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EL SOCIALISMO DE AYER ANTE LA GUERRA DE HOY

[De L’ Avanguardia, nº 359, 360 y 362 del 25 de octubre, 1 de noviembre y 16 de noviembre de 1914] 


Se trata de un artículo dividido en tres partes, publicado inmediatamente después del clamoroso cambio de chaqueta de Benito Mussolini en el diario de los jóvenes que, como hemos expuesto, se vio amenazado por la defección de su director, por otra parte inmediatamente excluido de dicho diario. La extensión del texto nos ha hecho dudar un poco, pero lo ofrecemos completo porque expone con orden los términos de la grave cuestión, y es una prueba de la aportación de los jóvenes al partido en cada momento difícil.

La primera parte es notable porque rebate la tesis obstinada de que un capitalismo encauzado hacia la democracia pueda poner fin a las guerras. No sólo había sido una utopía el que la guerra fuera imposible (“La gran ilusión”), sino que para el marxismo ésta era INEVITABLE (cuestión viva todavía hoy). Y más democracia no quiere decir menos guerra, sino más militarismo: tesis promovida por nosotros desde siempre.

La segunda parte rebate los sofismas según los cuales el socialismo de 1914 debería haber admitido la guerra. Aquí se trata de las guerras de defensa, de las de nacionalidades e independencia, de las democráticas, y para cada uno de los casos se ha vuelto a poner en pie sin vacilaciones la valoración histórica marxista. Se demuestra que las graves traiciones de agosto no habían matado al socialismo internacional.

La tercera parte se enfrenta a la propuesta de seguir también en Italia la vía de los traidores, propugnando la intervención estatal contra Austria; se contesta en la viva realidad del tiempo la falsificación de la interpretación de la guerra en el abusado sentido antialemán; finalmente se maldice contra los partidarios de la guerra que la piden no como pueblo, sino secundando los lances siniestros del Estado burgués y de la monarquía italiana, con una violenta invectiva contra esta oferta de renegados hecha ofreciendo la mejor sangre del joven proletariado.

Esta invectiva está hecha según el sano punto teórico, porque no se trata de horror de la violencia o de la sangre, ni de temor del sacrificio de la vida, sino que se afirma en cuál sentido revolucionario la ofrecería sin vacilaciones la juventud. Así el movimiento rojo de los jóvenes cumple su tarea de contrabatir al militarismo y de alentar al partido contra cualquier peligro de corrupción oportunista y socialpatriótica.

 

I

 

Es en el momento en el que el militarismo se ha desencadenado sobre la mejor parte del mundo, cuando los valores de la propaganda antimilitarista sufren violentos intentos de demolición precisamente por parte de aquellos que eran sus defensores más decididos. ¿Surge pues de los acontecimientos que se están desarrollando una condena tan evidente de la concepción y de la táctica socialista hasta ahora aceptada? ¿Se han quebrantado pues los “cuadros” teóricos de nuestro modo de pensar el futuro social y el proceso de la historia, de tal forma que nuestra acción práctica deba replegarse precipitosamente hacia otras direcciones? No pocos compañeros dan muestra de considerarlo así y tiran por la borda, como inútil bagaje doctrinal, lo que era ayer el contenido de su pensamiento y la guía de su acción. Naturalmente ellos consideran ser con ello no menos socialistas que antes y de haber aportado solamente a sus convicciones – ¡con qué admirable diligencia! – la rectificación impuesta por la elocuente lección de los hechos. Así, en nombre del socialismo revolucionario, del sindicalismo y del anarquismo, nosotros vemos aclamar la guerra como fase y episodio del proceso histórico del cual saltará la sociedad nueva y que, según la victoria de estos o aquellos, podrá acelerar su ritmo o infringirle una rémora de imprevisible duración. Sin embargo falta el acuerdo en valorar el rumbo de esta colosal crisis histórica; porque algunos confían toda la salud de la democracia, de la Internacional, y de no se sabe qué otra cosa, en la victoria de la Triple Entente, otros en la de los alemanes y, tanto unos como otros, de cada orilla de Europa incendiada o próxima al incendio, se mofan de la fosilización de los pocos que osan permanecer en la vieja plataforma del socialismo antimilitarista y piensan y actúan en consecuencia. Basten como ejemplos Südekum y Hervé.

Pues bien, a costa de ser tachados de conservadores y moderados, nosotros pedimos la palabra en nombre del antimilitarismo “de viejo estilo”. Se entiende que no exponemos casos personales de conciencia, ni discutimos los ajenos. Solamente analizamos, de forma necesariamente sumaria, los acontecimientos; y nos permitimos demostrar por qué éstos no han sorprendido ni perturbado nuestro pensamiento socialista. ¡Ciega obstinación! Pero obstinación que formulará, modestamente, sus argumentos. 

 

¿ERA LA GUERRA “IMPOSIBLE”?

 

Según parece, todos nosotros hacíamos una gran propaganda antimilitarista precisamente porque... estábamos seguros de que no habría más guerras entre las grandes potencias de Europa. Estallada la guerra, lógicamente fracasaría la base de este típico antimilitarismo, y cada socialista habría podido decir con razón: la guerra existe, no queda más que elegir el mal menor y tomar partido por estos o aquellos. Razonamiento que se extendía de los socialistas de los Estados implicados desde el inicio a los de los Estados neutrales. ¿Pero cuándo y cómo había profetizado el socialismo que ya no habría más guerras? Y, en tal caso, ¿qué razón quedaba para trabajar en la propaganda antimilitarista con la prensa, en los comicios, con el “Soldo al soldato”[1], y con la organización de los jóvenes socialistas?

En verdad la tesis de la imposibilidad de la guerra tenía su mayor formulación en el famoso libro de Norman Angell – un burgués – en la monstruosa concepción burguesa de la paz armada, y en el concepto específicamente antisocialista de que la civilización procedería de forma evolutiva y educativa, abriéndole los ojos a gobernados y gobernantes sobre el enorme error y la evidente locura de una conflagración europea, dados los “modernos medios de destrucción”.

Ya que la burguesía de los diferentes Estados no podía dejar de ser consciente del enorme daño que le sería derivado de la guerra, sin excluir a los vencedores, se pensaba que las clases dominantes y los gobiernos que son su expresión habrían evitado a toda costa la terrible confrontación. También se había formulado, en el gran mecanismo de la moderna economía, la complicación del vastísimo entrelazamiento de los intercambios y de las relaciones internacionales llegado a un desarrollo que la historia jamás había registrado y que estaba constituido por hilos delicadísimos que la guerra rompería, causando la ruina económica de todas las clases sociales. Se confiaba pues en que las diferentes burguesías no correrían hacia el suicidio. Pero la clave del concepto socialista es, en cambio, que la clase dominante en régimen capitalista no puede gobernar y regir las fuerzas que se liberan de las actuales relaciones de las formas de producción, y a su vez es víctima de ciertas contradicciones inevitables del régimen económico, el cual no responde a las exigencias de la gran mayoría de los hombres. El gran cuadro marxista de la producción capitalista saca a la luz estos contrastes y la impotencia de la burguesía para dominarlos. Puesto que los instrumentos de producción y de cambio no están todavía socializados, no es posible un empleo racional de los mismos, no existe una correcta relación entre las necesidades y la producción que está basada solamente en el interés del capitalista; y de todo ello se derivan las colosales y perniciosas crisis económicas que perturban los mercados, las absurdas sobreproducciones por las cuales de la abundancia se genera la desocupación de los asalariados y la miseria; y como última consecuencia la ruina de algunos de los mismos capitalistas, en cuyo interés se monta la monstruosa máquina de la economía presente. De ello se deriva – y continuamos recapitulando – que la vida moderna no es la evolución continua hacia una mayor civilización, sino el recorrido de la fatal parábola que, a través de una exasperación de las luchas de clase y un aumento del malestar en los trabajadores, se resolverá en el hundimiento final del régimen burgués.

Pues bien, paralelamente a este proceso, por el cual la clase dominante prepara sin poderlo evitar su suicidio histórico, nosotros asistimos a otro absurdo. El desarrollo de los medios de producción en el campo económico, la difusión de la cultura en el campo intelectual y la democratización de los Estados en el campo político, en vez de preparar el cese de las guerras y el desarme de los ejércitos fratricidas, conducen a una intensificación de los preparativos militares. ¿Es esta una supervivencia de otros tiempos – por ejemplo de la época feudal –; es un retorno a los siglos de la barbarie, o no es más bien una característica esencial del régimen social moderno, burgués y democrático? Señalamos, en tanto, que aquellas burguesías estatales que en tiempo de paz no pueden frenar la carrera de la producción ni conjurar las catástrofes financieras, incluso intentándolo, son impotentes también para impedir el estallido de las guerras, que se presentan como la única y fatal vía de salida de situaciones económico-políticas a las cuales los Estados se ven arrojados.

Y, por otra parte, ¿es tan inmenso el daño que la guerra les causa a las burguesías? Ciertamente la guerra es una destrucción de capitales, pero a la burguesía entendida como clase, más que la posesión material de capitales le interesa la conservación de las relaciones jurídicas que le permiten vivir del trabajo de la gran mayoría. Estas relaciones, implícitas en las naciones, consisten en el derecho de monopolizar los instrumentos de trabajo, que a su vez son fruto de otro trabajo de la clase proletaria. Con tal de que (para ser más claros) reste intacto el derecho de propiedad privada sobre las tierras, sobre las casas, sobre las minas, después de la devastación de la guerra el proletariado reconstruirá máquinas, edificios, etc. y se los volverá a entregar a sus explotadores, resintiéndose todas las consecuencias de la falta de géneros de consumo, pero reconstituyendo los capitales necesarios para la vida de todos para hacer nuevamente de ellos el monopolio de unos pocos. Naturalmente, no pocos burgueses, como individuos, serán arrollados, pero otros los sustituirán. Se observa que en la guerra es quebrantado el complejo organismo de las relaciones financieras y bancarias y de la circulación del dinero; pero esto lo suplen en parte los burgueses con especiales suspensiones de la ordinaria vida económica y en parte cuentan remediarlo con las indemnizaciones de guerra que le corresponden al vencedor. En conclusión, la guerra es desastrosa bajo todos los conceptos para el proletariado, y hoy desgraciadamente es posible; y la burguesía ve cercenada con ella su riqueza material, pero conservadas y quizás reforzadas las relaciones potenciales para reconstruirla, ya que la lucha de clase se adormece y se apaga en la exaltación nacional. Existen imprevisibles complicaciones debidas a una oleada de revuelta por tantos sufrimientos; revuelta que tendría sin embargo pocas posibilidades de éxito, conducida por un pueblo exhausto, desangrado y obscurecido por odios sangrientos hacia los proletarios de fuera de las fronteras.

 

GUERRA Y DEMOCRACIA 

 

 

Dados los progresos de la técnica, los cañones, los explosivos y las naves que se construyen hoy en día son, sin comparación, más potentes que los antiguos medios de ofensiva. El desarrollo de la economía burguesa y la enorme importancia asumida por los organismos estatales, centralizadores de tantas funciones vitales, permiten a éstos invertir en la preparación bélica recursos financieros desconocidos por los antiguos monarcas y caudillos de todas las épocas. Además, los vínculos con los cuales los Estados modernos atan, bajo el barniz de la civilización democrática, a cada uno de los individuos, se van estrechando tanto que el Estado puede disponer de enormes masas armadas, chupándole hasta el último hombre válido a las poblaciones. El Estado militar dispone de gran número de soldados adiestrados para las armas y de veteranos gracias al reclutamiento obligatorio, sistemáticamente introducido después de la revolución francesa (fue deliberado precisamente por la Convención en Francia). La inmensa red de ferrocarriles, que está al alcance de los Estados modernos, permite dislocar y movilizar en pocas horas a enormes masas de hombres, que son reclutados, armados y trasladados a la frontera con celeridad impresionante a millones y millones. ¡Deteneos a pensar en este espectáculo de las movilizaciones modernas! ¿Qué mayor insulto de la libertad individual, posible por los recientísimos recursos de la llamada civilización y de la constitución de los Estados en régimen burgués y según las directrices democráticas?

Las guerras antiguas no representaban nada parecido. Los ejércitos eran mucho menos numerosos, estaban formados, en gran parte, por veteranos, todos voluntarios o mercenarios, y los reclutamientos forzosos eran limitados, episódicos y mucho más difíciles que hoy. Gran parte de los trabajadores eran dejados en los campos y en sus oficios; ser soldado era una profesión o una libre decisión – se desconocían las enormes masas de hoy y las matanzas de las batallas libradas con las armas modernas. Las mismas invasiones bárbaras eran migraciones de pueblos que eran impulsados, con las familias, los armamentos y los instrumentos de trabajo, a saquear tierras prometedoras y fértiles para el mayor bienestar de todos – aunque fuera asegurado por la fuerza bruta – mientras el soldado moderno, si es que sobrevive a la guerra victoriosa, vuelve a la sólita vida de explotación y de miseria, probablemente agravada, después de haber dejado en casa a la familia que el Estado mantiene... con unos pocos céntimos.

Las guerras de la época feudal eran también diferentes. Los barones personalmente se encasquetaban la armadura y ponían en riesgo la vida, seguidos por unos pocos de miles de hombres de armas, para los cuales la guerra era una profesión con los riesgos inherentes a toda profesión. La guerra a la cual estamos asistiendo no es pues un retorno a la época bárbara o feudal, sino que es un fenómeno histórico propio de nuestro tiempo, que aviene no a pesar de la civilización actual, sino precisamente a causa del régimen capitalista que, bajo el aspecto de la civilización, oculta una profunda barbarie. La posibilidad y la fatalidad de la guerra son inherentes a la constitución de los Estados modernos, que en régimen de democracia política mantienen la esclavitud económica y extienden su extremado poderío, aparentemente basado en el consenso de todos, hasta el punto de que un puñado de ministros, exponentes de la clase dominante, puede llevar en 24 horas a la línea de fuego y de la muerte a millones de hombres que no saben adónde, ni por qué, ni contra quién, serán mandados: hecho impresionante que alcanza el máximo del arbitrio tirano que en el curso de los siglos ha oprimido a multitudes humanas.

 

II

 

EL “FRACASO DEL SOCIALISMO”

 

La única fuerza contrastante con el militarismo de todos los grandes Estados europeos, estaba compuesta por las tendencias socialistas del proletariado. El estallido de la guerra constituiría, pues, según algunos, la bancarrota teórica y práctica del socialismo.

Ahora, jamás éste ha asumido la tarea de mejorar radicalmente el mundo presente permaneciendo en el ámbito de las instituciones burguesas, sino la de transformarlo desde sus cimientos, considerando dicha transformación el único término de los sufrimientos de la clase explotada (se entiende que tratamos toda la cuestión desde el punto de vista del socialismo revolucionario). Sólo en el régimen socialista, con el comunismo de los medios de producción y de cambio, la humanidad podrá dominar las fuerzas de la producción eliminando la opresión social y la miseria (Marx) y sólo en la sociedad sin clases serán imposibles las guerras. Nosotros repudiamos el antimilitarismo reformista que sueña con la nación armada y no se da cuenta que la evolución de los Estados burgueses, sobre todo los más democráticos, se desarrolla precisamente en sentido contrario.

A la guerra le pondrá fin la revolución social. Sin aceptar del todo el conocido dilema mussoliniano sobre la huelga general en caso de movilización, hacemos notar que un intento revolucionario tendría siempre mayor posibilidad de éxito en tiempos de paz que en la vigilia de la guerra.

El proletariado ha hecho ya algunos intentos revolucionarios comunistas, y éstos han fracasado; otros, ciertamente, fracasarán de nuevo, sin que de ello surja la condena del socialismo. Lo que se ha derrumbado en los acontecimientos actuales es el sueño de una Europa burguesa, democrática y pacifista.

Pero un fracaso indiscutible del socialismo se ha tenido en el sentido de que, además de la falta de cualquier intento serio de oposición, se ha producido casi universalmente la adhesión de los partidos socialistas nacionales a la guerra. Ciertamente esto es muy grave. Pero nosotros, socialistas italianos, en la oposición – cómoda si se quiere – de espectadores, podemos discutir sus causas, quizás incluso buscar sus remedios, y quizás intentar aplicar los remedios a nuestra actual situación, haciendo desembocar la teoría en la práctica. La convicción socialista, revestimiento ideal de los intereses proletarios, es el resultado de las condiciones económicas ambientales sobre las grandes masas obreras; y en el caso de los intelectuales, es el efecto de un especial proceso psicológico y mental, sobre el cual es más difícil la investigación. ¿Cómo, bajo la presión de las corrientes militaristas y patrióticas, han vacilado las directrices de los diferentes partidos socialistas?

La explicación no es difícil.

El militarismo es el adversario más temible de nuestra propaganda precisamente porque no se vale de la persuasión, sino que se basa en la creación de un ambiente forzado y artificial, en el cual las relaciones de vida son completamente distintas de las del ambiente ordinario.

El trabajador, hecho soldado, separado de la cercanía de amigos, parientes y conocidos, arrancado de la vida de la fábrica, ve suprimido su derecho a discutir, tronchada su propia individualidad, anulada su libertad, y se transforma fatalmente en un autómata, en un juguete en las manos de la disciplina.

El movilizado que se pone la casaca vuelve a caer automáticamente bajo el influjo del ambiente militar. El más pequeño gesto de rebelión se paga con la muerte. La deserción es prácticamente imposible. La revuelta colectiva exigiría un concierto y un entendimiento inalcanzables.

Por otra parte, en pocas horas el soldado es transportado a otra parte, a países que no conoce, entre conmilitones que en gran parte ve por primera vez, y le falta cualquier noticia que no provenga de sus jefes. Le queda una sola alternativa de salvación: obedecer ciegamente y batirse contra el enemigo con la esperanza de la victoria... De cualquier forma su mentalidad es tan violentamente alterada, que no es extraño que él acabe traicionando sus convicciones socialistas, las cuales, en la mayoría de los casos, se reducen a haberle dado el voto a un candidato socialista. Para los jefes, los dirigentes del partido, la cosa es diferente. Pero también ellos son víctimas de una sugestión de ambiente. Su mayor cultura a menudo hace de ellos socialistas imperfectos. Tienen demasiados lazos intelectuales con las ideologías burguesas. Pocos de ellos han repudiado cualquier sentimentalismo patriótico, y casi todos se sienten, más que exponentes de la clase proletaria, representantes de la Nación. Su programa de demoledores deja demasiado espacio a las responsabilidades de quien participa en la tutela de un Estado. Por consiguiente, en cuanto los gobiernos burgueses, cualquiera que haya sido su obra precedente a la guerra, aseguran que han sido arrastrados a ella en contra de su voluntad, por la defensa de los supremos intereses nacionales, y piden la confianza unánime del País, primer coeficiente de éxito... entonces el diputado socialista titubea y se deja envolver por la corriente de entusiasmo. En este crítico momento de la historia, los parlamentos, orgullo de la democracia, no han hecho más que ratificar sin discutir la política bestial y asesina de los gobiernos. Cuando se admite en nombre del Socialismo una categoría de guerras, será siempre extremadamente agradable para la clase dominante, que es la única que dispone de los elementos de la situación, presentar su guerra como perteneciente a aquella categoría y arrancarle la adhesión socialista, llamando quizás a su lado a los líderes para participar en el ministerio para la defensa nacional. Así han sido engatusados los socialistas franceses, austriacos, alemanes, etc. ¿Hay necesidad de demostrarlo?

El socialismo deberá extraer vitales enseñanzas de estas graves derrotas: deberá volver a ordenar sobre bases más sólidas la acción antimilitarista y revisar en sentido más revolucionario su acción parlamentaria, tan rica hasta ahora en querer desilusiones. En vez de adaptarse a un socialismo nacional, – volveremos sobre el tema próximamente – el proletariado deberá ser mañana más abiertamente antimilitarista y definir su actitud frente al patriotismo, vieja insidia de sus peores enemigos. Nosotros, socialistas italianos – extrayendo de paso una primera conclusión – deberemos negarle al Estado también nuestra solidaridad en la defensa nacional, sin lo cual seremos víctimas de otro colosal engaño igual al de la empresa tripolina.

 

LA GUERRA QUE EL SOCIALISMO “DEBERÍA ADMITIR”

 

Contra la cuestión prejudicial antibelicista, se asume por no pocos socialistas:

1) que los socialistas deben participar en cualquier guerra de defensa nacional ante una agresión extranjera; 2) que los socialistas no pueden desinteresarse de las guerras de nacionalidad, ya que la sistematización de todas las nacionalidades dentro de las fronteras naturales sería un presupuesto necesario de la llegada del socialismo; 3) que, en una guerra de naciones regidas con ordenamientos más democráticos contra otras menos evolucionadas socialmente, los socialistas deberían tomar parte por las primeras contra las segundas. La tesis belicista, en los dos últimos casos, iría de la simple simpatía a la intervención personal e incluso a la presión sobre el propio Estado para que intervenga militarmente en el sentido deseado. 

Pues bien, estas tres ventanas abiertas en el antimilitarismo se basan en degeneraciones sentimentales que son la negación absoluta del socialismo. Ante todo, ellas se contradicen entre sí de forma evidente. ¿Si Francia hubiera atacado a Alemania, para recuperar la Alsacia-Lorena (estamos en el terreno de los ejemplos), los socialistas alemanes habrían debido defender la patria o... marchar contra ella en nombre del principio de nacionalidad y de la democracia? ¿Y en las guerras coloniales, que son de agresión y de opresión, pero de... extensión de la civilización democrática, qué deben hacer los socialistas? Estos sofismas derivan de un error fundamental: de querer dirimir la sinrazón de la razón en competiciones que se resuelven no con elementos de justicia, sino con la violencia bruta. Además, son distinciones que podría hacerla sólo quien dispusiera de una fuerza resolutiva y definitiva de los conflictos, no quien con su intervención sólo podría desplazar las probabilidades de los resultados de la guerra, aumentando en tanto seguramente su extensión y sus consecuencias de odio y de revanche[2].

 

LA GUERRA DE DEFENSA

 

No evocaremos extensamente los conceptos según los cuales los proletarios no tienen ningún interés que defender con la patria y en las fronteras nacionales. Sólo diremos que en todas las guerras la ofensa y la defensa son recíprocas y a veces simultáneas. La agresión una palabra elástica. ¿Se entiende por ella la violación de las fronteras? Pero – militarmente – podría ser imprudente esperar este hecho; es necesario prevenirla rompiendo con una contrainvasión los intentos enemigos. ¿Se entiende por agresión la ruptura de las relaciones diplomáticas? Pero, en base a los libros de distinto color, a ningún gobierno le faltan argumentos para volcar sobre el otro la responsabilidad. ¿Se entiende por agresión el preparar la guerra? Entonces todos los estados modernos son agresores, ya que construyen sin descanso naves y cañones y acrecientan continuamente los efectivos de sus ejércitos. Sin ir más adelante, resulta de todo esto que la adhesión a la eventual defensa nacional es un cheque en blanco firmado por los socialistas en manos de los gobiernos burgueses, que podrán hacer del mismo el uso que crean conveniente. Para justificar la marcha a Libia se dijo que los turcos habían deshonrado a una muchacha italiana. Es el viejísimo caso del lobo y del cordero.

 

LAS GUERRAS DE NACIONALIDAD Y DE INDEPENDENCIA

 

Vayamos al problema de las nacionalidades.

¿Es verdad que, antes de hablar de una acción socialista internacional, es preciso resolver todos los irredentismos y darles a todos los pueblos la sistematización política según sus nacionalidades?

La cosa hay que verla un poco más a fondo. Cuando el régimen feudal cedió el puesto a la moderna burguesía, ésta en su programa idealista de clase revolucionaria escribió con grandes caracteres el postulado de las reivindicaciones nacionales. La revolución burguesa aparecería hecha en interés de los pueblos, en vez del de una nueva oligarquía, precisamente porque resaltaba su carácter político en vez del económico. Los filósofos burgueses tenían la creencia de que toda esclavitud desaparecería con la eliminación del dominio de un pueblo sobre el otro y con la igualdad política del ciudadano ante la ley. El socialismo ha demostrado luego que existe otro motivo más sustancial y profundo en el malestar de las masas, y es la opresión de clase, también en el interior de los grupos nacionales. Pero sin quitarle al problema de las nacionalidades su gran importancia histórica, señalamos que una solución parcial, pero bastante extendida, ya se ha tenido, y se tuvo por medio de guerras-revoluciones, en la época heroica de la burguesía; cuando el militarismo no estaba desarrollado como hoy y con unos pocos miles de hombres reunidos se abatían las bastillas e igualmente se liberaban las naciones. Aquella época histórica se ha resuelto en la formación y en la reorganización de los grandes Estados modernos, en cuyo ámbito la burguesía, menos idealista que entonces, explota ampliamente al proletariado y desarrolla una labor conservadora.

Hoy las guerras las hacen los Estados y no las “Naciones”. Dichas guerras se resuelven con el predominio de una o de otra potencia que, bien poco preocupada por prejuicios románticos, amplía su influencia económica y política sobre los pueblos de cualquier raza y color. Sin ir más lejos, la sistematización de las nacionalidades se ha vuelto ya inalcanzable. Los móviles de las guerras son bien distintos. Sus resultados dependen de coeficientes económico-militares, y puesto que la riqueza y la fuerza armada están en manos de los Estados más sólidamente constituidos, las soluciones de los problemas bélicos son estatales y no nacionales. El famoso principio de nacionalidad es pues algo inaccesible. Menos unos pocos casos clásicos, las cuestiones de independencia nacional son controvertidas. Las razones históricas, geográficas y etnográficas dan pie a las más contradictorias soluciones. Incluso admitida la concordia y la buena voluntad de todos los estados europeos, tampoco sería posible la famosa sistematización que nos permitiría luego emplearnos en arrojar por la borda a la burguesía. ¡Y un problema tan difícil de resolver pacíficamente se quisiera confiar a la aleatoriedad de la guerra, a la dudosa suerte de las armas! Pero toda guerra creará o resucitará al menos tantos problemas de irredentismo como los que ha destruido. Y las rivalidades y las alianzas se entrelazarán cada vez de formas más absurdas y complicadas. ¿Debería el proletariado socialista adherirse a este juego sangriento, en vez de consagrarse desde ahora y sin ningún tipo de prejuicios a preparar el esfuerzo revolucionario?

Después de la clásica guerra nacional balcánica contra Turquía, las nacionalidades redimidas se asesinaron entre sí. Japón es hoy aliado de Rusia. Los boers luchan bajo la bandera inglesa. Todas las guerras de los últimos años encajan malísimamente en el viejo cliché de las nacionalidades. Y es más lógico el nacionalista que se plantea también el problema de la emancipación, del triunfo, y de la hegemonía de una nacionalidad, que el socialistoide que quiere redimirlas y conciliarlas a todas, pero a través de una serie de guerras sangrientas las cuales deberían estar singularmente amaestradas para conducir a dicho objetivo.

 

LAS GUERRAS DEMOCRÁTICAS

 

Queda la otra pretendida razón de participación socialista en la guerra: la necesidad de favorecer el triunfo de las naciones más civilizadas, más evolucionadas y más democráticas, sobre las más atrasadas en el proceso histórico y social. Para ello se invoca la sólita necesidad de acelerar la conclusión de la evolución burguesa, que es el argumento principal para todo género de transigencias; ello llevaría a aprobar sin más las guerras coloniales como guerras de civilización, contra la unánime opinión de todos los socialistas y contra el principio de las guerras de agresión, donde encontramos a todos del mismo parecer. En la guerra italo-turca nosotros los socialistas italianos no habríamos debido ser opositores, porque la Italia más o menos democrática estaba frente a la poco menos que feudal Turquía.

Pero el concepto fundamentalmente erróneo es el que las tendencias político-sociales de los diferentes Estados prevalezcan las unas sobre las otras en las guerras y se difundan por el universo según la suerte de las armas. Dichas tendencias dependen de condiciones económicas y sociales de orden interno y de las relaciones de las clases sociales en el ámbito de cada Estado, se modifican según cómo se desenvuelvan las luchas de clase y de partido y sus momentos resolutivos son las revoluciones, las guerras civiles.

En las guerras externas, los Estados no se dan el lujo de combatir para hacer prevalecer en el mundo un principio más o menos académico o filosófico de democracia o de absolutismo... En sus relaciones internacionales los Estados viven en ambiente absolutamente amoral y se inspiran en el máximo de egoísmo. Los Estados que imponen a sus súbditos el adaptarse a ciertas normas para hacer posible la convivencia social, en las relaciones internacionales no reconocen ninguna ley, e incluso en tiempos de paz, usan hacia los otros Estados las armas del engaño, de la astucia, de la corrupción y del espionaje, para recurrir en tiempos de guerra a la ultima ratio de la violencia que no conoce ninguna ley. El llamado derecho internacional está vigente mientras que a una nación no le convenga violarlo; aplicado a los grandes Estados modernos es una utopía, ya que no existe derecho donde falte una autoridad dotada de fuerzas superiores para imponer su cumplimiento. Cada gobierno no ve, y no puede ver, más que los cínicos intereses de su propio Estado (considerando todo lo dicho, es por lo que siempre decimos Estado y no “nación”) y tiende a conservarlos y defenderlos contra los enemigos internos y externos. A cualquier partido o escuela filosófica que pertenezca, el hombre de gobierno actúa siempre como un feroz conservador. La libertad que éste concede a sus súbditos está en relación con la necesidad de conservar el equilibrio interno entre las fuerzas económicas y políticas de las clases y de los partidos. Existen diversas escuelas de gobierno, pero son métodos diferentes para asegurar la máxima potencia al Estado y, en último análisis, a la oligarquía económica a la que éste representa. Por consiguiente los gobiernos no tienden a hacer triunfar un principio en el interior de una nación – y mucho menos a difundirlo al exterior con la ayuda de las armas – sino sólo a consolidar el Estado y a cuidar, de la forma más apropiada, sus intereses. Se comprende que esta tendencia está oculta bajo las bellas frases de la civilización, de la democracia, del progreso – o quizás del orden, de la religión, de la lealtad monárquica, etc. No obstante el objetivo es único. Las cruzadas, las guerras napoleónicas, las de la restauración, todas las Santas Alianzas, estaban inspiradas en motivos bien distintos de las místicas y filosóficas razones de propaganda universal...

Las naciones modernas, gobernadas en democracia, en las colonias oprimen y tiranizan en razón de la menor fuerza de sus súbditos. Inglaterra, Alemania, Francia e Italia tienen toda una vergonzosa historia colonial. Y por ello no cabe esperar la difusión de ciertos principios modernos en las colonias del triunfo militar de los países en los cuales están ya difundidos estos principios, especialmente en la época actual, que ya no es una época heroica como aquella en la cual la burguesía se estaba formando y todavía podía permitirse ciertas generosidades.

Por otra parte, ¿el triunfo de un régimen democrático es siempre un paso hacia el socialismo? Si nosotros rechazamos ayudar a la democracia burguesa, tanto en sus conflictos internos con las clases feudales y los partidos clericales, cuanto en el campo lógico de su ulterior desarrollo, en base a las razones de nuestra intransigencia, ¿por qué deberíamos favorecer pues sus éxitos militares, que son un modo muy discutible de hacer propaganda de principio, y bastante poco susceptible de suministrar coeficientes de progreso?

Ante todo la “democracia” no se difunde pues en el mundo con las bayonetas, en segundo lugar que desde hace tiempo ésta no merezca ya ni nuestras simpatías ni nuestro apoyo.

El fenómeno – tan citado en estos días como verdad indiscutible – se realiza quizás en el sentido precisamente opuesto. Las victorias militares son un coeficiente de retrocesos políticos. Después de la epopeya napoleónica, Francia soporta la restauración. Después de Sedan, tenemos en cambio la república y un intento socialista: la Comuna. ¿No es cada guerra, determinando la famosa unanimidad nacional de los partidos y de las clases y realzando el prestigio de las instituciones y del ejército, cualquiera que sea su causa y su desenlace, un paso atrás en nuestras aspiraciones revolucionarias, cuyo medio natural es la lucha de clase?

 

III

 

Se dirá que las consideraciones precedentes son de índole muy general y que los acontecimientos las menoscabarían. Veamos cómo y por qué. Aquellos socialistas que son partidarios de la intervención de Italia a favor de la Triple Entente dicen que ésta representa la democracia contra el absolutismo (¿?) y que la victoria de ella asegurará la resolución de los famosos problemas nacionales. Frente a un momento tan decisivo de la historia, el Partido Socialista Italiano debería dejar por tanto a un lado las disertaciones abstractas y propugnar la intervención armada del Estado italiano.

El caso de la guerra de defensa no existe pues, ya que se nos propone intervenir, o sea agredir. Quedan las otras dos motivaciones: guerra de nacionalidad y guerra de democracia.

Según estas corrientes valoraciones, Alemania, Estado todavía semi-feudal, dominado por las camarillas militaristas y por un emperador que sueña con la hegemonía del mundo, habría atacado a Francia y Rusia llevando a cabo un plan preparado desde hace tiempo, arrastrando consigo a Austria y encontrando el pretexto en el atentado de Sarajevo para hacer estallar la disputa eslavo-alemana. Inglaterra habría intervenido conmovida por la violación efectuada de la neutralidad belga, y el objetivo actual de las potencias de la Triple Entente sería el de quebrantar la prepotencia alemana con el fin de resolver los problemas de nacionalidad, asegurar el triunfo de la democracia contra el militarismo y – según un cierto comité subversivo romano – incluso notificar a los pueblos un anticipo de socialismo bajo la forma de un sistema de trabajo y de justicia social (?!). Ahora, esta exposición del momento actual, que debería convertirnos en partidarios de la guerra, y querría ser la expresión última de la más iluminada objetividad, es cuanto menos parcial; es la derivación de una infinidad de prejuicios y de sentimentalismos y fuerza la realidad dentro de un marco convencional, mientras pretende burlarse de la posición de aquellos socialistas que no vacilan ante la propagación de la marea retórica, acusándolos de querer encerrar el ritmo inmenso de la historia en unas pocas fórmulas preconcebidas...

Haría falta al menos, antes de expresar un juicio, sentir la otra campana. Según los alemanes, y según la opinión común de los neutrales que simpatizan con ellos, la cosa está simplemente invertida. La Alemania moderna, industrial, rica en fuerzas de expansión comercial, no es la segunda de nadie en el campo de la ciencia y de la cultura y reacciona contra el peligro del absolutismo ruso que quiere sofocarla bajo la presión de la masa eslava incitada bajo cuerda por Inglaterra que ve agigantarse en los mares a una nueva rival. Alemania se defiende, y pone barreras a la expansión del zarismo... ¿Herejías? Sí, herejías tanto unas como otras, ya que cada Estado se desinteresa totalmente de que la democracia se difunda y el socialismo se acelere... Pero cada Estado tiene interés y necesidad, para conjurar las perturbaciones internas, de engañar al pueblo presentando la guerra como única vía para salvar a la patria del peligro, sosteniendo que ha sido arrastrado a ella por los pelos.

Sobre las causas de la guerra no discutiremos extensamente. Todos la preparaban desde hace decenios. A las codicias del Emperador Guillermo le hace juego la monstruosa alianza franco-rusa, los brindis belicosos del señor Poincaré y la lucha de la burguesía francesa para conseguir el alistamiento militar trienal.

La política filantrópica de Inglaterra es tachada de hipocresía por Keir Hardie en plena Cámara de los Comunes después del estallido de la guerra. Los socialistas rusos abandonaron la Duma en señal de protesta contra las declaraciones belicistas del zar. Los alemanes, austriacos y franceses han estado unánimemente a favor de la guerra. Cada uno está convencido de luchar por una causa justa. Todos son víctimas del daltonismo nacional.

Decir que la Alemania actual es feudal, es una enorme exageración. Si algunas formas políticas no han evolucionado, ello no autoriza a desconocer el sorprendente desarrollo económico-social de Alemania en la última generación.

En torno al Emperador existe una aristocracia agraria. Existen formas cortesanas, residuos de otros tiempos. Está alto el prestigio del ejército. Pero, por favor, ¿qué decir entonces de la aristocracia agraria inglesa que rodea a su rey haciendo sobrevivir el medievo en el torbellino de la vida moderna inglesa? ¿Qué decir del fanatismo francés por su armée?

¿Y cómo borrar del cuadro de tintes rosáceos la gran mancha negra del despotismo ruso?

En Prusia existe el sufragio restringido: pero el voto plurinominal que está vigente en Bélgica no quita que hoy se la clasifique en el ápice de la democracia sólo porque ha sido invadida. Pero, por idiota costumbre, si se habla de Alemania, se alude a la Alemania del Kaiser; si es de Francia, se dice “La Francia de 1889 y de la Comuna”; si es de Rusia, “La Rusia Revolucionaria de 1905”. ¡Venga ya, esto es demasiado! ¿Por ventura no se recuerdan la Alemania de la reforma y del marxismo, la Rusia autocrática y liberticida y a la Inglaterra y la Francia plutócratas cuyos cofres chorrean sangre humana...?

Pero aparte de este laberinto de observaciones y reminiscencias, al alcance de cualquier escolarcillo de instituto, queda, desde el punto de vista socialista, el hecho innegable de que no existe antítesis entre militarismo y democracia, y que la preparación militar de Alemania está en relación a su desarrollo moderno industrial y no a tradiciones de otros tiempos. El militarismo es internacional.

Por otra parte, sólo los ingenuos pueden creer que los Estados de la Triple Entente combatan por los... “Estados Unidos de Europa” y para restablecer las nacionalidades en sus fronteras. Ya las altas clases de Francia y de Inglaterra sueñan con repartirse Alemania – ¡y no digamos Austria! – y, de la misma forma que el Kaiser anhelaba marchar sobre París, el zar está ansioso por volcar sobre Berlín su inmenso ejército. No hay sitio nada más que para la violencia y no hay más deseo que la anulación del enemigo. Los pueblos son su instrumento, como la pólvora o el plomo son el de los proyectiles. Los gabinetes y los Estados mayores estudian la ofensiva sin ahorro de material humano. Se ahorran por cierto las unidades de las flotas que cuestan millones y no se reconstruirán más que después de años y años... Al margen de la monstruosa tragedia, los Südekum y los Hervé concilian el bestial egoísmo estatal de monarquías y repúblicas con los supremos principios de la democracia y de la Internacional. Estos hombres son sólo prisioneros de situaciones más fuertes que ellos. La palabra está en el cañón y la autoridad en la espada; el derecho de las gentes figura en las páginas de la Guerre Sociale o del Arbeiterzeitung, cómplices de más o menos mala fe del engaño al proletariado, pero en los campos de batalla ruge el derecho sin cánones, el derecho del más fuerte; se lucha sin exclusión de golpes.

¿Es, como dice alguno, la vieja rivalidad de las razas que sobrevive y vuelve a obligarnos a rectificar los planes y las vías de la Internacional? ¿Demuele la historia el viejo Manifiesto marxista? No. Aquellas páginas dictadas en 1848, cuando estaban en ebullición las reivindicaciones étnicas y nacionales, son hoy todavía más verdaderas. ¿Dónde están las razas y las nacionalidades? En muchos ejércitos éstas luchan siempre bajo la misma unidad final de los militarismos estatales. Pocos socialistas se han negado a combatir. Es verdad. ¿Pero cuántos hombres pertenecientes a razas y nacionalidades oprimidas han rechazado el fusil que debía defender al opresor? ¿Qué tierra irredenta se ha sublevado?

Toda conciencia y todo sentido de libertad y de fiereza humana se han tenido que doblegar bajo el yugo de esta modernísima tiranía. No hay más que soldados. Los soldados no saben por qué combaten: deben combatir y basta. Sabrán, después, la infame inutilidad del sacrificio. Hoy son poco mutables las condiciones del terrible conflicto. Pero ninguna ventaja compensaría el enorme despilfarro de vidas humanas y de riquezas. Nosotros mismos, revolucionarios convencidos, no podríamos desear una redención proletaria a costa de la vida de la mitad de los oprimidos alzados en armas. La vida es el bien supremo. ¡Y sin embargo, muchos revolucionarios que hoy están por la guerra se arman de pacifismo!

¡Y muchos reformistas y demócratas, que le negaban a la causa santa del Socialismo la vida de unos pocos proletarios caídos en el campo de la lucha de clase, están hoy por la guerra y quisieran sacrificar a miles de ellos en una acción que, aunque se dirigiera hacia una mayor libertad, sería siempre el camino más extrañamente indirecto para alcanzarla!

De la guerra nosotros sólo esperamos en cambio la exaltación del militarismo. Después de tal ejemplo, demócratas, republicanos y reformistas cruzarán el Rubicón y serán los aliados de la preparación bélica de las naciones. Las grandes unidades estatales militares serán difícilmente demolidas, y nosotros deberemos reactivar la lucha de clase más difícil – pero quizás más áspera y resolutiva.

 

¿INTERVENCIÓN?

 

Pero vayamos a los socialistas partidarios de la intervención italiana. Su tesis de la necesidad de asegurar la victoria de la Triple Entente no tiene nada que ver con el socialismo. El posible mal menor que saltaría de semejante solución del conflicto no tiene comparación con la ventaja socialista de resistirse, al menos en un gran Estado, aunque fuera aprovechándose de circunstancias especiales, a la marea belicista. Y, concedida a ellos esta incurable francofilia y admitida su extraña concepción de la guerra (preguntando sólo a estos socialistas a cuál guerra estarán ellos opuestos si son favorables a una intervención italiana sin necesidad y sin que haya habido provocaciones) miramos un poco cuál es el alcance de su demente propaganda belicista. Que partan voluntarios nosotros lo comprendemos. Es gente todavía convencida de que los destinos del mundo se deciden masacrando a los trabajadores bajo el uniforme del ulano.

Pero, después de todo, ponen su pellejo en juego en la apuesta. Y no obstante hay que respetar la evidente y acertada inutilidad práctica de su gesto. Sin embargo observamos cuán difícil es obtener por directa acción socialista un sacrificio incluso menor que el de la propia vida, y nos preguntamos si en vez de estar ante casos de consciente heroísmo no asistimos al embriagador hipnotismo de la sangre. Desear que quien quiera o no quiera sea arrastrado a la frontera y expuesto a la metralla, que la juventud austrófoba o austrófila, o quizás indiferente porque está demasiado ocupada en el tormento cotidiano de la patria miseria, vaya al matadero sin discutir, eso sí que es demencia antisocialista e inhumana. Azuzar los torpes valores del militarismo estatal, renunciar a la autonomía de partido o de clase para confiar toda directriz a esa autoridad militar que siempre hemos soñado con debilitar y destruir, convertirse de libres pioneros de la Revolución en los pretorianos de Su Majestad, ah no, por muy justa y santa que fuera la causa que moviera a Italia a entrar en guerra; que por cierto no lo es.

¿Pacifismo? No. Nosotros somos partidarios de la violencia. Somos admiradores de la violencia consciente de quien se subleva contra la opresión del más fuerte, o de la violencia anónima de la masa que se amotina por la libertad. Queremos el esfuerzo que rompe las cadenas. Pero la violencia legal, oficial y disciplinada al arbitrio de una autoridad, el asesinato colectivo irracional que llevan a cabo las filas de soldaditos automáticamente al eco de una breve orden, cuando de la parte opuesta no menos automáticamente vienen a su encuentro las otras masas de víctimas y de asesinos vestidos con otra casaca, esta violencia que ni los lobos ni las hienas tienen, nos da asco y escalofrío. La aplicación de esta violencia militar a las masas de millones de hombres arrancados de los rincones más remotos de los Estados, en las tremendas alternativas de esta guerra, no puede tener otro efecto que el de humillar y sofocar ese espíritu de sacrificio y de heroísmo al cual podremos llamar mañana a los campeones de la insurrección proletaria – y que es bien distinto de la bestial tendencia a destruir, a matar hasta que sea posible, con los ojos velados por el humo y por la sangre.

¿Nosotros pacifistas? Nosotros sabemos que en tiempos de paz no dejan de caer con excesiva frecuencia las víctimas del injusto régimen actual. Nosotros sabemos que los niños de los obreros son segados por la muerte por falta de pan y de luz, que el trabajo tiene su porcentaje de muertes violentas como la batalla, y que la miseria, como la guerra, hace sus estragos.

Y frente a eso no es la supina resignación cristiana lo que nosotros proponemos, sino la respuesta con la violencia abierta a esa violencia hipócrita y emboscada que es el fundamento de la sociedad actual. Pero la violencia sagrada de la rebelión, para no ser culpable sacrificio, debe golpear de raíz y en el sitio preciso. Bien muertos estuvieron los miles de comuneros caídos bajo el plomo versallesco. Pero mandar a la carnicería en nombre de la revolución a un millón de hombres, entregándolos a los dominadores de hoy para que sean comprometidos en una empresa de éxito incierto, que encuentra sus razones en una discutible y floja retórica inconsciente y contradictoria, no se justifica declarándose inmunes ante blanduras pacifistas, no, por dios, sino que es un trabajo insano de carniceros enloquecidos.

Y contra éste nosotros permaneceremos en nuestro puesto, por el socialismo, antimilitaristas mañana como ayer y como hoy, porque deseamos para el sacrificio de nuestras vidas, cuando sea necesario, una DIRECCIÓN muy diferente.

 

[1] N.d.T.: Sueldo para el soldado.

[2] N.d.T.: Revancha. En francés en el original.