PARTIDO Y CLASE
[De «Rassegna Comunista», año I, nº2, del 15 de abril de 1921]
En las tesis sobre la función del Partido Comunista en la Revolución proletaria, aprobadas por el II Congreso de la Internacional Comunista, tesis que se inspiran verdadera y profundamente en la doctrina marxista, se asume como punto de partida la definición de las relaciones entre partido y clase, y se establece que el partido de clase no puede comprender en sus propias filas más que a una parte de la clase misma –jamás su totalidad, ni quizás aún su mayoría.
Esta verdad evidente hubiera sido mejor puesta de relieve si se hubiera precisado que no se debería ni siquiera hablar de clase cuando no existe una minoría de esta clase tendiente a organizarse en partido político.
¿Qué es, en efecto, según nuestro método crítico, una clase social? ¿La individualizamos nosotros acaso en una constatación puramente objetiva, exterior, de la analogía de condiciones económicas y sociales de un gran número de individuos, y de las posiciones que ellos ocupan en el proceso productivo? Ello sería demasiado poco. Nuestro método no se para a describir el conjunto social tal cual es en un momento dado, a trazar en abstracto una línea que divida en dos partes los individuos que lo componen como en las clasificaciones escolásticas de los naturalistas. La crítica marxista ve la sociedad humana en movimiento, en su desarrollo en el curso del tiempo, con un criterio esencialmente histórico y dialéctico, es decir, estudiando el encadenamiento de los sucesos en sus relaciones de influencia recíproca.
En lugar de sacar –como en el viejo método metafísico– una instantánea de la sociedad en un momento dado, y luego trabajar sobre ella para reconocer así las diversas categorías en las cuales los individuos que la componen deben ser clasificados, el método dialéctico ve la historia como un film que desarrolla sus cuadros los unos después de los otros; y es en los caracteres sobresalientes del movimiento de los mismos que se debe buscar y reconocer a la clase.
En el primer caso caeríamos en las mil objeciones de los estadísticos puros, de los demógrafos –gente corta de vista por excelencia– que reexaminarían las divisiones haciendo observar que no hay dos clases, o tres, o cuatro, sino que pueden existir diez o cien o mil, separadas por graduaciones sucesivas y zonas intermedias indefinibles. En el segundo caso tenemos elementos bien diferentes para reconocer este protagonista de la tragedia histórica que es la clase, para fijar sus caracteres, su acción, sus finalidades, que se concretizan en manifestaciones de evidente uniformidad, en medio de la mutabilidad de un cúmulo de hechos que el pobre fotógrafo de la estadística registraba en una fría serie de datos sin vida.
Para decir que una clase existe y actúa en un momento de la historia, no nos bastará pues saber cuántos eran, por ejemplo, los mercaderes de París bajo Luis XVI o los landlords ingleses en el siglo XVIII, o los trabajadores de la industria manufacturera belga en los albores del siglo XIX. Tendremos que someter un período histórico entero a nuestra investigación lógica, encontrar en él un movimiento social, y por lo tanto político, el cual –a pesar de los altos y bajos, de los errores y éxitos a través de los cuales busca su vía– adhiere en forma evidente al sistema de intereses de una fracción de los hombres ubicada en ciertas condiciones por el modo de producción y por su evolución.
Así, Federico Engels, en uno de los primeros de sus clásicos ensayos de este método, sacaba de la historia de las clases trabajadoras inglesas la explicación de una serie de movimientos políticos y demostraba la existencia de una lucha de clase.
Este concepto dialéctico de la clase nos pone por encima de las pálidas objeciones del estadístico. Éste perderá el derecho de ver las clases opuestas como si estuviesen netamente divididas sobre la escena de la historia a la manera de las masas corales sobre las tablas de un escenario; él no podrá deducir nada contra nuestras conclusiones del hecho que en la zona de contacto acampan capas indefinibles, a través de las cuales tiene lugar un intercambio osmótico de individuos aislados, sin que por ello la fisonomía histórica de las clases en presencia sea alterada.
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El concepto de clase no debe pues suscitar en nosotros una imagen estática, sino una imagen dinámica. Cuando distinguimos una tendencia social, un movimiento hacia determinadas finalidades, entonces podemos reconocer la existencia de una clase en el verdadero sentido de la palabra. Pero entonces existe, de manera substancial si no aún de manera formal, el partido de clase.
Un partido vive cuando viven una doctrina y un método de acción. Un partido es una escuela de pensamiento político y, por consiguiente, una organización de lucha. El primero es un hecho de conciencia, el segundo es un hecho de voluntad, más precisamente, de tendencia a una finalidad.
Sin estos dos caracteres nosotros no poseemos aún la definición de una clase. El frío registrador de datos puede, repitámoslo, constatar afinidades en las condiciones de vida de agrupamientos más o menos grandes, pero sin aquéllos dos ninguna huella se graba en el devenir de la historia.
Y esos dos caracteres sólo pueden encontrarse condensados, concretados en el partido de clase. Así como la clase se forma con el perfeccionamiento de determinadas condiciones y relaciones surgidas de la afirmación de nuevos sistemas de producción –como por ejemplo con la aparición de grandes establecimientos que utilizan una fuerza motriz, y que reclutan y forman una mano de obra numerosa–, la influencia de los intereses de tal colectividad comienza a concretarse gradualmente en una conciencia más precisa, que comienza a delinearse en pequeños grupos de la misma. Cuando la masa es empujada a la acción, son sólo estos primeros grupos, que poseen la previsión de un objetivo final, los que sostienen y dirigen al resto.
Este proceso debe ser concebido, cuando uno se refiere a la clase proletaria moderna, como concerniendo, no a una categoría profesional, sino a todo el conjunto de la clase, y entonces se ve cómo una conciencia más precisa de una identidad de intereses hace poco a poco su aparición, pero también que esta conciencia es el resultado de un complejo de experiencias y de nociones tal, que sólo puede encontrarse en grupos limitados que comprenden elementos seleccionados de todas las categorías. Y que la visión de una acción colectiva, que tienda a objetivos generales que interesan a toda la clase, y que se concentran en el propósito de cambiar todo el régimen social, sólo puede estar clara en una minoría avanzada.
Estos grupos, estas minorías, no son otra cosa que el partido. Cuando la formación del mismo ha alcanzado un cierto estadio –aunque sea seguro que ésta no avanzará jamás sin detenciones, crisis, conflictos internos –entonces podemos decir que tenemos una clase en acción. Bien que no comprende más que una parte de la clase, es sólo el partido quien le da la unidad de acción y de movimiento, porque agrupa aquellos elementos que, superando los límites de categoría y de localidad, sienten y representan a la clase.
Esto vuelve más claro el sentido de la verdad fundamental: el partido es sólo una parte de la clase. Quien, mirando la imagen fija y abstracta de la sociedad distinguiese allí una zona, la clase, y en ella un pequeño núcleo, el partido, caería fácilmente en la consideración que toda la parte de la clase, casi siempre la mayoría, que queda fuera del partido, podría tener un peso mayor, un mayor derecho. Pero por poco que se piense que en esa gran masa restante los individuos no tienen todavía conciencia y voluntad de clase, que viven para su propio egoísmo, o para la categoría, o para la patria chica, o para la nación, se verá que para asegurar en el movimiento histórico la acción de conjunto de la clase, es necesario un organismo que la anime, la cimiente, la preceda, la encuadre –ésa es la palabra y se verá que el partido es en realidad el núcleo vital, sin el cual no habría más ninguna razón para considerar la masa restante como un haz de fuerzas.
La clase presupone el partido, porque para existir y moverse en la historia la clase debe tener una doctrina crítica de la historia y un objetivo final que alcanzar en ésta.
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La verdadera y la única concepción revolucionaria de la acción de clase consiste en la delegación de la dirección de la misma al partido. El análisis doctrinal, y un cúmulo de experiencias históricas, nos permiten reducir fácilmente a las ideologías pequeño–burguesas y antirrevolucionarias toda tendencia a negar e impugnar la necesidad y la preeminencia de la función del partido.
Si la impugnación está fundada sobre un punto de vista democrático, se la debe someter a la misma crítica que el marxismo utiliza para desbaratar los teoremas favoritos del liberalismo burgués.
Bastará para ello recordar que, si la conciencia de los hombres es el resultado y no la causa de las características del medio en el cual están obligados a vivir y actuar, la regla no será jamás que el explotado, el hambriento, el desnutrido, pueda convencerse que debe derribar y substituir al explotador bien nutrido y provisto de todos los recursos y poderes. Esto no puede ser más que la excepción. La democracia electiva burguesa corre al encuentro de la consulta de las masas, porque sabe que la mayoría responderá siempre a favor de la clase privilegiada y le delegará voluntariamente el derecho de gobernar y de perpetuar la explotación.
Lo que modificará las relaciones no es el hecho de introducir o de extraer del cómputo a la pequeña minoría de los electores burgueses. La burguesía gobierna con la mayoría, que es tal no sólo respecto a todos los ciudadanos, sino también en medio de los trabajadores solos.
Por lo tanto, si el partido hiciese de toda la masa proletaria el juez de las acciones e iniciativas que le incumben a él solo, él se sometería a un veredicto casi ciertamente favorable a la burguesía, y de todos modos siempre menos esclarecido, menos avanzado, menos revolucionario, y sobre todo menos dictado por una conciencia del interés verdaderamente colectivo de los trabajadores, del resultado final de la lucha revolucionaria, que el que sale exclusivamente de las filas del partido organizado.
El concepto del derecho del proletariado a disponer de su acción de clase no es más que una abstracción que no tiene ningún sentido marxista, que disimula el deseo de llevar el partido revolucionario a abrirse a capas menos maduras, pues a medida que esto sucede, las decisiones que surgen de ello se acercan cada vez más a las concepciones burguesas y conservadoras.
Si buscásemos las confirmaciones de esta verdad, no sólo en la investigación teórica, sino también en las experiencias que la historia nos ha dado, la cosecha sería riquísima. Recordemos que es un lugar común típicamente burgués el oponer el «buen sentido» de la masa a las «fechorías» de una «minoría de instigadores», el ostentar las mejores disposiciones hacia los trabajadores junto al odio más rabioso contra el partido, que es su único medio para golpear los intereses de los explotadores. Y las corrientes de derecha del movimiento obrero, las escuelas socialdemócratas, cuyo contenido reaccionario ha sido demostrado por la historia, oponen continuamente la masa al partido, y querrían reconocer a la clase en consultas más amplias que el marco restringido del partido, y cuando no pueden dilatar este último por encima de todo límite preciso de doctrina y de disciplina en la acción, tratan de establecer que sus órganos preeminentes no deben ser los designados por sus militantes exclusivamente, sino aquéllos cuyos miembros son elegidos por un cuerpo más vasto para ocupar cargos parlamentarios –y de hecho los grupos parlamentarios están siempre en la extrema derecha de los partidos de los cuales emanan.
Toda la degeneración de los partidos socialdemócratas de la II Internacional, y el hecho que se volvían aparentemente menos revolucionarios que la masa no organizada, derivaba del hecho que perdían cada día más sus caracteres precisos de partido, justamente porque hacían obrerismo, laborismo, o sea, funcionaban no ya como avanguardias precursoras de la clase, sino como su expresión mecánica en un sistema electoral y corporativo donde se daba el mismo peso y la misma influencia a las capas de la propia clase proletaria menos conscientes y más dominadas por egoísmos. La reacción contra esta usanza, aún antes de la guerra, y particularmente en Italia, se desarrolló en el sentido de defender la disciplina interna del partido, de impedir el ingreso a él de elementos que no se situaban integralmente sobre el terreno revolucionario de nuestra doctrina, de combatir las autonomías de los grupos parlamentarios y de los órganos locales, de depurar las filas del partido de elementos espurios. Este método es el que se ha revelado como el verdadero antídoto del reformismo, y forma el fundamento de la doctrina y de la práctica de la III Internacional, la cual pone en primerísima línea la función del partido, centralizado, disciplinado, claramente orientado en los problemas de principio y de táctica, y para la cual «la bancarrota de los partidos socialdemócratas de la II Internacional no fue la bancarrota de los partidos proletarios en general», sino que fue, permítaseme la expresión, la bancarrota de organismos que habían olvidado de ser partidos, porque habían cesado de serlo.
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Existe además otro tipo de objeciones contra el concepto comunista de la función del partido, ligado a otra forma de reacción crítica y táctica contra las degeneraciones del reformismo. Son las objeciones de la escuela sindicalista, la cual, en cambio, reconoce a la clase en los sindicatos económicos, y afirma que éstos son los órganos aptos para guiarla en la revolución.
También estas objeciones, en apariencia de izquierda, y que han tenido, luego del período clásico del sindicalismo francés, italiano y norteamericano, nuevas formulaciones por parte de tendencias que se encuentran en las márgenes de la III Internacional, son reducidas fácilmente a ideologías semiburguesas, tanto por la crítica de principio como por la constatación de los resultados a los que han llevado.
Se quisiera reconocer a la clase en una organización que le es propia, que por cierto es característica e importantísima, y que está constituida por los sindicatos profesionales, de categoría, que surgen antes que el partido político, que agrupan masas mucho más vastas, y por lo tanto corresponden mejor a la totalidad de la clase trabajadora. Desde el punto de vista abstracto, un criterio semejante demuestra solamente un inconsciente respeto del mismo embuste democrático con el que cuenta la burguesía para asegurar su dominación invitando a la mayoría del pueblo a elegirse un gobierno. Desde otros puntos de vista teóricos, este método va al encuentro de las opiniones burguesas, cuando confía a los sindicatos la organización de la nueva sociedad, reivindicando los conceptos de autonomía y de descentralización de las funciones productivas que son los mismos que los de los economistas reaccionarios. Pero nuestra intención no es aquí la de desarrollar un examen crítico completo de las doctrinas sindicalistas. Bastará constatar –pasando al mismo tiempo a compulsar los resultados de la experiencia– que los elementos de extrema derecha del movimiento proletario siempre han hecho suyo el mismo punto de vista de poner en primer lugar la representación sindical de la clase obrera, sabiendo muy bien que así apagaban y atenuaban los caracteres del movimiento por las simples razones que hemos señalado. La propia burguesía tiene hoy en día una simpatía y una tendencia, en absoluto lógica, por las manifestaciones sindicales de la clase obrera, en el sentido que –en su fracción más inteligente– ella iría con gusto al encuentro de reformas de su aparato estatal y representativo que diesen un gran lugar a los sindicatos «apolíticos», y aún a sus mismas solicitudes de ejercer un control sobre el sistema productivo. La burguesía siente que, mientras se pueda mantener al proletariado sobre el terreno de las exigencias inmediatas y económicas que lo conciernen categoría por categoría, se hace obra conservadora, al evitar la formación de aquella peligrosa conciencia «política» que es la única revolucionaria, porque pone la mira en el punto vulnerable del adversario: la posesión del poder.
Pero tanto a los viejos como a los nuevos sindicalistas no se les escapó el hecho de que el grueso de los sindicatos estaba dominado por elementos de derecha, que la dictadura de los dirigentes pequeño–burgueses sobre las masas estaba fundada, aún más que sobre el mecanismo electoral de los seudopartidos socialdemócratas, en la burocracia que encuadraba a los sindicatos. Y entonces los sindicalistas, y con ellos muchísimos elementos movidos solamente por un espíritu de reacción a los hábitos reformistas, se dieron al estudio de nuevos tipos de organización sindical, y constituyeron nuevos sindicatos independientes de las organizaciones tradicionales. Así como tal expediente era teóricamente falso, porque no superaba el criterio fundamental de la organización económica (es decir, el admitir necesariamente a todos aquellos que se encuentran en condiciones dadas debido a su participación en la producción, sin pedirles convicciones políticas específicas ni compromisos particulares para llevar a cabo acciones que podrían exigir incluso el propio sacrificio), y porque yendo tras el «productor», no lograba superar los límites de categoría, mientras que sólo el partido de clase, que considera al «proletario» en la vasta gama de sus condiciones y de sus actividades, logra despertar el espíritu revolucionario de la clase –del mismo modo ese expediente sindicalista se reveló en los hechos insuficiente para alcanzar su objetivo.
Sin embargo, aún hoy en día no se cesa de buscar una receta similar. Una interpretación completamente errónea del determinismo marxista, un concepto limitado de la parte que tienen los hechos de conciencia y de voluntad, bajo la influencia originaria de los factores económicos, en la formación de las fuerzas revolucionarias, conduce mucha gente a perseguir un sistema «mecánico» de organización, que al encuadrar la masa –diría casi automáticamente– según ciertas relaciones dadas por la situación de los individuos que la componen respecto a la producción, se ilusiona con encontrarla sin más pronta a ponerse en marcha para la revolución, y con la máxima eficacia revolucionaria. Reaparece así la solución ilusoria que consiste en contar con una fórmula organizativa para ligar la satisfacción cotidiana de los estímulos económicos al resultado final del derrocamiento del sistema social, para resolver el viejo problema de la antítesis entre las conquistas limitadas y graduales y la realización suprema del programa revolucionario. Pero –como lo dijo con razón en una de sus resoluciones la mayoría del partido comunista alemán, cuando estas cuestiones eran particularmente candentes en Alemania (y determinaron la secesión del Partido Comunista del Trabajo)– la revolución no es una cuestión de forma de organización.
La revolución exige una organización de fuerzas activas y positivas, ligadas por una doctrina y por una finalidad. Capas importantes e innumerables individuos que pertenecen materialmente a la clase en cuyo interés triunfará la revolución, están fuera de esta organización. Pero la clase vive, lucha, avanza y vence, merced a la obra de aquellas fuerzas que ella ha hecho emerger de su seno en las vicisitudes de la historia. La clase parte de una homogeneidad inmediata de condiciones económicas que constituye el primer motor de la tendencia a superar, a quebrantar el sistema actual de producción; pero para asumir esta tarea grandiosa ella debe tener un pensamiento propio, un método crítico propio, y una voluntad propia que apunte a realizar los objetivos que la investigación y la crítica han señalado, una organización de combate propia que canalice y utilice con el mejor rendimiento sus esfuerzos y sus sacrificios. Todo esto es el partido.
“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”
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