ORGANIZACIÓN Y DISCIPLINA COMUNISTA
[De «Prometeo», nº 5–1924]
Premisa de la cuestión
Los problemas inherentes a las relaciones de la vida interna de los partidos revolucionarios se presentan de viva actualidad por la reciente e importante discusión mantenida en el seno del Partido Comunista Ruso, y porque se reproducen tanto en toda la polémica comunista con otros movimientos que se reclaman al proletariado, como en los debates internos sobre los casos de desacuerdo y de crisis particulares de nuestra organización comunista internacional.
Por lo demás, la cuestión viene planteada de modo erróneo, contraponiendo los dos criterios de la dependencia mecánica centralista y de la democracia mayoritaria. La cuestión por el contrario se plantea con método dialéctico e histórico, y para nosotros marxistas no tendría ningún sentido un «principio» tanto centralista, como democrático, que se quisiese presentar como norma prejudicial de donde se debe partir obligatoriamente para resolver el problema.
En uno de los números de la revista Rassegna Comunista se publicó un artículo sobre el «principio democrático», considerando la aplicación ya sea en el Estado como en las organizaciones sindicales y políticas, y desarrollando la demostración de que para nosotros tal principio no tiene subsistencia alguna, mientras puede hablarse tan sólo de un mecanismo de democracia numérica y mayoritaria que puede ser conveniente, para dados organismos, en dadas situaciones históricas, introducirlo o no introducirlo.
Está implícita en el pensamiento marxista la crítica de la pomposa ilusión mayoritaria según la cual, la vía justa está siempre indicada por la confrontación entre las cifras de una votación en la que todo individuo tenga el mismo peso y la misma influencia. Y esta crítica del criterio mayoritario puede llegar a rechazarlo como ilusorio no sólo en el monumental engaño del estado burgués parlamentario sino también para el funcionamiento del estado revolucionario, e incluso en el seno de organismos económicos proletarios y de nuestro mismo partido, salvada siempre la eventualidad de haberlo adoptado en la práctica a falta de una mejor convención organizativa. Nadie más que nosotros, marxistas, reconoce la importancia de la función de las minorías organizadas y la absoluta necesidad en las fases de la lucha revolucionaria, que la clase y el partido que la conduce funcionen bajo la estricta dirección de las jerarquías de la propia organización y con la más sólida disciplina.
El habernos así liberado de todo prejuicio de carácter igualitario y democrático, sin embargo, no debe conducir a poner en la base de nuestra acción un nuevo prejuicio que sea la negación formal y metafísica del primero. Nos reclamamos en tal propósito a cuanto habíamos escrito en la primera parte del artículo sobre la cuestión nacional (nº4 de «Prometeo») sobre la manera de plantearnos los grandes problemas del comunismo.
Que en la práctica el mecanismo organizativo y la regla de funcionamiento interno de los partidos comunistas sea una línea intermedia, por así decir, entre el absoluto centralismo y la absoluta democracia, resulta de la misma expresión de «centralismo democrático», que se repite en los textos de la Internacional, y es recordado oportunamente en la conocida carta del compañero Trotski que ha suscitado grandes discusiones entre los compañeros rusos.
Decimos rápidamente que como no creemos poder pedir las soluciones de los problemas revolucionarios a los principios abstractos tradicionalistas ya sea de libertad, como de autoridad, igualmente poco nos satisface el expediente de encontrar nuestra respuesta a través de una especie de mezcla de los dos términos susodichos considerados casi como ingredientes fundamentales a combinar entre ellos.
La posición comunista en los problemas de organización y de disciplina debe, según nosotros, resultar mucho más completa, satisfactoria y original. Para indicarla en síntesis (bien haciendo comprender que estamos contra todo criterio de federalismo autonomista y aceptamos el término de centralismo en cuanto tiene valor de síntesis y de unidad, contrapuesto al asociarse casi casual y «liberal» de fuerzas surgidas de las más variadas iniciativas independientes), nosotros preferimos desde hace tiempo la expresión «centralismo orgánico». En cuanto a un más completo desarrollo de la conclusión aludida, mantenemos que lo habrá, mejor todavía que del desarrollo de este estudio del cual trazamos aquí alguna premisa inicial, más probablemente en textos que podrán ser discutidos en el V Congreso Comunista mundial. El problema está también considerado en parte en las tesis tácticas para el IV Congreso que han sido recientemente reproducidos en «Stato Operaio».
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Vayamos ahora a un simple reclamo histórico que se debe tener presente para evitar toda solución simplista del problema, ya sea aquella que en todo momento quiere un voto para darle la razón a la mayoría, como aquella que para todos los casos le da la razón por el contrario a las jerarquías centrales y supremas. Se trata de mostrar cómo se debe alcanzar por una vía real y dialéctica la superación efectiva de los dilemas, a veces tormentosos, a los que no raramente conducen los problemas de carácter disciplinario en la práctica.
Volvamos a la historia de los partidos socialistas tradicionales y de la II Internacional. Estos partidos, en los grupos oportunistas que habían tomado la dirección, se refugiaban en la sombra de los principios burgueses de democracia y de autonomía de los distintos órganos. Esto, sin embargo, no impedía que contra los elementos de izquierda que reaccionaban a las tendencias revisionistas y oportunistas se emplease ampliamente el espantajo de la disciplina de la mayoría y de la disciplina a los dirigentes. Esto se convirtió incluso en el expediente fundamental con el que aquellos partidos pudieron asumir sobre todo con el estallido de la guerra mundial, la función, en la que degeneraron, en instrumentos para la movilización ideológica y política de la clase obrera por parte de la burguesía. Se impuso así una verdadera dictadura de los elementos de derecha, contra la cual los revolucionarios debieron luchar, no porque fuesen violados los principios inmanentes de la democracia interna de los partidos, o por batirse contra el criterio de centralización del Partido de clase, que precisamente la izquierda marxista a veces reivindicaba, sino porque en la realidad concreta se trataba de oponerse a fuerzas efectivamente antiproletarias y antirrevolucionarias.
Se justificó así plenamente en aquellos partidos el método de constituir fracciones de oposición a los grupos dirigentes, de conducir contra ellos una crítica despiadada, para después llegar a la separación y a la escisión que permitieron la fundación de los actuales partidos comunistas.
Es por lo tanto evidente que el criterio de la disciplina es, en situaciones dadas, empleado por los contrarrevolucionarios y sirve para obstaculizar el desarrollo que conduce a la formación del verdadero Partido revolucionario de clase.
El ejemplo más glorioso de cómo la necesidad de saber despedazar la influencia demagógica de tales sofismas nos es dado precisamente por Lenin, quien fue cien veces atacado como disolvente, disgregador, violador de los deberes del partido, pero prosiguió impertérrito por su vía, y se convierte con perfecta lógica en el reivindicador de los sanos criterios marxistas de centralización orgánica en el Estado y en el Partido de la revolución. En cambio, el ejemplo más desgraciado de la aplicación formalista y burocrática de la disciplina nos es dado por el voto que el mismo Carlos Liebknecht se consideraba obligado a dar el 4 de agosto de 1914 a favor de los créditos de guerra.
Es cierto pues, que en un momento dado y en una cierta situación, cuya posibilidad de producirse y quizás de reproducirse deberemos considerar mejor en su momento, la dirección revolucionaria está marcada por la fractura de la disciplina y de la centralización jerárquica de una preexistente organización.
No sucede de otra forma en el seno de las organizaciones sindicales, de las que muchísimas están todavía dirigidas por grupos contrarrevolucionarios. También aquí los dirigentes tienen ternura por la democracia y la libertad burguesa, y se declaran entre aquellos que rechazan con horror las tesis comunistas sobre la fuerza y la dictadura revolucionaria. Esto no quita sin embargo que los comunistas, luchando en el seno de tales organismos, deban continuamente denunciar los procedimientos dictatoriales de la burocracia dirigente y mandarinesca, y el método concreto para tratar de destronarla es el reivindicar en las asambleas y en las votaciones la aplicación de una práctica democrática. Esto no quiere decir que nosotros debamos refugiarnos en la creencia dogmática por la democracia estatutaria, no estando en efecto excluido, que en situaciones dadas pueda convenir tomar la dirección de tales organismos incluso con un golpe de mano. La guía que nos une a nuestro objetivo revolucionario no puede nunca pues, estar provista de la condescendencia formal y constante a los dirigentes oficialmente investidos, y ni siquiera por el cumplimiento indispensable de toda la formalidad de una consulta electiva. Repetimos que nuestra solución se construye de modo totalmente diferente y superior.
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Más difícil y delicado se presenta el problema cuando pasamos a ocuparnos de la vida interna de los partidos y de la Internacional Comunista. Todo un proceso histórico nos separa de la situación que en el seno de la vieja Internacional sugirió la constitución de fracciones que eran partidos en el partido, y a menudo la ruptura sistemática de la disciplina como preparación para la escisión fecunda de consecuencias revolucionarias.
Nuestra opinión sobre tal problema es que no puede resolverse la cuestión de la organización y de la disciplina en el seno del movimiento comunista sin mantenerse en estrecha relación con la cuestión de la teoría, del programa y de la táctica.
Nosotros no podemos plantear un tipo ideal de partido revolucionario, como el límite que nos prefijamos alcanzar, y tratar de trazar la construcción interna y la regla de vida de este partido. Llegaremos así fácilmente a la conclusión de que en tal partido no pueden ser admisibles competiciones de fracciones y divergencias de órganos periféricos con la dirección del órgano central. Aplicando sic ed simpliciter estas conclusiones a la vida de nuestros partidos y de nuestra Internacional, nosotros, sin embargo, no habremos resuelto nada: no ciertamente porque tal aplicación integral no sea para todos nosotros altamente deseable, sino precisamente porque en la práctica no nos acercamos en efecto a tal aplicación. Más que la excepción, los hechos nos conducen a revisar la regla en la división de los partidos comunistas en fracciones, y en las divergencias que a veces se convierten en conflictos entre estos partidos y la Internacional.
Desgraciadamente la solución no es tan fácil.
Conviene recordar que la Internacional no funciona todavía como un partido comunista mundial único. Está sobre la vía para llegar a este resultado, indudablemente, y ha dado pasos gigantescos con respecto a la vieja Internacional. Pero para asegurarse de que proceda efectivamente y en el mejor modo en aquella deseada dirección y conformar a tal objetivo nuestra obra de comunistas, debemos asociar nuestra confianza en la esencia y capacidad revolucionaria de nuestro glorioso organismo mundial a un trabajo continuo basado sobre el control y la valoración racional de cuanto sucede en sus filas y del planteamiento de su política.
Considerar la disciplina máxima y perfecta, aquella que emanaría de un consenso universal también en la consideración crítica de todos los problemas del movimiento, no como un resultado, sino como un medio infalible de emplear con ciega convicción, diciendo tout court: la Internacional es el Partido Comunista mundial y se debe sin más, seguir fielmente cuanto sus organismos centrales publican, es un poco invertir sofísticamente el problema.
Debemos recordar, para comenzar nuestro análisis de la cuestión, que los partidos comunistas son organismos de adhesión «voluntaria». Esto es un hecho inherente a la naturaleza histórica de los partidos, y no el reconocimiento de cualquier «principio» o «modelo». Es un hecho que nosotros no podamos obligar a nadie a tomar nuestro carnet, no podamos hacer un alistamiento de comunistas, no podamos establecer sanciones contra la persona que no se someta a la disciplina interna: cada uno de nuestros adherentes es materialmente libre de dejarnos cuando quiera. No queremos ahora decir si es deseable o no que estén así las cosas: el hecho es que así están y no hay medios aptos para cambiarlas. En consecuencia no podemos adoptar la fórmula, ciertamente ventajosa, de la obediencia absoluta en la ejecución de órdenes llegadas desde arriba.
Las órdenes que emanan de las jerarquías centrales no son el punto de partida, sino el resultado de la función del movimiento entendido como colectividad. Esto no se dice en el sentido tontamente democrático o jurídico, sino en el sentido realista e histórico. No defendemos, diciendo esto, un «derecho» en la masa de los comunistas a elaborar las directrices a las que deben atenerse los dirigentes: constatamos que en estos términos se presenta la formación de un partido de clase, y sobre estas premisas debemos plantear el estudio del problema.
Así se delinea el esquema de las conclusiones a las que tendemos nosotros en la materia. No existe una disciplina mecánica buena para la aplicación de órdenes y disposiciones superiores «cualesquiera que sean», existe un conjunto de órdenes y disposiciones que responden al origen real del movimiento que pueden garantizar el máximo de disciplina, o sea, de acción unitaria de todo el organismo, mientras que existen otras directrices que emanadas del centro pueden comprometer la disciplina y la solidez organizativa.
Se trata pues, de un diseño de las tareas de los órganos dirigentes. ¿Quién deberá hacerlo? Lo debe hacer todo el partido, toda la organización, no en el sentido banal y parlamentario de su derecho a ser consultado sobre el «mandato» a otorgar a los dirigentes electivos y sobre los límites de éste, sino en el sentido dialéctico que contempla la tradición, la preparación, la continuidad real en el pensamiento y en la acción del movimiento. Precisamente porque somos antidemocráticos, pensamos que, sobre el tema, una minoría puede tener una visión más correcta que la mayoría, en interés del proceso revolucionario. Ciertamente esto sucede excepcionalmente, y es de extrema gravedad el hecho de que se presente esta inversión disciplinaria como sucedió en la vieja Internacional y como es augurable que ya no tenga que venir a nuestras filas. Pero, sin pensar en este caso extremo, existen otras situaciones menos agudas y críticas en las que todavía la contribución de los grupos en el invocar precisiones de las directrices a trazar al centro dirigente, es útil e indispensable.
Esta es, brevemente, la base del estudio de la cuestión, que deberá ser afrontada teniendo presente la verdadera naturaleza histórica del partido de clase: organismo que tiende a ser la expresión del unificarse hacia un objetivo central y común de todas las singulares luchas proletarias surgidas en el terreno social, organismo que está caracterizado por la naturaleza voluntaria de las adhesiones.
Nosotros resumimos así nuestra tesis, y creemos ser fieles a la dialéctica del marxismo: la acción que el partido desarrolla y la táctica que adopta, o sea, la manera con la que el partido se presenta hacia el «exterior» tienen a su vez consecuencias sobre la organización y constitución «interna» del mismo. Compromete fatalmente al partido quien, en nombre de una disciplina ilimitada, pretende tenerlo preparado para una acción, una táctica, una maniobra estratégica «cualquiera», o sea, sin límites bien determinados y conocidos por el conjunto de los militantes.
El máximo deseable de unidad y solidez disciplinaria se alcanzará eficazmente sólo afrontando el problema sobre esta plataforma, y no pretendiendo que esté ya prejudicialmente resuelto por una banal regla de obediencia mecánica.
“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”
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