dignan» aceptar nuestras opiniones con similares reservas, con arbitrarias distinciones y con elucubraciones mentales, que ellos en realidad nos darán más placer ahorrándose de aceptar el «resto» del marxismo, porque la mayor potencia de éste está en ser una prospectiva de conjunto de todo el reflejo, en la conciencia de una clase revolucionaria, de los problemas del mundo natural y humano, de los hechos políticos, sociales y económicos al mismo tiempo.
La obra restauradora de Lenin es más grandiosa, o al menos más conocida universalmente, en aquella que es la parte «política» de la doctrina marxista, entendiendo por tal la teoría del estado, del partido y del proceso revolucionario, sin excluir que esta parte, que la llamaremos mejor «programática», contemple también todo el proceso «económico» que se abre con la victoria revolucionaria del proletariado. La dispersión triunfal de los equívocos, de los engaños, de las mezquindades, de los prejuicios pequeño–burgueses de oportunistas, revisionistas y anarcosindicalistas, se hace por esta parte en modo todavía más palpitante y sugestivo. Después de Lenin, las armas polémicas sobre tal terreno están despedazadas en las manos de todos nuestros contradictores cercanos y lejanos: aquellos que aún las recogen no demuestran más que su ignorancia, o sea, su ausencia del vivo proceso que asume la lucha del proletariado anhelante de su liberación. Recorramos a grandes trazos esta serie de tesis que son otros tantos fragmentos de realidad, enclavados en los términos de una doctrina insuperablemente verdadera y vital. No tenemos más que seguir a Lenin: ya sean las tesis de los primeros Congresos de la nueva Internacional, ya sean los discursos, los problemas, los programas y las proclamas del partido bolchevique sobre la vía de la gran victoria, ya sea finalmente la paciente y genial exposición de Estado y Revolución en el que se demuestra cómo las tesis de las que se trata no hayan cesado nunca de ser aquellas de Marx y Engels; en la verdadera interpretación de los textos clásicos y en el verdadero entendimiento del método y del pensamiento de los maestros, desde la primera formulación del Manifiesto hasta la valoración de los hechos del período sucesivo, y sobre todo de las revoluciones de 1848, del 52 y de la Comuna de París: obras de reforzamiento de la avanzadilla histórica del proletariado mundial que Lenin retoma y vuelve a enlazar con las batallas revolucionarias en Rusia: la derrota de 1905 y la aplastante revancha de doce años después.
El problema de la interpretación del estado viene resuelto en el cuadro de la doctrina histórica de la lucha de clase: el estado y la organización de la fuerza de la clase dominante nacida revolucionaria y convertida en conservadora de sus posiciones. Como para todos los otros problemas: no existe el «estado», inmanente y metafísica entidad que espera la definición y el juicio del filosofastro reaccionario o anarquizante, sino el Estado burgués, expresión de la potencia capitalista, como lo será después el Estado obrero y como se tenderá a continuación a la desaparición del Estado político. Todas estas fases se sitúan en el proceso histórico, como nuestro análisis científico nos permite trazarlo, en una sucesión dialéctica, naciendo cada una de la precedente y constituyendo su negación. ¿Qué las separa? Entre el Estado de la burguesía y el del proletariado no puede más que colocarse la culminación de una lucha revolucionaria, a la que la clase obrera es guiada por el partido comunista, que vence derrotando con la fuerza armada el poder burgués, constituyendo el nuevo poder revolucionario: y éste realiza ante todo la demolición de la vieja máquina estatal en todas sus partes, y organiza la represión, con los medios más enérgicos contra las tentativas de contrarrevolución.
Se responde a los anarquistas: el proletariado no puede suprimir inmediatamente toda forma de poder, sino que debe asegurar «su» poder. Se responde a los socialdemócratas que la vía para la toma del poder no es la pacífica de la democracia burguesa, sino la de la guerra de clase: solamente ésta. Lenin es el dirigente de todos nosotros en la larga defensa de esta posición tan falsificada del marxismo: la crítica de la democracia burguesa, la demolición de la mentira legalitaria y parlamentaria, el escarnio, en el vigor sarcástico y corrosivo de la polémica enseñado por Marx y Engels, del sufragio universal y de todas las panaceas similares como armas del proletariado y de los partidos que están sobre este terreno.
Enlazándose de nuevo de modo magistral con las bases de la doctrina, Lenin resuelve todos los problemas del régimen proletario y del programa de la revolución. «No basta la simple toma de posesión del aparato estatal», dicen Marx y Engels comentando a muchos años de distancia el Manifiesto, y después de la experiencia de la Comuna de París. La economía capitalista debe evolucionar lentamente al socialismo, mientras legalitariamente se prepara el poder obrero, concluyen arbitrariamente los oportunistas, con un fraude teórico que seguirá siendo clásico. Y por el contrario Lenin viene a aclarar: hace falta, «en lugar» de tomar posesión del viejo aparato estatal, hacerlo pedazos y poner en su lugar la dictadura proletaria. A ésta no se llega por las vías democráticas, y ella no se basa en «principios» inmortales (para el filisteo) de la democracia. Ella excluye de la nueva libertad, de la nueva igualdad política, de la nueva «democracia proletaria» (como le gustó decir al mismo Lenin, dando una interpretación de la «democracia» más etimológica que histórica), a los miembros de la derrotada burguesía. Cómo sólo así se coloca sobre bases realistas la libertad de vivir y de gobernar para el proletariado ha sido aclarado por Lenin con propuestas de cristalina evidencia no menos que de magnífica consecuencialidad teórica. Que pleitee quien quiera sobre la conculcada libertad de asociación y de prensa de los chismorreos infames, ya estén a sueldo o inconscientemente, de una restauración anti proletaria. En la polémica estos están, después de Lenin, clamorosamente batidos; en la práctica nosotros esperamos que hallarán siempre bastante plomo de la guardia revolucionaria, para superar su poca accesibilidad a los argumentos teóricos.
Y acerca de la tarea económica del nuevo régimen, Lenin explica –no sólo en lo concerniente a Rusia, de lo que hablaremos más adelante, sino en línea general– así la necesaria gradualidad evolutiva, como la verdadera naturaleza de las distinciones que lo contraponen al orden de la economía privada burguesa, en el campo de la producción, de la distribución y de todas las actividades colectivas.
También aquí existe el lazo luminoso, rectilíneo, con las fuentes más auténticas de la doctrina marxista: con las respuestas de Carlos Marx a las miles de confusiones banales, tanto de adversarios burgueses, como de seguidores de Proudhon, de Bakunin y de Lassalle, y con la mejor polémica de la izquierda marxista contra el sindicalismo soreliano. La aparente contradicción: ¿Después de la conquista del poder habrá todavía una burguesía a quien reprimir con la armadura dictatorial, habrá aún elementos reacios del proletariado y más del semi–proletariado, a los que habrá que someter con una disciplina legal, habrá la intervención «despótica» (Marx), con los decretos del nuevo poder, en los hechos económicos como el reconocimiento por parte del mismo de tener que «esperar» para suprimir ciertas formas capitalistas en campos de la economía dados? Viene resuelta en modo lógico, concluyente y maravilloso en la construcción de un programa revolucionario que no teme la realidad: porque no tiene miedo de adherirse a la misma; porque no tiene miedo de aguantarla y triturarla en aquellas partes para las que ha llegado el momento de pasar por encima de las formas muertas, en el proceso implacable de la evolución y de las revoluciones.
Como factor necesario en toda esta lucha renovadora, contra las degeneraciones del laborismo y del sindicalismo, Lenin vuelve a trazar la tarea del partido político de clase, marxista y centralizado, casi militarizado en la disciplina de los supremos momentos de batalla, y a los oportunistas les echa en cara cómo la «política» de la clase revolucionaria no sea baja maniobra parlamentaria, sino estrategia de guerra civil, movilización para el levantamiento supremo y preparación para dirigir el nuevo orden.
Y como coronamiento magistral del edificio, después de los esfuerzos y los dolores del parto de un nuevo régimen previstos en el clásico pasaje de Engels, de las exigencias necesarias de la regla del sacrificio para las milicias de vanguardia, se alza la previsión segura y científica (confiada a algo muy distinto que a las místicas de pensadores impotentes), de la sociedad sin estado y sin constricciones: de la economía fundada en la satisfacción hasta el límite de las necesidades de cada uno de sus componentes, de la completa libertad del hombre no como individuo, sino como especie viviente en solidaridad para el sometimiento completo y racional de las fuerzas y de los recursos de la naturaleza.
A Lenin se debe pues la reconstrucción de nuestro «programa», además de la de nuestra crítica del mundo en general y del régimen burgués en particular, que en su conjunto completan la labor teórica de la ideología propia del proletariado moderno.
EL REALIZADOR DE LA POLÍTICA MARXISTA
La obra teórica de Lenin no puede ser considerada separadamente de su obra política: las dos cosas se entrelazan continuamente, y nosotros las hemos dividido sólo por comodidad formal de exposición. Mientras restablece la concepción y el programa revolucionario del proletariado, se convierte en uno de los más grandes dirigentes políticos y realiza en la práctica de la lucha de clase los principios que defiende en el terreno de la crítica doctrinaria. El campo de esta grandiosa actividad en los años de su larga vida no sólo en Rusia, sino en todo el movimiento proletario internacional.
Consideremos primero la obra de Lenin en más de treinta años de lucha política en Rusia, hasta el momento en que él aparece como el dirigente del primer estado obrero. Adversarios de todas partes han querido negar la continuidad y la unidad entre esta tarea de la gran figura histórica de Lenin y su doctrina marxista. No se trataría de una realización del programa político del proletariado del Occidente capitalista y «civilizado», de una victoria efectiva del socialismo como él aparece en los países modernamente desarrollados, sino de un fenómeno histórico bastardo, propio de un país atrasado como Rusia, de un movimiento, de una revolución y de un gobierno «asiáticos» que no tienen el derecho de unirse a la tarea histórica del proletariado mundial, que éste no tiene el derecho de considerar como una primera victoria suya, como la prueba histórica de la realizabilidad de sus ideales revolucionarios. El burgués occidental dice esto para asegurarse de la posibilidad del «contagio» bolchevique; el oportunista socialdemócrata para no estar obligado a admitir la liquidación de sus perspectivas programáticas de colaboración de clases y de evolucionismo pacífico y legal, que él desvergonzadamente pretende que sean propias del proletariado desarrollado de los países más «civilizados»; el anarquista para atribuir a la naturaleza del pueblo ruso y a las tradiciones del absolutismo las formas coercitivas de la revolución, y obstinarse en no ver la prueba evidente a todas luces, de la necesidad ineluctable de las mismas.
No hay nada peor que esta tesis. Lenin significa el contenido internacional, mundial, y sin rodeos occidental (si por Occidente entendemos el conjunto de los países poblados por la raza blanca e infectados por las más modernas delicias del capitalismo industrial) de la revolución rusa. Los datos reales demuestran y evidencian esto, más allá de todos los argumentos que militan en defensa de la valoración marxista y comunista del devenir proletario de todos los países.
Vladimir Ilich Ulianov nace en 1870: es veinte años después cuando éI ocupa un puesto en la lucha política en Rusia. ¿Qué significa esta fecha, 1890, más allá del momento de las primeras armas del futuro gran dirigente proletario? Antes de esta época, ya durante varios decenios, ha existido en Rusia un notable y multiforme movimiento revolucionario. A la supervivencia del absolutismo y del feudalismo derrotados en el resto de Europa por las revoluciones democrático–burguesas, va acompañado de un movimiento que tiende a abatir al régimen zarista, y que trata afanosamente de precisar el contenido positivo de esta oposición suya.
La naciente burguesía capitalista, la mediana burguesía con sus intelectuales, todos los otros extractos oprimidos por el peso intolerable de la aristocracia, del clero, de los altos funcionarios oficiales, participan en este caótico movimiento, que además tiene páginas bellísimas de lucha y de heroísmo, no plegándose nunca ante las feroces represiones del gobierno del zar. Decimos enseguida que los bolcheviques rusos no renegaron de sus filiaciones de las mejores tradiciones de este movimiento de los años 1860, 70 y 80; pero Lenin y el bolchevismo representan, en medio de este vasto cuadro, la aportación de un coeficiente particular y original, destinado a prevalecer sobre todos los otros factores. Porque la fecha de 1890, debut de Lenin en la liza política, coincide simplemente con esto: la aparición en Rusia de la clase obrera. Los capitales, las máquinas, la técnica industrial de Occidente han atravesado los confines de la santa Rusia zarista, que parecen separar a dos mundos, pero no pueden detener las prepotentes fuerzas de expansión del capitalismo moderno. Con su ingreso, con el surgimiento de las grandes fábricas, surge, primero en algunos centros urbanos importantes, un verdadero proletariado industrial.
Ya antes que Lenin y los otros marxistas revolucionarios rusos, los dirigentes intelectuales del movimiento de oposición al zarismo han buscado ansiosamente las ideologías y la literatura de los movimientos revolucionarios occidentales, para servirse de ellas en la elaboración de sus programas y de sus reivindicaciones. Y esta importación ideológica ha llegado a ser más activa por el hecho de la continua emigración de los perseguidos en los centros intelectuales del extranjero, más que a la cualidad de fácil asimilación de la raza eslava. Pero no se trata sólo de una importación de ideologías, sino más bien de encontrar aquella que corresponda al devenir efectivo de las condiciones sociales en Rusia y tenga en ellas una concreta base clasista. El mismo marxismo penetra en Rusia, como teoría, con alguien que cronológicamente precede a Lenin, que en sus buenos tiempos se nos presenta como uno de los mejores marxistas, que es el maestro del mismo Lenin: Plejánov.
Pero es Lenin, que al mismo tiempo que se arma del conjunto de doctrinas ya elaboradas por el movimiento obrero avanzado de Occidente realiza su actividad política dentro de la naciente clase obrera siguiendo las cuestiones concretas de su vida en las fábricas y elaborando su función original en el cuadro de la vida rusa. Desde entonces, para Lenin, la clase obrera, la última que llegó, estadísticamente casi insignificante en la inmensa población del imperio del zar, se presenta como la protagonista de la indefectible revolución. Esto no puede significar una función, una aportación «específicamente rusa», sino que se consigue dentro de lo posible, en cuanto llegan de Occidente los medios y las condiciones de una economía de gran capitalismo y puede ser acompañada por la llegada fecundadora de la crítica ya elaborada de los caracteres esenciales de todo capitalismo, y de un método, particular a la clase proletaria, de interpretación de sus más variados ambientes sociales y momentos históricos: el materialismo histórico y la crítica de la economía burguesa de los marxistas de Occidente.
Si los cretinoides de la polémica periodística quieren servirse ahora, después de un Lenin místico, mongol, de un Lenin profesor alemán y agente pangermanista, no tenemos más que recordarles que Carlos Marx, del que Lenin encontró preparada la mentalidad que él necesitaba, fue llamado por los ignorantes agente alemán, mientras sacó los materiales de su doctrina en gran parte del país donde el capitalismo había llegado primero a su desarrollo económico, Inglaterra; así como tuvo en cuenta los datos de la más característica de las revoluciones burguesas, la de Francia, de manera preeminente. El uno y el otro, Marx y Lenin, vivieron largo tiempo fuera de su país de origen; el uno y el otro como todos los grandes revolucionarios, también personalmente tuvieron los lineamentos sicológicos opuestos a los característicos de la raza. Al pedante universitario alemán no se le podría encontrar una contraposición mejor que en el tipo mental brillante y vibrante representado por Carlos Marx, sin que éste tuviera nada que envidiar a aquél en el hecho de tenaz laboriosidad y de completa preparación; a la inercia contemplativa y mística del ruso se opone en modo cortante el realismo de pensamiento, la precisión y la intensidad en el trabajo de la formidable máquina humana con intenso rendimiento que fue Lenin. Marx era, es verdad, un judío: ¡Si fuese verdad que esto es un defecto, ni siquiera se le podría imputar a Lenin! Pero esto no son más que los últimos argumentos que nos permiten definir en ambos colosos como los dos exponentes más importantes de un movimiento al que ningún otro puede aspirar, ni con mucha diferencia, es la no retórica cualificación de «mundial».
Ciertamente, no me es posible hacer la historia de la función política de Lenin en Rusia: se trataría de exponer la compleja historia del partido bolchevique y de la más grande revolución que la historia conoce, y los datos de todo esto no pueden, en la parte sustancial, no ser conocidos por vosotros.
Lenin se nos presenta primero en modo sugestivo en la crítica de todas las posiciones teóricas y políticas de los otros movimientos de oposición al zarismo, y sobre todo de aquellos que fabrican teorías bastardas para la acción de las clases trabajadoras. En esta lucha contra todas las formas de oportunismo él es implacable y no vacila ante las más graves consecuencias.
Lenin contrapone una ideología de la clase proletaria al liberalismo político burgués que, a través de los intelectuales empujados necesariamente a ser rebeldes, tiende a difundirse en el proletariado. Uno de los dirigentes de los «narodniki» había declarado que «la clase obrera era de una gran importancia para la revolución». En esta frase se traducía el propósito de la burguesía de «servirse» de las masas proletarias para derrocar al absolutismo, para luego, como en Francia un siglo antes, establecer su propio dominio aún y sobre todo contra el proletariado. Pero Lenin representa la respuesta: no es la clase obrera la que servirá para la revolución de los burgueses, sino que es la revolución la que será hecha en Rusia por la clase obrera y para sí misma.
Fornido por esta genial intuición histórica, formidablemente acompañada por estudios completos sobre la naturaleza y el grado de desarrollo de la economía rusa, Lenin puede luchar contra todas las falsificaciones del programa revolucionario y los diversos partidos y grupos oportunistas. Así como él combatió aquel marxismo burgués al que hemos aludido, también lucha contra el «economicismo», que pretende que se deba dejar a la burguesía la lucha política contra el zarismo y mantener la actividad del proletariado en el terreno de las mejoras económicas; retrasando el surgimiento de un partido político obrero para después de que la burguesía haya conquistado el poder y las libertades políticas. En esta lucha teórica, que se desarrolla hacia 1900, se muestra el contenido de la campaña contra el revisionismo internacional bernsteiniano de antes de la guerra, el oportunismo socialnacionalista de los años de guerra y el menchevismo de la posguerra. En 1903 Lenin llega a la escisión del partido obrero socialdemócrata ruso, proclamada en el congreso de Londres si bien la división organizativa formal tuvo lugar después. Aparentemente el desacuerdo versa sobre cuestiones de técnica organizativa interna: importantísimas sin embargo para un partido que lucha con medios ilegales en un ambiente de feroz reacción. Pero el contenido de la división, como los años sucesivos debían demostrar, es sustancial y profundo. La escisión es deseada y preparada por Lenin; entonces él pronuncia la frase: «antes de unirse es necesario separarse», en la que se compendia una de sus más grandes enseñanzas. Aquella de que ya jamás el proletariado podrá vencer sin liberarse antes de los traidores, de los ineptos y de los vacilantes; que, en el cortar las partes malsanas del cuerpo del partido revolucionario, no se será nunca bastante valiente. Naturalmente, Lenin fue llamado disolvedor, disgregador, sectario, centralizador, autócrata, y todo lo imaginable. Él se limitó a reírse de toda esta fraseología de la que hacen indefectiblemente empleo los oportunistas cuando ven desbaratar sus maniobras, como de toda la vacía retórica por la unidad que, fuera de la condición de la homogeneidad y de la claridad de las directrices, no es para los marxistas más que una palabra desprovista de sentido.
Otros desacuerdos se delinean antes de llegar a aquel final clamoroso de los años de guerra: la obra clarificadora, poniendo la mirada en el futuro a largo plazo, de Lenin continúa desarrollándose acumulando las verdaderas condiciones de la futura victoria revolucionaria. En ciertos momentos Lenin, exiliado en el extranjero, no recoge más que algunas adhesiones de simples obreros en torno a sí y a su pequeño grupo de fieles: pero él no duda nunca del éxito de la lucha. El devenir debe darle la razón: los pequeños grupos llegaron a ser millares y millares de proletarios que en 1917 derrotan al zarismo y al capitalismo; los millones de hombres que desfilaron en cortejo interminable en torno a los restos mortales de su dirigente siete años después.
No tenemos modo de ocuparnos más profundamente de la crítica de los bolcheviques a los «liquidadores», que después de 1905 querían renunciar a las formas ilegales del partido alegando la pretendida constitución concedida por el emperador; de la crítica al partido socialista revolucionario, a su programa que colocaba en primera línea a la clase campesina, pretendiendo que en Rusia la revolución proletaria no habría tenido como cuestión central la abolición del capitalismo privado y sus métodos pequeño–burgueses; e igualmente a los anarquistas, a los sindicalistas y a tantas otras escuelas políticas de diversa importancia que se agitaban en el caleidoscopio del período prerrevolucionario.
Lenin propugna el partido que debe responder de modo brillantísimo a las exigencias revolucionarias, magnífico instrumento de acción y de lucha. Y llega la hora del pasaje de la crítica polémica y de la paciente organización preparatoria a la batalla abierta: en torno a los secesionistas de tantos episodios se comienza a formar la concentración de las fuerzas revolucionarias: en la órbita del partido de vanguardia obrera van colocándose los soldados cansados de la guerra y los campesinos pobres; los Soviets, aparecidos en 1905 en la primera gran lucha revolucionaria en que el bolchevismo se ha probado y afirmado vigorosamente, en 1917 se orientan poco a poco hacia el partido de Lenin. En este período de la acción las cualidades de Lenin emergen de modo fantástico, y se prestarían a cualquier forma de amplificación mística, si lo que estaba sucediendo no fuese para nosotros marxistas el necesario coronamiento de una completa y concluyente preparación de las condiciones revolucionarias en todos los campos. En la insurrección de julio, Lenin, a pesar de la tentación momentánea, dice resueltamente que no es todavía el momento de jugarse el todo por el todo; pero en las jornadas de Octubre, solo o casi solo, comprende que se ha llegado al momento que no se puede dejar pasar y vibra con mano infalible el golpe decisivo, encuadra en la magnífica maniobra política de un partido la crisis formidable de la lucha de las opuestas fuerzas sociales, de las que la clase trabajadora debe salir triunfante.
La crítica teórica de la democracia y del liberalismo burgués culmina en la acción, con la caza por la fuerza por parte de los obreros armados, de aquel «amasijo de bribones» que es la Asamblea Constituyente ¡Democráticamente elegida!
La consigna de Lenin: el poder a los Soviets, ha vencido; la dictadura del proletariado teorizada por Marx hace su entrada tremenda en la realidad de la historia. En sus esfuerzos múltiples, la contrarrevolución no vencerá más. Ante la implacabilidad del terror revolucionario ella deberá retroceder; como no conseguirá explotar contra el éxito de la obra del gobierno, a cuya cabeza está Lenin, el acumularse de las dificultades internas de la economía rusa y los fracasos del proletariado en los otros países del mundo. Lenin y su partido continúan en la nueva fase su obra, distinta pero no menos ardua, construyendo cada vez más su fuerza y su experiencia.
No hemos dicho más que un poco del Lenin realizador de una política marxista en Rusia: nos queda todavía toda su actividad internacional. También aquí la lucha contra las desviaciones del marxismo no es sólo teórica, sino política y organizativa. No bastante conocido aún por las grandes multitudes como los líderes tradicionales de los partidos de la II Internacional, Lenin anima en el seno de ésta la corriente de izquierda y su lucha contra el revisionismo. A él se debe que en el Congreso de Stuttgart pase la moción que preconiza la huelga general en caso de guerra.
La guerra sobreviene, y es Lenin el primero que comprende que la II Internacional ha acabado para siempre, con el hundimiento vergonzoso del 4 de agosto de 1914. En el seno de la oposición socialista a la guerra, que se reúne en Zimmerwald y en Kienthal, una izquierda se polariza sobre la fórmula de Lenin: transformar la guerra imperialista en guerra de clase. Y se va hacia la fundación de la nueva Internacional, que puede surgir en 1919 en la capital del primer Estado proletario, habiendo constituido ya sobre sólidas bases su doctrina marxista, habiendo aprobado el grandioso examen de la política proletaria que ella realiza, en la victoria del partido comunista ruso.
Después de la restauración de la teoría proletaria, la obra de la III Internacional se engrandece en la aplicación concreta de la separación de los oportunistas de todos los países, en la expulsión de las filas de la vanguardia obrera mundial, del bando de los reformistas, socialdemócratas y centristas de todo tipo. La palingenesia se desarrolla en todos los viejos partidos revolucionarios del proletariado. Lenin guía con mano férrea la difícil operación ahuyentando incertidumbres y debilidades posibles.
Más adelante tendremos el modo de decir algunas de las razones por las que a la gigantesca batalla todavía no le ha llegado en todos los países el éxito definitivo, y el más grande estratega del proletariado nos deja en un momento en que en muchos frentes la lucha no se encamina favorablemente para nosotros.
La obra política de la nueva Internacional contiene algunos otros aspectos esenciales de los que poco queremos decir. La restauración teórica marxista conducía sin más a las conclusiones fundamentales del primer congreso constitutivo en materia programática, y a buena parte de las doctrinas mejor elaboradas en el segundo, el de 1920, el mejor Congreso de la Internacional. Así para las cuestiones sobre las condiciones de admisión, sobre el papel del partido comunista, sobre la significación de los consejos de los obreros y de los campesinos y sobre el trabajo en los sindicatos. Pero otras cuestiones son tratadas, con no menor fidelidad al método marxista en sus líneas generales, pero con más acentuado carácter de originalidad respecto a las lagunas más graves del movimiento socialista tradicional.
Así sucede para la cuestión nacional y colonial. Remachada en el terreno histórico y práctico sin posibilidad de equívoco la condena del social–nacionalismo con sus sofismas sobre la defensa nacional, la guerra por la democracia y la libertad, la restauración del principio jurídico burgués de nacionalidad, viene marxista y dialécticamente valorada la importancia de las fuerzas sociales y políticas que se contraponen a la potencia de los principales estados burgueses imperialistas allí donde no existe todavía un proletariado modernamente desarrollado, o sea en las colonias y en los pequeños países sojuzgados por las grandes metrópolis capitalistas. Viene construida así una síntesis política genial de la lucha del proletariado europeo y de los otros países más modernos contra las grandes ciudadelas burguesas, sobre una plataforma exquisitamente clasista; y de los movimientos de rebelión de las poblaciones de Oriente y de todos los países coloniales, con el objetivo de quebrantar con el concurso de todas estas fuerzas las bases mundiales de la fortificación defensiva del sistema capitalista. El proletariado comunista mundial mantiene, en esta posición, una actitud de dirección y de vanguardia, y nada reduce a sus tesis ideológicas ni al objetivo de sus realizaciones, que sigue siendo su dictadura de clase; ni nada concede a las premisas teóricas y políticas efímeras y equivocadas de los nacionalrevolucionarios semiburgueses de los países de que se trata, a los que, apenas sea posible, los partidos proletarios comunistas deberán arrancar toda dirección del movimiento. Esta delicada cuestión histórica no se sale del cuadro de la dialéctica revolucionaria, a condición de estar confiada a fuerzas políticas maduras desde el punto de vista marxista: mientras no es de excluir que pueda conducir a cualquier peligro donde sobre todo se la quisiese presentar como una «nueva» consigna que diferencie la actitud de la Internacional de aquella demasiado rígida de la clásica izquierda marxista; lo que sólo podría ser hecho por algún oportunista que no renuncia a vivir, quién sabe por qué perspectivas, en los márgenes de la Internacional. En los términos teóricos dados por Lenin a la cuestión, y bajo su dirección política, el peligro no había que temerlo, y ninguna atenuación, sino más bien una intensificación de la eficaz acción revolucionaria mundial, debía considerarse verificada.
De la cuestión “agraria” en breve podremos decir algunas cosas. Pero también en la toma de posición en el Segundo Congreso sobre tal cuestión, mirando bien al fondo de las cosas, no se trata más que de un análisis hecho volviendo a clarificar el verdadero punto de vista marxista del problema de la economía agrícola. También en este campo Lenin nos había dado notables trabajos teóricos. Políticamente la Internacional resolvió finalmente este problema, que les venía bien a los oportunistas no afrontar, en cuanto estos seguían una hábil maniobra desplazándose truhanamente de la tesis revolucionaria, que el proletariado industrial será el primer motor de la revolución, a su actitud oportunista de cortejadores de intereses y privilegios de categoría de una pretendida aristocracia obrera, que querían arrastrar a una alianza con el capital. La doctrina agraria de la III Internacional se funda sobre el ABC del marxismo, poniendo en claro qué es la empresa agraria moderna e industrial, la pequeña empresa tradicional, y sobre todo el régimen de la pequeña hacienda económica coaligado a la unidad puramente jurídica de grandes latifundios bajo un único propietario, explotador de muchas familias de trabajadores de la tierra. La gradualidad de construcción económica del socialismo, ya reivindicada y justificada en la teoría general de la Internacional Comunista, conlleva como consecuencia evidente, que la dictadura proletaria debe aportar a estos distintos estadios agrícolas diversas soluciones: sólo para el primero hay una coincidencia con el programa socializador de la gran industria, mientras que para el tercero, el programa inmediato no puede ser más que la eliminación del latifundista y entrega de la tierra a las familias campesinas hasta que no maduren en un segundo estadio histórico las condiciones técnicas de una instrucción centralizada y de tipo industrial. De este claro análisis teórico de un problema, que a los oportunistas les ha venido siempre bien no ver, resultan en modo incontrovertido las relaciones políticas entre el proletariado industrial y las diversas clases campesinas: paralelismo completo del proletariado industrial con los asalariados de la tierra en las posesiones industrializadas, alianza con los campesinos pobres que trabajan directamente el terreno; relaciones a valorar contingentemente con los campesinos semipobres. De los segundos se obtiene por esta vía una contribución fundamental para la revolución, sin olvidar jamás la preeminencia que tiene en ella el gran proletariado urbano: preeminencia sancionada por la misma constitución de la república sovietista al darle un peso mucho mayor a la representación de los obreros con respecto a la de las masas campesinas, y por el hecho de que es la primera en dar a la nueva máquina del Estado obrero su personal.
También aquí, exageraciones y equívocos son más que posibles, donde esta preeminencia de tareas revolucionarias sea por poco olvidada. Notabilísimas son a propósito las reprensiones del compañero Trotski a las tendencias «procampesinos» que anidan el oportunismo en el partido francés, y nos parece esencial no olvidar tampoco aquí que no es el caso, no siendo esto necesario para engrandecer la obra de la Internacional que no tiene necesidad, de afirmar, que se trata de soluciones nuevas e imprevistas respecto a la línea fundamental marxista, casi como lanzando un anzuelo a ciertas actitudes dudosas. Ni nos parece el caso, aún si no se encubre bajo éste ningún desacuerdo sustancial, de presentar, como parece que quiere hacer el compañero Zinóviev, el bolchevismo o el leninismo como una doctrina en sí, que consista en la ideología revolucionaria del proletariado en alianza con los campesinos. Esta (no digamos en las intenciones de nuestro compañero, sino en las visiones de corrientes oportunistas) podría prestarse como fórmula teórica a contrarrevolucionarios camuflados por los autores de un repliegue histórico del contenido de la revolución rusa: mientras entre las más bellas tradiciones del partido bolchevique permanece la genial intuición histórica con la que él ha afrontado el programa socialrevolucionario, al que ha «robado» un punto esencial pero para que lo lleve a cabo no la clase campesina, sino la clase obrera: porque sólo por la segunda, y no por sus propias fuerzas, puede la primera ser guiada a la liberación.
Aquí no puedo dar de tales cuestiones más que un trazo pero los compañeros conocen, o pueden ver, un opusculito mío de vulgarización sobre la «cuestión agraria» y, mejor las Tesis del II Congreso de nuestro partido sobre la misma cuestión, que representan la toma de posición unánime de los comunistas italianos sobre la plataforma que he tratado de recordar brevemente.
EL PRETENDIDO OPORTUNISTA TÁCTICO
Vayamos ahora a considerar el aspecto más delicado y difícil de la figura de Lenin: el que se refiere a sus criterios tácticos. La táctica no es ciertamente una cuestión separada de la doctrina, del programa y de la política general; sobre todo por esto, nosotros rechazamos con todas nuestras fuerzas esta interpretación que nos presenta al fustigador del oportunismo –del que dio, por primera vez, la definición Federico Engels cuando, como previendo las falsificaciones bersteinianas, condenó la actitud de quién por las cuestioncillas cotidianas compromete la visión y la preparación de las perspectivas programáticas finales– como aquellos que a la flexibilidad equívoca, a la diplomacia rufianizante, al pretendido «realismo» entendido como lo entiende el comerciante y el filisteo, haya hecho en la práctica concesiones fatales.
Sobre esta conocida falsedad insiste el burgués para jactarse de no se sabe qué revancha suya sobre el «utopismo» atribuido idiotamente a Lenin y a su escuela. Sobre ésta insiste el oportunista por razones no distintas, el anarquista para reclamar para sí la ilusoria capacidad de no contravenir jamás a la fidelidad integral, a las actitudes revolucionarias. No puedo desarrollar aquí ni siquiera una pequeña parte, y por múltiples motivos, toda la cuestión de la táctica comunista, que espera muy diverso trato. Me propongo exponer solamente algunas observaciones sobre el Lenin táctico y maniobrador político, y de reivindicar aquel que es el verdadero carácter de su obra. Mañana un debate de esta naturaleza puede devenir importantísimo, no estando excluido, y veremos por qué, que desde cualquier parte se invoque una enseñanza de Lenin falseado de aquello que verdaderamente debe ser, cuando se sepa considerarlo en el conjunto tan formidable y complejo cuanto unitario de su obra. Porque nosotros negamos que haya una discordancia, incluso mínima, entre el Lenin rígido e implacable de los años de discusión y de preparación y el Lenin infatigable de la múltiple realización.
Incluso aquí, nos conviene examinar primero la táctica de Lenin como dirigente de la revolución rusa, luego como dirigente de la Internacional Comunista. Mucho habría que decir sobre aquella que fue la táctica del partido bolchevique antes de la revolución: en efecto, hemos dicho cuál fue la tarea de este partido en las grandes directrices programáticas como en la crítica de los adversarios: quedará por tratar su comportamiento en las relaciones con los partidos afines en las sucesivas situaciones contingentes, que precedieron a la gran acción autónoma de 1917. Esta materia importantísima es continuamente invocada por los comunistas rusos en su toma de posición sobre los problemas de la táctica internacional: e indiscutiblemente se tiene exactamente en cuenta, y se tendrá siempre en cuenta en los debates de la Internacional.
Limitándonos a recordar un argumento de primera importancia, y que encontró a los mismos compañeros rusos en desacuerdo en su momento: la paz de Brest–Litovsk de 1918 con la Alemania imperialista, deseada sobre todo por la clarividencia de Lenin. ¿Significa ésta un cambio de compromiso con el militarismo kaiserista y capitalista? Sí, si se juzga desde el punto de vista superficial y formalista; no, si se sigue un criterio dialéctico marxista. En aquella ocasión, Lenin dictó la verdadera política que tenía en cuenta las grandes necesidades finales revolucionarias.
Se trataba de poner de relieve el estado de ánimo que había dictado a las masas rusas su lanzamiento revolucionario: fuera del frente de la guerra de las naciones para derrotar al enemigo interno. Y se trataba de crear el reflejo de esta situación derrotista en las filas del ejército germánico, como se había hecho desde el primer momento con las «confraternizaciones». El futuro ha dado la razón a Lenin y el error a quién juzgaba superficialmente que se debía continuar la lucha contra la Alemania militarista, no cuidándose ni de estas consideraciones programáticas a largo plazo, ni de aquellas prácticas (por esta vez absolutamente coincidentes con las primeras: lo que no siempre sucede, y es entonces cuando las dificultades del problema táctico son más graves), que demostraban la certeza de la derrota por razones de técnica militar. El general Ludendorff ha declarado en sus memorias, que el hundimiento del frente alemán, después de una serie de clamorosas victorias militares en todas partes, en un momento en que la situación técnicamente era buena bajo todas las relaciones, ha sido debido a razones morales, o sea políticas: los soldados no han querido combatir más. La política genialmente revolucionaria de Lenin, mientras hablaba un lenguaje de transacción protocolaria con los delegados del Káiser, ha sabido hallar las vías revolucionarias para despertar bajo el uniforme del autómata–soldado alemán, al proletario explotado que es conducido al matadero en interés de sus opresores.
Brest–Litovsk no solamente ha salvado la revolución rusa del ataque del capitalismo alemán, del que el de la Entente se apresuró a ocupar el puesto con no menor perversidad contrarrevolucionaria, sino, después de que se hubieran ganado los meses que hacían falta para hacer del ejército rojo un invencible baluarte, ha determinado la derrota de Alemania en Occidente, de la que injustamente ha dado honor a la pretendida habilidad estratégica de los Foch o de los Díaz, de los jefes militares de la Entente cuya inferioridad profesional demostró con toda la evidencia la guerra cien veces.
Queremos ahora pasar al argumento sobre el que mayormente se insiste para mostrar al Lenin de las concesiones y de las transacciones: el de la nueva política económica rusa, para bosquejarla brevemente.
Hemos recordado lo que debe pensarse de la tarea económica de la revolución proletaria, de su necesaria gradualidad y de su internacionalidad, y además hemos reclamado, aunque solo sea fugazmente, el significado teórico y político de las relaciones que lógicamente los proletarios industriales de Rusia deben establecer con las clases campesinas. Pero, se nos dice por parte de los adversarios, que no se ha tratado sólo de proceder despacio hacia un régimen socialista y luego comunista, sino que ha habido un verdadero retroceso sobre posiciones superadas, un restablecimiento de formas puramente burguesas que se había esperado suprimir, un pacto con el capitalismo mundial al que se había declarado la guerra sin cuartel: y esto demuestra que los comunistas y Lenin se han adaptado a practicar el mismo oportunismo que a los otros les habían reprochado clamorosamente.
Nosotros sostenemos, por el contrario, que no puede hablarse de oportunismo, después de que toda la grandiosa maniobra táctica ha sido conducida, en el pensamiento teórico con el que nos la presenta Lenin, en la aplicación guiada por él hora a hora, hasta hace casi dos años y, para ser claros, en la magnífica formulación que daba del problema León Trotski en un poderoso discurso suyo en el IV Congreso Mundial, con miras constantes y tenaces al supremo interés del proceso revolucionario y al triunfo final en la lucha compleja contra las resistencias formidables y múltiples del capitalismo. La sola palabra: Lenin, es una garantía de esto.
En un primer período el problema fundamental de la revolución rusa ha sido el de la lucha militar, que continuaba directamente la ofensiva revolucionaria, rechazando las contraofensivas múltiples de las fuerzas reaccionarias no tanto en el frente político interno, cuanto sobre todos los frentes que se debieron crear contra las bandas blancas sostenidas por las grandes y pequeñas potencias burguesas. En esta lucha épica, y que sólo a finales de 1920 puede considerarse finalizada, a través de los episodios y las fases que aquí no tengo que recordaros, el ejército rojo y la policía roja se comportaron con tal brillante decisión en la trituración del enemigo, que nadie querrá hablar de compromisos y de renuncia a la más amplia valoración del conflicto de clase entre revolución y contrarrevolución. Nada autoriza hasta ahora a suponer que esta misma decisión irá a menos, cuando tuviese que volver a agudizarse, o mejor, volver a trasladar sobre el terreno militar, el antagonismo entre proletariado y capitalismo mundial, sobre el que está construida la política del primer estado obrero y campesino. Ahora bien, en tal período el problema de la construcción del socialismo se presentaba como secundario, y se trataba por una parte de impedir que la conquista político–militar del proletariado pudiese ser quebrantada; por otra parte de provocar la extensión de la victoria revolucionaria en otros países.
A principios de 1921, la situación sale de esta fase: por una parte la revolución en Europa se presenta, aunque sólo sea momentáneamente, como aplazada ante el fenómeno general de la ofensiva capitalista contra los organismos proletarios; por otra parte la lucha para abatir con la violencia al régimen de los Soviets es abandonada por las potencias burguesas. No se trata ya solamente de vivir lo mejor posible y dirigir la lucha, cuya necesidad misma, ante el peligro de una restauración burguesa y zarista, ha mantenido juntas a las varias clases revolucionarias, sino de organizar, sobre fórmulas que no podrán ser más que contingentes y transitorias, la economía de un país como Rusia en el que la fuerza política del capitalismo y de las otras formas reaccionarias (como el feudalismo agrario) ha sido batida, pero que por falta de las condiciones técnicas, económicas y sociales, por la ruina causada por siete años de guerra, de revolución y de bloqueo, no se puede hablar de constituir un régimen económico, plenamente socialista.
Que por esta razón se debería llamar a los mandatarios de las hordas blancas dispersadas y arrojadas, y decirles, que no pudiendo constituir de un golpe la economía comunista, se les devolvía a ellos el poder para que administrasen el país en una economía burguesa; o que se pudiese remediar desarmando el aparato del ejército y del Estado revolucionarios y apelando a las misteriosas iniciativas «libres» y «espontáneas» del «pueblo», como dicen los anarquistas, sin comprender que proponen la mismísima cosa antedicha, es una opinión que dejaremos a los locos o a los deficientes.
Otro límpido y valeroso análisis marxista guía a los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, hacia la difícil solución.
Una necesidad política y militar había «impuesto», en aquel primer período, un conjunto de medidas económicas que no habían sido adoptadas por sí mismas, sino para romper la resistencia de ciertas clases y ciertos extractos. Lenin define este conjunto de medidas «comunismo de guerra». Así se debió, sin poder pensar en vías intermedias, demoler despiadadamente el viejo aparato administrativo de la industria rusa, que estaba, en un país atrasado, sin embargo grandemente centralizado; expropiar no sólo al gran latifundista, sino también al mediano propietario agrícola porque constituía un extracto antirrevolucionario a poner fuera de combate; monopolizar completamente el comercio del grano, no pudiendo asegurar de otra manera el aprovisionamiento de los grandes centros urbanos y del ejército: sin pararse a preguntar si el Estado proletario habría podido regir establemente la organización socialista al sustituir todas estas formas suprimidas por necesidad.
Una vez pasado el período antedicho, el problema se presentó en sus datos esencialmente económicos, y se le dio en consecuencia, una nueva y distinta solución. Hoy todo esto resulta clarísimo, haciendo sólo un examen no enturbiado por prejuicios pseudorrevolucionarios. En el cuadro de la sociedad rusa se reconocen, dice Lenin, las más variadas formas económicas: régimen agrícola patriarcal, pequeña producción agraria para el mercado, capitalismo privado, capitalismo de estado, socialismo. La lucha no es económicamente llevada hasta el punto de situarse sobre todo en el pasaje del capitalismo de Estado al socialismo, sino que es más bien la lucha contra este «capitalismo de estado», de la «sanguijuela» de la economía campesina pequeño–burguesa y del capitalismo privado. Lo que es el capitalismo de estado indicado por Lenin está bien aclarado por Trotski en el discurso ya indicado (que debería ser publicado en italiano y en un opúsculo popularísimo). No se trata, como en el significado tradicional de la frase, de la socialización realizada por un estado «burgués», sino de la socialización, realizada más bien, en ciertas ramas de la economía, por el poder político proletario, pero con reservas y limitaciones que equivalen a mantener intacto el supremo control político y financiero del estado adoptando sin embargo los métodos de «cálculo comercial» capitalista.
Es decir, el estado ruso hace de empresario y de productor, pero no puede, en las reales condiciones económicas rusas, ser el «único» empresario, como sería en el régimen «socialista»: porque debe permitir que la distribución se haga, no con un aparato de estado, sino por medio del mercado libre de tipo burgués, donde se deja intervenir al pequeño campesino comerciante, el pequeño empresario industrial y en ciertos casos el capitalista medio local y el gran capitalista extranjero, en organizaciones y empresas controladas, sin embargo, fuertemente por la República obrera con sus expresos órganos.
Actuar de otra forma, sobre todo en relación a la cuestión agraria, sólo significaría la paralización de toda posibilidad de vida de la producción. No pudiéndose hablar de socialización, y ni siquiera de gestión estatal de una cuota apreciable, en una agricultura tan rudimentariamente equipada como la rusa, no había otro modo para hacer producir al campesino que concederle la libertad de comercio de los géneros agrícolas, después de haberle hecho pagar al estado un impuesto «en especie», que tomó en la época indicada el lugar de las requisaciones introducidas por necesidad durante el «comunismo de guerra».
Esta nueva orientación de la política económica se presenta como una especie de retirada, pero esta retirada, en el sentido efectivo que entonces se le dio, no es más que un momento inevitable de la compleja evolución del capitalismo y del precapitalismo al socialismo: momento previsible incluso para las otras revoluciones proletarias, pero evidentemente de una importancia mucho menos sensible, cuanto más desarrollado esté el gran capitalismo en los respectivos países, cuanto más se haya extendido precedentemente el «territorio» de la victoria proletaria.
Debe tenerse en cuenta otro peligro que la N.E.P encauzó a tiempo: el «desclasamiento» del proletariado industrial. Las dificultades del aprovisionamiento de los grandes centros urbanos había determinado una emigración de los trabajadores de las fábricas hacia el campo; esto, además de las consecuencias económicas, tenía una gravedad de naturaleza socio–política, quitando a la revolución y a sus órganos su base principal: el proletariado urbano; comprometiendo así las condiciones más esenciales para el desarrollo de todo el proceso. Las medidas adoptadas permitieron afrontar también este fenómeno, de mejorar cada vez más el tenor de vida económica y de luchar contra la plaga natural de la carestía, que venía a añadirse desgraciadamente a todas las dificultades provocadas por el adversario.
Entre las medidas que caracterizan a la nueva política económica se comprende, naturalmente, el establecimiento de un modus vivendi económico e incluso diplomático con los estados burgueses. Ninguna teoría seria de la revolución puede pretender que, estando presentes estados burgueses y proletarios, deba existir entre estos la guerra permanente: esta guerra es por el contrario un hecho posible, pero es en interés revolucionario el suscitarla sólo cuando ella sirva para hacer precipitar favorablemente la situación de guerra civil dentro de los países burgueses, que es la vía «natural» por la que se llega a la victoria del proletariado. Nada de extraño pues, mientras que esto no es posible desde el punto de vista comunista, que habiendo constatado a su vez los estados burgueses la imposibilidad de suscitar en Rusia una revuelta anticomunista, se esté en un período de tregua militar y de relaciones económicas, de los que por ambas partes se delinea la necesidad en modo concreto. Sería incluso ridículo empequeñecer tal problema por la repugnancia por ciertos acuerdos protocolarios y por las exigencias de la etiqueta.
La misma situación, sobre la que tuvo lugar la ruptura de la conferencia de Génova, demuestra que el gobierno ruso no renuncia para nada a las cuestiones de principio y no apunta mínimamente a retornos a las directivas de la economía privada, como les gusta a todos nuestros adversarios insinuar continuamente. Arrancando al capitalismo, aunque sea a costa de un precio adecuado tomado entre los diversos recursos naturales rusos, algunas de sus fuerzas promotoras de la gran producción, se prosigue la obra teorizada por Lenin para suprimir poco a poco la pequeña economía industrial, agraria y comercial, que es la enemiga del proletariado, y la principal enemiga donde, como en Rusia, la organización de dominio político del gran capitalismo ya ha sido puesta fuera de combate. Y el problema de las relaciones políticas con la clase campesina no está resuelto con una fórmula de sabor oportunista, porque, si se hacen concesiones al pequeño campesino, no se pierde de vista que él es un factor revolucionario en cuanto su lucha contra el boyardo se ha saldado con la lucha del proletariado contra el capitalismo; pero en el ulterior desarrollo el programa obrero debe estar por encima y superar definitivamente el programa campesino de la alianza.
Después de estas indicaciones incompletas pasaré al concepto que muchos se han hecho de la táctica preconizada por Lenin para la Internacional Comunista, y de sus vivaces críticas a los criterios tácticos de «izquierda».
El método del que se sirve Lenin para el examen de los problemas de orden táctico y para hacer la teoría del «compromiso», es plenamente satisfactorio. Sin embargo quiero decir enseguida que, a mi entender, la vasta tarea de la elaboración, con este método, de la táctica que la Internacional debe adoptar está muy lejos de ser resuelta. Lenin nos deja «resuelta» la cuestión de la doctrina y del programa, pero no la de la táctica. Subsiste el peligro de que el método táctico de Lenin sea falsificado hasta el punto de perder la visión de sus claros presupuestos programáticos–revolucionarios: esto podría poner en peligro eventualmente la consistencia misma de nuestro programa. Por algunos elementos de derecha de la Internacional viene invocándose demasiado a menudo el criterio táctico de Lenin para justificar formas de adaptación y de renuncia potencial, que no tienen nada en común con la línea luminosamente revolucionaria y de finalidad que enlaza toda la grandiosa obra de Lenin. El problema es grave y delicadísimo.
¿Cuál es la crítica esencial de Lenin a los errores de «izquierda»? Él condena toda valoración táctica que en lugar de reclamarse al realismo positivo de nuestra dialéctica histórica y al valor efectivo de las actitudes y de los expedientes tácticos, se haga prisionera de ingenuas fórmulas abstractas, moralistas, místicas y estéticas de las que brotan improvisadamente resultados totalmente extraños a nuestro método. Toda la reprensión a la fraseología pseudo–revolucionaria que viene a menudo a tomar arbitrariamente el puesto de los verdaderos argumentos marxistas, no sólo es justa, sino que está perfectamente en línea con todo el cuadro del grandioso trabajo de restauración de los valores revolucionarios «serios», debido a Lenin, y que nosotros aquí tratamos de trazar pálidamente en sus lineamientos sintetizados. Todos los argumentos tácticos que se basan sobre la fobia de ciertas palabras, de ciertos gestos, de ciertos contactos, sobre una pretendida pureza e incontaminabilidad de los comunistas en la acción, son cosa de risa, y constituyen el infantilismo idiota contra el que Lenin se batió, hijo de prejuicios teóricos burgueses de sabor antimarxista. Sustituir la táctica marxista con una doctrinilla moral es una estupidez.
Esto no significa que ciertas conclusiones tácticas sostenidas por la izquierda, y defendidas por muchos con estos argumentos ingenuos, no se puedan volver a presentar como puntos de llegada de un análisis marxista afirmativo, despojado de toda veleidad ética y estética y perfectamente dispuesta para aceptar, con reconocida razón, las exigencias de la táctica revolucionaria, aún cuando carezcan de elegancia y de nobleza en su aspecto inmediato. Por ejemplo, en las tesis tácticas del II Congreso de nuestro partido, que constituían un intento en el susodicho sentido, mientras se critica el método táctico del frente único de los partidos políticos como órgano permanente por encima de estos, no se emplea nunca, para llegar a tal conclusión, el argumento de que sea indigno de los comunistas tratar con los dirigentes oportunistas, o acercarse a sus personas. Yo pienso que esta misma palabra «oportunista» debería ser cambiada, por su sabor moralista. He citado el problema no para discutirlo, sino sólo a título de ejemplo explicativo.
Teniendo en cuenta las últimas aportaciones de la experiencia táctica de la Internacional y del hecho de que desde hace dos años Lenin no es su animador, nosotros tenemos el derecho de sostener que el problema debe ser todavía discutido para llegar a una solución. Nosotros nos negamos a hacer traducir el realismo marxista de Lenin en la fórmula de que todo expediente táctico sea bueno para nuestros fines. La táctica influye a su vez sobre quién la emplea, y no se puede decir que un verdadero comunista, con el mandato de la verdadera Internacional y de un verdadero Partido Comunista, puede ir a todas partes con seguridad de que no se equivocará. Nosotros hemos visto el reciente ejemplo, al que toco de pasada, del gobierno obrero en Sajonia. El presidente de la Internacional ha debido decir, justamente escandalizado, que el compañero colocado en el puesto de canciller de estado, en lugar de seguir la táctica revolucionaria prefijada y organizar el armamento del proletariado, se ha hecho prisionero de la observancia de la legalidad. Se trataba, dice Zinóviev, no de propósitos de acción comunista, sino de respeto puramente germánico de la cancillería de Estado. La frase es fuerte, y es digna de Marx (quizá es precisamente de Marx); pero Zinóviev se debe preguntar si la causa del fracaso está en las cualidades de aquel compañero o en la táctica misma que se había proyectado, que chocaba contra dificultades insuperables.
¿«Ampliar» más allá de todo límite la posibilidad de los proyectos tácticos no viene a chocar contra nuestras mismas conclusiones teóricas y programáticas, puntos de llegada de un verdadero examen «realista» controlado por una continua y vasta «experiencia»? Nosotros consideramos ilusoria y en contradicción con nuestros principios una táctica que se burle de sustituir el derrocamiento y la demolición de la máquina estatal burguesa, piedra angular demostrada tan vigorosamente por Lenin, con la penetración de no se sabe qué caballo de Troya dentro de la máquina misma; la ilusión –verdaderamente pseudorrevolucionaria y pequeñoburguesa– de hacerla saltar con la piedra tradicional. La situación, que acabó en el ridículo de los ministros comunistas sajones demuestra lo siguiente: que no se puede tomar la fortaleza estatal capitalista con estratagemas que ahorren el asalto frontal de las masas revolucionarias. Es un grave error hacer creer al proletariado que si se poseen estos expedientes puedan facilitar la dura vía, para «economizar» de su propio esfuerzo y de su propio sacrificio. El haber creído esto ha determinado un grave estado de desilusión en el partido alemán que tiene amargas consecuencias, aún si es discutible que haya tenido la gravísima consecuencia de no desencadenar el ataque general directo, en un momento en el que se habría conseguido. Ahora los comunistas alemanes lanzan la consigna de la insurrección general y de la dictadura proletaria. Era necesario decir antes que, sí existen situaciones y relaciones de fuerza muy variables, y en muchos casos no se puede lanzar aquella consigna como fórmula inmediata; sin embargo es acertado de modo general que una es la vía maestra por la que se deberá pasar necesariamente: «que no existen revoluciones a medias, sino sólo revoluciones».
Muchos quieren hacer creer que la mentalidad de Lenin sea la de dejar siempre en blanco la página sobre la que se debe escribir la cotidiana tarea táctica, excluyendo toda generalización. Este sería el pretendido realismo «verdaderamente marxista». Se ve aparecer así un «verdadero marxismo» y que podría llegar a ser mañana análogo al «socialismo verdadero» azotado por Carlos Marx. Cuanto sabemos de Lenin y del contenido de la síntesis colosal de su obra, nos autoriza a rechazar esta falsificación que lo rebajaría al nivel del oportunismo vulgar, habiendo dedicado su vida a derrotar al mismo. El método táctico marxista debe estar exento de preconceptos sacados de ideologías arbitrarias y actitudes psicológicas introducidas de contrabando, debe reclamarse a la realidad y a la experiencia; pero esto no quiere decir descender al chismoso e impotente «eclecticismo», sellado a su tiempo por una campaña del bolchevismo ruso, que oculta la ignavia pequeño–burguesa de los falsos revolucionarios. Nuestro realismo y experimentalismo, se rehuyen de gratuitas abstracciones ideológicas, tienden sin embargo, en la elaboración de la conciencia del movimiento, a alcanzar sobre bases rigurosamente científicas una dirección unitaria y sintetizada, no caprichosa y arbitraria, de la práctica cotidiana.
En Lenin, nosotros afirmamos la valoración táctica, sin ningún tipo de prejuicios en el sentido de que él menos que nadie se dejaba guiar por sugestiones sentimentales extemporáneas y por testarudeces formalistas; no abandonó jamás la plataforma revolucionaria: o sea, su coordinación con la finalidad suprema e integral de la revolución universal. Y esta coordinación debe ser precisada y clarificada en las discusiones sobre táctica de la Internacional; a la que Lenin le ha dado el método y también indudablemente la formulación de algunos resultados, pero sin dejarnos una elaboración completa, porque ésta no era hasta hoy históricamente posible. Prosiguiendo el trabajo, la Internacional debe guardarse del peligro de que la tesis de la máxima libertad táctica vaya a ocultar el abandono y la deserción de la «plataforma» de Lenin, o sea, el perder de vista las finalidades revolucionarias. Perdidas de vista éstas, sería puro voluntarismo antirrealista aquel que dejase en la base de las decisiones tácticas no un conjunto sintético de directrices, sino, por así decir, una simple firma de una o varias personas. Esto invertiría toda la disciplina unitaria, en el sentido verdaderamente fecundo, de nuestra organización. Y no diré más sobre la materia.
A quien quiera subrayar demasiado en Lenin el táctico «sin reglas fijas», nosotros le reprocharemos siempre la unidad que liga toda su obra política. Lenin es aquel grande que, fija la mirada en la meta final revolucionaria, no teme hacerse llamar en las épocas de la preparación el disolvedor, el centralizador, el autócrata, el devorador de sus maestros y de sus amigos. Es el aportador despiadado de la claridad y de la precisión donde esto conlleve al hundimiento de falsas concordias y de alianzas postizas. Es el hombre que sabe contemporizar cuando llega el caso, pero que en un cierto momento sabe decidirse formidablemente y, como he recordado, en octubre de 1917, ante las mismas vacilaciones del C.C. de su partido, después de haberle colmado de mensajes urgentes, va en persona a Petrogrado, incita a los obreros a empuñar las armas y pasa por encima de todas las incertidumbres. Un burgués, que le ha oído hablar, narra: «Me habían hablado de su lenguaje frío, realista y práctico; no he oído más que una serie de encendidas incitaciones a la lucha: “¡Tomad el poder! ¡Derrocad a la burguesía! ¡Echad fuera el gobierno!”».
Ahora el Lenin de las ponderadas valoraciones tácticas es el mismísimo hombre que en potencia contiene aquellas facultades de audacia revolucionaria. Muchas marmotas querrían volver a vestirse con la piel de este León. Por esto nosotros le diremos a muchos que invocan la ingeniosidad y la elasticidad en la táctica y citan a Lenin, pero de cuya potencialidad revolucionaria tenemos motivo para dudar: ¡haced otro tanto, mostrad estar igualmente encarnados en la dominante necesidad de la victoria de la revolución, que en el momento culminante está hecha de irresistible arrojo y de golpes a fondo, y luego tendréis el derecho de hablar en su nombre!
No, Lenin no es el símbolo de la accidentalidad práctica del oportunismo, sino el de la férrea unidad de la fuerza y de la teoría de la revolución.
LA FUNCIÓN DEL DIRIGENTE
Lenin ha muerto. El coloso, y no de ayer, ha abandonado su obra. ¿Qué significa esto para nosotros? ¿Cuál es el puesto y la función de los dirigentes en el conjunto de nuestro movimiento y del modo con el que lo juzgamos? ¿Cuál será la consecuencia de la desaparición del más grande dirigente en la acción del Partido Comunista ruso y de la Internacional Comunista, sobre toda la lucha revolucionaria mundial? Recorramos un poco, antes de llegar a la conclusión de este ya largo discurso, nuestra valoración de este importante problema.
Existen los que truenan contra los dirigentes, que querrían que se les dejase a un lado, que describen, o fantasean, una revolución «sin dirigentes». Lenin mismo ilumina con límpida crítica esta cuestión, despejándola del confusionismo superficial. Existen, como realidad histórica las masas, las clases, los partidos y los dirigentes. Las masas están divididas en clases, las clases representadas por partidos políticos, éstos dirigidos por dirigentes: la cosa es muy simple. Concretamente hablando, el problema de los dirigentes ha tomado un aspecto especial en la II Internacional. Sus dirigentes parlamentarios y sindicales habían alentado los intereses de ciertas categorías particulares del proletariado, a las que tendían a instituir privilegios a través de compromisos antirrevolucionarios con la burguesía y el Estado.
Estos dirigentes acaban cortando el lazo que les unía al proletariado revolucionario, enganchándose cada vez más al carro de la burguesía: en 1914 se reveló abiertamente que ellos, de instrumentos de la acción proletaria, se habían convertido en puros y simples agentes del capitalismo. Esta crítica, y la justa indignación contra ellos no deben desviarnos hasta el punto de negar que existan los dirigentes; pero dirigentes muy diferentes a aquellos existirán, y no pueden no existir igualmente en los partidos y en la Internacional revolucionaria. Que toda función directiva se transforme automáticamente, cualquiera que sea la organización y sus relaciones, en una forma de tiranía o de oligarquía, es un argumento tan malo y fuera de lugar que hasta Maquiavelo hace cinco siglos podía en El Príncipe hacerle una crítica de cristalina evidencia. Es cierto que al proletariado se le plantea este problema, no siempre fácil, de tener dirigentes y evitar que sus funciones lleguen a ser arbitrarias e infieles al interés de clase: pero este problema no se resuelve, por cierto, obstinándose en no verlo o pretendiendo eliminarlo con la abolición de los dirigentes, medida que nadie sabría luego indicar en qué consiste.
Desde nuestro punto de vista materialista–histórico, la función de los dirigentes se estudia saliendo decididamente fuera de los límites angostos en los que la encierra la concepción individualista vulgar. Para nosotros un individuo no es una entidad, una unidad consumada y separada de las otras, una máquina en sí misma; o cuyas funciones estén alimentadas por un hilo directo que la una a la potencia creadora divina o a cualquier abstracción filosófica que ocupe el puesto, como la inmanencia, lo absoluto del espíritu, y similares cosas abstrusas. La manifestación y la función del individuo están determinadas por las condiciones generales del ambiente, de la sociedad y de la historia de ésta. Aquello que se elabora en el cerebro de un hombre ha tenido su preparación en las relaciones con otros hombres. Algunos cerebros privilegiados y ejercitados, máquinas mejor construidas y perfeccionadas, traducen, expresan y reelaboran mejor un patrimonio de conocimientos y de experiencias que no existiría si no se apoyase en la vida de la colectividad. El dirigente, más que inventar, representa a la masa en sí misma y hace posible que ella se reconozca cada vez mejor en su situación respecto al mundo social y al devenir histórico; pueda expresar en fórmulas exteriores exactas su tendencia a actuar en aquel sentido, del que están dadas las condiciones de los factores sociales, cuyo mecanismo, en último término, se interpreta partiendo de la investigación de los elementos económicos. Aún más, el más grande encabezamiento del materialismo histórico marxista, como solución genial del problema de la determinación y de la libertad humana, radica en haber arrancado el análisis del círculo vicioso del individuo aislado del ambiente y haberle remitido al estudio experimental de la vida de las colectividades. De manera que las verificaciones del método determinista marxista, que nos son dadas por los factores históricos, nos permiten concluir que es justo nuestro punto de vista objetivista y científico en la consideración de estas cuestiones, incluso si la ciencia en su grado de desarrollo actual no puede decirnos por qué función las determinaciones somáticas y materiales sobre los organismos de los hombres se explican en procesos psíquicos colectivos y personales.
El cerebro del dirigente es un instrumento material que funciona por sus lazos con toda la clase y el partido; las formulaciones que el dirigente dicta como teórico y las normas que prescribe como dirigente práctico, no son creaciones suyas, sino precisiones de una conciencia cuyos materiales pertenecen a la clase–partido y son producto de una vastísima experiencia. No siempre todos los datos de ésta están presentes en el dirigente bajo formas de erudición mecánica, así es como nosotros podemos explicarnos realistamente ciertos fenómenos de intuición que son juzgados como desviaciones y que, lejos de probarnos la trascendencia de algunos individuos sobre la masa, nos demuestran mejor nuestro cometido de que el dirigente es el instrumento operador y no el motor del pensamiento y de la acción común.
El problema de los dirigentes no se puede plantear del mismo modo en todas las épocas históricas, porque sus datos se modifican en el curso de la evolución. También aquí nosotros nos salimos de las concepciones que pretenden que estos problemas sean resueltos por datos inmanentes, en la eternidad de los hechos del espíritu. Como nuestra consideración de la historia del mundo asigna un puesto especial a la victoria de clase del proletariado, primera clase que venza poseyendo una teoría exacta de las condiciones sociales y el conocimiento de su función, y que pueda organizar «saliendo de la prehistoria humana» el dominio del hombre sobre las leyes económicas, así la función del dirigente proletario es un fenómeno nuevo y original de la historia, y podemos muy bien mandar a paseo a quién lo quiere volver a plantear citando las malversaciones de Alejandro o de Napoleón. Y, en efecto, para la especial y luminosa figura de Lenin, incluso si él no ha vivido el período que aparecerá como el clásico de la revolución obrera, cuando ésta mostrará sus mayores fuerzas como la terrorificación de los filisteos, la biografía halla caracteres nuevos y los clichés históricos tradicionales de la codicia de poder, de ambición, del satrapismo, empalidecen y cretinizan en la confrontación de la directa, simple y férrea historia de su vida y del último particular de su habitus personal.
Los dirigentes y el dirigente son aquellos y aquel que mejor y con mejor eficacia ordenan el pensamiento y quieren la voluntad de la clase, construcciones necesarias cuanto activas de las premisas que nos dan los factores históricos. Lenin fue un caso eminente y extraordinario de esta función, por intensidad y extensión de la misma. Por muy maravilloso que sea seguir la obra de este hombre con el fin de entender nuestra dinámica colectiva de la historia, nosotros no admitiremos que su presencia condicionase el proceso revolucionario a cuya cabeza le hemos visto, y aún menos que su desaparición detenga a las clases trabajadoras en su camino.
La organización en partido que permite a la clase ser verdaderamente tal y vivir como tal, se presenta como un mecanismo unitario en el que los diversos «cerebros» (no sólo por cierto los cerebros, sino también otros órganos individuales) absorben tareas diversas según las actitudes y potencialidades, todos al servicio de un objetivo y de un interés que progresivamente se unifica cada vez más íntimamente «en el tiempo y en el espacio» (esta cómoda expresión tiene un significado empírico y no transcendente). No todos los individuos tienen pues el mismo puesto y el mismo peso en la organización: en la medida que esta división de tareas se realiza según un plan más racional (y lo que vale hoy para el partido–clase, será mañana para la sociedad), está perfectamente excluido que quien se halla más arriba gravite como privilegiado sobre los demás. Nuestra evolución revolucionaria no va hacia la desintegración, sino hacia la conexión cada vez más científica de los individuos entre sí.
Ella es antiindividualista en cuanto materialista; no cree en el alma o en un contenido metafísico y trascendente del individuo, sino que inserta las funciones de éste en un cuadro colectivo, creando una jerarquía que se desarrolla en el sentido de eliminar cada vez más la coerción, sustituyéndola con la racionalidad técnica. El partido es ya un ejemplo de una colectividad sin coerciones.
Estos elementos generales de la cuestión muestran como nadie mejor que nosotros está por encima del significado banal del igualitarismo y de la democracia «numérica». Si nosotros no creemos en el individuo como base suficiente de actividad, ¿qué valor puede tener para nosotros una función del número bruto de los individuos? ¿Qué puede significar para nosotros democracia o autocracia? Ayer teníamos una máquina de primerísimo orden (un «campeón de excepcional clase», dirían los deportistas) y esto podríamos colocarlo en el ápice supremo de la pirámide jerárquica: hoy éste no existe, pero el mecanismo puede continuar funcionando con una jerarquía algo distinta en la que en el ápice habrá un órgano colectivo constituido, se entiende, de elementos elegidos. La cuestión no se plantea para nosotros con un contenido jurídico, sino como un problema técnico no prejuzgado por silogismos de derecho constitucional o, peor aún, natural. No existe razón de principio para que en nuestros estatutos se escriba «dirigente» o «comité de dirigentes»:
Y de estas premisas parte una solución marxista de la cuestión de la elección: elección que hace, sobre todo, la historia dinámica del movimiento y no la banalidad de consultas electivas. Preferimos no escribir en las reglas organizativas la palabra «dirigente» porque no siempre tendremos en nuestras filas una individualidad de la fuerza de un Marx o de un Lenin. En conclusión, si el hombre, el «instrumento» de excepción existe, el movimiento lo utiliza: pero el movimiento vive lo mismo cuando tal personalidad eminente no existe. Nuestra teoría del dirigente está muy lejos de las cretinerías con que las teologías y las políticas oficiales demuestran la necesidad de los pontífices, de los reyes, de los «primeros ciudadanos», de los dictadores y de los duces; pobres marionetas que se ilusionan con hacer la historia.
Más aún: este proceso de elaboración de material perteneciente a una colectividad, que nosotros vemos en la persona dirigente como toma de la colectividad y a ella restituye energías potenciadas y transformadas, así nada puede quitar con su desaparición del círculo de ésta. La muerte del organismo de Lenin no significa para nada el fin de esta función, si, como hemos demostrado, en realidad el material como él lo ha elaborado debe todavía ser alimento vital de la clase y del partido. En este sentido, estrictamente científico, tratando de guardarnos cuanto es posible de conceptos místicos y de amplificaciones literarias, nosotros podemos hablar de una inmortalidad, y por el mismo motivo del planteamiento histórico particular de Lenin y de su función, mostrar cuánto fuese esta inmortalidad más amplia que la de los héroes tradicionales de los que nos hablan la mística y la literatura.
La muerte no es para nosotros el eclipse de una vida conceptual, que ésta no tiene fundamento en una persona sino en entes colectivos, sino que es un puro hecho físico científicamente valorable. Nuestra absoluta certeza de que aquella función intelectual que correspondía al órgano cerebral de Lenin ha sido detenida para siempre por la muerte física en aquel órgano, y no se traduce en un Lenin incorporal que nosotros podemos celebrar como presente invisible en nuestros ritos: que aquella máquina potente y admirable está destruida para siempre; llega a ser la certeza de que su función continúa y se perpetúa en la de los órganos de batalla, en la dirección de los cuales él sobresalió. Él está muerto y la autopsia ha mostrado cómo: a través del progresivo endurecimiento de los vasos cerebrales sometidos a una presión excesiva e incesante. Ciertos mecanismos de altísima potencia tienen una vida mecánica breve; su esfuerzo excepcional es una condición de su precoz inutilización.
Quien ha matado a Lenin es este proceso fisiológico, determinado por el trabajo titánico que en los años supremos él realizó, y debía someterse, porque la función colectiva exigía que aquel órgano trabajase al más alto rendimiento, y no podía ser de otro modo. Las resistencias que se oponían a la tarea revolucionaria han arruinado este magnífico utensilio, pero después de que él hubiera despedazado los puntos vitales de la materia adversa sobre la que operaba.
Lenin mismo ha escrito que, incluso después de la victoria política del proletariado, la lucha no ha terminado; que nosotros no podemos, muerta la burguesía, desembarazarnos sin más de su monstruoso cadáver: éste permanece y se descompone entre nosotros, y sus miasmas pestilentes corrompen el aire que respiramos.
Estos productos venenosos, en sus múltiples formas, se han impuesto sobre los mejores de entre los artífices revolucionarios. Ellos nos aparecen como el trabajo cruel y necesario para afrontar gestos militares y políticos de la reacción mundial y las tramas de las sectas contrarrevolucionarias, como el esfuerzo espasmódico para salir de las atroces estrecheces del hambre producidas por el bloqueo capitalista, a las que Lenin debía someter su organismo sin posibilidad de ahorrar energías. Se nos aparecen, entre otras cosas, como los disparos de pistola de la socialrrevolucionaria Dora Kaplan, que quedan incrustados en las carnes de Lenin y contribuyen a la obra disolvedora. Esforzándonos por ser parejos con la objetividad de nuestro método, nosotros sólo podemos hallar en esta valoración de fenómenos patológicos en la vida social, el modo de expresar un juicio sobre ciertas actitudes que de otra manera no serían, en su insultante insensatez, susceptibles de ser juzgadas, como aquella de nuestros anarquistas que han comentado la desaparición del más grande luchador de la clase revolucionaria bajo el título: ¿Luto o fiesta? Incluso estos son fermentos de un pasado que debe desaparecer: el futurismo paranoico ha sido siempre una de las manifestaciones de las grandes crisis. Lenin se ha sacrificado a sí mismo en la lucha contra estas supervivencias que le circundaban incluso en la triple fortaleza de la primera revolución; la lucha será todavía larga, pero finalmente el proletariado vencerá quitándose de encima las múltiples y piadosas exhalaciones de un estado social de desorden y de servidumbre, y de su mal recuerdo.
NUESTRA PROSPECTIVA DE FUTURO
En el momento en que muere Lenin, un interrogante se abre ante nosotros, y ciertamente nosotros no lo rehuiremos. La gran previsión de Lenin ¿ha fracasado quizás? La crisis revolucionaria que con él nosotros esperábamos ¿está aplazada? y ¿por cuánto tiempo.
No es la primera vez que nosotros marxistas oímos reprochar que las previsiones revolucionarias, «catastróficas», de nuestros maestros han sido desmentidas por los hechos. Sobre todo en las obras de los oportunistas socialistas se enumera con complacencia cuántas veces Marx ha esperado la revolución y ésta no ha llegado.
En 1847, en el 49, en el 50, en el 62, en el 72, Marx repite su convicción –y se citan más o menos exactamente los pasajes relativos– de que la crisis económico–política del capitalismo correspondiente a aquella época dada se resolverá con la revolución social. Los pasajes están tomados a troche y moche de obras teóricas de aquel corpus complejo que son los materiales del marxismo. Naturalmente son los mismos críticos que luego nos querrían servir un Marx reformista y lleno de «pacíficas decadencias» sin sabernos decir cómo se conciliaría luego con el anunciador precipitado e impaciente de catástrofes apocalípticas. Pero dejemos a estos y veamos qué puede decirse de este delicado argumento de la previsión revolucionaria.
Si nosotros consideramos la actividad de un partido marxista en su aspecto puramente teórico, de estudio de la situación y de sus desarrollos, ciertamente debemos admitir que, si esta elaboración hubiese llegado a su máximum de precisión, debería ser posible, al menos en líneas muy generales, decir si se está más o menos próximos a la crisis revolucionaria definitiva. Pero ante todo, las conclusiones de la crítica marxista están en continua elaboración en el curso de la formación del proletariado en clase cada vez más consciente y aquel grado de perfección no es más que un límite al que nos esforzamos por aproximarnos. En segundo lugar nuestro método, más que tener la pretensión de enunciar una profecía en toda regla, aplica de manera inteligente el determinismo para establecer enunciaciones en las que una tesis dada está condicionada por ciertas premisas. Más que saber lo que acaecerá, a nosotros nos interesa llegar a decir cómo acaecerá un cierto proceso cuando ciertas condiciones se verifiquen y que será distinto si distintas fueran las condiciones. La afirmación fundamental de Marx y de Lenin, que nosotros reivindicamos como no desmentida, es aquella de que el capitalismo moderno ofrece en modo general las condiciones necesarias de la revolución proletaria, y que cuando ésta tenga lugar, no podrá más que tener lugar según un cierto proceso cuyas grandes líneas están enunciadas por nosotros como punto de llegada de una vasta crítica que partió de la experiencia.
Si quisiésemos retornar aquí sobre toda la cuestión del cómo pueda apresurarse este proceso por obra del partido proletario, no nos sería difícil llegar a esta conclusión. El partido debe saber prepararse para el comportamiento que mantendrá en las eventualidades más diversas; pero así como él es un dato empírico de la historia y no el poseedor de la verdad absoluta e indiscutible, en la que nosotros no creemos como un nec plus ultra, es interesante que el partido no sólo «sepa» que, cuando la revolución tenga lugar, se deberá actuar del modo establecido y estar preparados para las tareas establecidas, sino que «crean» también que la revolución tendrá lugar lo antes posible. La revolución total como objetivo dominante debe inspirar de tal manera la acción del partido, incluso muchos años antes de la misma, que a condición de no caer en errores groseros en la inmediata valoración de las relaciones de las fuerzas, se puede afirmar como «útil» el que las previsiones revolucionarias tengan cierta anticipación sobre los acontecimientos.
La historia nos demuestra que quien no ha creído en las revoluciones no las ha hecho nunca: quien las ha esperado tantas veces como inminentes, a menudo, si no siempre, las ha visto realizarse. Es verdad que, menos que para cualquier otro movimiento, el objetivo final se plantea para nosotros con la función de un «mito» motor y determinante de la acción, pero no es menos verdad que, en la consideración objetiva y marxista de la formación de una sicología de las masas y de los «dirigentes» incluso, este engrandecimiento de las probabilidades revolucionarias puede, bajo las oportunas condiciones, jugar una función útil.
Nosotros no decimos que el dirigente comunista, aún sabiendo la revolución imposible, deba afirmarla siempre inminente. También se evita esta peligrosa demagogia y sobre todo son sacadas a la luz las dificultades de los problemas revolucionarios. Pero en un cierto sentido la prospectiva revolucionaria debe ser reavivada en la ideología del partido y de la masa, como se reaviva en la mente de los dirigentes mismos, bajo forma de un acercamiento a nosotros en el tiempo.
Marx vivió esperando la revolución y esto le coloca para siempre, por encima de las injurias que el reformismo le ha lanzado. Lenin después de 1905, cuando el menchevismo discrepaba de la revolución proletaria, la esperaba para 1906. Lenin se ha equivocado: pero ¿qué puede impresionar a los trabajadores este error, que no sólo no ha determinado ningún desastre estratégico, sino que ha asegurado la vida autónoma del partido revolucionario, o el hecho de que cuando, con retraso si se quiere, la revolución ha llegado, Lenin ha sabido ponerse a la cabeza, mientras los mencheviques se han pasado innoblemente al enemigo?
Una o varias de estas previsiones fallidas no empequeñecen y no empequeñecerían la figura de Lenin, con mayor razón, tampoco disminuyen la figura de Marx, en cuanto Lenin ha hecho en realidad «catar» a la burguesía lo que es una revolución. Patronos y reformistas o anarquistas pueden protestar y decir que «no es una revolución»: lo que sólo sirve para cubrirles del ridículo que merecen, ante los ojos del más simple de los proletarios.
En conclusión, de las dos partes de las que se componen cada una de nuestras conclusiones o «previsiones» revolucionarias, la segunda es la vital; la primera, que se puede traducir, si se quiere, en una fecha que se puede prefijar, tiene valor secundario, es un postulado que se debe emplear para fines de agitación y de propaganda, es una hipótesis parcialmente arbitraria como todas aquellas que debe, por necesidad, darse todo ejército que prepare sus planes suponiendo los movimientos del enemigo y las otras circunstancias independientes de la voluntad de quien lo dirige.
¿Pero nos queremos preguntar efectivamente cuáles son las prospectivas que se nos plantean hoy? Los comunistas de todo el mundo reivindican la tesis de Lenin, de que la guerra mundial ha abierto la crisis revolucionaria y «final» del mundo capitalista. Pueden haber existido errores secundarios en la valoración de la rapidez de esta crisis y de la rapidez con que el proletariado mundial habría podido aprovecharla, pero nosotros mantenemos la parte esencial de la afirmación, en cuanto todavía están en pie las consideraciones efectivas sobre las que ella se apoya.
Es posible que nosotros atravesemos una fase de depresión de la actividad revolucionaria, no en el sentido de que se trate de un nuevo atavío del orden capitalista en sus fundamentos, sino en el sentido de que la combatividad revolucionaria será menor o menos afortunada, y esto, precisamente porque no desmiente las valoraciones esenciales de Lenin, nos expone al peligro de una fase de actividad oportunista.
Al principio de El Estado y la Revolución Lenin mismo dice que es fatal que los grandes pioneros revolucionarios sean falsificados: como ha sucedido con Marx y con sus mejores seguidores. ¿Escapará Lenin mismo a esta suerte? Ciertamente no, si bien es cierto que el intento tendrá menos correspondencia entre las filas del proletariado, que por instinto seguirá sintiendo en el nombre de Lenin no la palabra de la desconfianza, sino la del alentamiento generoso para combatir. Sin embargo, nosotros vemos ya a los burgueses de todo el mundo (atónitos y espantados ante la solidez del régimen fundado por Lenin, del que muestran acordarse sólo ahora que el luto de más de cien millones de hombres se manifiesta de manera que supera a todos los recuerdos históricos de demostraciones colectivas), consolarse con describir un Lenin distinto de sus ideas, de su causa, de su bandera, un Lenin vencedor sí, pero por haber sabido retroceder sobre una parte del frente, por haber abandonado partes vitales de su programa. Nosotros rechazamos estos cumplidos engañosos: el más grande revolucionario no tiene necesidad de consensos enemigos y de concesiones de los escribas de la prensa del capital. Nosotros no creemos en la sinceridad de estos homenajes del otro frente de clase y reconocemos en ellos sólo un nuevo aspecto de las influencias que la burguesía organiza para dominar lo más posible la ideología del proletariado. En torno al ataúd de Lenin se unen bien el fervor ardiente de los millones de proletarios del mundo y el odio (aunque no siempre osen confesarlo) de la canalla capitalista, a la que él hizo sentir en lo vivo de sus carnes el aguijón de la revolución, la punta implacable que busca el corazón, y lo encontrará.
Esta actitud hipócrita del pensamiento burgués es el preludio casi certero de otros intentos de falsificación, más o menos cercanos a nosotros, contra los cuales los militantes de mañana tienen el deber de combatir: deber de absorber, si no es posible con la misma genialidad, sí con la misma decisión con la que Lenin dio pruebas en relación con los maestros del marxismo.
Aquí no puedo ni siquiera esbozar un examen de la situación mundial actual. Nosotros estamos en presencia de un retroceso de las fuerzas de la clase obrera en muchos países, donde formas de tipo fascista prevalecen, y no somos tan ingenuos como para contraponer a aquellos países, además de la gran y gloriosa Unión Soviética de Rusia, aquellos en los que se inician y se preparan otras gestas de la izquierda burguesa y de la socialdemocracia con sus respectivos MacDonal y Vandervelde. La ofensiva capitalista ha sido y es un hecho internacional: y ella trata de realizar la unificación de las fuerzas antiproletarias para afrontar política y militarmente las amenazas revolucionarias, para deprimir sobremanera el trato económico de las clases trabajadoras.
Pero, si bien en grandes líneas se trata del intento burgués de colmar, con esta depresión de la retribución del trabajo, los vacíos producidos por la guerra contra la masa de las riquezas, el mismo éxito de la ofensiva política en muchos países y el examen de los resultados desde el punto de vista de la economía mundial, nos permiten concluir cada vez más que el desequilibrio llevado al sistema burgués es irreparable. Las aparentes reanudaciones y las maniobras intentadas no se resuelven más que en ulteriores dificultades y en contrastes insuperables: todos los países del mundo van hacia una ulterior depresión económica, y hoy para no citar a otro, asistimos a la descomposición de la potencia financiera de Francia, baluarte político de la reacción burguesa, como repercusión de la crisis en la cuestión de las reparaciones. A todo esto no se puede contraponer ciertamente la jactada mejora de la economía italiana, que si tuviese razón la propaganda bien vista con la que se la quiere acreditar, no modificaría el cuadro general. Pero todos sabéis cómo en Italia no sólo el proletariado, sino las mismas clases superiores, atraviesan un período de malestar y de tensión económica que se agrava cada día. En Italia existe un aparato político que mejor que ningún otro tiende a cargar las consecuencias sobre las clases trabajadoras, salvando sobre todo los beneficios de los altísimos estratos industriales y agrarios: he ahí para quién hay ventajas.
La contraofensiva burguesa es para nosotros la prueba de la inevitabilidad de la revolución, penetrada en la conciencia misma de las clases dominantes. Porque la superioridad de la doctrina revolucionaria marxista radica también en esto, que las mismas clases adversarias están obligadas a sentir su justeza y actúan según esta sensación, a pesar de los continuos abortos de doctrinas y de restauraciones ideológicas que ponen en circulación para uso de las multitudes. Si pudiésemos retomar el examen de los medios con los que la burguesía ha hecho cuanto podía para encontrar escapatorias a las conocidas «previsiones catastróficas» lanzadas sobre su rostro por los teóricos del proletariado, veríamos cómo el acoplamiento en los recursos engañosos de la colaboración económica y política – de los que los portaestandartes eran, son y serán por cierto los demócratas y los socialdemócratas – del método del contraataque abierto y de las expediciones punitivas, demuestra que todos los recursos están ya puestos en juego por la reacción y que rápidamente ella no tendrá nada más que oponer a la fatalidad de su hundimiento; aun si su propósito es el de preferir, antes que la victoria de la revolución, el hundimiento con el régimen burgués, de toda la vida social y humana.
No es necesario decir aquí cómo tendrá lugar el desarrollo y cómo él repercutirá en la formación de las falanges de lucha del proletariado, lleno de insidia por incentivos y prepotencias adversarias. Pero toda nuestra experiencia, la doctrina edificada sobre ella por la clase obrera, la contribución colosal aportada a esta obra titánica por Lenin mismo, nos permiten concluir que no veremos una fase estable de equilibrio del capitalismo privado y del dominio burgués. A través de continuas sacudidas, y no sabemos dentro de cuánto, nosotros llegaremos a la desembocadura que la teoría marxista y el ejemplo de la revolución rusa nos indican.
Lenin puede no haber calculado bien la distancia que nos separa de esta desembocadura histórica: pero nosotros seguimos, con un equipo formidable de argumentos, autorizados para sostener que, en el afligido camino, la historia de mañana «pasará por Lenin», reproducirá las fases revolucionarias cuya prospectiva marxista él ha vuelto a revivir en la teoría y a templar en la realización.
Esta es la posición inmóvil que nosotros asumimos ante cualquier momentáneo prevalecer de fuerzas enemigas, como ante cualquier intento de oblicuos revisionismos de mañana.
Las armas teóricas, políticas y organizativas que Lenin nos entrega, están ya probadas en la batalla y en la victoria, están bastante templadas para poder defender con ellas la obra de la revolución –su obra.
La obra de Lenin nos muestra luminosamente nuestra tarea y siguiendo el esbozo admirable, a su vez, nosotros, proletariado comunista del mundo, demostraremos cómo los revolucionarios saben osar todo en el momento supremo –así como habrán sabido, en las atormentadas vigilias, esperar sin traicionar, sin vacilar, sin dudar, sin desertar ni abandonar por un momento la obra grandiosa: la demolición del monstruoso edificio de la opresión burguesa.