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LA CONTINUIDAD DE ACCIÓN DEL PARTIDO SOBRE EL HILO DE LA TRADICIÓN DE LA IZQUIERDA 

[Informes recogidos en la reunión interfederal. Milán 24-25 de diciembre de 1966. Publicado en:

Il Programma Comunista, 10-24 Febrero, nº3-1967]

  

No por casualidad, ha sido planteado como base de nuestra reunión interregional -que, como todas nuestras reuniones incluso las de carácter restringido debía ser y ha sido una transmisión a los compañeros de “balances dinámicos de choques habidos entre fuerzas reales de notable grandeza y extensión, utilizando para este fin incluso los casos en los cuales el balance final se ha resuelto en una derrota de las fuerzas revolucionarias” (Tesis de Nápoles-1965)- aquel texto fundamental de la Izquierda que son las Tesis de Lyon (enero 1926) ligadas al debate crucial desarrollado en febrero-marzo del mismo año en Moscú, durante la sesión del VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional Comunista.

Aquellas Tesis que, si bien fueron redactadas con vistas al III Congreso del Partido Comunista de Italia, afrontaban en realidad todo el problema de la táctica del movimiento internacional Comunista, del cual, la tan debatida “cuestión italiana” no había sido jamás para nosotros más que un reflejo secundario, irresoluble fuera del primero (y fueron por ello propuestas con pleno derecho dos meses después, como base de discusión de un Congreso a convocar con urgencia, en el que la Izquierda propuso que fuese puesta sobre el tapete, desvinculándola de su ámbito “nacional”, la ardiente cuestión de las luchas internas en el Partido ruso, y que la I.C. se cuidó bien de llevar a cabo) de hecho, aquellas tesis señalaban para nosotros una auténtica y propia vertiente en la historia viviente del comunismo internacional: son un punto de llegada, si son observados sobre el fondo de los seis años de historia vivida (ya que los sucesivos fueron años de muerte) por la III Internacional: son un punto de partida si son observadas a la luz de nuestra existencia independiente de corriente primero y de partido después, pero sobre todo a la luz de las perspectivas futuras del movimiento revolucionario proletario.

Estas aparecen al inicio de un año importante para el destino, en 1926: el año en que, en febrero-marzo, la Izquierda Italiana se batió sola en Moscú, y es (como ya sabía que sucedería) derrotada, y en el que, en noviembre-diciembre, en la VII sesión ampliada del Ejecutivo de la I.C., el estalinismo imperante “liquida”, con el fácil manejo de representaciones de partidos que permanecieron deferentes ante una depuración preventiva, a la Oposición bolchevique, preparando así mismo la doble desgracia del final sangriento de la revolución china, sacrificada ante el altar de la colaboración con el Kuomintang, y de la derrota de la grandiosa huelga de los mineros (y, por una semana, de todos los obreros) ingleses, sacrificados ante el altar del “frente único” con los mandarines de las Trade Unions; doble desgracia que, abatiéndose sobre los polos inseparables de la estrategia internacional comunista -el proletariado del eje del capitalismo mundial, Londres, y los obreros y los campesinos pobres del eje de su dominación imperialista en Asia, Shanghai o Cantón- habría provisto una cínica “justificación” a posteriori al triunfo de la fórmula maldita del “socialismo en un solo país”.

 

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La Internacional que había sido y no era ya la de Lenin, condujo hasta el fondo aquella “degringolade” de la cual la Izquierda había previsto y denunciado a tiempo, en llamamientos tan ansiosos como no escuchados, el inexorable acontecimiento si desde sus mismas filas no hubiese surgido la chispa de un saludable retorno a los orígenes; más aún, de una saludable reflexión del “balance dinámico” de años de batallas ardientes y de luctuosas derrotas. Este balance, suma a su vez de balances redactados en cada uno de los años precedentes, a medida que se desanudaba el hilo de las tácticas improvisadas bajo la sugestión de éxitos considerados posibles no siguiendo la vía maestra de la inmutable doctrina sino las vías a través del eclecticismo, está contenida en las tesis de Lyon; y precisamente porque ellas son el balance de cierre de la Internacional, precisamente porque en ellas se condensa nuestra condena de todos los elementos con los que se preparaba y de los cuales se compondrá la que llamamos “la tercera oleada del oportunismo”, tenemos el derecho de considerarlas al mismo tiempo como un puente trazado hacia el porvenir, nuestro porvenir.

En Moscú se apagaban las luces del gran incendio revolucionario que había tenido como protagonista al partido bolchevique: a una distancia de poco más de un año, el talón de hierro de la contrarrevolución estalinista, se ensuciaba las manos con la sangre de los proletarios chinos, trituraba a la Oposición rusa, heredera de aquel mismo partido. Pero, en los grandes debates de enero-marzo de 1926, aquella Izquierda que los tenderos y los historiadores del oportunismo quisieran descalificar pegándole el sello de un “país de origen” presentándola como producto nacional y, peor aún, local, cae aplastada bajo el peso de relaciones de fuerza desfavorables, pero cae de pie, con su tradición de batalla intacta, incluso confirmada y convertida dramáticamente en admonitoria por los hechos, mientras en los grandes debates de finales del mismo año y del siguiente la Oposición rusa caerá heroicamente en la defensa del internacionalismo proletario contra lo que el Lenin moribundo había atacado como el “chovinismo gran-ruso”, pero prisionera de las mismas fuerzas que su connivencia con la práctica del eclecticismo táctico había evocado durante largos años: su fin no será un punto de partida [No por casualidad los trotskistas, reivindicando las elasticidades tácticas de 1921-25, han llegado a una versión empeorada: noyuatage, entrismo, filodemocratismo, apoyos electorales a los “partidos más a la izquierda”, y demás.] - o lo será sólo en los límites en que su estupenda batalla (combatida hasta el final al menos por Trotski) coincidía con la nuestra; en los límites en que el rechazo del “socialismo en un solo país” volvía a entrar como parte inseparable en el conjunto de nuestra tenaz, aunque vana, batalla en defensa del programa.

De la “lección de la contrarrevolución” ha extraído vida nuestra existencia independiente: una lección, anticipada incluso antes de concretarse en los acontecimientos, en todos nuestros textos de 1920, 1921, 1922, 1923, 1924 y 1925, y tanto más formativa respecto a las lecciones del pasado (a aquella misma de la Comuna de París para Marx y Lenin) porque está radicada en la experiencia, única en la historia, de un poder proletario victorioso en Rusia y vencido sobre la arena del conflicto mundial de clase. Aquí, por esto, nosotros buscamos las premisas de la segura reanudación mundial del proletariado revolucionario: en este banco de pruebas nosotros examinamos la continuidad de nuestra acción de Partido, hoy como ayer y como mañana. A esto tiende la modesta síntesis que desarrollamos aquí de los puntos contenidos en la “parte general” de las Tesis.

 

LA DOCTRINA

 

Entonces como hoy, nos distingue la posesión y la reivindicación de una doctrina general, orgánica, “cerrada” e invariante, del mundo y de la historia. No se trata de un “lujo teórico”, sino de una exigencia en conjunto programática en sentido general y práctica en sentido específico. No se trata tampoco de una “invención” de 1926: “Quizás habría sido mejor si el II Congreso -se había escrito ya en Partido y acción de clase cinco años antes- en lugar de seguir la disposición de argumentos que siguió en las diversas tesis, todas teórico tácticas, hubiese fijado las bases fundamentales de la concepción teórica programática comunista, sobre cuya aceptación se debería fundar primeramente, la organización de todos los partidos adherentes”. Y las Tesis de Lyon anteponiendo que nuestras bases doctrinales “consisten en el materialismo dialéctico como sistema de concepción del mundo y de la historia humana; en las doctrinas económicas fundamentales contenidas en el Capital de Marx como método de interpretación de la economía capitalista actual: en las formulaciones programáticas del Manifiesto de los Comunistas como curso histórico y político de la emancipación de la clase obrera mundial”, y que de tales principios “la grandiosa experiencia victoriosa de la revolución rusa y la obra de Lenin son la confirmación, la restauración y el desarrollo consiguiente”, proclaman como nosotros proclamamos hoy: “No es comunista y no puede militar en las filas de la Internacional QUIEN RECHACE AUNQUE SÓLO SEA UNA PARTE”.

Era una compuerta cerrada irrevocablemente como protección del movimiento comunista revolucionario no sólo contra las doctrinas de la clase dominante, espiritualistas, religiosas, idealistas en filosofía y reaccionarias en política, o positivistas, volterianas, libre-pensadoras, en política masónicas, anticlericales y democráticas sino también contra “escuelas políticas que tienen un cierto séquito en la clase obrera como el reformismo socialdemócrata, que concibe una evolución pacífica y sin luchas armadas desde el poder capitalista al obrero, e invoca la colaboración de clase; el sindicalismo, que devalúa la acción política de la clase obrera y la necesidad del partido como supremo órgano revolucionario; el anarquismo, que niega la necesidad histórica del Estado y de la dictadura proletaria como medios de transformación del orden social y de la supresión de la división en clases”, así como “las múltiples manifestaciones de revolucionarismo espúreo, tendentes a hacer sobrevivir tales tendencias erróneas a través de su compenetración con aparentes tesis comunistas; peligro éste designado con el término ya conocido de centrismo”.

Tan “práctica” era esta reivindicación, que durante largos años la Internacional debió luchar (en vano, por otra parte) contra la infección masónica, socialdemócrata, parlamentarista, o, por el contrario, anarco-sindicalista, del pletórico partido francés; contra la tesis bastarda de la “religión como asunto privado” lanzada por los partidos escandinavos; contra aquella edición revisada y corregida del sorelismo y del crocianismo que era el ordinovismo, por no decir de las periódicas “recaídas” anarcoides, abstencionistas por principio también en el terreno sindical, o unitaristas en el peor sentido centrista y bloquista, de estas o de otras corrientes. La Izquierda no ignoraba que, en fases históricas ascendentes, similares gérmenes de corrosión de la compacidad organizativa, táctica y programática de los partidos de la III Internacional podían ser reabsorbidos y quemados en la llama purificadora de la revolución, pero sabía con no menor certeza que, en los flujos y reflujos de la lucha de clase, las recaídas (como dirá Trotski en 1926, y será ya demasiado tarde) son inevitables, y el partido, que no es solamente factor sino producto de la historia, debe prevenirse a tiempo no aceptando jamás sacrificar al azar de éxitos inmediatos (que pueden no realizarse) las posibilidades reales de supervivencia en las horas oscuras, y de reanudación en las horas en que todo se ilumina y las nieblas se dispersan al viento de la ofensiva proletaria.

Se gritó entonces, como se grita hoy, a nuestro talmudismo, a los excesos de nuestro rigor teórico: pero el camino del movimiento obrero está desde entonces sembrado por las ruinas que la elasticidad ecléctica, el dejar hacer sobre el plano de la doctrina, el aflojar las mallas de una ideología que debía ser vinculante para todos, con el fin ilusorio de reunir un número “mayor” de adherentes, y finalmente, por lógica consecuencia, la práctica teorizada de la innovación y de la actualización, han producido en el vivo campo de la acción práctica. Griten pues los vendidos sobre nuestra manía de la pureza; ésta era y es para nosotros una exigencia de defensa. A los partidos “comunistas” de hoy cualquiera puede adherirse, el cura como el masón; todos, ¡salvo el revolucionario!

 

NATURALEZA DEL PARTIDO

 

Nos distinguió, en toda la historia de la III Internacional, y distingue hoy a los comunistas dignos de ese nombre, el postulado que dice: “Toda lucha de clase es una lucha política; es decir, tiende a desembocar en una lucha por la conquista del poder político y la dirección de un nuevo organismo estatal. En consecuencia, el órgano que dirige la lucha de clase a su victoria final es el partido político de clase, único instrumento posible primero de la insurrección revolucionaria, y después de gobierno”; postulado del que el siguiente no es más que su corolario: “En las fases sucesivas de la lucha, el Partido representa históricamente a la clase, aún teniendo en sus propias filas una parte más o menos grande de ella” (Recordad “Partido y Clase” que es de 1921, pero para nosotros vale para 1967 y para el... ¿2000?).

Postulado teórico, postulado eminentemente práctico. Éste rechaza la concepción exquisitamente oportunista de un partido laborista y obrerista en el que participen de derecho todos aquellos individuos que son, por su condición social, proletarios: se opone a la necia visión del partido como organización inmediata de todos los trabajadores, y a aquella otra un tanto falaz según la cual el partido se distingue del conjunto de la clase como la parte se distingue del todo -por una relación, por tanto no cualitativa (en el sentido, bien entendido, no de cualidades “morales” propias de sus componentes, sino de aquella homogeneidad de un programa aceptado en su totalidad, por adhesión política) sino cuantitativa-; despeja en fin, el terreno de la flora multiforme de grupos y grupúsculos, pululantes hoy, que sueñan con la autodecisión y autodirección de la clase estadísticamente entendida. El Partido es el órgano de la clase y de su revolución; es una fuerza sintética, no una suma de elementos genéricamente mezclados por factores accidentales.

Escribían ya en 1922 las “Tesis de Roma”: “El Partido Comunista, que es el partido político de la clase proletaria, se presenta en su acción como una colectividad operante con dirección unitaria. Los impulsos iniciales por los cuales los elementos y los grupos de esta colectividad son conducidos a encuadrarse en un organismo con dirección unitaria son los intereses inmediatos de grupos de la clase trabajadora suscitados por sus condiciones económicas. Carácter esencial de la función del Partido Comunista es el empleo de las energías así encuadradas para la consecución de objetivos que, por ser comunes a toda la clase trabajadora y situados al término de toda la serie de sus luchas, superan, a través de la integración de éstos los intereses de los grupos particulares y las reivindicaciones inmediatas y contingentes que la clase trabajadora pueda plantearse”. Las Tesis de Lyon desarrollan de otra forma el mismo concepto, explicando cómo sólo a través del partido se realiza “la progresiva síntesis de estos impulsos particulares en una visión y acción común, en la que individuos y grupos llegan a superar todo particularismo, aceptando dificultades y sacrificios para el triunfo general y final de la causa de la clase obrera”. Y advierten las Tesis de Roma: “La integración de todos los empujes elementales en una acción unitaria se manifiesta a través de dos factores principales: uno de conciencia crítica, del cual el partido deriva su programa, el otro de voluntad que se expresa en el instrumento con el que el Partido actúa, su disciplinada y centralizada organización. Estos dos factores de conciencia y de voluntad sería erróneo considerarlos como facultades que se pueden obtener o se deban pretender de los individuos, porque se realizan sólo por la integración de muchos individuos en un organismo colectivo unitario”.

El Partido no es por tanto ni una organización inmediata en el sentido estadístico, ni una élite en el sentido moral individual; la revolución de la que él es instrumento indispensable es un problema no de forma sino de fuerza; el movimiento real de la clase encarnada por el partido se expresa en una acción tendente hacia un fin inscrito con letras de sangre y fuego en el programa, no en la subordinación del fin “desconocido” a una suma de las opiniones y de las “elecciones” de individuos o grupos que pasan, aislados y sedicentemente en posesión de conciencia y voluntad propias, sobre la escena de la historia entrando y saliendo en el juego mutable de las famosas “situaciones”.

¡Bizantinismo!, se gritó, ¡metafísica! Pero las tesis del II Congreso sobre el papel del partido en la revolución proletaria, síntesis de una experiencia histórica grandiosa como la de Octubre y admonitorias para las revoluciones futuras, caídas precisamente renegándoles, estaban allí para responder: ¡o seremos esto, o no seremos nada!

 

FUNCIÓN DEL PARTIDO

 

“La cuestión de cómo actúa el partido en las situaciones y con otros agrupamientos, órganos e instituciones, de la sociedad en la que se mueve, es la cuestión general de la táctica, cuyos elementos generales son establecidos en relación al conjunto de nuestros principios, y en un segundo estadio son precisadas las normas de acción concretas en relación a los grupos particulares de problemas prácticos y a las fases sucesivas del desarrollo histórico”. Dicho sea a modo de inciso que ya desde esta proclamación inicial es evidente, como será remachado en todos nuestros textos de Partido hasta hoy, que, para nosotros, la “cuestión táctica” no es ni puede ser jamás abandonada a la casualidad, sino que es resuelta con anterioridad sobre el doble hilo de la coherencia al programa y, en subordinación a ella, de la previsión poseída con seguridad por el órgano-partido de los grupos de problemas prácticos y de las sucesivas fases de la histórica lucha de clase.

Provistos de la brújula segura de la ideología marxista, nosotros sabemos que el problema de la libertad y de la determinación en la actividad del hombre, insoluble en el plano de la abstracción que es el “individuo” (y por lo tanto a la luz de las mitologías idealistas burguesas) encuentra su solución real cuando se le transporta al plano de “una clase destinada a convertirse en el mismo agregado humano, en lucha un día contra las únicas fuerzas adversas del mundo físico externo”, y por tanto, desde ahora, sobre el plano del Partido que representa a esta clase, -no cualquier partido, sino “el partido comunista, ligado, por así decirlo, por un hilo ininterrumpido a las últimas metas del proceso venidero” y es tal porque en él se resume el máximo de posibilidades volitivas y de iniciativa en todo el campo de su acción, así como el máximo de conciencia y de preparación teórica.

Tal concepto de Partido rehúye “tanto el fatalismo, espectador pasivo de fenómenos sobre los que no se siente capaz de influir de modo directo, como de toda concepción voluntarista en el sentido individual”; igual que “del extrañamiento doctrinario de la realidad de la lucha clasista, que se contenta con elucubraciones abstractas y pasando por encima de la actividad concreta, como del esteticismo sentimental que con gestos clamorosos y actitudes heroicas de exiguas minorías querría determinar nuevas situaciones y movimientos históricos”, como por último, “del oportunismo que olvida la ligazón con los principios, o sea, con los fines generales del movimiento, y, en vistas a un éxito inmediato aparente de las acciones, se contenta con moverse por reivindicaciones limitadas y aisladas sin mirar si contradicen a las necesidades de la preparación de las conquistas supremas de la clase obrera”. Tal visión liquida el academismo de los círculos de cultura igual que el activismo de los agitadores, el anarquismo idealista y sentimental igual que el reformismo vulgar y traidor; y suelda en un lazo dialéctico inseparable las funciones reales del Partido, las manifestaciones orgánicas de su actividad “que no puede y no debe limitarse sólo a la conservación de la pureza de los principios teóricos y de la pureza de la conexión organizativa, o sólo a realización a toda costa de éxitos inmediatos y de popularidad numérica”, sino que “debe englobar en todos los tiempos y en todas las situaciones los tres puntos siguientes:

a) la defensa y precisión, en relación a los nuevos grupos de hechos que se presentan, de los postulados programáticos fundamentales, esto es de la conciencia teórica del movimiento de la clase obrera;

b) el aseguramiento de la continuidad del complejo organizativo del Partido y de su eficiencia, y su defensa contra las infecciones de influencias extrañas y opuestas al interés revolucionario del proletariado;

c) la participación activa en todas las luchas de la clase obrera incluso las suscitadas por intereses parciales y limitados, para alentar su desarrollo, pero aportándoles constantemente el factor de su conexión con los fines últimos revolucionarios y presentando las conquistas de la lucha de clase como puentes de paso a las indispensables luchas futuras, denunciando el peligro de centrarse sobre las reivindicaciones parciales como posiciones de llegada y de trocar con ellas las condiciones de la actividad y de la combatividad clasista del proletariado, como la autonomía y la independencia de su ideología y de sus organizaciones, siendo la primera entre todas el Partido”. Sólo con esta triple condición, en efecto, el Partido asume su tarea, que es la de preparar las condiciones subjetivas que permitirán al proletariado aprovechar las posibilidades revolucionarias objetivas ofrecidas por la historia, apenas éstas se presenten, de modo que salga de la lucha vencedor y no vencido.

¡Fuera por tanto de nuestras filas quién pretende transformar el Partido en un cenáculo de pensadores y en un círculo de profetas adoradores de la pureza estéril e infecunda de una teoría y de una organización flotantes en el vacío; fuera quién cambia la teoría y la organización obstinadamente preservadas contra todo peligro de contaminación por la conquista de realizaciones inmediatas y, para correr tras estas últimas, olvida -no a lo mejor en las intenciones, sino en los hechos- el objetivo final o conciben este último como aislable de los objetivos inmediatos y contradicho y negado por estos! Los primeros niegan el Partido en el acto de proclamarse sus defensores: los segundos lo destruyen en el acto de pretender asegurarle las mejores probabilidades de éxito.

Los unos y los otros están fuera y contra el marxismo revolucionario.

Decir que la actividad del partido debe englobar en todo momento y en todas las situaciones: a) la defensa y la cada vez mayor precisión de sus postulados programáticos fundamentales; b) el aseguramiento de la continuidad de su complejo organizativo, y su defensa contra infecciones por influencias extrañas y opuestas al interés revolucionario del proletariado; c) la participación activa en todas las luchas de la clase obrera, para elevarla a la altura de luchas políticas que tengan como objetivo final la conquista del poder; decir esto no significa que el peso relativo de estas tareas permanentes deba ser el mismo en todas las situaciones, en todos los altos y bajos del choque entre las clases. Existen situaciones, como la actual, en la cual la tarea de la restauración teórica prevalece netamente sobre las demás; hay situaciones en las que la casi totalidad de las energías del partido son absorbidas necesariamente por la intervención en las luchas proletarias (precisamente el Partido Comunista de Italia dirigido por la Izquierda recordaba a la Internacional que, en 1921-22, el 90% de sus fuerzas se extendía, con firmeza y unidad de intentos y con enorme entusiasmo, en dichas tareas); y existen aquellas en las que la evolución perezosa o, viceversa, menos accidentada de la dinámica social confiere al conjunto de la actividad del partido un aspecto de relativo equilibrio: no se trata de “elecciones” que haga el órgano partido, sino de respuestas naturales y necesarias a las determinaciones del curso histórico objetivo. Lo que sin embargo no puede ser roto sin renegar de la misma doctrina marxista es la ligazón que une la una a la otra toda manifestación de la vida del partido, por el cual la defensa de la teoría no será confiada jamás a un círculo de especialistas en... marxología, sino que es y será siempre tarea colectiva de militantes, ligados por un hilo, por pequeño que sea, al drama cotidiano de la clase y vinculados en todo momento y vinculados en todos sus actos -especialmente en aquellos del órgano más frágil, el cerebro- a la “disciplinada y centralizada organización” del partido, que en la teoría afila el arma de su acción, y hace de la acción el vehículo de su teoría.

Cuando las Tesis de Lyon fueron formuladas, el movimiento obrero internacional apenas se encontraba en la vigilia de lo que sería su terrible hundimiento: la situación objetiva, si bien prejuzgada por un acumularse de errores tácticos e incluso estratégicos en los años precedentes, encerraba sin embargo potencialidades lejos de ser agotadas, y la ligazón necesaria entre los aspectos fundamentales de la acción de partido, era evidente todavía a los ojos de todos los militantes. Pero cuando, tras un salto de 40 años, que para nosotros no era un salto en el vacío, sino más bien un paso adelante sobre un camino inmutable, nos planteamos el problema de definir cuál debe ser “la actividad orgánica del partido” cuando “la situación general es históricamente desfavorable” - y la de hoy es sin duda “la peor posible” (ni se puede prever “cuanto tiempo puede transcurrir hasta que en esta situación muerta y amorfa llegue de nuevo aquella que otras veces definimos “polarización” o “ionización” de las moléculas sociales que precede a la explosión del gran antagonismo de clase”) nuestra respuesta al molesto problema no se separó ni una pulgada de la línea seguida en 1920 y en 1926:

“No queremos reducir el partido a una organización de tipo cultural, intelectual y escolástico, como las polémicas que se remontan a más de medio siglo; menos aún creemos… que se pueda pensar en un partido de acción armada conspirativa y que trame conjuras. Dado que el carácter de degeneración del complejo social se concentra en la falsificación y en la destrucción de la teoría y de la sana doctrina, está claro que el pequeño partido de hoy tiene un carácter preeminente de restauración de los principios de valor doctrinal, y por desgracia falta el fondo favorable en el que Lenin la llevó a cabo tras el desastre de la primera guerra. No obstante, no por ello podemos trazar una barrera entre teoría y acción práctica; ya que más allá de un cierto límite nos destruiríamos a nosotros mismos y a todas nuestras bases de principio. Reivindicamos por tanto todas las formas de actividad propias de los momentos favorables en la medida en que las relaciones de fuerzas lo permitan”. Y aún más, tanta es nuestra cautela que los principios teóricos se reflejan en la praxis real de la organización: “Sería un error fatal considerar el partido como divisible en dos grupos: uno dedicado al estudio y otro a la acción, porque esta distinción es mortal no sólo para el cuerpo del partido sino incluso en relación a cada militante individual. El sentido del unitarismo y del centralismo orgánico es que el partido desarrolla en sí órganos aptos para varias funciones, que nosotros llamamos propaganda, proselitismo, organización proletaria, trabajo sindical, etc., hasta, mañana, la organización armada; pero que nada se debe deducir por el número de los compañeros que se crean preparados para tales funciones, porque en principio ningún compañero debe ser ajeno a cualquiera de ellas” (Consideraciones sobre la actividad orgánica del Partido cuando la situación general es históricamente desfavorable, en Programma Comunista, nº2 de 1965, tesis 7, 8 y 9).

Hoy como ayer y como mañana: el “peso específico” de las funciones del partido puede ser distinto al variar las contingencias históricas, pero su relación recíproca -que forma el peso histórico del Partido- no puede y no debe cambiar, bajo pena de MUERTE.

 

EL PLANTEAMIENTO JUSTO DE LAS CUESTIONES TÁCTICAS

 

Las consideraciones sobre la doctrina, la naturaleza y la función del partido, que hemos venido exponiendo modestamente sobre las Tesis de Lyon, recogen en sí la respuesta a una serie de desviaciones de la justa táctica revolucionaria que la III Internacional llevó a cabo tras el monolítico trienio de su nacimiento y de su afirmación en un período ardiente de ofensiva proletaria; que la Izquierda denunció con insistencia en 1922-26, y cuya gravedad aparece hoy tanto mayor, en cuanto la historia ha dado su trágica confirmación objetiva confiriendo a nuestro movimiento, que por primera vez lanzó entonces el grito de alarma, el derecho a construir sobre su demolición el edificio unitario de las normas tácticas, y de consignarlo a las generaciones llamadas a batirse en el choque decisivo y final entre las clases como un conjunto de directrices válidas para siempre y bajo todos los cielos.

Yerra la formulación táctica que dice: todo verdadero partido comunista debe saber ser en toda situación un partido de masas: “es decir, tener una organización numerosa y una influencia política amplísima sobre el proletariado, por lo menos tal como para superar la de los otros partidos sedicentemente obreros”. A tal formulación se llegó poco a poco desde 1922 en adelante, caricaturizando la justa tesis de Lenin de 1921 (III Congreso de la Internacional Comunista) de que para la conquista del poder no basta con tener el formato de los “verdaderos” partidos comunistas y lanzarlos a la ofensiva insurreccional, sino que la condición para el éxito de ésta es la consecución de la conquista de una influencia determinante sobre las masas proletarias, - tesis leninista a la cual, en 1921-22 nosotros criticamos como peligrosa la única expresión de “mayoría de las masas”, sabiendo bien que ésta se exponía al peligro (objetivo, por lo tanto independiente de las intenciones o buena voluntad de los individuos) de interpretaciones teóricas y tácticas de fondo socialdemócrata o -después- incluso democrático, pero que aceptamos en su espíritu en cuanto remachaba el justo criterio de que la conquista del poder no podía darse jamás sin la conjugación del Partido (minoría organizada de la clase antes y, por un largo período, incluso después de la toma del poder: ver las Tesis del II Congreso de la Internacional Comunista sobre el papel del partido comunista en la revolución proletaria) y las masas en movimiento bajo el impulso de determinaciones históricas objetivas.

Pero la consigna asumió un exquisito sabor oportunista cuando “en la necia interpretación de los pseudo-leninistas actuales” (inútil decir que los pseudo-leninistas de 1926 estaban apenas en el inicio del camino que debía conducirles al famoso “partido de todo el pueblo”), se transformó en la pretensión de que en toda situación, el Partido debiera ser de masas y tener consigo a las masas, a falta de que hubiese perdido sus caracteres y sus prerrogativas esenciales (caracteres y prerrogativas que para nosotros eran y son buscadas en otro lugar, y precisamente en la dirección en la que él siempre se mueve). Leamos estos párrafos que prevén en un final poderoso el desgraciado cuarentenio posterior y lanzan una cruda luz sobre el presente:

“Existen situaciones objetivamente desfavorables para la revolución y lejanas a ella como relaciones de fuerza (aun pudiendo estar menos lejanas de otras en el tiempo, porque la evolución histórica presenta -es marxismo- diversas velocidades), en las cuales el querer ser a toda costa partidos de masas y de mayoría, el querer tener a toda costa preeminente influencia política, no se puede alcanzar más que renunciando a los principios y a los métodos comunistas y haciendo una política socialdemócrata y pequeño-burguesa. Se debe decir en alto que, en ciertas situaciones, pasadas, presentes y futuras, el proletariado ha estado, está y estará necesariamente en su mayoría, en una posición no revolucionaria, de inercia y colaboración con el enemigo según los casos; y que entre tanto, y a pesar de todo, el proletariado sigue siendo en todas partes y siempre, la clase potencialmente revolucionaria y depositaria de la vuelta a la revolución, en cuanto en su seno, el partido comunista, sin renunciar jamás a todas las posibilidades de coherente afirmación y manifestación, sabe no situarse en los caminos que aparecen más fáciles a los efectos de una popularidad inmediata y que quitarían al proletariado el punto de apoyo indispensable para su reanudación”.

Tales consideraciones habían sido desarrolladas ampliamente por la Izquierda en 1922, en los dos Ejecutivos Ampliados y en el IV Congreso de la Internacional, cuando, deformando la tesis leninista de la necesaria conquista de una predominante influencia sobre las masas en la vigilia de la lucha por la conquista del poder, se llegó a plantear como objetivo del partido comunista, en una fase que veía al proletariado no a la ofensiva sino a la defensiva contra el ataque unitario e internacional de la clase capitalista, la conquista de una mayoría no mejor especificada a través de la realización de frentes únicos no sólo y no ya en el campo sindical y de las luchas reivindicativas, sino incluso y más todavía en el político, patrocinando fusiones con grupos de partidos presuntamente obreros, infiltraciones en otras organizaciones, operaciones de “noyautage”, y así, sacrificando a la ilusión de un éxito inmediato la continuidad real del movimiento y sus posibilidades de reanudación en una fase ascendente del antagonismo entre las clases.

Es conocido que, embocada esta vía deforme, se recorre hasta las últimas consecuencias: se llegó al gobierno con los socialdemócratas en Sajonia y Turingia en 1923, se nos alió antes y se nos fusionó después con el Kuomintang en China, mientras en Italia, desde 1924, se experimentaba la práctica del bloque antifascista en defensa de la libertad violada por el régimen de los camisas negras, haciendo bloque común con los partidos aventinos, proponiéndoles la constitución de un antiparlamento legislador como contra-altar de “verdadera democracia” al “falso” parlamento fascista – otro tantos puntos de partida hacia aquello que será a la vuelta de un decenio el paso a los frentes populares, a la colaboración de guerra, a la participación en los gobiernos de reconstrucción y a la afanosa búsqueda actual de constituir un partido del trabajo en el cual todas las tradiciones y las corrientes, incluso reformistas, confluyan. Se trataba de un proceso objetivo, totalmente independiente de las veleidades o de las buenas intenciones de quién ideaba y lanzaba fórmulas similares, y que debía imponerse aplastando como un rodillo compresor a aquellos mismos (la vieja guardia bolchevique) que habían creído, con tales maniobras, preparar el terreno para la victoria final del proletariado.

En 1925-26 – en el bienio que marcó el preludio al triunfo definitivo del estalinismo en el movimiento obrero internacional – esta visión mecánica, antidialéctica y antimarxista del proceso real a través del cual el proletariado se constituye en clase y por tanto en partido y, a través del partido, obra por el resultado final de constituirse, con la revolución, en clase dominante, se había traducido ya en otra fórmula, bestialmente oportunista y destinada a tener una infeliz fortuna en los años sucesivos, según la cual el partido comunista, siendo verdaderamente tal, es decir sano en los principios y en la organización, estaría libre para adoptar todos los medios y todos los métodos, y de permitirse cualquier acrobacia en la maniobra política. “Esta afirmación – respondimos – olvida que el partido es para nosotros, factor y producto al mismo tiempo del desarrollo histórico, y ante las fuerzas de este se comporta como materia todavía más plástica el proletariado. Éste no será influenciado según las justificaciones retorcidas que los dirigentes del partido presentarían por ciertas “maniobras”, sino según los efectos reales que es necesario prever, utilizando sobre todo la experiencia de los errores pasados. Sólo sabiendo actuar en el campo de la táctica, y cerrándose enérgicamente ante los falsos caminos con normas de acción precisas y respetadas, el partido encontrará la garantía contra las degeneraciones; y nunca lo logrará solamente con credos teóricos y sanciones organizativas”. Separar el medio del fin y considerar que, para alcanzar éste “cualquier medio es bueno”, significa en realidad negar el mismo fin considerándolo no ya como el punto de llegada necesario de la evolución histórica, sino como un conjunto abstracto de formulaciones teóricas, desligado de la historia y librado en los cielos de la metafísica.

Todo el instrumentalismo con el que será infestado el movimiento proletario internacional bajo la insignia del estalinismo, y bajo el cual los proletarios serán llamados a recorrer caminos recíprocamente contradictorios, pasando de la lucha contra la socialdemocracia a la alianza con ella, de la directriz de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil a la de la participación activa en ella mediante la adhesión a este o aquel bloque imperialista, desde el internacionalismo militante hasta la impúdica aceptación de las mil vías nacionales al socialismo; todas estas aberraciones estaban contenidas potencialmente en la fórmula bestial que la Izquierda denunció en todos los Congresos de la I.C. y cuya denuncia encontró su lugar natural en las tesis tácticas, tanto del Congreso de Roma (1922) como del Congreso de Lyon (1926), como contribuciones a la solución de los problemas, no nacionales, sino internacionales, del movimiento proletario y comunista.

Una variante de este falso planteamiento táctico, que había comenzado a tomar pie en el seno de la Internacional desde 1922 (cuestión del llamado gobierno obrero, después convertida en gobierno obrero y campesino antes de llegar en años posteriores, muerta ya de hecho la Internacional, a gobierno popular tout court) y que nosotros recordamos aquí, como la recuerdan las Tesis de Lyon, no ya por interés historiográfico, sino sabiendo bien que se trata de errores y sugestiones recurrentes en la historia de la lucha proletaria por su emancipación, era la fórmula según la cual, el partido “sano para representar en su momento el factor de la revolución proletaria total y final, sabiendo que las condiciones de ésta madurarán sólo a través de una evolución de las formas políticas y sociales, cuando se determinen luchas de clase y de partidos que no están todavía sobre el terreno específico, deba escoger entre las dos fuerzas en lucha, la que represente el desarrollo de la situación más favorable para la evolución histórica general, y deba más o menos abiertamente apoyarla y coaligarse con ella”.

A esta fórmula, cuya capacidad para representarse continuamente en el movimiento obrero está demostrada por su recurrencia en los programas de transición típicos de los trotskistas, la Izquierda respondió, antes de 1926 y en 1926, que, ante todo, una política similar está falta de presupuestos reales, no siendo posible ni fijar en todos los detalles el esquema de una evolución social y política equivalente a la mejor preparación de la llegada final del comunismo, ni afirmar como tesis general que las condiciones más propicias para el fecundo trabajo del partido comunista se reconocen en determinados tipos del régimen burgués, como por ejemplo los más democráticos, a exclusión de otros (ha sucedido, en efecto, en la misma medida y más a menudo que gobiernos burgueses de izquierda hayan extinguido o desviado la lucha de clase, más que gobiernos abiertamente de derechas y reaccionarios; y es nuestro concepto constante, remachado por la experiencia histórica, el de que la burguesía intenta constantemente y demasiado a menudo lo consigue, alternar aquellos dos métodos de gobierno con fines siempre y exclusivamente contrarrevolucionarios); en segundo lugar, admitida la posibilidad de un efecto favorable para la acción proletaria de determinadas transformaciones de gobierno en el campo del régimen actual, la capacidad de volver en su propio favor una eventualidad semejante está sometida a una condición expresa : “la existencia de un partido que haya advertido a tiempo a las masas de la desilusión que seguiría a lo que les era presentado como un éxito inmediato; y no sólo la pura existencia del partido, sino su capacidad de actuar, incluso antes de la lucha a la que nos referimos, de una manera evidentemente autónoma a los ojos del proletariado y no sólo según los esquemas que oficialmente considere más fáciles de adoptar”. Las tesis de Lyon cerraron este punto fundamental de la cuestión de la táctica – ilustrado por las trágicas derrotas de 1923 en Alemania, de 1924-25 en Italia y de 1926-27 en China – con una fórmula que sin temor de caer en la retórica, podemos definir como lapidaria y que las viejas generaciones revolucionarias transmiten a las nuevas como un dato adquirido por todo el período, por largo o breve que sea, en el cual los partidos comunistas se prepararán, en la oleada de una situación ascendente, para la lucha por el derrocamiento del régimen burgués:

“EL PARTIDO COMUNISTA EN PRESENCIA DE LUCHAS QUE NO PUEDEN DESARROLLARSE AÚN COMO LA LUCHA DEFINITIVA PARA LA VICTORIA PROLETARIA, NO SERÁ El GESTOR DE  TRANSFORMACIONES Y REALIZACIONES QUE NO INTERESAN DIRECTAMENTE A LA CLASE QUE REPRESENTA, Y NO RENUNCIARÁ A SU CARÁCTER Y A SU ACTITUD AUTÓNOMA PARA PARTICIPAR EN UNA ESPECIE DE SOCIEDAD DE SEGUROS PARA TODOS LOS MOVIMIENTOS POLÍTICOS SUPUESTAMENTE “RENOVADORES”, O PARA TODOS LOS SISTEMAS Y GOBIERNOS POLÍTICOS AMENAZADOS POR UN PRETENDIDO GOBIERNO PEOR”.

Los militantes comunistas no tienen necesidad de que, comentando esta tesis, sea recordado cómo los partidos de la Internacional Comunista se convirtieron lógicamente en el curso del sucesivo veintenio de “sociedad de seguros” en sociedades no ya de seguros sino de administración del régimen – el régimen “mejor” no para el sedicente punto de vista proletario, sino para el de la conservación del orden constituido de la burguesía y del capital internacional.

 

POR UN SISTEMA FIJO DE NORMAS TÁCTICAS

 

En las enunciaciones que hemos enumerado como premisas para un planteamiento justo de los problemas tácticos, se objetaba entonces (y se continúa objetando hoy) que ellas contrasten, por una parte, con la fórmula del Manifiesto: “Los comunistas apoyan todo movimiento dirigido contra las condiciones sociales existentes”, y, por otra, con la polémica de Lenin contra “el extremismo, enfermedad infantil del comunismo”.

Acerca del primer punto, fue subrayado, ante todo, que la primera fórmula, como las expuestas por Lenin durante la larga batalla del partido bolchevique, tiene un valor histórico contingente, y se refiere, para Marx a la Alemania todavía no burguesa, como las de Lenin se refieren a la Rusia zarista, no se puede basar solamente sobre ellas la resolución de la cuestión táctica en las condiciones clásicas -y típicas del occidente maduro- que ven al proletariado en lucha con una burguesía capitalista plenamente desarrollada y desde hace mucho tiempo en el poder; en segundo lugar, que “el apoyo de que habla Marx y los compromisos de los que habla Lenin son apoyos y compromisos (término preferido por Lenin sobre todo por coquetería de ese magnífico dialéctico marxista, que es el campeón de la verdadera y no formal intransigencia, tensada y dirigida hacia una meta inmutable) con movimientos aún forzados, incluso contra las ideologías y la voluntad actual de sus cabecillas, a abrir la vía con la insurrección contra las formas pasadas, y la intervención del Partido comunista se presenta como una intervención sobre el terreno de la guerra civil: así en la formulación leninista de la cuestión de los campesinos y de las nacionalidades, en el episodio Kornilov y en otros cientos” (o como en la formulación del llamamiento del Comité Central de la Liga de los Comunistas de marzo de 1850, para Marx y Engels).

Por otra parte (punto sobre el que hemos vuelto más de 30 años después en nuestro comentario a “El Extremismo”), es muy distinto el sentido de la polémica de Lenin cuyo nudo está resumido así en una página vigorosa de las Tesis de Lyon:

“Estaría contra Lenin y Marx, construir la táctica comunista con un método no dialéctico, sino formalista. Sería un error descomunal afirmar que los medios deben corresponder a los fines no por su sucesión histórica y dialéctica en el proceso del desarrollo, sino según una semejanza y una analogía de los aspectos que medios y fines pueden tomar desde el punto de vista inmediato y diremos casi ético, psicológico y estético. No es necesario cometer, en materia de táctica, el error que anarquistas y reformistas cometen en materia de principios cuando a ellos les parece absurdo que la supresión de las clases y del poder estatal sea preparada a través del predominio de clase y el estado dictatorial proletario, que la abolición de toda violencia social se realice a través del empleo de la violencia ofensiva y defensiva, revolucionaria con respecto al poder actual y conservadora con respecto al poder proletario. Análogamente se equivocaría quién afirmase que un partido revolucionario debe estar en todo momento por la lucha sin contar las fuerzas de amigos y enemigos: que de una huelga por ejemplo el comunista no pueda propugnar más que la continuación a ultranza; que un comunista debe evitar ciertos medios como el disimulo, la astucia, el espionaje, etc., como poco nobles o simpáticos. La crítica del marxismo de Lenin al superficialismo pseudo-revolucionario, que apesta el camino del proletariado, constituye el esfuerzo por eliminar estos criterios necios y sentimentales de la resolución de los problemas de la táctica. Esta crítica está definitivamente adquirida por la experiencia del movimiento comunista...

Pero la crítica al infantilismo no justifica que en materia de táctica deban reinar soberanos la indeterminación, el caos y el arbitrio, y que “todos los medios” sean adecuados para la consecución de nuestros fines. El decir que la garantía de la coordinación de los medios a los fines está en la naturaleza revolucionaria adquirida por el partido, y en la aportación que a sus decisiones llevan hombres insignes o grupos portadores de una brillante tradición es un juego de palabras no marxista, en cuanto que prescinde de la repercusión que sobre el Partido tienen los medios mismos de su acción, en el juego dialéctico de causas y efectos, y de nuestra negación de un valor cualquiera para las intenciones que dictan las iniciativas de particulares o de grupos, aparte de la sospecha en el sentido no injurioso sobre tales intenciones, de las cuales, como muestran sangrientas experiencias del pasado, jamás se ha podido prescindir”.

He aquí nuestra reivindicación fundamental de que, al resolver el problema de la táctica -y esto no contradice en efecto a Marx y Lenin- “se deben buscar reglas de acción, que no son vitales y fundamentales como los principios, pero que deben ser obligatorias tanto para los militantes como para los órganos dirigentes del movimiento, y que contemplen las diferentes posibilidades de desarrollo de las situaciones, para trazar con toda la precisión posible el sentido en que deberá moverse el partido cuando éstas presenten determinados aspectos.

El examen y la comprensión de las situaciones deben ser elementos necesarios para adoptar las decisiones tácticas, pero no en cuanto puedan conducir, según la arbitrariedad de los dirigentes, a "improvisaciones" y "sorpresas", sino en cuanto que indicarán al movimiento que ha llegado la hora de una acción lo más prevista en la mayor medida posible. De lo que se trata es de prever lo que deberemos hacer en las distintas hipótesis posibles en el curso de las situaciones objetivas, y no de prever las situaciones, lo que todavía es menos posible con seguridad. Negar la posibilidad de prever las grandes líneas de la táctica significa negar la tarea del partido y negar la única garantía que podemos dar de que, en cada eventualidad, sus militantes y las masas responderán a las órdenes del centro dirigente. En ese sentido, el partido no es un ejército, ni tampoco un engranaje estatal, o sea, un órgano en el cual la parte de la autoridad jerárquica es preponderante y la de la adhesión voluntaria, nula; es obvio que para el miembro del partido queda siempre una vía para no ejecutar las órdenes, contra lo cual no existen sanciones materiales: el abandono del partido mismo. La buena táctica es aquella que, con el desarrollo de las situaciones, cuando el centro dirigente no tiene tiempo de consultar al partido, y menos aún a las masas, ella no provoca, en el seno del partido mismo ni en el del proletariado, repercusiones inesperadas y que puedan ir en el sentido opuesto al éxito de la campaña revolucionaria. El arte de la táctica revolucionaria es el de prever cómo reaccionará el partido a las órdenes y cuáles son las órdenes que obtendrán la buena reacción: ese arte sólo puede ser confiado a la utilización colectiva de las experiencias de acción del pasado, resumidas en claras reglas de acción. Al dejar la ejecución de las mismas a los dirigentes, los militantes se aseguran de que estos no traicionarán su mandato, y se comprometen sustancialmente, y no en apariencia, a ejecutar de manera fecunda y decidida las órdenes del movimiento. No dudamos en decir que, al ser el partido mismo algo perfectible y no perfecto, mucho debe ser sacrificado a la claridad, a la capacidad de persuasión de las normas tácticas, aunque esto comporte cierta esquematización. Cuando las situaciones destruyan los esquemas tácticos preparados por nosotros, nada se solucionará cayendo en el oportunismo y en el eclecticismo, sino que se deberá hacer un nuevo esfuerzo para adecuar la línea táctica a las tareas del partido. No es sólo el buen partido el que da la buena táctica, sino que es la buena táctica la que da el buen partido, y la buena táctica tiene que ser comprendida y elegida por todos en sus líneas fundamentales.

Es en esta reivindicación de un cuerpo unitario e invariable de soluciones tácticas, basado en un balance histórico tanto de victorias como de derrotas en el curso atormentado de las luchas políticas de clase, donde encuentra su culminación el edificio de nuestra doctrina.

Ésta había tomado forma ya en las Tesis presentadas por el P.C. de Italia en su segundo congreso (Roma 1922); son éstas las que dictan el camino al Partido en aquellas fases -precedentes al choque final entre las clases en lucha por el poder (cuando su acción tome un aspecto de estrategia)- en las que él desarrolla inseparablemente sus funciones: ideológica, propagandística, organizativa, y de participación activa en las luchas suscitadas por el proletariado, coordinándolas en todo momento con el fin último y revolucionario en las condiciones de más útil efecto para la realización de su tarea.

Decíamos, casi treinta años después (Factores de Raza y Nación en la Teoría Marxista, 1953): “La unidad sustancial y orgánica del Partido, diametralmente opuesta a la formal y jerárquica de los estalinistas, debe entenderse exigida por la doctrina, por el programa y por la llamada táctica. Si entendemos por táctica los medios de acción, éstos sólo pueden ser establecidos por la misma investigación que, en base a los datos de la historia pasada, nos ha conducido a establecer nuestras reivindicaciones programáticas finales e integrales. Los medios no pueden variar y ser distribuidos a placer, en momentos o épocas distintos, o peor aún por distintos grupos, sin que sea distinta la valoración de los fines programáticos a los que se tiende y del curso que conduce a ellos. Es obvio que los medios no se eligen por sus cualidades intrínsecas, tanto si son bonitos como feos, dulces o amargos, mórbidos o ásperos. Sino que con gran aproximación incluso la previsión sobre el sucederse de su elección debe ser instrumento común del partido, y no depender de las “situaciones que se presentan”. De aquí también la fórmula organizativa de que la llamada base puede ser requerida útilmente a seguir los movimientos indicados por el centro, en cuanto el centro está ligado a una “rosa” (por decirlo brevemente) de posibles movimientos ya previstos en correspondencia de no menos previstas eventualidades. Sólo con este lazo dialéctico se supera el punto neciamente perseguido con las aplicaciones de democracia interna consultiva, que hemos demostrado en repetidas ocasiones, privadas de sentido. Efectivamente todas son reivindicadas, pero todos están dispuestos a dar el espectáculo, en pequeño y en grande, de extraños e increíbles golpes de fuerza y de escena en la organización”.

 

LA VIDA REAL DEL PARTIDO

 

Ya por los amplios párrafos ahora citados salta a la vista como, para nosotros, no sólo los problemas de organización y de funcionamiento del Partido revolucionario marxista se enlazan a las cuestiones fundamentales de la doctrina, del programa y de la táctica, sino que la correcta solución de éstas es prejudicial para el correcto planteamiento y solución de aquéllos. También aquí la Izquierda completaba, en 1926, el ciclo de una batalla sostenida año tras año sin doblegarse nunca, en el seno de la Internacional; y nosotros queremos recordarla al concluir este informe ya demasiado amplio, remitiéndonos para ofrecer un cuadro menos resumido a las Tesis de Roma por una parte y a las Tesis de Nápoles y de Milán por otra.

Por aquel tiempo había llegado a su completa madurez el proceso denunciado por nosotros tempestivamente y “testarudamente” en sus etapas sucesivas, a través de las cuales el Komintern, en la misma medida y por la misma razón que adoptaba tácticas imprevistas, heterogéneas y eclécticas, y realizaba giros y zig-zags tan imprevistos como desorientantes, para llegar finalmente a la teorización del empleo de cualquier medio para conseguir cualquier fin; en la misma medida y por la misma razón que, actuando así laceraba irremediablemente el tejido unitario de la acción política del Partido mundial, pretendía imponerle una uniformidad formal del todo similar - precisamente - a la de un ejército, y reencontrar, gracias a ella, la homogeneidad política perdida; y preparaba el terreno sobre el cual el estalinismo construiría su edificio de “unidad” caporalesca, primero usando a diestro y siniestro el arma de la intervención disciplinaria y del “terror ideológico”, después la de la presión física apoyada por el “brazo secular” del poder del Estado. A esta centralización formal y de cuartel, nosotros no opusimos jamás la crítica de que “conculcaba la libertad”, sino precisamente todo lo contrario, porque era un arma para consentir al centro dirigente todas las libertades de conculcar el único, invariante e impersonal programa. A este falso centralismo no sólo no le contradecía, sino que se le adaptaba como un guante, el apelativo “democrático”; ya que, para el marxismo, la democracia no es un medio de expresión de la llamada “voluntad general” o “mayoritaria”, sino un medio de manipulación de la mayoría con el fin de aprobar decisiones ya tomadas a las espaldas de ésta: un medio de engaño. Era necesario, para ser libres de violar el programa cien veces al año burlándose de las reacciones de la célebre y cortejada “base”, y de hecho previniéndolas antes de que se desencadenasen, imponer la vacía regla de la centralización, sobre el modelo de los Estados Mayores de todos los ejércitos del mundo (no por casualidad la Internacional se hinchó entonces, colocando en los altos grados de la jerarquía organizativa a exmencheviques y exsocialdemócratas, los Martinov, los Smeral, etc., hombres - como dijo Trotski - siempre dispuestos, para hacer olvidar su pasado en un presente que rehabilitaba sus tradiciones políticas, a “tener la mano sujetándose los pantalones” como otros tantos furrieles), teorizando la disciplina por la disciplina, la obediencia por la obediencia, cualesquiera que fuesen las órdenes que viniesen de arriba, y ante todo del Altísimo.

Paralelamente, y por la misma razón, se pretendía establecer en un “modelo organizativo”, en una especie de carta constitucional definida de una vez por todas, la garantía de la compacidad y de la eficiencia del Partido (en el caso de que se trata, la organización por células) y se la llamó, con bestial impudicia, bolchevización.

Nuestra respuesta a estos dos graves patinazos, precursores de todo el fango y la sangre del treintenio sucesivo -una respuesta que ocupó gran parte de la valiente batalla del Ejecutivo Ampliado de febrero-marzo de 1926- fue límpida y definitiva. Al primero rebatimos que la unidad y la centralización real -reivindicada por nosotros más que por ningún otro- en la acción y en el modo de organizarse del Partido es el producto, el punto de llegada, no la causa y el punto de partida, de la unidad y centralización de la doctrina, del programa y del sistema de las normas tácticas: inútil buscar aquellas si faltan éstas; peor que inútil, destructivo y mortífero. Nosotros somos centralistas (y es éste, si se quiere, nuestro único principio organizativo) no porque reconozcamos válido en sí y de por sí el centralismo, no porque lo deduzcamos de una idea eterna o de un esquema abstracto, sino porque es único el fin al que tendemos y única la dirección en que nos movemos en el espacio (internacionalmente) y en el tiempo (por encima de las generaciones “de los muertos, de los vivos y de los por nacer”); somos centralistas por la fuerza de la invariancia de una doctrina inmutable, que ni individuos ni grupos están en disposición de mutar; y de la continuidad de nuestra acción en el flujo y reflujo de las contingencias históricas, frente a todos los obstáculos de que está sembrado el camino de la clase obrera. Nuestro centralismo es el modo de ser de un Partido, que no es un ejército, aunque tiene una rigurosa disciplina, como no es una escuela aunque se enseña, sino que es una fuerza histórica real, definida por su estable orientación en la larga guerra entre las clases. Es en torno a este inescindible y durísimo núcleo, doctrina-programa-táctica, posesión colectiva e impersonal del movimiento, como se cristaliza nuestra organización, y lo que la mantiene unida no es el látigo del “centro organizador”, sino el hilo único y uniforme que liga a “dirigentes” y “base”, “centro” y “periferia”, comprometiéndose en la observación y en la defensa de un sistema de fines y de medios, ninguno de los cuales es separable del otro.

En esta vida real del Partido Comunista -no de cualquier partido, sino sólo y precisamente de él, en cuanto comunista tanto de hecho como de nombre- el rompecabezas que molesta al demócrata burgués-, ¿quién decide?: ¿la “dirección” o la “base”?, ¿los muchos o los pocos? ¿quién “manda” y quién “obedece”?- se disuelve definitivamente por sí mismo: es el cuerpo unitario del Partido, el que emboca y sigue su camino; y en él, como en las palabras de un oscuro soldado nivelador, “nadie manda y todos son mandados”, lo que no quiere decir que no haya órdenes sino que estas se adaptan con la forma natural de moverse y de actuar del Partido, cualquiera que sea el que las dé. Pero romped esa unidad de doctrina-programa-táctica, y todo se hunde, no dejando más que un... punto de control y de mando en un extremo, maniobrando a las masas de militantes, como el general -supuesto “genio” estratégico- mueve a los soldaditos, supuestos pobres tontos, tal vez haciéndoles pasar con armas y bagajes al campo enemigo, o como el jefe de estación maniobra sus trenes, quizá haciéndolos chocar el uno contra el otro; y una ilimitada plaza de armas para toda maniobra posible, al otro extremo. Romped esta unidad, y lógica e históricamente se justifica el estalinismo, como lógica e históricamente justificada llega la ruinosa subordinación de un Partido como el nuestro, que tiene por primera tarea la de asegurar “la continuidad histórica y la unidad internacional del movimiento” (punto 4 del Programa de Livorno, 1921), al mecanismo falso y embustero de la “consulta democrática”. Rompedla y habréis destruido el Partido de clase.

Fuerza real y operante en la historia con caracteres de rigurosa continuidad, el Partido vive y actúa (y aquí está la respuesta a la segunda desviación), no en base a la posesión de un patrimonio estatutario de normas, preceptos y formas constitucionales, al modo hipócritamente deseado por el legalismo burgués o ingenuamente soñado por el utopismo premarxista, arquitecto de bien planificadas estructuras a hacer descender ya preparadas y listas en la realidad de la dinámica histórica, sino en base a su naturaleza de organismo formado en una sucesión ininterrumpida de batallas teóricas y prácticas, sobre el hilo de una directriz de marcha constante: como escribía nuestra “Plataforma” de 1945, “las normas de organización del Partido son coherentes con la concepción dialéctica de su función, no reposan sobre recetas jurídicas y reglamentarias, superan el fetiche de las consultas mayoritarias”. Es en el ejercicio de sus funciones, todas y no una, donde el Partido crea sus propios órganos, engranajes y mecanismos; y es en el curso de este mismo ejercicio en el que los deshace y los vuelve a crear, no obedeciendo en esto a dictámenes metafísicos o a paradigmas constitucionales, sino a las exigencias reales y propiamente orgánicas de su desarrollo. Ninguno de estos engranajes es teorizable, ni a priori, ni a posteriori; nada nos autoriza a decir, para poner un ejemplo muy sencillo, que la mejor adecuación a la función para la cual ha nacido uno cualquiera de ellos esté garantizado por su manejo por parte de un solo militante o de varios, la única petición que se puede hacer es que los tres o los diez -si los hay- lo manejen como una voluntad única, coherente con todo el curso pasado y futuro del partido, y que el uno, si existe, lo maneje en cuanto en su brazo y en su mente obre la fuerza impersonal y colectiva del partido; y el juicio sobre la satisfacción de tal petición viene dado por la praxis, por la historia, no por los artículos del código. La revolución es un problema no de forma sino de fuerza; lo es en igual medida el Partido en su vida real, en su organización como en su doctrina. El mismo criterio organizativo de tipo territorial en vez de “celular”, reivindicado por nosotros no es ni deducido de principios abstractos y extemporáneos, ni elevado a la dignidad de solución perfecta y extemporánea; lo adoptamos sólo porque es la otra cara de la primaria función sintetizadora (de grupos, de categorías, de impulsos elementales) que asignamos al Partido.

La preocupación generosa de los compañeros de que el Partido obre de modo organizativamente seguro, lineal y homogéneo, se dirige por tanto -como indicaba el mismo Lenin en la “Carta a un camarada”-, no a la búsqueda de estatutos, códigos y constituciones, o peor aún, de personajes de temple “especial”, sino a la del modo mejor de contribuir, todos y cada uno, al armónico cumplimiento de las funciones sin las cuales el Partido cesaría de existir como fuerza unificadora, y como guía y representación de la clase -que es la única vía para ayudarlo a resolver día a día, “por sí mismo” - como en el ¿Qué hacer? de Lenin, allí donde se habla del periódico como un “organizador colectivo”- sus problemas de vida y de acción. Está aquí la llave del “centralismo orgánico”, está aquí el arma segura en la histórica batalla de las clases; no en la vacía abstracción de las pretendidas “normas” de funcionamiento de los mecanismos más perfectos o, peor, en la desolación de los procesos contra los hombres que por selección orgánica se encuentran manejándolos “en la base” o “en la dirección”,  mecanismos y engranajes también ellos, eficientes o ineficientes no en sí mismos, es decir en virtud de cualidades o ausencia de cualidades personales, sino de la línea en la cual el Partido entero - su programa dictatorial, su invariable doctrina, su táctica conocida y prevista, las relaciones internas y recíprocas entre parte y parte de un organismo cuyos miembros viven o mueren todos juntos en cuanto la misma sangre circula o cesa de circular en el músculo central y en las fibras periféricas-, les impone moverse.

O sobre esta vía, o sobre los dos carriles, en apariencia distintos, en realidad convergentes, del caótico y arbitrario democratismo, y del torcido autoritarismo estalinista: ninguna otra “elección” nos dejan las Tesis de 1920, 1922, 1926, de 1945, de 1966 y, para decirlo todo, de siempre.

 versión pdf

“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

www.pcielcomunista.org