PARTIDO Y ACCIÓN DE CLASE
[De «Rassegna Comunista», año I, nº1, del 31 de mayo de 1921]
En un artículo precedente[1], al exponer conceptos fundamentales, mostrábamos no sólo que no existe ninguna contradicción en el hecho de que el partido político de la clase obrera, órgano indispensable de su lucha de emancipación, comprenda en sus filas sólo a una parte, una minoría de la clase, sino también que no se puede hablar de una clase dotada de movimiento histórico mientras no exista el partido que tenga una conciencia precisa de ese movimiento y de sus finalidades, y que se ponga, en la acción, a la vanguardia de ese movimiento.
Un examen más detallado de las tareas históricas de la clase trabajadora en su camino revolucionario, tanto antes como después del derrocamiento del poder de los explotadores, no hace más que confirmar la necesidad ineluctable del partido político, que debe dirigir toda la lucha de la clase trabajadora.
Para dar una idea precisa, y diremos casi tangible, de la necesidad «técnica» del partido, quizá convendría considerar primero, aún si la exposición revistiese un aspecto ilógico, el trabajo que el proletariado debe cumplir después de su llegada al poder, después de haber arrancado a la burguesía la dirección de la máquina social.
Las complicadas funciones que el proletariado deberá asumir después de haber conquistado la dirección del Estado –cuando deberá no sólo substituir a la burguesía en la dirección y en la administración de la cosa pública, sino también construir una máquina nueva y diferente de administración y de gobierno, con objetivos mucho más complejos que los que hoy constituyen el objeto del arte gubernamental –exigirán una regimentación de individuos competentes en cumplir las diversas funciones, en estudiar los diversos problemas, en aplicar a los diversos sectores de la vida colectiva los criterios que derivan de los principios revolucionarios generales, y que corresponden a la necesidad que impulsa a la clase proletaria a romper los vínculos del viejo régimen para construir nuevas relaciones sociales.
Sería un error fundamental el creer que tal suma de competencias y de especializaciones pudiese surgir de un simple encuadramiento profesional de los trabajadores según sus funciones tradicionales en el viejo régimen. En efecto, no se tratará de eliminar, empresa por empresa, la contribución de la competencia técnica aportada antes por el capitalista o por los elementos estrechamente ligados a él, utilizando para ello la preparación profesional de los mejores obreros, sino de poder proveer actividades de naturaleza mucho más sintética, que exigen una preparación política, administrativa, militar, preparación que puede surgir, con la garantía de ser la que corresponde exactamente a las tareas históricas precisas de la revolución proletaria, sólo en un organismo que, como el partido político, posea, por una parte, una visión histórica general del proceso de la revolución y de sus exigencias y, por la otra, una severa disciplina organizativa que asegure la subordinación de todas las funciones particulares a la finalidad general de clase.
Un partido es un conjunto de personas que tienen las mismas concepciones generales del desarrollo de la historia, que tienen una noción precisa de las finalidades de la clase que representan, y que tienen preparado un sistema de soluciones de los diferentes problemas que el proletariado enfrentará cuando devenga la clase gobernante. Por ello, el gobierno de clase sólo podrá ser gobierno de partido. Limitándonos a señalar estas consideraciones que un estudio aún superficial de la revolución rusa pone muy en evidencia, pasamos a considerar el aspecto anterior del asunto, es decir, a la demostración que aún la acción revolucionaria de clase contra el poder burgués sólo puede ser una acción de partido.
Ante todo, es evidente que el proletariado no estaría maduro para afrontar los dificilísimos problemas del período de su dictadura, si el órgano indispensable para resolverlos, el partido, no hubiese comenzado desde mucho antes a constituir el cuerpo de sus doctrinas y de sus experiencias.
Pero aún para las necesidades directas de la lucha que debe culminar en el derrocamiento revolucionario de la burguesía, el partido es el órgano indispensable de toda la acción de la clase; más aún, no se puede hablar lógicamente de verdadera acción de clase (esto es, que sobrepase los límites de los intereses de categorías o de los problemuchos contingentes) mientras no se esté en presencia de una acción de partido.
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En sus líneas generales, la tarea del partido proletario en el proceso histórico se presenta así.
Las relaciones de la economía y de la vida social capitalista se vuelven a cada momento intolerables a los proletarios, empujando a estos últimos a tratar de superarlas. A través de complejas vicisitudes, los que son víctimas de estas relaciones llegan a constatar las insuficiencias de los recursos individuales en esta lucha instintiva contra las condiciones de malestar y de privación comunes a un gran número de individuos, y son empujados a experimentar las formas de acción colectiva para aumentar, por medio de la asociación, el peso de su propia influencia sobre la situación social que les es impuesta. Pero la sucesión de estas experiencias, en el curso del desarrollo de la actual forma social capitalista, conduce a constatar que los trabajadores no conseguirán una influencia real sobre su propio destino sino cuando hayan extendido el tejido de la asociación de sus esfuerzos más allá de todos los límites de agrupamientos locales, nacionales, profesionales, y cuando los hayan orientado hacia un objetivo vasto e integral que se concrete en el derrocamiento del poder político burgués –por cuanto, mientras las actuales estructuras políticas se mantengan en pie, su función será la de anular todos los esfuerzos de la clase proletaria para substraerse a la explotación.
Los primeros grupos de proletarios que alcanzan esta conciencia son los que intervienen en los movimientos de sus compañeros de clase y, a través de la crítica de sus esfuerzos, de los resultados obtenidos, de los errores y de las desilusiones, atraen un número creciente de ellos sobre el terreno de aquella lucha general y por el objetivo final que es una lucha por el poder, una lucha política, una lucha revolucionaria.
Así aumenta primero el número de los trabajadores convencidos que sólo con la lucha final revolucionaria será resuelto el problema de sus condiciones de vida y, al mismo tiempo, se refuerzan las filas de los que están dispuestos a afrontar las privaciones y los sacrificios inevitables de la lucha, poniéndose a la cabeza de las masas empujadas a rebelarse por sus sufrimientos, para utilizar racionalmente sus esfuerzos y asegurarles la eficacia.
La tarea indispensable del partido se ejerce pues de dos maneras: como hecho de conciencia primero, y luego como hecho de voluntad. La primera se traduce en una concepción teórica del proceso revolucionario, que debe ser común a todos los adherentes; la segunda, en la aceptación de una disciplina precisa que asegure la coordinación y, por lo tanto, el éxito de la acción.
Naturalmente, este proceso de perfeccionamiento de las energías de clase no se ha desarrollado jamás, ni puede desarrollarse, de manera perfectamente progresiva y continua. Conoce interrupciones, retrocesos, descompaginamientos, y los partidos proletarios pierden muchas veces los caracteres esenciales que se habían ido formando poco a poco, y se vuelven ineptos para realizar sus tareas históricas. En general, la influencia misma de fenómenos particulares del mundo capitalista hace a menudo que se les escape de las manos a los partidos su función principal, que es la de concentrar y canalizar hacia el objetivo final y único de la revolución los impulsos que surgen del movimiento de los diversos grupos; aquellos partidos se reducen entonces a defender soluciones y satisfacciones más inmediatas de los mismos, degenerando así en la doctrina y en la práctica, al admitir que el proletariado pueda encontrar condiciones de útil equilibrio en el marco del régimen capitalista, al consagrarse en su política a objetivos parciales y contingentes, encaminándose sobre la pendiente de la colaboración.
A estos fenómenos de degeneración que han culminado en la gran guerra mundial, les ha sucedido un período de sana reacción; los partidos de clase inspirados en las directivas revolucionarias –los únicos que verdaderamente son partidos de clase– se han reconstituido por todas partes y se organizan en la Tercera Internacional, cuya doctrina y cuya acción son explícitamente revolucionarias y «maximalistas».
Por esto, y en una fase en que todo hace suponer decisiva, se reanuda en torno de los partidos comunistas el movimiento de la unificación revolucionaria de las masas, del encuadramiento de sus fuerzas para la acción revolucionaria final. Pero, una vez más, el proceso no puede ser reducido a la inmediata simplicidad de una regla; el mismo presenta difíciles problemas de táctica, no excluye fracasos parciales aún graves, y suscita cuestiones que apasionan grandemente a los militantes de la organización revolucionaria mundial.
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Sistematizada en los marcos de su doctrina, la nueva Internacional debe trazar todavía un plan general de sus métodos tácticos. En el movimiento comunista de los diversos países surgen una serie de interrogantes; se inscriben las cuestiones tácticas en el orden del día. Una vez establecido que el partido político es el órgano revolucionario indispensable, una vez puesto fuera de discusión con las resoluciones teóricas del segundo congreso mundial, que constituye el punto de partida del artículo precedente, que el partido sólo puede ser una fracción de la clase, se plantea el problema de saber más precisamente qué extensión debe tener la organización del partido, qué relaciones debe realizar entre sus propios efectivos y las masas que él encuadra.
Existe –o se dice que existe– una tendencia que quiere “partidos pequeños” purísimos, que casi se complacería en alejarse del contacto con las grandes masas, acusándolas de poca conciencia y capacidad revolucionarias. Se critica vivamente a esta tendencia, y se la define, no sabemos si es con más razón que con demagogia, como «oportunismo de izquierda», mientras que ese nombre convendría más bien reservarlo a las corrientes que, al negar la función del partido político, pretenden que pueda existir un vasto encuadramiento revolucionario de las masas a través de formas de organización puramente económicas, sindicales.
Se trata pues de examinar un poco más a fondo esta cuestión de las relaciones del partido con las masas. Está bien, el partido es una fracción de la clase; pero ¿cómo establecer el valor numérico de esta fracción? Queremos decir aquí que si existe una manifestación del error voluntarista, y por lo tanto de específico «oportunismo» (ahora oportunismo quiere decir herejía) antimarxista, es la de querer fijar a priori el valor de esta relación como una regla organizativa, es la de querer establecer que el partido comunista deba tener como militantes, o como simpatizantes, a un número de trabajadores que esté por encima o por debajo de una cierta fracción de la masa proletaria.
Si el proceso de formación de los partidos comunistas, hecho de escisiones y de fusiones, se juzgase según una regla numérica, es decir, la de cortar en los partidos demasiado numerosos, y la de encolar a toda costa añadiduras a los demasiado pequeños, se cometería el más risible de los errores, sin comprender que ese proceso debe ser presidido por normas cualitativas y políticas, y que en gran parte él se elabora en el curso de las repercusiones dialécticas de la historia, siendo inasequible a una legislación organizativa que quisiese asumir demasiado la tarea de vaciar los partidos en un molde para que salgan con las dimensiones consideradas apropiadas y deseables.
Lo que puede asumirse como base indiscutible de tal discusión táctica es que es preferible que los partidos sean lo más numerosos posible, que logren arrastrar en torno suyo a los más amplios estratos de las masas. No existe ningún comunista que eleve a la altura de un principio el ser poco numerosos y estar bien encerrados en la «torre de marfil» de la pureza. Es indiscutible que la fuerza numérica del partido y el fervor del consenso proletario en torno suyo son condiciones revolucionarias favorables, son los indicios seguros de la madurez del desarrollo de las energías proletarias y, por lo tanto, no existe nadie que no desee que los partidos comunistas progresen en ese sentido.
No existe pues una relación definida o definible entre los efectivos del partido y la gran masa de los trabajadores. Una vez establecido que el partido cumple su función como minoría, sería bizantinismo indagar si debe ser una minoría pequeña o grande. Es cierto que mientras el desarrollo de los conflictos y de los choques internos del capitalismo, base sobre la cual germinan las tendencias revolucionarias, está en su etapa inicial, mientras la revolución aparece como una perspectiva lejana, el partido de clase, el partido comunista, sólo puede estar formado por pequeños grupos de precursores que poseen una capacidad especial para entender las perspectivas de la historia, y que la parte de la masa que lo comprende y lo sigue no puede ser extensa. Por el contrario, cuando la crisis revolucionaria amenaza y las relaciones burguesas de producción se vuelven cada vez más intolerables, las filas del partido crecen numéricamente, aumentando también su arrastre en medio del proletariado.
Si la época actual es, en la firme convicción de todos los comunistas, una época revolucionaria, se desprende de ello que en todos los países deberíamos tener partidos numerosos y con una amplia influencia sobre vastas capas del proletariado. Pero donde esto no se haya realizado todavía, a pesar de que haya pruebas irrefutables de la agudeza de la crisis y de la inminencia de su precipitación, las causas de esta deficiencia son tan complejas que sería sumamente ligero concluir que, si el partido es demasiado pequeño y poco influyente, es necesario dilatarlo artificialmente agregándole otros partidos y pedazos de partidos, en cuyas filas se encuentren los elementos que están ligados a las masas. La oportunidad de aceptar en las filas del partido comunista otros elementos organizados o, por el contrario, la de excluir de los partidos pletóricos a una parte de sus miembros, no puede resultar de una valoración aritmética, de una infantil decepción estadística.
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Tanto dentro como fuera de Europa, la formación de los partidos comunistas se ha desarrollado –exceptuando el partido bolchevique ruso– a un ritmo aceleradísimo, porque a un ritmo aceleradísimo la guerra ha abierto de par en par las puertas a la crisis del régimen. Las masas proletarias no pueden formarse una conciencia política segura siguiendo una vía gradual, sino que son empujadas y vueltas a empujar en medio de las exigencias de la acción revolucionaria, como por las olas de un mar tormentoso. Por otro lado, sobrevive la influencia tradicional de los métodos socialdemócratas, y los propios partidos socialdemócratas permanecen en la escena para sabotear el proceso de clarificación en total beneficio de la burguesía.
En los momentos en que el problema del desenlace de la crisis alcanza el punto crítico y el problema del poder se impone a las masas, el juego de los socialdemócratas se vuelve terriblemente evidente, porque frente al dilema: dictadura proletaria o dictadura burguesa, cuando ya no se puede esquivar la elección, ellos eligen la complicidad con la burguesía. Pero cuando esta situación, aunque se vaya aproximando, no se ha concretado todavía, una parte notable de las masas sufre la vieja influencia de los socialtraidores. Por otro lado, es inevitable que, cuando las probabilidades revolucionarias dan señales de disminuir –aunque sea sólo en apariencia–, o cuando la burguesía comienza a desplegar fuerzas de resistencia inesperadas, el movimiento de los partidos comunistas pierda momentáneamente terreno en el campo de la organización como en el del encuadramiento de las masas.
En el marco general del seguro desarrollo de la Internacional revolucionaria, la inestabilidad de la situación actual podrá presentarnos estas alternativas; y si es indiscutible que la táctica comunista debe tratar de afrontar tales circunstancias desfavorables, no es menos cierto que sería absurdo esperar eliminarlas con fórmulas tácticas, así como sería excesivo dejarnos inducir a conclusiones pesimistas.
En la hipótesis abstracta del desarrollo continuo de las energías revolucionarias de la masa, el partido va aumentando continuamente sus propias fuerzas numéricas y políticas, crece cuantitativamente, permaneciendo cualitativamente igual, mientras crece la proporción de los comunistas respecto a los proletarios. En la situación real, en la cual los variados factores constantemente cambiantes del ambiente social se reflejan de manera compleja sobre las disposiciones de las masas, el partido comunista –que aunque sea el conjunto de aquellos que, conocen y comprenden mejor que el resto de la masa los caracteres de aquel desarrollo, no deja de ser un efecto de ese mismo desarrollo– no puede dejar de sufrir esas alternativas, y a pesar de actuar constantemente como un factor de aceleración revolucionario, no puede, gracias a un refinamiento de método cualquiera, forzar o invertir la esencia fundamental de las situaciones.
Pero el peor de todos los remedios que puedan servir para remediar los reflejos desfavorables de las situaciones, sería el de hacer periódicamente un proceso a los principios teóricos y organizativos en los que está basado el partido, con el propósito de modificar la extensión de su zona de contacto con la masa. En las situaciones en que merma la predisposición revolucionaria de las masas, lo que algunos llaman llevar el partido hacia la masa equivale muchas veces –desnaturalizando los caracteres del partido– a despojarlo precisamente de aquellas cualidades que pueden hacerlo capaz de influenciar las masas en el sentido de hacerles reemprender el movimiento hacia adelante.
Una vez que los partidos comunistas están basados sólidamente sobre los resultados de la doctrina y de la experiencia histórica acerca de los caracteres precisos del proceso revolucionario –resultados que sólo pueden ser internacionales, y dar lugar pues a normas internacionales–, su fisonomía organizativa debe considerarse como definida, y debe admitirse que su facultad de atraer y de potenciar a las masas dependerá de su fidelidad a una estricta disciplina programática y organizativa.
Al estar dotado de una conciencia teórica, apoyada en las experiencias internacionales del movimiento, que lo vuelve capaz de afrontar las exigencias de la lucha revolucionaria, el partido comunista tiene la garantía –aun cuando las masas se alejen parcialmente de su lado en ciertas fases de su vida– de tenerlas en torno suyo cuando se planteen aquellos problemas revolucionarios que sólo admiten como solución aquella que está trazada en sus programas. Cuando las exigencias de la acción mostrarán la necesidad de un aparato dirigente centralizado y disciplinado, el partido comunista, habiendo inspirado su constitución en tales criterios, vendrá a ponerse a la cabeza de las masas en movimiento.
De todo ello, queremos sacar la conclusión de que los criterios que deben servir para juzgar la eficiencia de los partidos comunistas deben ser bien diferentes del control numérico «a posteriori» de sus fuerzas comparadas con las de los otros partidos que se reivindican del proletariado. Estos criterios sólo pueden consistir en la definición exacta de las bases teóricas del programa del partido, y de la rígida disciplina interna de todas sus organizaciones y de sus miembros, que asegure la utilización del trabajo de todos para el mejor éxito de la causa revolucionaria. Toda otra forma de intervención en la composición de los partidos que no proceda lógicamente de la aplicación precisa de tales normas, no conduce más que a resultados ilusorios, y despoja al partido de clase de su fuerza revolucionaria más grande, que reside justamente en la continuidad doctrinal y organizativa de toda su predicación y de su obra, en el haber sabido «decir con antelación» cómo se presentaría el proceso de la lucha final entre las clases, y en el haberse dado aquel tipo de organización que corresponde bien a las exigencias del período decisivo.
Por doquier, esta continuidad fue destrozada en los años de la guerra en forma irreparable, y no cabía más que recomenzar. Pero el surgimiento de la Internacional Comunista como fuerza histórica era la concreción, sobre la base de clarísimas experiencias revolucionarias decisivas, de aquellas líneas sobre las cuales el movimiento proletario podía reorganizarse en todos los países. Por lo tanto, la primera condición del éxito revolucionario del proletariado mundial es el logro de una estabilización organizativa de la Internacional que comunique por doquier a las masas un sentimiento de decisión y de seguridad, que sepa ganárselas aún sabiendo esperarlas allí donde es indispensable que el desarrollo de la crisis actúe sobre ellas, allí donde es inevitable que ellas retornen todavía a ciertas experiencias siguiendo los insidiosos consejos socialdemócratas. No existen recetas mejores para escapar a tal necesidad.
El segundo congreso de la Tercera Internacional entendió estas necesidades. Al inicio de la nueva época que debía desembocar en la revolución, se trataba de fijar los puntos de partida de un trabajo internacional de organización y de preparación revolucionarias. Tal vez hubiera sido mejor que el congreso, en vez de tratar los argumentos en el orden en que lo hizo en las diferentes tesis, todas ellas teórico–tácticas, hubiese fijado las bases fundamentales de la concepción teórica y programática del comunismo, sobre cuya aceptación debería fundarse en primer lugar la organización de todos los partidos adherentes; y hubiese formulado después las normas fundamentales de acción frente al problema sindical, agrario, colonial, etc., etc., a cuyo acatamiento disciplinado todos sus miembros están obligados. Pero todo ello existe en el cuerpo de las resoluciones salido del segundo congreso, y está excelentemente resumido en las tesis sobre las condiciones de admisión de los partidos.
Lo esencial es considerar la aplicación de las condiciones de admisión como un acto constitutivo y organizativo inicial de la Internacional, como una operación que debe ser realizada una vez por todas para sacar a las fuerzas organizadas u organizables a encuadrar en la nueva Internacional del caos al que estaba reducido el movimiento político del proletariado.
Nunca se procederá suficientemente rápido para sistematizar el movimiento internacional en base a tales normas internacionalmente obligatorias, porque tal como lo hemos dicho, la gran fuerza que debe guiarlo en el cumplimiento de su tarea de propulsor de las energías revolucionarias, es la demostración de una continuidad en el pensamiento y en la acción hacia una meta precisa, que un día aparecerá a los ojos de las masas, e provocando su polarización hacia el partido de vanguardia y, con ello, las mejores probabilidades de victoria en la revolución.
Si de esta sistematización primordial, pero definitiva en el sentido organizativo, del movimiento, surgen en ciertos países partidos con una escasa fuerza numérica aparente, se podrá estudiar, y con mucha utilidad, las causas de tal hecho, pero sería absurdo querer cambiar las normas y volver a intentar su aplicación con el propósito de lograr otra relación de fuerzas numéricas entre el partido y la masa de otros partidos.
Con esto no se haría más que volver inútil y frustrar todo el trabajo realizado en el primer período organizativo, recomenzando de nuevo, y dejando subsistir la eventualidad de recomenzar aún otras veces la obra de preparación, perdiendo así ciertamente el tiempo en vez de ganarlo.
Y ello es más valedero aún a escala internacional, cuanto que una tal interpretación de las normas internacionales de organización, al volverlas susceptibles de ser siempre revocadas, y al crear precedentes en que se haya aceptado «rehacer» a los partidos (tal como en el caso de una primera tentativa fracasada de fusión se vuelve a fundir el metal para rehacer la estatua), despojaría de toda autoridad y de todo prestigio a las «condiciones» que la Internacional impuso a los partidos y a los individuos que quieren adherir, difiriendo al infinito la estabilización de los cuadros del ejército revolucionario, en el cual siempre nuevos oficiales podrían aspirar a entrar «conservando las ventajas del grado».
No se debe pues optar por los partidos grandes o por los pequeños; no se debe pretender que se tenga que invertir todas las bases de ciertos partidos con el pretexto de que no son «partidos de masa»; se debe exigir que los partidos comunistas se funden por doquier sobre sólidas normas de organización programáticas y tácticas, en las cuales se compendien las mejores experiencias internacionalmente adquiridas de la lucha revolucionaria.
Por más difícil que sea ponerlo en evidencia sin larguísimas consideraciones y citas de hechos sacados de la vida del movimiento proletario, todo esto no procede de un deseo abstracto y estéril de tener, de ver partidos puros, perfectos, ortodoxos, sino precisamente de la preocupación de alcanzar de la manera más eficiente y segura, la realización de las tareas revolucionarias del partido de clase.
Este jamás estará tan seguramente rodeado por las masas, éstas jamás encontrarán un baluarte tan seguro de su conciencia clasista y de su potencia, que cuando los antecedentes del partido hayan marcado una continuidad de movimiento hacia los objetivos revolucionarios, aún sin y contra las propias masas en las horas desfavorables. Las masas jamás podrán ser ganadas eficazmente si no lo son contra sus dirigentes oportunistas, lo que quiere decir que es necesario ganarlas disgregando las tramas de las organizaciones de los partidos no comunistas que todavía tienen influencia sobre ellas, absorbiendo a los elementos proletarios en los marcos de la organización sólida y bien definida del partido comunista. Este es el único método con un rendimiento útil, con un éxito práctico seguro.
Todo esto corresponde exactamente a lo que Marx y Engels sostenían frente al movimiento disidente de los lassalleanos.
Por estas razones, la Internacional Comunista debería considerar con la mayor desconfianza a todos los elementos y grupos que se le arriman con reservas teóricas y tácticas. Admitimos que este juicio no puede ser reducido a una absoluta uniformidad de apreciación internacional, que no puede prescindir de la apreciación de ciertas condiciones especiales de los países en los que se ven fuerzas limitadas agruparse sobre el terreno preciso del comunismo. Pero en este juicio no debe darse ninguna importancia al hecho, tomado en el sentido numérico, de que el partido comunista existente sea pequeño o grande, para deducir de ello la oportunidad de ensanchar o de restringir los criterios de admisión de elementos y, lo que es peor aún, de agrupaciones que aún están más o menos incompletamente ganados a las tesis y a los métodos de la Internacional. Estas adquisiciones no serían adquisiciones de fuerzas positivas; en lugar de aportarnos nuevas masas, nos harían correr el riesgo de comprometer aquel claro proceso de conquista de las masas, que debemos desear sea el más rápido posible, pero sin hacer jugar incautamente tal deseo en un sentido que puede, en vez, diferir el éxito sólido y definitivo. Es necesario incorporar a la táctica de la Internacional, a los criterios fundamentales que dictan su aplicación, y a los complejos problemas que presenta la práctica, ciertas normas que han dado constantemente óptimas pruebas: la intransigencia absoluta frente a los partidos aún afines, considerando sus consecuencias futuras, y pasando por encima de la consideración contingente de que pueda ser conveniente apresurar el desarrollo de ciertas situaciones; la disciplina de los adherentes, tomando en cuenta no sólo su observancia actual, sino también la acción anterior de los mismos, con la máxima desconfianza frente a las conversiones, el criterio de considerar a los individuos y grupos según sus responsabilidades pasadas en lugar de reconocerles el derecho permanente de contraer o rescindir el «enganche» en el ejército comunista. Todo esto, aun cuando parezca encerrar momentáneamente al partido en un círculo demasiado estrecho, no es un lujo teórico, sino un método táctico con un rendimiento muy seguro en el futuro.
Mil ejemplos demuestran que se encuentran mal y son poco útiles en nuestras filas los revolucionarios de la última hora, esto es, aquellos que por condiciones especiales se dejaban dictar orientaciones reformistas, y hoy son llevados a adoptar las directivas comunistas fundamentales porque están sugestionados por consideraciones a menudo demasiado optimistas sobre la inminencia de la revolución. Bastará una nueva oscilación de la situación –¿y quién puede decir en la guerra cuántas alternativas de avances y retrocesos precederán a la victoria final?– para que estos elementos retornen a su oportunismo pasado, echando a perder el contenido de nuestra organización.
El movimiento comunista internacional debe estar compuesto no sólo por los que están firmemente convencidos de la necesidad de la revolución, que están dispuestos a luchar por ella a costa de cualquier sacrificio, sino también por los que están decididos a moverse sobre el terreno revolucionario aún si las dificultades de la lucha indicarán que la meta es más abrupta y menos cercana.
En el momento de la crisis revolucionaria aguda, obrando sobre la sólida base de nuestra organización internacional, polarizaremos en torno nuestro a los elementos que hoy están todavía indecisos, y prevaleceremos sobre los partidos socialdemócratas de todos los matices.
Si las posibilidades revolucionarias serán menos inmediatas, no correremos ni por un instante el riesgo de dejarnos distraer del tejer nuestra red de preparación, y de replegarnos hacia la solución de otros problemas contingentes, con lo cual la burguesía sola sacaría provecho.
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Otro aspecto del problema táctico que se plantea a los partidos comunistas es el de la elección del momento en que deben lanzar las consignas para la acción, se trate de una acción secundaria o de la acción final.
Hoy se discute por eso apasionadamente sobre la «táctica ofensiva» de los partidos comunistas, que consiste en poseer un cierto encuadramiento y armamento de sus miembros y de los partidarios más próximos, y maniobrarlo en el momento oportuno en acciones ofensivas destinadas a arrastrar a las masas a un movimiento general, o aún a realizar acciones demostrativas y responder a las ofensivas reaccionarias de la burguesía.
También aquí se configuran habitualmente dos apreciaciones opuestas del problema, de las cuales probablemente ningún comunista asumiría la paternidad.
Ningún comunista puede presentar objeciones contra el empleo de la acción armada, de las represalias, incluso del terror, y negar que el partido comunista deba ser el gerente directo de estas formas de acción que exigen disciplina y organización. Asimismo, es infantil la concepción según la cual el empleo de la violencia y las acciones armadas están reservadas para el «gran día» en que será lanzada la lucha suprema por la conquista del poder. Es ínsito en la realidad del desarrollo revolucionario que se produzcan choques sangrientos entre el proletariado y la burguesía antes de la lucha final: no sólo podrá tratarse de tentativas proletarias no coronadas por el éxito, sino también de los inevitables encuentros parciales y transitorios entre grupos proletarios impulsados a sublevarse y las fuerzas de la defensa burguesa, y aún entre escuadras de las «guardias blancas» burguesas y trabajadores atacados y provocados por éstas. Y tampoco es correcto afirmar que los partidos comunistas deban desautorizar tales acciones y reservar todo el esfuerzo para un cierto momento final, pues para toda lucha es necesario un entrenamiento y un período de instrucción, y la capacidad revolucionaria de encuadramiento del partido debe comenzar a formarse y a probarse en estas acciones preliminares.
Sin embargo, daría una interpretación errónea de estas consideraciones quien concibiese, pura y simplemente, la acción del partido político de clase como la de un estado mayor, de cuya voluntad dependa exclusivamente el desplazamiento de las fuerzas armadas y su empleo, y quien se construyese la imaginaria perspectiva táctica de un partido que, luego de haberse creado una red militar, en un cierto momento, cuando la crea bastante desarrollada, lance un ataque creyendo poder derrotar con aquellas fuerzas las fuerzas defensivas burguesas.
La acción ofensiva del partido sólo es concebible cuando las situaciones económicas y sociales reales ponen en movimiento a las masas para solucionar problemas que conciernen directamente su destino, y que las conciernen en su más amplia extensión, creando una profunda agitación cuyo desarrollo en el verdadero sentido revolucionario exige indispensablemente la intervención del partido para fijarle claramente los objetivos generales, para encuadrarla en una acción racional bien organizada, incluso desde el punto de vista de la técnica militar. Es indudable que, aún en ciertos movimientos parciales de las masas, la preparación revolucionaria del partido puede comenzar a traducirse en acciones prefijadas; así, un indispensable medio táctico es la represalia frente al terror de los guardias blancos que tiende a dar al proletariado la sensación de ser definitivamente más débil que el adversario, y a hacerlo desistir de la preparación revolucionaria.
Pero la creencia de que con el juego de estas fuerzas, aunque estén excelente y ampliamente organizadas, se pueda desplazar las situaciones y provocar, a partir de una situación de estancamiento, la puesta en marcha de la lucha general revolucionaria, es todavía una concepción voluntarista que no puede y no debe encontrar lugar en los métodos de la Internacional marxista.
No se crean ni los partidos ni las revoluciones.
Se dirigen los partidos y las revoluciones, unificando las experiencias revolucionarias internacionales útiles, en vista de asegurar los mejores coeficientes a la victoria del proletariado en la batalla que es el desemboque infalible de la época histórica en que vivimos. Nos parece que ésta debe ser la conclusión.
Los criterios fundamentales para dirigir la acción de las masas, que aparecen en las normas organizativas y tácticas que la Internacional debe fijar para todos los partidos adherentes, no pueden alcanzar el límite ilusorio de la manipulación directa de partidos con todas las dimensiones y características aptas para garantizar la revolución, sino que deben inspirarse en las consideraciones de la dialéctica marxista, basándose sobre todo en la claridad y la homogeneidad programática por un lado, y, por el otro, en la disciplina táctica centralizadora.
Nos parece que las desviaciones «oportunistas» de la buena vía son dos. La que deduce la naturaleza y los caracteres del partido de la apreciación, en una situación dada, de poder agrupar, o no, fuerzas notables; o sea, la que se hace dictar por las situaciones las normas organizativas del partido, para darle desde el exterior una constitución diferente de la constitución a la cual la situación lo ha conducido. La otra es la que cree que un partido, con tal que sea numeroso y alcance a tener una preparación militar, pueda provocar las situaciones revolucionarias dando órdenes de ataque; o sea, la que pretende crear las situaciones históricas con la voluntad del partido.
Sea cual fuere la desviación de «izquierda» o de «derecha», es claro que ambas se alejan de la sana vía marxista. En el primer caso, se renuncia a lo que puede y debe ser la legítima intervención de una sistematización internacional del movimiento, a ese tanto de influencia que nuestra voluntad puede y debe ejercer sobre el desarrollo del proceso revolucionario, y que proviene de una conciencia y experiencia histórica precisas; en el otro caso, se atribuye a la voluntad de minorías una influencia excesiva e irreal, corriendo así el riesgo de provocar solamente derrotas desastrosas.
Los revolucionarios comunistas deben por el contrario ser aquellos que, templados colectivamente por las experiencias de la lucha contra las degeneraciones del movimiento del proletariado, creen firmemente en la revolución y quieren firmemente la revolución, pero no en la creencia y con el deseo que ha de conseguirse el saldo de un pago, expuestos a ceder a la desesperación y a la desconfianza si la letra de cambio venció el día anterior.
[1] Partido y Clase.
“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”
www.pcielcomunista.org