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Fuerza, violencia y dictadura en la lucha de clase

 

Versión traducida y editada por militantes del

Partido Comunista Internacional – “El Comunista”

www.pcielcomunista.org

11/02/2024

 

 

ÍNDICE

   

 

Prefacio

 

I.

Violencia cinética y virtual

 

II.

Revolución burguesa

 

III.

Régimen burgués como dominación

 

IV.

Lucha proletaria y violencia

 

V.

Degeneración rusa y dictadura

 

 

Apostilla

 

 

 

 

PREFACIO

 

El texto que aquí publicamos apareció en cinco capítulos y una apostilla entre 1946 y 1948 en los números 2, 4, 5, 8, 9 y 10 de la revista PROMETEO, que era entonces nuestra revista teórica. Partiendo de la fundamental distinción entre energía en estado potencial o virtual y energía en estado actual o cinética, el texto desarrolla una idea que nos es fundamental, a saber, que el papel de la violencia y de la fuerza coercitiva en el campo social debe ser reconocido no sólo cuando el organismo humano soporta una brutal violencia física, sino en el campo mucho más vasto en que las acciones de los individuos soportan una coacción, aún a través de la sola amenaza y sanción de los actos de fuerza. Tal coacción, cuya presencia en la historia es inseparable de las primeras formas de la actividad productiva asociada, es un hecho indispensable en el desarrollo de todo el curso histórico de la sucesión de las instituciones y de las clases: no se trata para nosotros de exaltarla o condenarla sobre la base de cánones morales o estéticos, sino de reconocerla y valorarla en el transcurso de los tiempos y de las situaciones.

El texto aplica en primer lugar este criterio, que es propio y específico del materialismo dialéctico, a la sociedad feudal y al traspaso revolucionario que lleva a la sociedad burguesa capitalista, para demostrar la tesis –característica de nuestro movimiento– de que este pasaje, fundamental en la evolución de la técnica productiva y de la economía, fue acompañado por el empleo en grado no menor de la fuerza, violencia y atropello social, empleo que, en el curso ulterior de la evolución capitalista, tiende aún a acrecentar su peso y su importancia real a pesar de la ficción democrática y constitucional, alcanzando su vértice, no tanto en esa manifestación de violencia abierta y no disimulada constituida por el fascismo italiano o alemán (que por otro lado se realizó a través de una hábil combinación de los métodos de atropello estatal y del reformismo social), como en el régimen que se instauró mundialmente después de la victoria de las grandes potencias democráticas sobre los regímenes totalitarios. Tal régimen está de hecho caracterizado, por una parte, por el peso material ejercido efectivamente sobre todos los países del mundo por los grandes monstruos estatales a quienes la victoria en la segunda matanza mundial ha asegurado un dominio totalitario sobre el mundo; y por la otra, por el progreso del movimiento de centralización del capital en su fase imperialista, y que vuelve aún más ilusoria –aunque guarde su extrema eficacia desde el punto de vista de la defensa del orden constituido– la fachada democrática, popular, legalitaria y constitucional del Estado burgués, acentuando al contrario justamente sus aspectos de violencia, de atropello y de autoritarismo.

El desarrollo de esta parte crítica tiene por resultado natural la reivindicación de la fuerza, la violencia y la dictadura como armas propias de la clase que el capitalismo ha criado en su propio seno, y que está destinada a ser –según la frase de Marx– su sepulturero. En la concepción marxista es esencial el principio de que el choque entre las clases se decide no sobre el terreno del derecho, sino sobre el de la fuerza, cuya máxima expresión es el de la violencia revolucionaria, destructora del Estado capitalista, autoritaria y centralizadora, y que se traduce, una vez conquistado el poder, en otra forma de violencia planificada y sistemática: la dictadura. Independientemente de los otros aspectos más visibles –y que provocan el escándalo de los ideólogos burgueses– de la violencia dictatorial inseparable de la revolución proletaria, como de toda revolución a través de la cual una nueva clase derroca el poder de la clase que dominaba hasta entonces bajo los impulsos imperiosos de determinaciones materiales y económicas, es típico y distintivo de la dictadura de clase el hecho de excluir de la vida política, y por consiguiente del Estado mismo, a la clase vencida, impidiéndole con medios coercitivos la asociación, la propaganda, la prensa, aún si aparentemente esos medios consisten no en el uso implacable de una fuerza física, militar u otra, sino en los inermes artículos de una ley no codificada a la manera de las constituciones burguesas.

Este concepto que se encuentra en todos los textos del marxismo, es inseparable de la afirmación de que para el ejercicio de la violencia revolucionaria –tanto en la fase del ataque al poder burgués como en el ejercicio de la dictadura y en las tareas militares y económicas, estrechamente ligadas a la progresión internacional de la revolución proletaria– la clase tiene necesidad de un órgano específico, también centralizador (y centralizado sobre la base de un programa que no conoce los límites de las contingencias temporales y espaciales), esto es, el partido, en el cual se condensa tanto la conciencia de la finalidad última de la clase oprimida y del camino que ésta debe recorrer para alcanzarla, como la voluntad de alcanzarla, y sin el cual –para el marxismo– ni siquiera la clase en sentido estadístico es verdaderamente una clase, esto es, no ya «clase para el capital», sino «clase para sí».

El desenmascaramiento de la ficción democrática, en tanto arma del dominio dictatorial de la burguesía, se completa pues con la destrucción del mito de una «democracia obrera» que sacrifica los objetivos finales y permanentes del movimiento obrero a las inevitables oscilaciones, indecisiones, incertidumbres y aún a la diversidad de intereses locales y corporativos de la clase obrera en su expresión inmediata. ¿Estarán con ello «garantizadas» –tal como lo reclaman ansiosamente los nostálgicos de la consulta de las masas– la revolución y la dictadura contra los peligros de la degeneración, de la cual la Rusia proletaria, a pesar de haber vencido gloriosamente en el Octubre rojo, ha dado un típico ejemplo que, si bien ha constituido un catástrofe práctica, constituye para nosotros una confirmación teórica, porque su causa debe ser buscada, no en una ausencia de democracia sino en la fallida extensión mundial de la revolución proletaria, tanto más fatal cuanto que se trataba de una revolución doble? Nosotros respondemos, y hemos respondido siempre, que si no existen garantías ni absolutas ni relativas de este género, existen sí ciertas condiciones –si no para salvar de una amenaza de retroceso y de derrota– del renacimiento posterior, cuya búsqueda, cuya defensa y cuya enumeración de estas condiciones, estrictamente políticas y programáticas, y no estatutarias y formalistas, se cierra este texto fundamental de nuestro partido.

 

Febrero de 1972

 

 

 

FUERZA, VIOLENCIA Y DICTADURA

EN LA LUCHA DE CLASE

 

De PROMETEO nº2 y 4 de 1946, 5 y 8 de 1947,

9 y 10 de 1948

 

 

 

I

 

 VIOLENCIA CINÉTICA Y VIRTUAL

 

En la historia de los agregados sociales se reconoce el empleo en forma manifiesta de la fuerza material y de la violencia cuando, entre individuos e individuos y entre grupos y grupos, se constatan choques y enfrentamientos que se resuelven de mil maneras con la lesión y destrucción materiales de los individuos físicos.

Cuando tal aspecto de los desarrollos sociales remonta a la superficie, da lugar a las más variadas manifestaciones de execración o de exaltación que ofrecen la más vana sustancia a las sucesivas y multiformes místicas que rellenan y obstruyen el pensamiento de la colectividad.

Es aceptado, en los sistemas de pensamientos más opuestos, que la violencia entre hombre y hombre es, no sólo un dato importantísimo de la energética social, sino también un factor integrante, aunque no siempre decisivo, de todas las mutaciones de las formas históricas.

Para no caer en la retórica y en la metafísica, y errar entre las muchas confesiones y filosofías que oscilan entre los apriorismos del culto a la fuerza, del super-hombre, del super-pueblo, y los de la resignación, de la no-resistencia y del pacifismo, es necesario remontarse a las bases de la relación material que constituye la violencia física, y reconocer su juego fundamental en todas las formas de organización social, aun cuando ella actúa en estado latente de presión, de amenaza, de preparación armada, determinando amplísimos efectos históricos aun antes, aún más allá, aun sine effusione sanguinis.

 

***

 

El alba de la época moderna, que socialmente está caracterizada por el gigantesco desarrollo de la técnica productiva y de la economía capitalista, se acompañó de una conquista fundamental del conocimiento científico del mundo físico, que se remonta a los nombres de Galileo y de Newton.

Estaba claro que dos campos de fenómenos, absolutamente separados e incluso metafísicamente opuestos en la física aristotélica y escolástica, eran en realidad idénticos y debían ser indagados y representados con el mismo esquema teórico: el campo de la mecánica terrestre y el de la mecánica celeste.

Se comprendió, por primera vez que la fuerza, por la cual un cuerpo apoyado en el suelo hace presión sobre él o sobre nuestra mano que lo sostiene, no sólo es la misma que provoca el movimiento del cuerpo cuando se lo deja caer, sino que es también la misma fuerza que liga entre sí los movimientos de los astros en el espacio, su girar en órbitas aparentemente inmutables y su posible precipitarse los unos contra los otros.

Se trataba, no de una identidad puramente cualitativa y filosófica, sino de una identidad científica y práctica, ya que mediciones de la misma naturaleza pueden conducir a calcular las dimensiones del volante de un coche y a determinar, por ejemplo, el peso y la velocidad de la luna.

Las grandes conquistas del conocimiento –como podrá demostrarlo un estudio de gnoseología realizado con el método marxista– no consisten en fijar, con descubrimientos reveladores, nuevas verdades eternas e irrevocables, ya que queda siempre la vía abierta a más amplios desarrollos y a más ricas representaciones científicas y matemáticas de los fenómenos de un campo dado, sino que consiste esencialmente en haber destrozado sin remedio los términos de antiguos errores, entre ellos la fuerza oscurecedora de la tradición que impedía a nuestro conocimiento representarse las relaciones reales de las cosas.

Y de hecho, aún en el solo campo de la mecánica, la ciencia ha hecho y hará descubrimientos que transcienden los límites de las enunciaciones y las fórmulas de Galileo y de Newton, mas queda el hecho histórico de la demolición del obstáculo constituido por la tesis aristotélica, según la cual una esfera ideal concéntrica con la tierra separaba dos mundos mutuamente incompatibles: el nuestro, terrenal, el de la corrupción y la mísera vida mortal, y otro, celeste, de la incorruptibilidad y de la gélida y esplendorosa inmutabilidad, concepción bien utilizada en las construcciones éticas y místicas del cristianismo, y bien adaptada para reflejarse socialmente en las relaciones de un mundo humano fundado en los privilegios de las aristocracias.

La identificación del cuadro de los hechos mecánicos de nuestra esfera de experiencia inmediata con el de los hechos cósmicos, permitió al mismo tiempo establecer la identidad sustancial de la energía poseída por un cuerpo, tanto cuando el movimiento de este respecto a nosotros y al ambiente inmediato hace de ella una evidencia empírica, como cuando el mismo cuerpo se encuentra aparentemente en reposo.

Los dos conceptos de energía potencial o de posición y de energía cinética o de movimiento, aplicados a los cuerpos materiales, sufrirán y sufren interpretaciones cada vez más complejas, hasta llegar a hacer a su vez transmutables, por intercambios incesantes cuyo radio de acción se extiende al cosmos entero, las cantidades de materia y de energía que en las fórmulas de los textos de física clásica aparecían invariables, las cuales son aún suficientes para calcular y realizar estructuras y máquinas a escala humana que utilizan formas de energía no intra-atómica.

Pero en la formación del conocimiento científico, constituye un paso históricamente decisivo el haber asimilado, en lo concerniente a su acción, las reservas potenciales y las manifestaciones cinéticas de energía.

El concepto científico se ha vuelto ya familiar a todo hombre que viva en el ambiente moderno. El agua contenida en un depósito elevado está quieta y parece privada de movimiento y vida. Abramos los conductos que comunican con una turbina situada en el valle y ésta se pone en movimiento y nos suministra fuerza motriz. Conocíamos la naturaleza de esta fuerza aún antes de abrir las compuertas, por cuanto ella depende de la masa de agua y de su altura: energía, pues, de posición.

Cuando el agua fluye y se mueve, la energía misma se manifiesta como energía de movimiento: cinética.

Así, hasta un niño sabe hoy que entre los dos hilos del circuito eléctrico, quietos y fríos, no se produce ningún intercambio mientras no los tocamos; aproximando un conductor tenemos una liberación de chispas, calor, luz, efectos violentos sobre los músculos y los nervios si el conductor es nuestro cuerpo.

Los dos hilos inofensivos estaban a un cierto potencial: ¡cuidado con convertir en cinética esa energía! Hoy todo esto lo sabe hasta un analfabeto, mas la cuestión habría confundido enormemente a los siete sabios de Grecia y a los doctores de la iglesia.

 

***

 

Pasando del campo de los fenómenos mecánicos al de la vida de los organismos, encontramos también entre las mucho más ricas manifestaciones y transformaciones biofísicas y bioquímicas por las cuales el animal nace, se alimenta, crece, se mueve y se reproduce, el empleo de la fuerza muscular en la lucha tanto contra el ambiente físico como contra otros seres animados de la misma especie o de especies diferentes.

En estos contactos materiales y en estos choques brutales, las partes y los tejidos del animal se lesionan, se laceran y en los casos de daños más graves, el animal muere.

Se considera comúnmente que el factor de la violencia hace su aparición cuando la lesión surge del empleo de la fuerza muscular de un animal contra otro. No vemos violencia, en el lenguaje corriente, cuando el alud o el huracán matan a los animales, sino solamente cuando el clásico lobo devora al cordero o se pelea con otro lobo que codicia una parte del mismo.

Poco a poco la acepción corriente de estos hechos tan generales se desliza en los engaños de las éticas y de las místicas. Se odia al lobo, se llora por el corderito. Más tarde se llegará a legitimar tranquilamente que se mate y se prepare el mismo cordero como comida para los hombres, pero se gritará con horror contra los caníbales; se condenará al asesino mientras se exaltará al combatiente; en suma, en una gama de tonos infinita y fecundísima para variaciones literarias, todos los casos de cortes y desgarros en la carne viviente, entre los cuales podremos inscribir, para consultar a nuestros jueces armados de las diversas éticas, la intervención del bisturí quirúrgico en el bubón gangrenoso.

Las primeras inadecuadas representaciones humanas habían enjuiciado hasta los mismos fenómenos de la naturaleza mecánica y les habían aplicado, por infantil antropomorfismo, los criterios morales.

La tierra caía y el agua bajaba al mar, el aire y el fuego subían, porque cada elemento busca su semejante y su propia morada y huye del propio contrario, siendo amor y odio los primeros motores de las cosas.

Si el agua o el mercurio no descendían del tubo puesto boca abajo era porque la naturaleza sentía horror del vacío. Cuando Torricelli realizó el vacío barométrico se pudo determinar el peso del aire, que también es un grávido, y tiende a caer con tal violencia que, si no estuviésemos todos circundados y penetrados por él, nos aplastaría contra el suelo y nos reduciría a polvo. Por tanto, si amase a su contrario sería condenado por infracción adúltera contra sus deberes.

Más o menos, en todos los campos, voluntarismo y eticismo conducen al hombre a creer en las mismas bobadas.

Volviendo al animal en lucha violenta con las adversidades o para la satisfacción de sus necesidades por medio de la fuerza de sus músculos, queremos poner de relieve –sin hacer sonar el disco burgués darwinista de la lucha por la vida, selección natural y otros estribillos habituales–, que aún aquí una misma causa y un mismo efecto del empleo de la fuerza pueden presentarse como potencial o virtual por una parte, como cinético o actual por la otra.

No sólo el animal que ha probado los peligros del fuego, del hielo, de la inundación, aprenderá a huir antes que enfrentarlo cuando advierta los síntomas anunciadores, sino que la misma violencia entre dos seres vivientes podrá muchas veces surtir efecto sin ser físicamente consumada.

El perro salvaje no competirá al león el cabrito muerto, sabiendo bien que seguirá la suerte de la víctima. Muchas veces la presa sucumbe de terror antes del mordisco del carnívoro, a veces basta la mirada de éste para inmovilizarla y privarla de la posibilidad no sólo de la lucha sino de la fuga misma.

En estos casos la primacía de la fuerza tiene un efecto potencial sin necesidad de ejercerse materialmente.

Si nuestro juez ético debiera pronunciar la sentencia, no creemos que absolviera al carnívoro por el solo hecho de que su presa opte libremente por ser devorada.

 

***

 

En los agregados primitivos de los hombres se enriquece progresivamente el entrelazamiento de las relaciones entre individuo e individuo. La mayor variedad de las necesidades y de los medios para satisfacerlas, la posibilidad de comunicaciones entre un ser y otro ser por la diferenciación creciente del lenguaje, dan lugar a una esfera de relaciones y de influencias que en el mundo animal estaban apenas en esbozo.

Aún antes de que se pueda hablar de una verdadera producción de objetos de uso susceptibles de ser empleados para aplacar las necesidades y las exigencias de la vida, se determina una división de funciones –y de aptitudes para desempeñarlas– entre los componentes de los primeros grupos humanos que se dedican a la recolección de vegetales salvajes, a la pesca, a la caza, a las primeras tareas rudimentarias de preparación y conservación de los refugios y de preparación de los alimentos.

Comienza a bosquejarse la sociedad organizada y surge el principio de orden y de autoridad.

Ya no es solamente con la fuerza muscular con lo que los individuos físicamente más favorecidos, y aún por su energía nerviosa, doblegan a los demás a determinados límites en el empleo de su tiempo y de sus trabajos y en el goce de los bienes útiles adquiridos. Comienzan a ser dictadas reglas a las cuales se adapta la comunidad, que son hechas respetar sin necesidad de emplear cada vez una coacción física, sino sólo con la amenaza de que el transgresor sería severamente castigado y, en los casos extremos, suprimido.

El individuo que, empujado por la animalidad primitiva, quisiese substraerse a tales imposiciones debe, o emprender la lucha cuerpo a cuerpo con el jefe, y probablemente con los demás súbditos a quienes éste ordenaría apoyarlo en la sanción, o huir de la colectividad, pero en tal caso se vería obligado a satisfacer sus necesidades materiales –a través de riesgos mucho mayores– menos abundantemente que cuando podía hacerlo, debido a las ventajas que ofrece la actividad colectiva organizada aunque sea en forma primitiva.

El animal-hombre comienza a describir su ciclo –no por cierto uniforme y continuo, ni privado de crisis y de retroceso, sino incontenible en su orientación general– que conduce del primer estado de libertad individual ilimitada, de total autonomía personal, a la sujeción cada vez más amplia a una red cada vez más densa de vínculos que toman el carácter y el nombre de orden, de autoridad y de derecho.

El sentido general de la evolución es el de hacer menos frecuentes estadísticamente los casos en los que la violencia entre hombre y hombre es consumada en forma cinética, con la lucha, la sanción corporal, la ejecución capital, pero al mismo tiempo el de hacer más frecuentes en doble medida los casos en que la disposición autoritaria es ejecutada sin resistencia, ya que el sujeto que la recibe sabe, por experiencia, que no le conviene substraerse a ella.

La fácil esquematización e idealización de este proceso conduce a una elaboración abstracta que no hace intervenir más que esas dos únicas entidades: el individuo y la asociación, haciendo la hipótesis arbitraria de que todas las relaciones de cada individuo con la organización son equivalentes, perspectiva ilusoria del «contrato social». Se teoriza así un camino de las colectividades humanas, guiado por un complaciente Dios director del drama que tiene un final feliz, o bien –cosa aún menos comprensible– por una inspiración redentora colocada, quién sabe cómo, en la cabeza de todo hombre e inmanente a su modo de concebir, de sentir y de comportarse, que desemboca en un equilibrio arcádico por el cual un orden igualitario permite a todos los hombres disfrutar de los ricos beneficios del alto rendimiento de la obra asociada, mientras las decisiones de cada uno de los individuos son libres y libremente queridas.

Por el contrario, la importancia del factor de la fuerza y el peso de su intervención –tanto cuando se manifiesta claramente en las guerras de los pueblos y de las clases, como cuando se aplica en su forma potencial para el funcionamiento del engranaje de la autoridad, del derecho, del orden constituido, del poder armado– es puesta científicamente de relieve por el materialismo dialéctico al hacer remontar sus causas y la extensión de su empleo a las relaciones en las que los individuos son puestos por la tendencia y la posibilidad de satisfacer sus necesidades.

Un análisis de las disposiciones aún prehistóricas con las que los grupos asociados se procuran los medios de vida, y de sus primeros recursos rudimentarios, armas, instrumentos con los que se enriquecen los miembros del animal-hombre para obrar sobre los cuerpos exteriores, conduce a definir variadísimas relaciones y posiciones intermedias entre el individuo y la totalidad agregada, que fraccionan esta última en diversos grupos, según sus atribuciones, funciones y satisfacciones; y esta indagación proporciona la clave del problema de la fuerza.

El elemento esencial de la que se acostumbra a llamar civilización es éste: el individuo más fuerte consume más que el débil; y hasta aquí se mantiene en el campo de las relaciones de la vida animal y, si se quiere, la llamada naturaleza –que las teorías burguesas consideran como una talentosa directora– ha previsto bien, porque más músculos implican más estómago y más alimentos; pero además, el más fuerte dispone las cosas de tal modo que los esfuerzos del trabajo sean asumidos en mayor medida por el más débil y en menor medida por él. Si el más débil se niega tanto a ver comer los platos más copiosos como a ver ejecutar el trabajo más liviano, o quizás ningún trabajo, la superioridad muscular lo doblega y lo obliga al tercer menoscabo: el de ser apaleado. Como decíamos, el elemento discriminante de la civilización social es, pues, el que esa simple relación se realiza infinitas veces en todos los actos de la vida en común sin necesidad de que la fuerza coercitiva sea empleada en forma activa y cinética.

El origen de la agrupación de los hombres en grupos puestos en situación tan desigual de vida material es inicialmente una distribución de tareas que, en la grandísima complejidad de sus manifestaciones, asegura al sujeto, a la familia, al grupo y a la clase privilegiada, un reconocimiento que, de la constatación real de la utilidad inicial, conduce a la formación de una actitud de sumisión de los elementos y grupos sacrificados.

Esta actitud se transmite en el tiempo y se inserta en la tradición, ya que las formas sociales tienen su propia inercia análoga a la del mundo físico, por la que hasta la aparición de causas perturbadoras superiores, tienden a describir las mismas órbitas, a perpetuar las mismas relaciones.

Cuando –para continuar con lo que todo lector, aun el no acostumbrado a la investigación marxista, comprende que es una exposición de relieves esquemáticos por razones de brevedad– por primera vez el minus habens, no sólo no ha obligado a su explotador a emplear la fuerza para obedecer las órdenes, sino que ha aprendido a repetir que rebelarse sería una gran infamia porque con ello comprometería las reglas y las órdenes de las que dependía la salvación de todos, entonces –¡inclinaos con respeto!– nació el Derecho.

Si el primer rey fue un buen cazador, un gran guerrero, que había expuesto más veces la vida y derramado más sangre en defensa de la tribu, si el primer hechicero sacerdote fue un inteligente indagador de secretos de la naturaleza útiles a la cura de las enfermedades y al bienestar, si el primer patrono de esclavos o de asalariados fue un organizador competente de esfuerzos productivos de modo que se obtuviesen mayores rendimientos del cultivo de la tierra o de las primeras técnicas, la constatación inicial de la utilidad de esas tareas ha permitido construir el andamiaje de la autoridad y del poder, permitiendo, a los que se encontraban en las cumbres de aquellas nuevas y más provechosas formas de vida asociada, apoderarse para su comodidad de una gran parte del incremento del producto realizado.

En primer lugar el hombre ha sometido a una tal relación al animal de otra especie. El buey salvaje fue sometido al yugo, las primeras veces, sólo con duras luchas y con sacrificio de los domadores más audaces. Después ya no se necesita violencia cinética para que la bestia doblegue la cerviz. Su poderoso esfuerzo duplica la cantidad de cereales a la disposición del patrono, y el buey para nutrirse y conservar su eficiencia muscular recibe una fracción de pienso.

El evolucionado homo sapiens no tarda en aplicar esta relación al propio semejante con el surgir de la esclavitud. El adversario en una contienda personal o colectiva, el prisionero de guerra apaleado o herido, es forzado con el empleo de ulteriores violencias a trabajar con los mismos convenios sindícales del buey; al principio él se rebela, raras veces puede vencer al apresor y escaparse; con el pasar del tiempo el hecho normal es que el esclavo, aun sobrepasando en músculos al patrono, lo mismo que el buey, sufre su dominación y funciona como la bestia, ofreciendo solamente una gama de servicios mucho más rica.

Pasan los siglos y este sistema construye su ideología propia, es teorizado, el sacerdote lo justifica en nombre de los dioses, el juez veda con sus sanciones que pueda ser violado. Existe una diferencia y una superioridad del hombre de la clase oprimida sobre el buey: es la de que jamás se podrá enseñar a recitar al buey, de manera totalmente espontánea, una doctrinilla según la cual la tracción del arado constituye para él una ventaja grandísima, una alegría sana y cívica, el cumplimiento de la voluntad divina y de la santidad de las leyes, ni sucederá jamás que el buey lo reconozca depositando su papeleta de voto.

Todo nuestro discurso sobre esta elemental materia quiere conducir a este resultado: poner en la cuenta del factor fundamental de la fuerza toda la suma de los efectos que de él se derivan, no sólo cuando la fuerza es empleada en el estado actual con violencia sobre las personas físicas, sino también y sobre todo cuando el factor fuerza obra en estado potencial y virtual, sin los ruidos de la lucha y el derramamiento de sangre.

Atravesando los milenios y evitando repetir el examen de las sucesivas formas históricas de las relaciones de producción, de los privilegios de clase, del poder político, se debe llegar a aplicar ese resultado y ese criterio a la sociedad capitalista actual.

De esta manera es posible combatir la tremenda y contemporánea movilización para el engaño, el terrible mecanismo universal que construye la sujeción ideológica de las masas a los siniestros dictámenes de las minorías dominantes, cuyo resorte fundamental es el de la atrocidad, es decir la puesta en evidencia (corroborada además por potentes falsificaciones de los hechos) de todos los episodios de atropello material en los que, como consecuencia de las relaciones de fuerza, la violencia social se ha manifestado ampliamente y se ha consumado golpeando, disparando, matando y –hecho que debería parecer el más infame de todos, si la puesta en escena no hubiera logrado tan tremendos éxitos en la idiotización del mundo– atomizando. Será así posible volver a situar, en su justo y preponderante valor cualitativo y cuantitativo, los innumerables casos en los que el atropello, resolviéndose siempre en miseria, sufrimiento, destrucción de volúmenes imponentes de vidas humanas, se efectúa sin resistencia, sin choques y –como decíamos al principio– sine effusione sanguinis, aun en los lugares y en los tiempos en los que parece dominar la paz social y la tranquilidad, ensalzada por los rufianes profesionales de la propaganda escrita y oral como la plena realización de la civilización, del orden y de la libertad.

La confrontación entre el peso de los dos factores –violencia de hecho y violencia potencial– mostrará que, a pesar de todas las hipocresías y de las escandalizaciones, el segundo es el predominante, y que solamente sobre esta base se puede construir una doctrina y una lucha capaces de destrozar los límites del mundo actual de explotación y de opresión.

 

II

 

REVOLUCIÓN BURGUESA

 

Puesto que sería demasiado largo aplicar a todos los tipos sociales que han precedido a la revolución burguesa la investigación que nos hemos propuesto en torno a la dosificación de la violencia entre los hombres, aplicada en su estado cinético, con golpe y lesión física, y la violencia que permanece en cambio en estado potencial doblegando a los dominados a la voluntad de los dominadores por medio del juego complejo de todas las sanciones conminadas mas no consumadas, examinaremos el asunto partiendo de la comparación entre el mundo social del «ancien régime» que precedió a la gran revolución, y el mundo capitalista en el cual tenemos la particular satisfacción de vivir.

Según un primer y bien conocido esquema, la revolución que realizó los principios de la libertad, igualdad y fraternidad, expresados sobre todo en las instituciones electivas, fue una conquista tanto universal cuanto definitiva: en primer lugar mejoró radicalmente las condiciones de todos los miembros de la sociedad liberándolos de las antiguas opresiones y abriéndoles las puertas a los regocijos de un mundo nuevo; y en segundo lugar eliminó la eventualidad histórica de todo gran conflicto social ulterior que tuviese el carácter de un violento quebrantamiento de las instituciones y de las relaciones sociales.

Un segundo esquema, no tan ingenuo ni tan descaradamente apologético de las delicias del sistema burgués, admite que subsisten en éste grandes desigualdades de condición social y una grave explotación económica en perjuicio de las clases trabajadoras, y que transformaciones ulteriores de la sociedad deberán determinarse por vías más o menos bruscas o más o menos graduales, mas afirma categórica y obstinadamente que las conquistas de la revolución que condujo a la clase capitalista al poder constituyeron sin embargo una ventaja substancial aun para las demás clases, las cuales consiguieron gracias a ella el bien inestimable de las libertades legales y civiles. No se trataría, pues, más que de prolongar una vía ya abierta, de eliminar, después de algunas de las formas más severas y atroces del despotismo y de la explotación, otras formas que han sobrevivido, conservando sin embargo con firmeza aquellas primeras conquistas fundamentales. Este esquema trillado es servido de todas las maneras posibles, ya sea desde lo alto de la pirámide del poder, cuando algún Roosevelt se digna enumerar, además de las viejas libertades clásicas, las nuevas libertades de la necesidad y del miedo (en el mismo momento en que un cataclismo bélico de centuplicada violencia aumenta desmesuradamente el número de criaturas humanas exterminadas y famélicas), ya sea desde la base, cuando algún ingenuo exponente del bajo politicantismo popular formula con nuevas palabras el viejo mejunje de democracia y socialismo, cacareando sobre las libertades sociales que deberemos agregar a las libertades civiles ya aseguradas.

No debería ser ni siquiera necesario rememorar que el desciframiento del proceso histórico del advenimiento del capitalismo, dado por el marxismo, no tiene nada que ver ni con el primero ni con el segundo de los esquemas recordados aquí.

No sólo Marx no ha dicho nunca que en la sociedad capitalista el grado de explotación, de opresión y de atropello fuese menor que en la sociedad feudal o terrateniente artesana, sino que ha demostrado explícitamente lo contrario.

Para evitar graves equívocos digamos enseguida que, si Marx explicó históricamente la necesidad de que el Cuarto Estado combatiese al costado de la burguesía revolucionaria contra la monarquía, la aristocracia y el clero, si condenó los sistemas de socialismo «reaccionario», según los cuales los obreros, advertidos a tiempo de la salvaje explotación que se desenfrenaría en las manufacturas y en las industrias de los capitalistas, hubieran debido formar bloque contra éstos con las capas feudales dominantes, y si históricamente el marxismo más ortodoxo y de izquierda reconoce que en la primera fase histórica burguesa pos-revolucionaria, la estrategia del proletariado no podía ser otra que la de una resuelta alianza con la joven burguesía jacobina, estas posiciones claras y clásicas no derivan de ningún modo del presupuesto de que el nuevo sistema económico fuese menos pesado y opresivo que el precedente.

Ellas derivan, al contrario, de toda la concepción dialéctica de la historia, que explica la sucesión de los acontecimientos con las determinaciones de las fuerzas productivas que, dilatándose y utilizando cada vez más nuevos recursos, presionan contra las formas institucionales y los sistemas de poder, provocando sus crisis y sus catástrofes.

Si los socialistas revolucionarios siguen, pues, desde hace más de un siglo, las victorias del capitalismo moderno y su impresionante expansión en el mundo, mirándolas como condiciones útiles del devenir social, esto sucede porque las características esenciales del capitalismo –como la concentración de las fuerzas productivas, máquinas y hombres, en potentes unidades, la transformación de todos los bienes de uso en bienes de cambio, la concatenación de todas las economías que viven sobre el planeta– constituyen la única vía para realizar, después de otras luchas civiles imponentes, la nueva sociedad comunista. Lo cual permanece verdadero y necesario aun sabiéndose perfectamente que la sociedad industrial y capitalista moderna es peor y más feroz que las que la han precedido.

Naturalmente, esta conclusión es indigesta para mentalidades plasmadas según la ideología burguesa, y en las cuales son congénitas las ideologías pululantes en el período romántico de las revoluciones democrático-liberales. Pasada por la criba de los criterios sentimentales, literarios o retóricos, esta tesis no podría provocar más que la banal indignación de los bienpensantes, los cuales no dejarían de volcarnos sobre la cabeza toda su farragosa erudición sobre las iniquidades de los antiguos despotismos, los autos de fe, la Santa Inquisición, las corvées (prestación personal gratuita) de los siervos de la gleba, el derecho sobre la vida y la muerte que poseían desde el monarca hasta el último señor feudal, el jus primae noctis (derecho de pernada) y demás, para demostrarnos que las sociedades preburguesas eran el teatro de cotidianas e incesantes violencias y que todas sus instituciones chorreaban sangre.

Pero si la investigación es planteada científica y estadísticamente, y si nos preguntamos cuánto trabajo humano es arrancado sin compensación para consentir un goce privilegiado de las riquezas y de las rentas, cuánta miseria se determina en los bajos fondos de la sociedad, cuántas vidas son sacrificadas a causa de las privaciones económicas, de las crisis y de los conflictos que tienen el carácter de luchas privadas, de guerras civiles o de conflictos militares entre los Estados, el índice más pesado deberá ser calculado y puesto en la cuenta precisamente de esta civil, democrática y parlamentaria sociedad burguesa.

En Marx es fundamental, frente a la escandalizada acusación dirigida contra los comunistas de pretender destruir la propiedad, la afirmación de que uno de los aspectos esenciales de la revolución social efectuada por el capitalismo es la violenta e inhumana expropiación del trabajador artesano.

Antes de la aparición de las manufacturas y de las fábricas mecanizadas, un vínculo de hecho, técnico y económico, unía el artífice aislado (o asociado a pocos familiares y discípulos) tanto a sus útiles como al producto de su trabajo. Jurídicamente le era reconocido el derecho ilimitado de propiedad sobre sus escasas herramientas y sobre el limitado volumen de mercancías preparadas en el taller. El advenimiento del capitalismo rompe este sistema patriarcal y casi idílico, despoja al inteligente y laborioso artesano de su modesta propiedad y lo arrastra desposeído y famélico a la prisión que es la moderna fábrica burguesa. Mientras se cumple esta revolución, a menudo con violencia descubierta y siempre bajo la presión de fuerzas económicas inexorables, su aspecto jurídico es definido por los ideólogos burgueses como una conquista de la libertad, que desliga al ciudadano trabajador de las trabas de las corporaciones medievales y de los reglamentos del oficio, haciendo de él un hombre libre en un Estado libre.

Si este proceso concierne a toda la esfera de producción de los productos manufacturados, no diversamente presenta el marxismo el proceso de desarrollo de la producción agraria. El régimen feudal de servidumbre obligaba, por cierto, al trabajador de la tierra a privarse de grandes cuotas de sus productos entregándolos a las capas dominantes religiosas y nobiliarias. Mas el siervo ligado a la gleba conservaba un vínculo técnico-productivo con la tierra misma y con una parte de los productos, vínculo que le ofrecía indirectamente una garantía de vida cómoda y tranquila, dadas además la escasa densidad de la población y los limitados cambios de mercancías con las grandes aglomeraciones urbanas.

La revolución capitalista rompe estas relaciones y afirma haber liberado al campesino siervo de toda una serie de atropellos; pero el trabajador de la tierra, reducido a puro proletario, o sigue el destino del ejército negrero de los trabajadores industriales o, transformado en arrendatario o en cabal propietario jurídico de pequeños lotes, es desollado por el usurero capitalista, por el colector fiscal o por la volatilización de la moneda.

No es tarea de este escrito entrar en el detalle de tales análisis, ya que las elementales consideraciones que acabamos de desarrollar bastarán para ajustar las cuentas a quien finja sentir por vez primera que para Marx la nueva sociedad burguesa era más infame que la feudal.

El punto esencial que se debe establecer es éste: el criterio discriminante para apoyar o combatir un proceso histórico no es aquél inconsistente y vanamente literario de investigar si se ha realizado y conseguido más igualdad, más justicia, más libertad, sino el otro, totalmente distinto y muchas veces opuesto, de preguntarse si la nueva situación ha encaminado y promovido favorablemente el desarrollo de fuerzas productivas más potentes y complejas a disposición de la sociedad, fuerzas que son la premisa indispensable de la futura organización de la sociedad misma, en el sentido de que ellas permitirían un mayor rendimiento del trabajo con vistas a una más amplia disponibilidad de bienes de consumo en provecho de todos.

Era no sólo útil sino indispensable que la burguesía con la guerra civil abatiese los obstáculos institucionales que retrasaban el surgir de las grandes fábricas y un tipo más moderno de explotación de la tierra; y frente a esto, poco importa que la primera e inmediata consecuencia, transitoria en un más vasto sentido histórico, haya sido la de hacer más odiosas y pesadas las cadenas de la disparidad social y de la explotación de la fuerza de trabajo.

 

***

 

La crítica hecha por el socialismo científico ha puesto claramente en evidencia que la gran transformación social efectuada por el capitalismo (transformación que ya está históricamente madura y fecunda a su vez por desarrollos grandiosos) no debe ser definida de ningún modo ni como una liberación radical que atañe a las grandes masas, ni como un sensible paso adelante en su tenor económico de vida. La transformación de las instituciones concierne únicamente al modo de estructuración y de organización de la pequeña minoría privilegiada y dominante.

Los componentes de las clases privilegiadas preburguesas estaban entrelazados en un sistema basado en apretadas jerarquías. Los grandes prelados pertenecían a la ordenada y encuadradísima red de la iglesia; los nobles, que eran también los más altos funcionarios civiles y militares, estaban dispuestos jerárquicamente en el sistema feudal que tenía en su cima al monarca.

En el nuevo tipo de sociedad, por el contrario –y aquí se entiende que, dejando de lado todas las importantísimas diferencias de períodos y de naciones, hablamos de la primera y clásica sociedad económica burguesa basada en la ilimitada libertad de producción y de intercambio–, los componentes del estrato supremo y privilegiado están liberados casi totalmente de los vínculos de interdependencia, en la medida en que cada patrón de empresa no tiene ninguna obligación hacia sus colegas y competidores en la dirección de sus propias operaciones e iniciativas. Este traspaso técnico y social toma, en la sucesión de las ideologías, el aspecto de un traspaso histórico del mundo de la autoridad al de la libertad.

 Pero está claro que esta conquista, este sensacional cambio de escena no tiene por teatro el conjunto de la sociedad, sino la estrecha plataforma sobre la cual se mueven los afortunados, los que componen el estrato de los vientres llenos y dorados, encuadrado por el estrecho círculo de sus agentes directos y de sus cómplices: politicastros, publicistas, sacerdotes, profesores, altos funcionarios y similares.

La gran masa de los vientres semivacíos permanece ausente –no por cierto de esta enorme tragedia, en la que por el contrario participa luchando con sacrificio de vidas y de sangre– sino de la participación en los beneficios de la mutación.

La conquista jurídica de la libertad, proclamada en todas las cartas y constituciones, herencia común de todos los ciudadanos, no atañe pues a la mayoría, explotada y hambrienta aún más que antes, sino que es asunto interno de una minoría. Y es a la luz de este criterio donde deben ser resueltas todas las cuestiones históricas y actuales en las que se vuelve a proponer los postulados asquerosos de la libertad y de la democracia.

Reducida a escala individual, la tesis materialista afirma que, puesto que el cerebro funciona cuando el estómago puede nutrirse, el derecho teórico a pensar y expresar libremente el propio pensamiento afecta de hecho sólo a quien tiene la posibilidad de esa actividad superior, posibilidad perfectamente contestable a muchos que continuamente se jactan de ella, pero de todos modos vedada con seguridad a la masa de los vientres insuficientemente llenos.

A la crudeza de esta tesis sigue habitualmente el desencadenamiento de las violentas inculpaciones contra el bajo y obsceno materialismo que, conociendo el solo factor económico y alimenticio, ignora toda la radiante esfera de la vida del espíritu y desconoce las satisfacciones no reducibles a sensaciones físicas, que el hombre debería obtener del uso de la razón, del reconocimiento de las libertades civiles, del goce de los derechos del ciudadano elector que elige sus representantes y los jefes del Estado.

Pero a tal propósito conviene una vez más –ya que aquí no se exponen verdaderamente cosas nuevas, sino a lo sumo se verifican teorías bien conocidas con hechos recientes– ratificar el alcance del determinismo económico profesado por los marxistas contra una deformación corriente, de más difícil curación que la roña y enfermedades contagiosas análogas, la que reduce el problema a la mezquina escala individual, y pretende que cada individuo tienda a adoptar en política, en filosofía, en religión, opiniones que derivan de la relación económica en que vive y que se desarrollan mecánicamente a partir del empuje de sus apetitos y de sus intereses. El gran propietario latifundista será beatón, ultra-reaccionario y derechista; el hombre de negocios burgués será conservador en economía, pero a veces, al menos hasta ayer, izquierdoide en filosofía y en política; el hombre de la clase media será más o menos democrático; el trabajador, finalmente, materialista, socialista y revolucionario.

Un marxismo semejante, revisado y corregido para uso del demócrata burgués, viene muy a mano para establecer optimistamente que, constituyendo los trabajadores, económicamente oprimidos, la gran mayoría de los pueblos, éstos no tardarán en tomar en sus manos los organismos representativos y ejecutivos y, caminito adelante, la riqueza y el capital. Naturalmente, será de gran ventaja, para el rápido movimiento de este carrusel de feria, hacer inclinar hacia la izquierda opiniones, creencias y agrupaciones políticas, combinando bloques y chanchullos con todo el fango de las clases intermedias, que irían progresivamente evolucionando y pronunciándose contra la política y los privilegios de las clases altas.

En lugar de esta necia caricatura, el marxismo traza líneas absolutamente distintas, y establece en cambio, cuando habla de super-estructuras ideológicas, políticas y místicas que encuentran su explicación en las condiciones y relaciones económicas subyacentes, una ley y un método de alcance general y social. Para explicar el significado de las ideologías que prevalecen en una época histórica dada en un pueblo gobernado por un régimen dado, nosotros debemos fundar el análisis en los datos de la técnica productiva y de las relaciones de repartición de los bienes y de los productos, en las relaciones de clase entre los grupos privilegiados y las colectividades productoras.

En breves y pobres palabras, la ley del determinismo económico dice que en cada época la opinión que generalmente predomina, el pensamiento político, filosófico y religioso más acreditado y seguido, es el que corresponde a los intereses de la minoría dominante que detenta en sus manos los privilegios y el poder. Así, los sacerdotes y doctores de los antiguos pueblos orientales justificarán el despotismo y la inmolación de vidas humanas, los de los paganos demostrarán que la esclavitud es benéfica y justa, los de los cristianos harán lo mismo con la propiedad y la monarquía, los de la época democrática e iluminista, con los esquemas económicos y jurídicos que convienen al capitalismo.

Cuando un tipo de sociedad y de producción entra en crisis, y en el campo de la técnica y de la producción surgen fuerzas que tienden a romper sus límites, los conflictos de clase explotan con mayor agudeza y tiene su reflejo aun en la aparición de nuevas doctrinas de oposición y subversión, que son condenadas y combatidas por las instituciones dominantes. Cuando una sociedad está en crisis, una de las características de la fase que entonces se abre es el número relativamente cada vez más reducido de personas que se benefician del régimen en vigor; no obstante, la ideología revolucionaria no prevalece en la masa sino en una minoría de vanguardia en la que confluyen hasta elementos de la clase dirigente. Por inercia, y por efecto de los formidables medios de fabricación de las opiniones de que dispone toda clase dominante, la masa mutará ideologías, filosofías y religiones sólo a través de un largo período posterior al derrumbe de los antiguos andamiajes del poder. Más aún, se debe afirmar que una revolución está verdaderamente madura cuando, a pesar de que las opiniones dominantes, en su espantosa inercia reaccionaria, continúan rumiando los viejos preceptos tradicionales, tanto en el seno de la masa que es víctima suya como de las capas superiores depositarias del régimen, el hecho real y físico de lo inadecuado de los sistemas de producción los opone a los mismos intereses materiales de amplios estratos de la clase privilegiada.

Así, la esclavitud cayó definitivamente a pesar de las obstinadas resistencias en el plano de las ideas y en el de las fuerzas, cuando se reveló como sistema poco rentable de explotación del trabajo y poco ventajoso para los patronos.

En pocas palabras, la liberación de una clase oprimida no se efectúa primero en los espíritus y después en los cuerpos, sino que debe redimir el vientre mucho antes que el cerebro.

Ahora bien, en la sociedad capitalista, las fuerzas que engañosamente movilizan las opiniones de las masas en el sentido que le conviene al grupo privilegiado son mucho más potentes que en las sociedades preburguesas. Escuela, prensa, oratoria pública, radio, cine, asociaciones de toda especie, representan los medios de un potencial centenares de veces más fuerte que los que estaban a disposición de las sociedades de los siglos pasados. En el régimen capitalista el pensamiento es una mercancía, y es producido a medida empleando suficientes instalaciones y medios económicos para su fabricación en serie. Si Alemania e Italia tuvieron los Ministerios de Propaganda y Cultura Popular, Inglaterra instituyó al principio de la guerra el Ministerio de las Informaciones para monopolizar y encuadrar toda la circulación de las noticias. Esta era ya, entre las dos guerras, el monopolio de la potente red de las agencias de prensa inglesa; hoy, visiblemente, tal monopolio ha cruzado el Atlántico. Mientras los acontecimientos fueron favorables a los alemanes, la producción diaria de patrañas y de mentiras de la fábrica inglesa alcanzó volúmenes que las organizaciones fascistas sólo han podido envidiar; para narrar una de ellas, ¡en el momento de las increíbles operaciones militares alemanas para conquistar Noruega en 48 horas, las emisoras británicas propinaron los detalles de una desastrosa derrota infligida a la flota alemana en el estrecho de Skager-rak!

Este factor social de la manipulación de las ideas desde lo alto, que va desde la falsa noticia (en la organización periodística actual, todas las versiones de un hecho están compiladas ya antes que el hecho suceda, y cuando parece que uno de los informadores tiene razón se trata siempre sin embargo de un mentiroso; era el pobre hecho que debía acaecer según uno de los esquemas que convienen a este o aquel Estado, a este o aquel partido) hasta la crítica y la opinión prefabricadas, no debe parecer de poco peso: por el contrario, se encuadra en la masa de las violencias virtuales que no toman el aspecto de una imposición brutal con medios coercitivos, sino que son, no obstante, el resultado y el despliegue de fuerzas reales que deforman y desplazan situaciones efectivas.

El tipo moderno de sociedad burguesa democrática, que no bromea en la consumación de efectivas violencias «cinéticas» de policía y de guerra, y que vence aun por este coeficiente a los difamados viejos regímenes, lleva también a máximos desconocidos (comparables a sus máximos de producción y de concentración de la riqueza) el volumen de esta aplicación de violencias virtuales, por la cual grupos enteros de la masa que parecen elegir libremente sus confesiones, opiniones y creencias, actúan contra sus propios intereses objetivos, aceptando las justificaciones teóricas de relaciones y actos sociales que en realidad los hambrean y hasta los destruyen sin rodeos.

El traspaso de las formas preburguesas a la sociedad actual ha aumentado, y no disminuido por tanto, la intensidad y la frecuencia del factor del atropello y de la imposición.

Y cuando, desde el punto de vista marxista, se exige por las razones ya mencionadas que dicha transición histórica fundamental sea plenamente realizada, no se quiere por cierto olvidar o contradecir esta posición fundamental.

Sólo con criterios coherentes como los aquí establecidos debe juzgarse y descifrarse el problema, hoy actual y candente, de una transformación en los modos de administrar y gobernar de la burguesía, que corresponde al surgir de los regímenes totalitarios, dictatoriales y fascistas.

Tal traspaso histórico no constituye una mutación de la clase dominante, y tanto menos una rotura revolucionaria de los modos de producción. Al hacer su crítica se deben evitar los banales errores que, de conformidad con las conocidísimas desviaciones del marxismo aquí confutadas, conducirían a acreditar a la forma y a la fase democrático-parlamentaria una menor intensidad y densidad de la violencia de clase.

Este criterio, aun si respondiese a los hechos, no sería de todas formas suficiente para hacernos propugnar y defender esa fase, por las razones dialécticas aplicadas a la apreciación de los traspasos precedentes. Pero el análisis de este punto podrá aún demostrar que quien escapa a la sugestión de considerar únicamente la violencia en acto y mide por el contrario todo el volumen de la violencia potencial –ínsita en la vida y en la dinámica de la sociedad– evitará caer en el engaño de preferir, aunque sea de manera subordinada y relativa, el método hipócrita y el ambiente mefítico de la democracia liberal.

 

III

 

EL RÉGIMEN BURGUÉS COMO DOMINACIÓN

 

En este estudio se examina el alcance del empleo de la fuerza en las relaciones sociales, distinguiendo entre las manifestaciones de violencia llevada hasta la matanza, y el mecanismo de las imposiciones que se efectúan sin resistencia material de la persona o del grupo que las padece, en virtud de una sanción que amenaza a los transgresores o también en virtud de una disposición de las víctimas a reconocer la norma que se les impone.

En la primera parte hemos establecido un cotejo entre estos dos tipos de manifestación de la energía en el campo social, y las dos formas en las que la energía se manifiesta en el mundo físico: la actual y cinética, o de movimiento, que se acompaña del choque o de la explosión, de los más variados agentes; y la virtual y potencial, o de posición, que aun no dando lugar a tales manifestaciones, tiene igualmente un papel capital en el conjunto de los hechos y de las relaciones de los que tratamos.

Esa corrección, desarrollada desde el campo de la física hasta el de la biología y el de la sociedad, la hemos seguido con breves indicaciones en el curso de las épocas históricas y, llegando al presente período burgués capitalista, hemos mostrado que en éste el papel de la fuerza y el de la violencia en las relaciones económicas, sociales y políticas, entre individuo e individuo y sobre todo entre clase y clase no sólo tiene un peso grandísimo y fundamental, sino que, si se pudiera hablar de una medida, asume una frecuencia y una vastedad mucho mayores que en las épocas precedentes y en los diferentes tipos de sociedades precapitalistas.

En una indagación de más amplio alcance sería posible recurrir a una medida económico-social si se buscase traducir en cifras el valor de la suma de trabajo humano arrancado, en beneficio de las clases privilegiadas, a las grandes masas que trabajan y producen. En la sociedad moderna, puesto que ha disminuido cada vez más la parte de los individuos y de los grupos económicos que consiguen vivir en un ciclo autónomo propio consumiendo lo que producen sin relaciones con el exterior, ha aumentado grandemente el número de los que trabajan para otros y que reciben una remuneración que compensa sólo una parte de su esfuerzo, y han aumentado enormemente las distancias sociales entre el tren de vida de la gran mayoría productora y el de los miembros de las clases poseedoras. En efecto, lo que cuenta no es la existencia individual de uno o poquísimos grandes dominadores que viven en el lujo, sino la masa de riquezas que una minoría social consigue destinar a fines superfluos de todo género cuando la mayoría recibe poco más de lo estrictamente necesario para la vida.

Puesto que nuestro tema tendía más a la parte política que a la parte económica de la cuestión, el problema que debemos plantearnos con respecto al régimen de privilegio y de dominio capitalista es el de la relación entre el uso de la violencia bruta y el de la fuerza virtual que doblega a los desheredados al respeto de los cánones y de las leyes vigentes sin que se verifique infracción o rebelión.

Esta relación varía muchísimo según las diversas fases de la historia del capitalismo y según los diversos países en los que éste ha sido introducido. Se pueden citar ejemplos de zonas neutras y casi idílicas donde la fuerza del Estado es más ensalzada que en los otros países como liberación aceptada gustosamente por parte de todos los ciudadanos, donde es mantenida una policía reducida, donde los mismos conflictos de intereses sociales entre trabajadores y patronos se desenvuelven de manera pacífica. Mas estas Suizas tienden a devenir, en el espacio y el tiempo, oasis cada vez más raros en el cuadro mundial del capitalismo.

Este, en sus comienzos históricos, no pudo conquistar sus posiciones sin luchas abiertas y sangrientas, en cuanto los vínculos constituidos por la estructura estatal de los viejos regímenes podían ser destruidos únicamente por la fuerza. No menos sangrienta fue su expansión en los continentes extra-europeos con las expediciones coloniales y las guerras de conquista y de saqueo, porque sólo con matanzas se pudo sustituir los modos de organización social de las poblaciones indígenas por el capitalismo, y en algunos casos razas humanas enteras fueron exterminadas, hecho desconocido para las civilizaciones preburguesas.

En línea general, después de esta fase virulenta de nacimiento y de afirmación del capitalismo, se abre un período intermedio de desarrollo que, a pesar de ser constantemente interrumpido tanto por enfrentamientos sociales y por las represiones de los motines de las clases sacrificadas, como por las guerras entre los Estados que no engloban sin embargo a todo el mundo conocido, es el que más se ha prestado a la apologética liberal y democrática tendiente a mostrar con falsía un mundo en el que, eliminados los casos excepcionales y patológicos, las relaciones entre los individuos y entre las distintas categorías se desenvolvían con un máximo de orden, de paz, de consentimientos espontáneos y de libre aceptación.

Dicho sea entre paréntesis, cuando se hace referencia a las violencias desgarrantes de las guerras coloniales o nacionales, de las rebeliones, de las insurrecciones, de las represiones, que aún en las fases más apacibles y tranquilas de la historia burguesa constituyen el campo de aplicación de la violencia abiertamente desencadenada, debe observarse un elemento técnico, digno de ser llamado progresivo, por el cual el derramamiento de sangre y el número de las víctimas tiende a crecer en estas crisis, en paridad con otras condiciones, respecto a las crisis del pasado. En efecto, paralelamente al perfeccionarse de los medios de producción, aumenta la potencia de los de ataque y de destrucción, se crean armas más tremendas, y los vacíos que podía hacer la guardia pretoriana pasando al filo de la espada a los amotinados contra César eran pequeñeces comparados a los que hace la metralla contra los insurrectos de la época moderna.

Pero aquello que interesa es mostrar que aún en largas fases de administración incruenta del dominio capitalista, la fuerza de clase no cesa de estar presente y su influencia virtual contra posibles extravíos de individuos aislados, de grupos organizados o de partidos, sigue siendo el factor dominante para la conservación de los privilegios y de las instituciones de la clase superior. Ya hemos contado entre las manifestaciones de esta fuerza de clase, no sólo todo el aparato estatal con sus fuerzas armadas y su policía, aunque esté con el arma en descanso, sino también todo el arsenal de movilización ideológica justificadora de la explotación burguesa empleado por la escuela, la iglesia, la prensa y todos los demás medios con que son plasmadas las opiniones de las masas. Esta época de aparente tranquilidad es sólo turbada de vez en cuando por inermes demostraciones de los organismos de clase proletarios, y el buen burgués puede decir, después del desfile del primero de mayo, como en los versos del poeta: «gracias a Cristo y al comisario, también ésta pasó». Cuando la agitación social retumba más amenazadora, el Estado burgués comienza a mostrar su potencia con las medidas de tutela del orden: una expresión técnica de la policía del Estado da una feliz idea del uso de la violencia virtual: «la policía y las tropas están acuarteladas». Ello quiere decir que no se combate aún en las calles, mas si el orden burgués y los derechos patronales estuviesen amenazados, las fuerzas armadas saldrían de sus cuarteles y abrirían el fuego.

La crítica revolucionaria, no dejándose seducir por las apariencias de civilización y de sereno equilibrio del orden burgués, había establecido desde hacía mucho tiempo que, aún en la república más democrática, el Estado político constituyese el comité de intereses de la clase dominante, desbaratando definitivamente las representaciones imbéciles según las cuales, desde que el viejo Estado feudal, clerical y autocrático fue destruido, habría surgido, gracias a la democracia electiva, una forma de Estado en la cual son representados y protegidos con los mismos derechos todos los componentes de la sociedad, cualquiera que sea su condición económica. El Estado político, aún y sobre todo el representativo y parlamentario, constituye un instrumento de opresión. Se le puede muy bien parangonar al depósito de las energías de dominio de la clase económica privilegiada, apto a custodiarlas en su estado potencial en las situaciones en que la revuelta social no tiende a explotar, pero sobre todo apto a desencadenarlas en las formas de represión de policía y de violencia sangrienta apenas se eleven del subsuelo social los temblores revolucionarios.

Tal es el sentido de los clásicos análisis de Marx y de Engels sobre las relaciones entre sociedad y Estado, o sea entre clases sociales y Estado, y todas las tentativas de quebrantar esta base fundamental de la doctrina de clase del proletariado fueron aplastadas con la restauración de los valores revolucionarios realizada por Lenin, Trotski y la Internacional Comunista, inmediatamente después de la primera guerra mundial. De la misma manera que no tiene sentido científico establecer la existencia de un quantum de energía potencial si no se puede prever que en situaciones sucesivas ésta se liberará en forma cinética, de igual modo la definición marxista del carácter del Estado político burgués quedaría privada de sentido y de consecuencia si no correspondiese a la certeza de que en la fase culminante este órgano de potencia del capitalismo no dejará de desencadenar en forma cinética todos sus recursos contra el prorrumpir de la revolución proletaria.

Por otra parte, en la esfera de los hechos políticos, el equivalente de las tesis marxistas sobre el crecer de la miseria, sobre la acumulación y la concentración del capital, no podía ser otro que la concentración y el acrecentamiento de la potencia de la energía encerrada en el armazón estatal. Y en efecto, cerrada la engañosa fase pacifista de la era capitalista con la explosión de la guerra de 1914, fue evidente –sobre todo en el clásico análisis de Lenin– que mientras las características económicas evolucionaban en el sentido del monopolio, de la intervención activa del Estado en la economía y en las luchas sociales, el Estado político de los regímenes burgueses asumía formas cada vez más abiertas de rígida dominación y de opresión policíaca. En otros trabajos ha sido establecido, en esta revista, que la tercera y más moderna fase del capitalismo se define en economía como monopolista y planificadora, en política como totalitaria y fascista.[1]

Cuando aparecieron los primeros regímenes fascistas y se presentaron en la más inmediata y banal interpretación como una reducción y una abolición de las pretendidas garantías parlamentarias y legalitarias, se trataba en efecto y puramente, en ciertos países, de un pasaje del estado virtual al estado cinético de la energía política de dominio de la clase capitalista.

Era evidente, para todo partidario de la perspectiva marxista –que los estúpidos castradores de la potencia revolucionaria de esa doctrina reducían a un puro «catastrofismo»–, que el creciente chirrido de las antítesis de clase desplazaría el conflicto de los intereses económicos sobre el plano de un irrumpiente ataque revolucionario asestado por las organizaciones del proletariado sobre la ciudadela del Estado capitalista, y que éste, en este punto, descubriendo sus baterías entablaría la lucha suprema por su conservación.

En determinados países y en determinadas situaciones, como por ejemplo en la Italia de 1922 o en la Alemania de 1933, la tensión de las relaciones sociales, la inestabilidad del tejido económico capitalista, la crisis –debida a cuestiones bélicas– de la misma estructura del Estado, se volvieron tan agudas que la clase dominante entrevió cercano el momento ineluctable en que, desgastados ya todos los engaños de la propaganda democrática, habría debido esperarse la solución del choque violento de las clases antagónicas.

Se verificó entonces lo que se definió correctamente como ofensiva patronal. La clase burguesa que había mostrado hasta entonces, en el pleno desarrollo de la explotación económica, estar dormitando bajo la aparente candidez y tolerancia de sus instituciones representativas y parlamentarias, logrando alcanzar un grado de estrategia histórica grandemente apreciable, puso fin a sus dilaciones y tomó la iniciativa pensando que una salida de sus bastiones y una acción ofensiva dirigida a destruir las posiciones de partida de la organización proletaria fuese preferible a una suprema defensa de la fortaleza del Estado contra el asalto de la revolución (tendiente, según las enseñanzas de Marx y de Lenin, no a ocuparlo, sino a destrozarlo hasta las últimas consecuencias).

Se anticipó así, con escaso margen, una situación que en la perspectiva revolucionaria estaba claramente prevista, en cuanto los comunistas marxistas no habían pensado nunca poder efectuar el traspaso a la realización de su programa sin este choque supremo entre las fuerzas de clases opuestas, y en cuanto todo el análisis de la evolución más reciente del capitalismo y del crecimiento de sus monstruosas formaciones estatales en su gigantesco armazón daba a entender claramente la inexorabilidad de este desarrollo.

El gran error de apreciación de táctica y de estrategia que favoreció la victoria de la contrarrevolución, fue el de lamentar esta potente conversión del capitalismo del terreno de la hipocresía democrática al de la abierta acción de fuerza, como si hubiese sido un movimiento revocable en la historia, y el de contraponerle, no la exigencia del abatimiento de la fuerza capitalista, sino la pretensión estúpida y cobarde de que ésta, recorriendo en sentido contrario por comodidad personal de jefes políticos histriones y bellacos el camino histórico que nosotros marxistas le habíamos atribuido siempre, se complaciese en replegarse, después de haber desenvainado sus armas de clase, hacia la posición vacía y superada de la movilización sin guerra, que constituía el aspecto complaciente del período precedente.

El equívoco sustancial está en el haberse maravillado, en el haber lloriqueado, en el haber deplorado que la burguesía ejerciese sin máscara su dictadura totalitaria, cuando nosotros ya sabíamos muy bien que esta dictadura había existido siempre, que siempre el aparato del Estado había tenido, en potencia si no de hecho, la función específica de ejercer, de conservar, de defender contra la revolución el poder y el privilegio de la minoría burguesa. El equívoco ha consistido en preferir una atmósfera burguesa democrática a una atmósfera fascista, en desplazar el frente de la lucha, del postulado de la conquista proletaria del poder al de la ilusoria restauración de un modo democrático de gobernar del capitalismo, sustituyendo éste al modo fascista.

El error fatal ha consistido en no entender que, de todos modos, la vigilia revolucionaria esperada desde hacía tantos decenios habría presentado, ante el avance proletario, un Estado burgués en formación de defensa armada y que tal situación, por consiguiente, debería aparecer como progresiva y no como regresiva respecto a la de los años de aparente paz social y de limitado impulso de la fuerza de clase del proletariado. El mal acarreado al desarrollo de las energías revolucionarias y a las perspectivas para la realización de una sociedad socialista, no ha venido del hecho de que la burguesía organizada según el modelo fascista sea más potente y más eficiente en la defensa de sus privilegios que una burguesía organizada aún según el modelo democrático. La potencia y la energía de clase es la misma en los dos casos; en la fase democrática se trata de energía potencial; en la boca del cañón se tiene la inocua funda de lona. En la fase fascista la energía se manifiesta en estado cinético, la capucha ha sido quitada, el tiro estalla. La petición derrotista e idiota dirigida por los jefes traidores del proletariado al capitalismo explotador y opresor es la de volver a poner el engañoso capuchón sobre la boca del arma. De tal modo la eficiencia del dominio y de la explotación no habría disminuido sino que sería únicamente incrementada por el renovado expediente del engaño legalitario.

Puesto que sería aún más insensato pedir al propio enemigo que se desarme él mismo, se debe acoger con alegría el hecho de que él, constreñido por la urgencia de la situación, descubra sus armas, ya que será menos difícil afrontarlas y destruirlas.

Él régimen burgués de dictadura es, pues, una fase inevitable y prevista de la vida histórica del capitalismo, el cual no morirá sin haberla experimentado. Luchar por el aplazamiento de esta manifestación abierta de las opuestas energías sociales de clase, desarrollar una propaganda vana y retórica inspirada en un estúpido horror de principio por la dictadura, es un trabajo desarrollado solamente en favor de la supervivencia del régimen capitalista, del prolongamiento de la servidumbre y de la opresión sobre la clase trabajadora.

 

***

 

Otra conclusión muy fundada, y también muy apta a hacer gritar a todos los gansos del Capitolio de las izquierdas burguesas, es que en el cotejo entre la fase capitalista de democracia y la fase de totalitarismo, la suma de la opresión de clase es mayor en la primera, si bien es evidente que la clase dominante tiende a elegir siempre la que es más útil a su conservación. El fascismo desencadena indudablemente una masa mayor de violencias de policía y de represiones consumadas aun sangrientamente, pero ese aspecto de energía cinética molesta sobre todo gravemente, junto a los poquísimos auténticos dirigentes y cuadros revolucionarios del movimiento obrero, a un estrato de medio-burgueses profesionales de la política que se las dan de progresistas y amigos de la clase trabajadora, pero que en realidad no son más que la milicia de los patronos especializada para el servicio en las épocas de comedia parlamentaria. Los que no hacen a tiempo el cambio de estilo y de librea son desalojados a patadas: de aquí la mayor parte de los chillidos.

En cuanto a la masa de la clase trabajadora, continúa siendo explotada como la ha sido siempre en el campo económico, y las vanguardias que se forman en su seno para el asalto al régimen actual continúan, apenas embocan la justa vía de la acción antilegalitaria, recibiendo el plomo que también las espera por parte de los gobiernos democráticos burgueses, como está ilustrado por mil ejemplos de los republicanos en Francia en 1848 y 1871, de los socialdemócratas en Alemania en 1919, etc.

Mas el nuevo método planificador de dirección de la economía capitalista, que constituye, respecto al ilimitado librecambio clásico del pasado ya desaparecido, una forma de autolimitación del capitalismo, conduce a nivelar en torno a una media la extorsión de plusvalía. Son adoptadas las mitigaciones reformistas propugnadas por los socialistas de derecha durante tantos decenios, y son así reducidas las puntas más salientes y agudas de la explotación patronal, mientras se van desarrollando las formas en materia de asistencia social. Todo esto tiene como fin retardar el estallido del choque entre las clases y de las contradicciones del método capitalista de producción, pero indudablemente sería imposible conseguirlo si no se lograse conciliar, en una cierta medida, la abierta represión de las vanguardias revolucionarias, y un aplacamiento de las necesidades más imperiosas de las grandes masas. Estos dos aspectos del drama histórico que vivimos son condición el uno del otro: el viejo Churchill ha dicho con razón a los laboristas: no podréis fundar una economía de Estado sin un Estado de policía. Más intervenciones, más reglas, más controles, más esbirros. El fascismo consiste en la integración del hábil reformismo social y de la abierta defensa armada del poder estatal. No todos sus ejemplos están a la misma altura, mas el alemán, despiadado cuanto se quiera en el eliminar a sus adversarios, realizó un tenor de vida económica media muy alto y una administración técnicamente óptima, y cuando prescribió limitaciones de guerra las hizo pasar también sobre las clases pudientes en inesperada medida.

Así pues, si en la fase totalitaria la opresión burguesa de clase aumenta la proporción del empleo cinético de la violencia respecto a la potencial, el conjunto de la presión sobre el proletariado no resulta por ello aumentado sino disminuido. Precisamente por esto la crisis final de la lucha de clase sufre históricamente un aplazamiento.

La muerte de las energías revolucionarias está en la colaboración entre las clases. La democracia es una colaboración de clase verbal, el fascismo es colaboración de clase en los hechos. Estamos viviendo esta fase histórica en pleno. La reanudación de la lucha entre las clases saldrá dialécticamente de una fase ulterior, pero quede por ahora establecido que ella no puede resultar del alistamiento de las clases trabajadoras bajo la instancia de la vuelta al liberalismo, en el que no pueden ganar nada, ni siquiera relativamente.

 

***

 

Esta exposición se refiere sobre todo al empleo de la fuerza, de la violencia y de la dictadura por parte de las clases dominantes; no agota el tema del empleo de esas energías por parte del proletariado en la lucha por la toma del poder y en su ejercicio, punto importante que reservamos a otros trabajos. Mas permaneciendo aún en el ámbito del estudio de las formas burguesas de dictadura, no estará mal precisar que cuando hablamos de método capitalista, fascista, totalitario y dictatorial, nosotros nos referimos siempre a acciones y organizaciones colectivas y no vemos prevalecer en el fondo histórico las personas de los dictadores, que tanto ocupan la atención del público hábilmente montada, con Igual resultado, para sus partidarios y denigradores.

En pleno desarrollo de esta última guerra, dos de los grandes han sido reemplazados: Roosevelt y Churchill; en sustancia nada ha cambiado en el proceso que examinamos. Dejando de lado a Italia, en la que los ejemplos del fascismo y del antifascismo han tenido mucho de guíñolesco (el primer ensayo de toda innovación hace reír siempre, como los primeros automóviles visibles en el museo comparados al coche moderno de serie), en Alemania la persona de Hitler representaba un factor superfluo del potente encuadramiento nazista de fuerzas; el régimen soviético prescindirá fácilmente de Stalin, llegado el momento; el otro impresionante aparato energético del Japón se basaba en castas y clases sin un jefe personal.

Se puede salir de la arrolladora marea de mentiras de la que se abreva la opinión de hoy en día, solamente dando una caza despiadada no sólo al fetiche constituido por ese protagonista agonizante que es el individuo común, el hombre de la calle, el hombre cualquiera, sino también al más brillante y llevado a la luz de los reflectores, o sea, el individuo puesto en lo alto, el Jefe, el Grande.

Que vivíamos en los tiempos de autogobierno de los pueblos no lo creen ni siquiera las gallinas.

Pero tampoco estamos en las manos de pocos grandes hombres. Estamos en las manos de los poquísimos grandes Monstruos de clase que son los máximos Estados de la Tierra, máquinas de dominio, cuya superpotencia pesa sobre todos y sobre todo, cuyo acumular sin misterio de energías potenciales anuncia, por todas partes del horizonte, cuando la conservación de las instituciones presentes lo requiera, el despliegue cinético de fuerzas inmensas y trituradoras, sin la mínima vacilación por parte de ninguno de ellos frente a escrúpulos civiles morales y legales, a los principios ideales que grazna de la mañana a la noche la hipocresía infame y vendida de las propagandas.

 

IV

 

LUCHA PROLETARIA Y VIOLENCIA

 

Las primeras tres partes de este texto se referían con rápidas indicaciones al desarrollo de las luchas de clase que nos ha presentado la historia hasta el advenimiento de la presente sociedad burguesa; y se remontaban a la visión que del problema ha dado el socialismo marxista desde hace ya mucho tiempo, pero que continuamente es objeto de desviación y confusión.

Para una clara presentación se ha aplicado la fundamental distinción entre energía en estado potencial o virtual, o sea susceptible de entrar en acción pero que no se desarrolla todavía, y energía en estado cinético o actual, o sea puesta ya en movimiento y determinando sus múltiples efectos, recordando su sentido en el mundo físico, y extendiendo la distinción en modo muy sencillo a los hechos de la vida orgánica y de la sociedad humana.

Se ha planteado, por consiguiente, el problema del reconocimiento de la violencia y de la fuerza coactiva en los hechos sociales, insistiendo en el criterio de que ella no debe ser reconocida sólo cuando hay acción física brutal sobre el organismo del hombre, con el encadenamiento, el apaleo y el asesinato, sino en todo el campo mucho más vasto en el que las acciones de los individuos son coaccionadas por la simple amenaza y sanción de los actos de fuerza. Esa coacción surge inseparablemente de las primeras formas de la actividad colectiva asociada y por consiguiente de la sociedad titulada civil y política; ella es un hecho indispensable en el desarrollo de todo el curso de la historia y de la sucesión de las instituciones y de las clases. No se trata de exaltarla o condenarla sino de reconocerla y valorarla en el transcurso de los tiempos y de las diversas situaciones.

El segundo de esos artículos era una confrontación entre la sociedad feudal y la burguesa capitalista y estaba dedicado a la demostración de la tesis (por cierto no nueva) de que la transición de una a la otra, fundamental en la evolución de la técnica productiva y de la economía, se acompañó de un grado no menor de empleo de la fuerza, de la violencia, del atropello social.

El tipo capitalista de economía y de sociedad es, para Marx, el más antagonista que la historia haya presentado hasta aquí; en el formarse, en el desarrollarse, en el resistir a su desaparición, él determina un máximo antes ignorado de explotación, de persecución, de sufrimientos humanos. El máximo es tal en calidad y en cantidad, en potencial y en masa, en agudeza y en extensión, y para traducirlo en los términos ético-literarios que no son los nuestros, en ferocidad y en amplitud de aplicación, que ha alcanzado a las masas, a los pueblos, a las razas de todos los ángulos de la tierra.

El último artículo ha tratado después la confrontación entre las formas liberal-democráticas y las fascistas-totalitarias del dominio burgués, poniendo en evidencia la ilusión de que las primeras tengan un carácter menos opresivo y más tolerante que las segundas. Cuando se sustituye la consideración banal de la violencia en acción abierta por la del potencial efectivo de los modernos aparatos de Estado, o sea de su aptitud y capacidad de resistir a todo asalto revolucionario antagónico, es fácil sustituir la ciega y vulgar opinión actual, que se regocija porque dos guerras mundiales habrían rechazado fuerzas de reacción y tiranía, por la constatación evidente de que el sistema capitalista ha más que redoblado su potencia, concentrada en los grandes monstruos estatales y en la construcción en curso del Leviatán mundial del dominio de clase. Constatación que se debe pedir, no al examen de los histrionismos jurídicos plumíferos u oratorios, más nauseabundos hoy en día que en los derrotados regímenes del Eje, sino al cálculo científico de las fuerzas financieras, militares, policíacas, a la medida de la concentración y acumulación vertiginosas del capital privado o público, siempre burgués.

Respecto al de 1914, 1919, 1922, 1933 y 1943, el régimen capitalista de 1947 es más pesado, siempre más pesado en la explotación económica y en la opresión política sobre las masas que trabajan y sobre cualquier persona y cualquier cosa que se le cruce en el camino. Esto es válido para los «grandes», después de la supresión totalitaria de los organismos estatales de Alemania y Japón. Y hasta es no menos válido para el propio Estado italiano, derrotado, vejado, vasallo, vendible y vendido en toda dirección, pero no obstante, más dotado de policías y más reaccionario hoy que bajo Giolitti y Mussolini, eventualmente más reaccionario aún si de las manos de De Gasperi pasase a las de los grupos de «izquierda».

Recordado todo esto sumariamente, será ahora tratado el problema del empleo de la fuerza y de la violencia en la lucha social, cuando quien empuña esos medios de acción es la clase revolucionaria de la época actual, el moderno proletariado.

 

***

 

El método de la lucha de clase ha sido en el curso de casi un siglo aceptado verbalmente por tantos y tan diversos movimientos y escuelas, que las más opuestas interpretaciones se han enfrentado en violentas polémicas, reflejo de las vicisitudes y de los puntos cruciales de la historia del capitalismo y de los antagonismos suscitados por él.

La polémica se clarificó en modo clásico entre la primera guerra mundial y la revolución rusa: Lenin, Trotski y los grupos de izquierda que confluyeron en la Internacional de Moscú reordenaron en una forma que debe considerarse definitiva en el campo teórico y programático las cuestiones sobre la fuerza, la violencia, la conquista del poder, el Estado y la dictadura.

Del lado opuesto se situaban las innumerables deformaciones del oportunismo socialdemócrata, cuya confutación no es necesario repetir, pero será útil recordar solamente algún punto que nos servirá para aclarar todos nuestros conceptos distintivos. Por otra parte, muchas de las falsas posiciones derrotadas entonces en la lucha y que dieron la impresión de desaparecer para siempre, reaparecen bajo formas casi idénticas en la situación actual del movimiento obrero.

El revisionismo pretendió mostrar como una parte caduca del sistema marxista, toda la previsión de un choque revolucionario entre la clase obrera y las defensas del poder burgués, y falsificando y explotando los textos, un prefacio y una carta famosos de Engels, afirmó por una parte que, dados los progresos de la técnica militar, estaba excluida toda perspectiva de insurrección armada victoriosa y, por otra parte, que la progresión de la organización de los sindicatos obreros y de los partidos políticos parlamentarios autorizaba a prever con seguridad una próxima llegada al poder con medios legales e incruentos.

Se quiso difundir en las filas de la clase obrera la convicción de que NO SE PODÍA abatir con la fuerza el poder de la clase capitalista, y que por otra parte, SE PODÍA realizar el socialismo después de haber conquistado, con la mayoría en las instituciones representativas, los órganos ejecutivos del Estado.

Se acusó a los marxistas de izquierda de un culto de la violencia que la elevaba de medio a fin y la invocaba casi sádicamente aun allí donde se podía economizarla y alcanzar el mismo resultado por vía pacífica.

Mas frente a la elocuencia de los desarrollos históricos, esa polémica mostró pronto su verdadero contenido, que era el de una mística, no tanto de la antiviolencia como precisamente de los principios apologéticos del orden burgués.

Habiendo triunfado la revolución armada en Leningrado sobre las resistencias tanto de la organización zarista como de la clase burguesa rusa, el argumento de que NO SE PODÍA conquistar el poder con las armas se transformó en el argumento de que NO SE DEBÍA hacerlo, aun pudiendo. Esto se injertaba en la predicación idiota de un humanitarismo y un pacifismo social genéricos, los cuales repudiaban desde luego la violencia usada para la victoria de la revolución obrera, pero no renegaban de la violencia usada por la burguesía para sus revoluciones históricas, ni siquiera en sus manifestaciones terroristas extremas. Además, en todas las decisiones controvertidas, en situaciones decisivas para el movimiento socialista, la derecha, al oponerse a las proposiciones de acción directa, admitió que habría compartido el recurso a la insurrección por otros objetivos. Por ejemplo, los socialistas reformistas italianos, en mayo de 1915, se opusieron a la propuesta de huelga general en el momento de la movilización con argumentos ideológicos y políticos, y no solamente con argumentos de apreciación táctica de las fuerzas en juego, pero admitieron que en el caso de una intervención en la guerra al lado de Austria y Alemania habrían llamado al pueblo a la insurrección...[2]

De la misma manera, los teorizadores de la «utilización» de las vías legales y democráticas están dispuestos a admitir que la violencia popular es legítima y necesaria cuando se efectúe desde arriba la tentativa de abolir las garantías constitucionales. En cuanto a saber cómo se explica que en ese caso el progreso de los medios técnicos militares en manos del Estado no sea ya un obstáculo insuperable, cómo puede preverse que, en el caso del logro pacífico de la mayoría, la clase en el poder no recurrirá a esos medios para conservarlo, y cómo en todas estas situaciones el proletariado pueda usar victoriosamente la violencia estigmatizada y condenada como medio de clase, en todas estas situaciones los socialdemócratas son incapaces de decirlo, porque deberían confesar que son pura y simplemente los cómplices de la conservación burguesa.

En efecto, un sistema de consignas de orden táctico como el de ellos, sólo puede conciliarse con una apología netamente antimarxista de la civilización burguesa, como está de hecho en el fondo de toda la política de los partidos surgidos de la cepa deforme del antifascismo.

Esa tesis dice que el último recurso histórico a la violencia y a las formas de guerra civil ha sido precisamente el que ha permitido al orden burgués surgir sobre las ruinas de los viejos regímenes feudales y despóticos. Con la conquista de las libertades políticas se abre una nueva era de luchas civiles y pacíficas, que sin choques cruentos ulteriores, permitirán todas las demás conquistas, incluida la de la igualdad económica y social.

El movimiento histórico del moderno proletariado y el socialismo ya no se presentan, en esta innoble falsificación, como la batalla más radical de la historia, como la destrucción desde sus fundamentos, de todo un mundo, de su estructura económica y de sus ordenamientos legales y políticos, al igual que de sus ideologías, impregnadas aún de todas las mentiras transmitidas por las formas de opresión que se han sucedido hasta hoy y que apestan todavía el aire mismo que respiramos.

El socialismo se reduce así a una necia y titubeante integración de pretendidas conquistas jurídicas y constitucionales –con las que la forma capitalista habría enriquecido e iluminado la sociedad–, y de vagos postulados sociales injertables y transplantables en el tronco del sistema burgués.

La formidable perspectiva antagónica de Marx, que medía en el subsuelo social las presiones irresistibles y crecientes que deberán hacer saltar la envoltura de las formas burguesas de producción como los cataclismos geológicos quebrantan la costra del planeta, es sustituida con los despreciables engaños de un Roosevelt, que desliza en el hinchado elenco de las libertades burguesas las del temor y de la necesidad, o de un Pacelli que, habiendo vuelto a bendecir en la moderna forma capitalista el eterno principio de la propiedad, finge llorar por el abismo que separa la indigencia de las multitudes de las monstruosas acumulaciones de riqueza.

En la reconstrucción leninista, la definición del Estado es puesta nuevamente en su lugar como la máquina que una clase social emplea para oprimir a otras, y esa definición rige plenamente y sobre todo para el moderno Estado burgués, democrático y parlamentario. Queda igualmente aclarado, como coronamiento de la histórica polémica, que la fuerza proletaria de dase no puede penetrar en esta máquina y utilizarla para su propio desarrollo, mas debe, no conquistarla, sino destrozarla y dispersar sus pedazos.

La lucha proletaria no es una lucha desde dentro del Estado y de sus organismos, sino lucha desde el exterior del Estado contra él y contra sus manifestaciones y formas.

La lucha proletaria no se propone tomar o conquistar el Estado, como una plaza fuerte en la que el ejército vencedor quiere establecer su guarnición, sino que se propone destruirlo arrasando hasta el suelo las defensas y las fortificaciones derrotadas.

Sin embargo, aún después de esta destrucción, una forma de Estado político se hace necesaria, y es la forma nueva en la que se organiza el poder de clase del proletariado, por la necesidad de dirigir el empleo de una violencia orgánica con la que se extirpan los privilegios del capital y se permite la organización de las liberadas fuerzas productivas en las nuevas formas comunistas, no privadas, no mercantiles.

Se habla por ello con exactitud de conquista del poder, designando con ello no la conquista legal y pacífica, sino violenta, armada, revolucionaria. Se habla con justa razón de pasaje del poder de las manos de la burguesía a las del proletariado, precisamente porque en nuestra doctrina llamamos poder no sólo al aspecto estático de la autoridad y de la ley posada sobre las pesadas tradiciones del pasado, sino también al dinámico de la fuerza y de la violencia impulsada hacía el futuro que arrolla los diques y los obstáculos de las instituciones. No sería exacto hablar de conquista del Estado, o de pasaje del Estado desde gestión de una clase a la de otra, ya que precisamente el Estado de una clase debe perecer y ser despedazado, como condición de la victoria de la clase antes dominada. Transgredir este punto esencial del marxismo, o hacer sobre él la más mínima concesión, como la de que el traspaso del poder pueda ser encuadrado por un acontecimiento parlamentario –aun si éste es flanqueado de acciones y de combates callejeros y de vicisitudes de guerra entre los Estados–, conduce directamente al extremo conservadurismo, ya que significa hacer la concesión de que la estructura del Estado es una forma abierta a contenidos sociales opuestos, y está en consecuencia por encima de las clases opuestas y de su confrontación histórica, lo que se resuelve en el temor reverencial de la legalidad y en la vulgar apologética del orden constituido.

No se trata solamente de un error científico de apreciación, sino de un real proceso histórico degenerativo que se ha desarrollado ante nuestros ojos, que ha conducido cuesta abajo a los partidos ex-comunistas y que, dando la espalda a las tesis de Lenin, llega a la coalición con los traidores socialdemócratas, al «gobierno obrero», al gobierno democrático en colaboración directa con la burguesía y al servicio de ésta.

Con la tesis luminosa de la destrucción del Estado, Lenin establecía la tesis de la formación del Estado proletario, no grata a los anarquistas, los cuales aun teniendo el mérito de propugnar la primera, perseguía la ilusión de que, inmediatamente después de la destrucción del poder burgués, la sociedad pudiese prescindir de toda forma de poder organizado y por consiguiente de todo Estado político, o sea de un sistema de violencia social. No pudiendo ser instantánea la transformación de la economía privada en economía socialista, tampoco puede ser instantánea la supresión de la clase no trabajadora y no puede ser realizada con la supresión física de sus miembros.

Durante el no breve lapso de tiempo en que las formas económicas capitalistas persisten, sufriendo una incesante reducción, el Estado revolucionario organizado debe funcionar, lo que significa, como Lenin dijo sin hipocresías, tener soldados, fuerzas de policía y cárceles.

Reduciéndose progresivamente el campo de la economía aún organizada en forma privada, se reduce al mismo tiempo el campo en que es necesario aplicar la coacción política, y el Estado tiende a su progresiva desaparición.

Los puntos aquí recordados en forma esquemática bastan para mostrar cómo no fue tanto la maravillosa campaña polémica –la que ridiculizó y trituró a los contradictores–, sino sobre todo el acontecimiento más grandioso que haya presentado hasta aquí la historia de la lucha de clases, los que hicieron resplandecer con absoluta claridad las clásicas tesis de Marx y de Engels, del Manifiesto de los Comunistas, las conclusiones que se sacaron de la derrota de la Comuna, como la conquista del poder político, la dictadura del proletariado, la intervención despótica en las relaciones burguesas de producción, el deshinchamiento final del Estado. El pleno derecho a hablar de confirmaciones históricas, paralelas al genial planteamiento teórico, parece cesar cuando se liega a esta última fase, porque no hemos asistido aún –en Rusia o en otros lugares– al proceso de deshinchamiento, de vaciamiento, de disolución (Auflösung en Engels) del Estado. La cuestión es importante y difícil, dado que para la sana dialéctica nada puede ser demostrado con certeza por la sucesión más o menos brillante de palabras dichas o escritas, ya que las conclusiones se fundan solamente en los hechos.

Los Estados burgueses, bajo todos los climas meteorológicos e ideológicos, se van hinchando espantosamente ante nuestros ojos, y el único Estado que una potente propaganda presenta como obrero, dilata a su vez su organización y sus funciones en el campo burocrático, judicial, policíaco, militar, más allá de todo límite.

No debe pues sorprender que un difundido escepticismo acoja la previsión de la contracción y de la eliminación del Estado después del cumplimiento de su papel decisivo en la lucha de las clases.

La opinión vulgar parece decirnos: «Tendréis que esperar sentados, teorizadores y realizadores de dictaduras, aun de las rojas; el organismo estatal, como un tumor en el cuerpo de la sociedad, se guardará bien de retroceder e invadirá todos sus tejidos y todos sus meandros hasta sofocarla». De esta corriente apreciación sacan el valor todas las ideologías individualistas, liberales, anarquistas, y por último los viejos y nuevos deformes hibridismos entre el método clasista y el liberal, que nos propinan socialismos basados nada menos que sobre la personalidad y la plenitud de sus manifestaciones.

Es bien sabido que aun los escasos grupos que en el campo comunista han reaccionado contra la degeneración oportunista de los partidos de la disuelta Internacional de Moscú tienden a mostrar vacilaciones sobre este punto; preocupados por luchar contra la sofocante centralización de la burocracia estaliniana, son conducidos a poner en duda las posiciones de principio del marxismo restablecidas por Lenin y muestran creer que éste –y con él todos los comunistas revolucionarios en el glorioso período 1917-1920– haya errado en el sentido de idolatrar al Estado.

Quede bien aclarado que la corriente de la izquierda comunista italiana, con la que empalma esta publicación, no tiene en esta materia el más mínimo titubeo o arrepentimiento, rechaza toda revisión del principio fundamental de Marx y Lenin según el cual la revolución, así como es un proceso violento por excelencia, es también un hecho sumamente autoritario, totalitario y centralizador.

La condena de la dirección estalinista no se funda en la acusación abstracta, escolástica y constitucionalista de haber pecado abusando de burocratismo, de dirigismo y de autoridad despótica, sino sobre apreciaciones bien diferentes del desarrollo económico, social y político en Rusia y en el mundo, del que la hinchazón monstruosa de la máquina estatal no es la causa pecaminosa, sino la inevitable consecuencia.

La duda sobre la aceptación y la abierta defensa de la dictadura, además de provenir de vagos y estúpidos moralismos sobre el pretendido derecho del individuo o del grupo a no ser comprimido o doblegado por una fuerza más amplia, deriva de la distinción –sin duda importantísima– entre el concepto de dictadura de clase contra clase y el de las relaciones de organización y de poder con las que el Estado revolucionario se construye y se configura en el seno de la clase obrera vencedora. Este es el punto de llegada del presente escrito que, habiendo puesto nuevamente en sus justos términos los datos fundamentales, no pretenderá por cierto haber agotado estas cuestiones que sólo la historia agota (de la misma forma que asumimos que está agotado ya el cuestionarse la necesidad de la violencia para la conquista del poder), mientras la tarea de la escuela teórica y de la milicia de partido es la de evitar que se busque su solución usando, sin darse cuenta de ello, argumentos dictados e influenciados por las ideologías enemigas y, por consiguiente, por los intereses de clase opuestos.

La dictadura es, pues, el aspecto segundo y dialéctico de la fuerza revolucionaria. Ésta, en la primera fase de la conquista del poder, obra desde abajo y hace confluir mil esfuerzos en la tentativa de destrozar la forma estatal desde hace tiempo constituida. Esta misma fuerza de clase, después del éxito de esa tentativa, continúa obrando en sentido inverso, desde arriba, en el ejercicio del poder confiado a un organismo estatal reconstituido en la totalidad y en cada una de las partes y aún más robusto, decidido y, si es necesario, despiadado y terrorista que el organismo derrotado.

Los chillidos contra la reivindicación de la dictadura, hoy disimulada hipócritamente por los propios representantes del régimen de hierro moscovita, y los gritos de alarma contra la pretendida imposibilidad de frenar la carrera a la codicia del poder, y por consiguiente del privilegio material, por parte del personal burocrático cristalizado en una nueva clase o casta dominante, se concilian bien con la posición inferior y metafísica de quien trata a la sociedad y al Estado como entes abstractos, y no sabe encontrar la clave de los problemas en la indagación sobre los hechos de la producción y en las transformaciones radicales de todas las relaciones que surgen de los choques entre las clases.

Es pues banal la confusión entre el concepto de dictadura invocado por nosotros, marxistas, y los conceptos vulgares de tiranía, despotismo y autocracia. Se confunde así la dictadura del proletariado con el poder personal y se pone en la picota, sobre la base de las mismas estupideces, tanto a Lenin como a Hitler, Mussolini o Stalin.

Recordemos que el análisis marxista desconoce completamente la afirmación de que las máquinas estatales obran bajo la acción de la voluntad de esos caudillos contemporáneos. Ellos son piezas simbólicamente conocidas, movidas por fuerzas a las que no pueden substraerse sobre el tablero de la historia.

Más de una vez hemos establecido, por otra parte, que los mismos ideólogos burgueses no tienen derecho a escandalizarse de un Franco o de un Tito, o de los métodos enérgicos de aquellos Estados que los presentan como jefes, cuando no rehuyen la apología de la dictadura y del terror a los que la burguesía recurrió precisamente en la fase sucesiva a la conquista del poder.

Así, ningún historiador sensato clasifica al dictador de Nápoles en 1860, José Garibaldi, como un criminal político, sino que lo exalta como un puro campeón de la humanidad.

La dictadura del proletariado no se manifiesta, pues, en poder de un hombre, aunque posea excelsas cualidades personales. ¿Tiene ella entonces por sujeto operante un partido político, el cual obra en nombre y por cuenta de la clase obrera? A esa pregunta, hoy como treinta años atrás, la respuesta de nuestra corriente es incondicionalmente: sí.

Puesto que es innegable que los partidos que pretendían representar a la clase proletaria han padecido crisis profundas y se han desmembrado y desdoblado repetidas veces, sigue a nuestra tajante afirmación la pregunta de si se debe establecer, y con qué criterio, qué partido tiene efectivamente esa prerrogativa revolucionaria, llevando así la cuestión al examen de la relación que une la base amplia de la clase y el organismo más restringido y bien definido del partido.

En la respuesta a las cuestiones sobre este punto no se debe perder de vista el carácter distintivo de la dictadura que, como siempre en nuestro método, antes de revelar en la historia concreta sus aspectos positivos, se deja definir por su aspecto negativo.

Es dictadura el régimen en el que la clase derrotada, aun existiendo físicamente y constituyendo desde el punto de vista estadístico una parte notable del aglomerado social, es mantenida con la fuerza fuera del Estado. Y es mantenida, además, en condiciones de no poder intentar la reconquista del poder, siéndole prohibida la asociación, la propaganda y la prensa.

Quién la vaya a mantener en este estado de abierta sumisión, no es necesario definirlo al principio, lo enseñará el desarrollo mismo de la lucha histórica. Con tal de que la clase que combatimos sea reducida a este estado de inferioridad social, sufra esta muerte civil en espera de su muerte estadística, nosotros admitiremos por un momento que el sujeto operante pueda ser o toda la mayoría social vencedora (hipótesis absolutamente irrealizable), o una parte de ella, o un sólido grupo de vanguardia (aunque sea estadísticamente minoritario) o, por último, durante una breve crisis, hasta un hombre solo (otra hipótesis extrema respecto a la media, que ha estado a punto de realizarse en un solo ejemplo histórico, el de Lenin que en abril de 1917, solo contra todo el comité central y los viejos bolcheviques, descubre en el devenir de los hechos y graba en sus tesis las nuevas líneas de la historia del partido y de la revolución, de la misma manera que en noviembre hace disolver por los fusileros rojos la asamblea constituyente).

No siendo el método marxista ni revelación, ni profecía, ni escolástica, él conquista ante todo el conocimiento del sentido en que obran las fuerzas históricas estableciendo sus relaciones y sus choques. Ulteriormente, acompañando a la par la indagación y la lucha, él determina los caracteres de las manifestaciones y la configuración de los medios.

La Comuna de París confirmó que la fuerza proletaria debía romper el viejo Estado y no penetrarlo, y que el medio debía ser no la legalidad sino la insurrección.

La misma derrota en este choque de clase y la victoria de Octubre en Leningrado mostraron que es necesario organizar una nueva forma de Estado armado cuyo «secreto» está en esto: que él niega la supervivencia política a los componentes de la clase derrotada y a todos sus partidos multiformes.

Arrebatado a la historia (consintámonos, para facilitar la exposición o coquetear con esta expresión) este secreto decisivo, no hemos aclarado y estudiado aún toda la fisiología y la dinámica del organismo engendrado, y desgraciadamente nos queda todavía abierto un campo dificilísimo: el de su patología.

Ante todo, el carácter negativo determinante, es decir, la exclusión del órgano estatal (tenga éste o no, múltiples estructuras representativas, ejecutivas, judiciales, burocráticas) de la clase destronada, distingue radicalmente nuestro Estado del Estado burgués que pretendía acoger en sus órganos a todos los estratos sociales.

La novedad, sin embargo, no puede parecer absurda a la burguesía oprimida. Cuando ella consiguió destruir el viejo Estado fundado sobre los dos órdenes de la nobleza y del clero, comprendió que cometía un error al pedir entrar solamente como tercer orden en el organismo estatal (el término francés de tercer estado puede inducir a un equívoco formal con el Estado único; lo sustituiremos por orden). En la Convención y en el Terror ella expulsó a los «ex» fuera del Estado, y le fue fácil cerrar históricamente la fase dictatorial porque pudo destruir rápidamente los privilegios de los dos órdenes fundados en prerrogativas jurídicas más que en la organización productiva, reduciendo rápidamente al cura y al noble a simples e indistintos ciudadanos.

Establecido el punto de referencia distintivo que define la forma histórica de la dictadura del proletariado, procederemos ahora en la parte sucesiva del presente estudio a examinar las relaciones entre los diversos órganos e instituciones que se manifiestan en ésta: Partido de clase, consejos obreros, sindicatos, consejos de empresa.

En otros términos, discutiremos para concluir el problema de la llamada democracia proletaria (expresión hospedada en los textos de la Tercera Internacional, pero que sería mejor liquidar) que debería instituirse después de que la dictadura haya sepultado históricamente a la democracia burguesa.

 

V

 

DEGENERACIÓN RUSA Y DICTADURA

 

El cuadro del arduo problema de la degeneración del poder proletario tiene estos grandes rasgos. En un vasto país la clase obrera ha conquistado el poder siguiendo la línea histórica de la insurrección armada y del aniquilamiento de toda influencia de las clases derrotadas bajo el peso de la dictadura de clase. Pero en los demás países del mundo la clase obrera, o no ha tenido la fuerza de iniciar el ataque revolucionario, o ha sido aplastada en su tentativa. En estos países el poder permanece en las manos de la burguesía, la producción y el cambio continúan y seguirán progresando dentro del marco capitalista, que domina todas las relaciones del mercado mundial.

En el país de la revolución la dictadura resiste muy firmemente en el plano político y militar contra toda tentativa de contraataque y liquida las guerras civiles en pocos y victoriosos años, y el capitalismo exterior no entabla una acción general para vencerla.

Se verifica, sin embargo, un proceso de degeneración interna del nuevo aparato político y administrativo, y se ve formarse un círculo privilegiado que monopoliza los beneficios y los cargos de la jerarquía burocrática, a pesar de seguir proclamando representar y defender los intereses de las grandes masas trabajadoras.

En los demás países, el movimiento obrero revolucionario estrechamente vinculado a esta jerarquía política, no sólo no realiza otros victoriosos derrocamientos de los Estados burgueses, sino que va falseando y ahogando en otros objetivos no revolucionarios el sentido de su propia acción.

Surge, ante este tremendo problema de la historia de la lucha de clase, la grave interrogación: ¿cómo se podía o se podría impedir esta doble ruina? La pregunta, en verdad, está mal planteada; según el sano método determinista se trata, por el contrario, de individualizar los verdaderos caracteres y las leyes propias de este proceso degenerativo, para establecer cuándo y en qué signos se podrán reconocer las condiciones que permitirán esperar y seguir un proceso revolucionario preservado de esa reversión patológica.

No estamos rebatiendo aquí las posiciones de los que impugnan la existencia de la degeneración en Rusia y que sostienen que existe allí el verdadero y pleno poder revolucionario obrero, la evolución real de las formas económicas hacia el comunismo, y una coordinación eficiente con los demás partidos del proletariado internacional para conducir al abatimiento del capitalismo mundial.

Tampoco desarrollamos aquí el estudio del aspecto económico-social del problema, que debe ser planteado sobre la base de un atento análisis del mecanismo ruso de producción y distribución y de sus relaciones reales con las economías capitalistas del exterior (ver los textos posteriores, en francés: «Dialogue avec les Morts» y «Bilan d’une révolution», en italiano: «Dialogato con Stalin» y «Dialogato coi Morti»).

Aquí, al término de la exposición histórica sobre los problemas de la violencia y del poder, respondemos a las objeciones críticas según las cuales la degeneración en un sentido burocrático y opresivo es una consecuencia directa del haber transgredido y violado los cánones y criterios de la democracia electiva.

La objeción se presenta bajo dos formas, pero la menos radical es la más insidiosa. El primer aspecto es el típicamente burgués que se relaciona directamente con toda la campaña mundial de difamación de la revolución rusa, dirigida ya desde aquellos años de lucha por todos los liberales, los demócratas y los socialdemócratas del mundo entero, aterrorizados tanto del empleo como de la magnífica y valiente proclamación teórica del método de la dictadura revolucionaria.

Después de cuanto hemos recordado en estos artículos consideramos superada esta primera forma de la lamentación democrática genérica, si bien la lucha contra ella es siempre de importancia primordial, precisamente hoy que la reivindicación conformista de la que Lenin llamó «la democracia en general» –y que en los textos comunistas fundamentales representa el opuesto dialéctico, la negación antipopular de la posición revolucionaría– es desplegada obscenamente precisamente por los partidos que se proclaman vinculados al régimen vigente en Rusia. Sin embargo este régimen, aún haciendo en el interior peligrosas y culpables concesiones al mecanismo democrático burgués en el derecho formal, no sólo permanece sino que se transforma cada vez más en un régimen totalitario y policíaco.

Por lo tanto, no se insistirá nunca suficientemente en la crítica de la democracia en todas las formas históricas conocidas hasta hoy; ésta ha sido siempre un modo interno de organización de una vieja o nueva clase de opresores, una vieja o nueva técnica contingente de las relaciones internas entre elementos y grupos explotadores; y en las revoluciones burguesas específicas, la verdadera atmósfera vital necesaria al prorrumpir vigoroso del capitalismo.

Las viejas democracias basadas en los principios electivos, asambleas, parlamentos o concilios, bajo la embustera proclamación de querer realizar el bien de todos y la universalidad de las conquistas espirituales o materiales, servían de hecho para imponer y conservar la explotación de la masa de fanáticos, de esclavos, de ilotas, de pueblos subyugados por estar menos adelantados o ser menos belicosos, de toda una masa ausente del templo, del senado, de la polis, de los comicios.

En las múltiples teorías banales con fondo igualitario, nosotros leemos la verdad objetiva del compromiso, del acuerdo y de la conjura entre los componentes de la minoría privilegiada en detrimento de las clases inferiores. Nuestra apreciación de la moderna forma democrática basada en las sagradas escrituras de las revoluciones británica, americana y francesa no es de ningún modo diferente. Ella es una técnica de las mejores condiciones políticas para que el capitalismo pueda oprimir y explotar a los trabajadores, sustituyendo la vieja red de los opresores feudales por la que él mismo era sofocado, pero siempre con el fin de explotar, de una manera nueva y diferente, pero no menor ni atenuada.

Es además fundamental, a ese respecto, la interpretación de la presente fase totalitaria de la época burguesa, en la que las formas parlamentarias, cumplida su tarea, tienden a desaparecer, y la atmósfera del moderno capitalismo se vuelve antiliberal y antidemocrática. De esta correcta apreciación nace la consecuencia táctica de que toda reivindicación para el retorno a la democracia burguesa inicial es anticlasista y reaccionaria, y hasta «antiprogresista».

 

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Urge retornar a la segunda forma de la objeción con un fondo democrático, la cual no se inspira ya en los dogmas de una democracia interclasista y superclasista, sino que en sustancia dice esto: está bien ejercer la dictadura y superar todo escrúpulo en el reprimir los derechos de la minoría burguesa vencida; pero una vez que los burgueses fueron puestos fuera de la ley tuvo lugar la degeneración del Estado porque «dentro» de la clase proletaria vencedora se violó la regla representativa. Si se hubiese realizado y respetado un pleno sistema electivo mayoritario de los órganos proletarios de base –consejos, sindicatos, partido político– dejando cada decisión al resultado numérico de consultas «verdaderamente libres», se habría mantenido automáticamente la verdadera vía revolucionaria y se habría conjurado toda degeneración y todo peligro de predominio abusivo y atropellador de la difamadísima «camarilla estaliniana».

En la base de este modo de ver, tan difundido, está la opinión de que cada individuo, por el solo hecho de pertenecer a una clase económica, o sea de encontrarse en determinadas relaciones comunes a muchos otros hombres a los efectos de la producción, esté igualmente predispuesto a adquirir una clara «conciencia» de clase, es decir, adquiera un conjunto de opiniones y objetivos que reflejan los intereses, la vía histórica y el porvenir de su clase. Ésta es una manera errónea de comprender el determinismo marxista, porque la formación de la conciencia es un hecho que, si bien relacionado con las situaciones económicas de base, las sigue a gran distancia de tiempo y tiene un campo de acción muchísimo más reducido que ellas. Por ejemplo, los burgueses, comerciantes, banqueros o pequeños fabricantes existieron y tuvieron funciones económicas fundamentales durante muchos siglos antes de que se desarrollase la conciencia histórica de la clase burguesa, pero tuvieron una psicología de servidores y cómplices de los señores feudales, mientras en su seno se formaban lentamente una tendencia y una ideología revolucionarias, y minorías audaces se iban organizando para intentar la conquista del poder.

Ésta fue lograda en las grandes revoluciones democráticas, y si algunos aristócratas habían luchado por la revolución, muchos burgueses conservaron no sólo el modo de pensar sino también una línea de acción contraria a los intereses generales de su clase, y militaron y lucharon con los partidos contrarrevolucionarios.

Similarmente, la opinión y la conciencia del obrero se forman más bien bajo la influencia de sus condiciones de trabajo y de vida materiales, pero también en el ambiente de toda la ideología conservadora tradicional con la que lo circunda el mundo capitalista.

Las influencias en este sentido se vuelven, en la fase actual, cada vez más potentes y no es necesario recordar de qué recursos dispone no sólo la planificación de la propaganda con las técnicas modernas, sino la misma intervención centralizada en la vida económica con la adopción  de las infinitas medidas reformistas y de economía controlada, que procuran satisfacer los intereses secundarios de los trabajadores y muchas veces tienen verdaderamente influencias concretas en sus condiciones de vida.

Mientras que, frente a la masa bruta e inculta, los viejos regímenes aristocráticos y feudales se contentaron con la utilización de la organización eclesiástica como planificadora de ideologías serviles, ellos actuaron sobre la naciente burguesía sobre todo mediante el monopolio de la escuela y de la cultura, y ésta debió sostener una gran lucha ideológica que presentó complicadas alternativas y que la literatura presenta como la lucha por la  libertad de pensamiento, cuando en realidad se trataba de la superestructura de un áspero conflicto entre dos fuerzas organizadas para vencerse mutuamente.

Hoy el capitalismo mundial, además de la iglesia y de la escuela, dispone de miles de otras formas de manipulación ideológica y de formación de la llamada conciencia, y ha superado cualitativa y cuantitativamente a los viejos regímenes en la fabricación de engaños, no sólo en el sentido de difundir las doctrinas y las místicas más absurdas, sino también en el prejudicial de informar a la masa de los hombres de manera totalmente falsa sobre los innumerables acontecimientos de la complicada vida moderna.

Si, a pesar de este formidable arsenal de clase enemiga, hemos pensado siempre que se formarían en el seno de la clase oprimida una ideología y una doctrina antagónicas, que adquirirían cada vez mayor claridad y difusión a medida que el mismo desarrollo económico agudizaba el conflicto de las fuerzas productivas, y paralelamente al difundirse de las ásperas luchas entre los opuestos intereses de clase, esa perspectiva no se fundaba en el argumento de que, siendo los proletarios más numerosos que los burgueses, el cúmulo de sus opiniones y concepciones individuales prevalecería con su peso sobre las de los adversarios.

Esa claridad y esa conciencia, nosotros las hemos visto realizarse siempre, no en un agregado amorfo de personas aisladas, sino en organizaciones surgidas del seno de la masa indiferenciada, en encuadramientos y formaciones de minorías decididas que, vinculadas entre sí de país a país y en la continuidad histórica general del movimiento, asumían la función directiva de la lucha de las masas, mientras éstas, en su mayoría, participaban en ella determinadas por los impulsos y los motivos económicos mucho antes de haber alcanzado la misma fuerza y claridad de opiniones cristalizadas en el partido dirigente.

He aquí por qué no es de excluirse que toda consulta, aun cuando fuese posible, de la generalidad de la masa obrera, hecha con el bruto criterio numérico, pueda dar un resultado contrarrevolucionario aun en situaciones favorables para un avance y una lucha guiados por una minoría de vanguardia. Ni siquiera una lucha general política que se cierre con la conquista victoriosa del poder es suficiente de manera inmediata para eliminar todas las complicadas influencias tradicionales de las ideologías burguesas. Éstas sobreviven no sólo en toda la estructura social del mismo país de la victoria revolucionaria, sino que continúan obrando desde fuera de las fronteras con el imponente despliegue de todos los medios modernos que hemos indicado.

La misma gran ventaja de destruir junto con la máquina estatal todas las estructuras de planificación ideológica del pasado, como la iglesia, la escuela e innumerables asociaciones, y de tomar el control central de todos los grandes medios de difusión de las opiniones: prensa, radio, teatro, etc., no basta, si no se completa con la condición económico-social de poder proceder rápidamente y con éxito positivo a la extirpación de las formas burguesas de producción. Lenin sabía muy bien que la necesidad de tener que dejar que se prolongue, y en cierto sentido se revigorice, la gestión familiar de la pequeña hacienda campesina significaba dejar un campo libre a las influencias de psicología egoísta y mercantil de tipo burgués y a la propaganda derrotista del pope, en suma, al juego de infinitas supersticiones contrarrevolucionarias, pero el estado de las relaciones de las fuerzas no permitía otra decisión, y sólo conservando la fuerza y la solidez del poder armado del proletariado industrial se podía conciliar la utilización del empuje revolucionario de los aliados campesinos contra los vínculos del régimen terrateniente feudal, con la defensa de los peligros de una posible «jacquerie» (insurrección) del campesinado semienriquecido, como se verificó en las guerras civiles contra Denikin y Kolchak.

La falsa posición de los que quieren aplicar la democracia aritmética en el seno de la masa trabajadora o de determinados organismos suyos tiene pues su origen en un falso planteamiento de los términos del determinismo marxista.

Ya hemos hecho más arriba la distinción entre la tesis errónea según la cual, en cada época histórica, a las clases con intereses opuestos les corresponden grupos que profesan teorías opuestas, y la tesis exacta que sostiene que en todas las épocas el sistema doctrinal construido sobre los intereses de la clase dominante tiende ventajosamente a ser profesado por la clase dominada. Quien es siervo de cuerpo es siervo de espíritu, y el viejo engaño burgués es precisamente el querer comenzar por la liberación de los espíritus que no conduce a ningún lado y no cuesta nada a los beneficiarios del privilegio social, mientras que es por la liberación de los cuerpos por donde hay que comenzar.

Del mismo modo es una posición errónea, a propósito del sobadísimo problema de la conciencia, la que establece que la serie del determinismo es ésta: causas económicas determinantes; conciencia de clase; acción de clase. La serie es en cambio otra: causas económicas determinantes; acción de clase; conciencia de clase. La conciencia viene al final y, en general, después de la victoria decisiva. La necesidad económica aúna la presión y el esfuerzo de los que son oprimidos y sofocados por las formas cristalizadas de un sistema productivo dado; ellos reaccionan, se debaten, se lanzan contra esos límites; en el curso de este choque y de esta batalla van comprendiendo cada vez mejor las condiciones generales, las leyes y los principios, y se forma una clara visión del programa de la clase combatiente.

Desde hace decenios y decenios se nos contesta que queremos una revolución de inconscientes.

Podríamos responder que, con tal de que la revolución barra el montón de infamias constituido por el régimen burgués y con tal de que se despedace el cerco formidable de sus instituciones, que oprime y destroza la vida de las masas productivas, a nosotros no nos disgusta en absoluto que los golpes sean asestados a fondo incluso por quien no es aún consciente del fin de la lucha. Pero en cambio nosotros, marxistas de izquierda, hemos reivindicado siempre neta y vigorosamente la importancia de la parte doctrinal del movimiento; más aún, hemos denunciado constantemente la ausencia de principios y la traición a ésos por parte de los oportunistas de la derecha. Hemos recordado siempre la validez del planteamiento marxista que considera al proletariado como el heredero directo de la filosofía clásica moderna. Esta enunciación quería expresar que, paralelamente a la lucha de burgueses usureros colonizadores y mercaderes, hubo en la historia el asalto del método crítico a las ideologías de la autoridad de derecho divino y del dogma, y una revolución llevada a cabo en la filosofía natural que precedió en apariencias la revolución de la sociedad. Esto sucedía porque entre las formas que debían ser destrozadas para que las fuerzas productivas capitalistas se afirmasen en el pleno poder de su desarrollo, el andamiaje de las confesiones escolásticas y teocráticas del medioevo no era precisamente la menor. Pero habiéndose vuelto conservadora después de su victoria política y social, la burguesía no tenía ningún interés en que el arma de la crítica se hundiese a su vez, como lo había hecho en las imposturas de los sistemas cosmogónicos cristianos, en el problema mucho más urgente y humano de la estructura social. Esa segunda tarea en el proceder de la conciencia teórica de la sociedad debía ser asumida por una nueva clase, empujada por sus intereses a desnudar las mentiras del sistema de la civilización burguesa, y esa nueva clase, en la potencia de la visión dialéctica de Marx, era la de los «viles mecánicos» mantenidos por el prejuicio medieval fuera de la cultura, de aquellos que la revolución liberal había fingido elevar a la igualdad jurídica, era la clase de los trabajadores manuales de la gran industria, incultos y casi ignorantes.

La clave de nuestro sistema está precisamente en el hecho de que no colocamos la sede de esa clarificación en el círculo estrecho de la persona individual, y que sabemos muy bien que en el caso general los elementos de la masa lanzada a la lucha no podrán poseer en sus cerebros los datos de la visión teórica general. Una tal condición sería puramente ilusoria y contrarrevolucionaria. Esa tarea está confiada por el contrario, no a formaciones o grupos de individuos superiores que descienden como benefactores de la humanidad, sino a un organismo, a un mecanismo diferenciado en el seno de la masa, que utiliza los elementos individuales como las células que componen los tejidos, elevándolos a una función que viene a ser posible sólo por este complejo de relaciones; este organismo, este sistema, este complejo de elementos cada uno con funciones propias, análogamente al organismo animal en el cual concurren sistemas de tejidos complicadísimos, de redes, de vasos y demás, es el organismo de clase, el partido, que en cierto modo determina a la clase frente a sí misma y la vuelve capaz de hacer su historia.

Todo este proceso se refleja en modo muy diverso en los varios individuos que pertenecen estadísticamente a la clase, de suerte que, para decirlo de manera más concreta, no nos sorprenderá encontrar –en una coyuntura dada– al obrero revolucionario y consciente, al otro, aún víctima total de la influencia política conservadora y quizás alistado en las filas adversas, al seguidor de las versiones oportunistas del movimiento, etc.

Y no tendremos ninguna conclusión que sacar automáticamente de una consulta estadística –si ésta fuese seriamente posible– que nos dijese cómo se dividen numéricamente, entre estas distintas posiciones, los miembros de la clase obrera.

 

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Aun siendo un hecho desgraciadamente bien verificado que el partido de clase, antes o después de la conquista del poder, es susceptible de degenerar perdiendo su función de instrumento revolucionario, se deduce de lo que precede que en la investigación de las causas de este gravísimo fenómeno de patología social y de los remedios que pueden ser aptos para combatirlo, nosotros no prestamos crédito alguno al recurso de buscar, para establecer las determinaciones y las directivas del partido, una garantía o un control que se funde sustancialmente en consultas de tipo electivo, ya sea en el conjunto de los militantes del partido mismo, o en la esfera más amplia de los obreros pertenecientes a sindicatos económicos, a organismos de fábrica o aun a órganos de tipo político representativos de clase, como los soviets o consejos obreros. Prácticamente, la historia del movimiento demuestra que un recurso semejante no ha conducido nunca a nada bueno, ni conjurado las ruinosas victorias del oportunismo. En todos los conflictos de tendencia de los que fueron el teatro antes de la guerra de 1914 los partidos socialistas tradicionales, los revisionistas de la derecha utilizaron siempre ese argumento contra los grupos de los marxistas radicales de izquierda, pretendiendo estar en relación más estrecha con amplios estratos de la clase trabajadora que los restringidos círculos de la dirección del partido político.

De hecho el oportunismo se apoyaba sobre todo en los jefes parlamentarios, los cuales transgredían las directivas políticas del partido y reivindicaban una autonomía que empleaban para colaborar con los partidos burgueses, alegando el haber sido designados por todos los electores proletarios, mucho más numerosos que los proletarios inscritos en el partido que eran los que elegían la dirección política. Paralelamente, aun los jefes de los sindicatos, desarrollando en el plano económico la misma praxis que los parlamentarios en el plano político, eran recalcitrantes a la disciplina del partido de clase sosteniendo representar a todos los trabajadores económicamente organizados, mucho más numerosos que los que militaban en el partido. Los unos y los otros, parlamentarios posibilistas y bonzos sindicales, en el correr a la alianza con el capitalismo, que culminó en su adhesión a la primera guerra imperialista, no vacilaron en burlarse, en nombre de su ostentado obrerismo o laborismo, de los grupos que desarrollaban la sana política de clase en los cuadros del partido y a tacharlos de intelectuales y hasta, alguna vez, de no proletarios.

Que el recurso a una representación directa del trabajador puro y simple no conduzca a soluciones de izquierda y a una sana preservación de la dirección revolucionaria, lo demostraron también las vicisitudes de la escuela del sindicalismo soreliano, que en un cierto momento pareció a algunos constituir la verdadera oposición a la degeneración de los partidos socialdemócratas lanzados en la vía de la renuncia a la acción directa y a la violencia de clase. Los grupos marxistas que confluyeron después en la reconstrucción leninista de la III Internacional, criticaron y condenaron justamente esta orientación aparentemente extremista, acusándola de abandono de un criterio unitario de clase capaz de superar la estrechez de las categorías singulares y de los conflictos contingentes limitados a reivindicaciones económicas que, aun en el empleo de medios de lucha físicamente violentos, conducían a renegar la posición revolucionaria marxista por la cual toda lucha de clase es lucha política y su órgano indispensable es el partido.

Y la exactitud de la polémica teórica fue confirmada por el hecho de que también el sindicalismo revolucionario naufragó en la crisis de la guerra y pasó a las filas del socialpatriotismo de los distintos países.

En cuanto a la experiencia que, sobre la cuestión que nos ocupa, puede en cambio sacarse de la acción del partido al día siguiente de la victoria revolucionaría, son los hechos más sobresalientes de la revolución rusa los que aportan mayor luz.

Nosotros impugnamos la posición según la cual la ruinosa degeneración de la política revolucionaria leninista hasta la actual orientación estaliniana haya derivado inicialmente de la excesiva preeminencia del partido y de su comité central sobre las otras asociaciones obreras de clase; impugnamos la ilusoria opinión de que todo el proceso degenerativo habría podido ser contenido si se hubiese recurrido, para designar las direcciones o para decidir cambios importantes de la política del régimen proletario, a consultas electorales de las diversas «bases». Ese problema no puede ser afrontado sin relacionarlo a las funciones económico-sociales de los diversos organismos en el proceso de destrucción de la economía tradicional y de la construcción de la nueva.

Los sindicatos constituyen indudablemente y han constituido por un largo período un terreno fundamental de lucha para el desarrollo de las energías revolucionarias del proletariado. Pero esto ha sido posible con éxito sólo cuando el partido de clase ha trabajado seriamente en medio de éstos para desplazar el punto de aplicación de sus esfuerzos de los pequeños objetivos contingentes a la finalidad general de clase. El sindicato de categoría, aun evolucionando hasta el sindicato de industria, encuentra límites en su dinámica en cuanto pueden existir diferencias de intereses entre las distintas profesiones o reagrupamientos de trabajadores. Y límites aún mayores encuentra a su propia acción, a medida que la actitud de la sociedad y del Estado capitalista recorre las tres fases sucesivas de la prohibición de la asociación profesional y de la huelga, de la tolerancia de las asociaciones sindicales autónomas y de la conquista y aprisionamiento de ellas en el sistema burgués.

Mas ni siquiera en régimen de dictadura proletaria afirmada puede pensarse el sindicato como un organismo que represente en modo primordial y estabilizado los intereses de los trabajadores. Aún en esta fase social pueden sobrevivir conflictos de intereses entre distintas profesiones de la clase trabajadora; pero el hecho fundamental es que los trabajadores sólo tienen motivo de servirse del sindicato durante el período en que en determinados grupos de la producción, el poder obrero esté obligado a tolerar a título temporal la presencia de los patronos, mientras que a medida que con el proceder del desarrollo socialista éstos desaparecen, el sindicato pierde el contenido de su acción propia. Nuestra concepción del socialismo no consiste en la sustitución del patrón privado por el Estado privado, y si la relación fuese ésta en una fase de transición, no se podría admitir por principio, en el supremo interés de la política revolucionaria, que los trabajadores sindicados tengan siempre razón al pujar económicamente contra el Estado empresario.

Sin proseguir este importante análisis, queda explicado por qué nosotros, comunistas de izquierda, no admitimos que la masa sindicada, con una consulta mayoritaria, pueda ser conducida a influir sobre la política revolucionaria.

Pasando a los consejos de fábrica o de empresa, recordemos que esta forma de organización económica, presentada en un primer momento como mucho más radical que la del sindicato, va perdiendo cada vez más sus pretensiones de dinamismo revolucionario, siendo ya preferida comúnmente por todas las corrientes políticas, incluidas las fascistas. La concepción que veía en el consejo de fábrica un órgano de participación, primero en el control, después en la gestión de la producción, y hasta capaz de conquistar ésta en su totalidad, empresa por empresa, se descubrió como puramente colaboracionista y como otra vía, no menos apta que el viejo sindicalismo, para impedir el encauzamiento de las masas en dirección de la gran lucha unitaria y central por el poder. La polémica relativa a esta cuestión tuvo un gran reflejo en los jóvenes partidos comunistas cuando los bolcheviques rusos fueron constreñidos a tomar medidas esenciales y a veces drásticas para luchar contra las tendencias de los obreros a volver autónoma la gestión técnica y económica de la fábrica en la que trabajaban, cosa que no sólo impedía la puesta en marcha de un verdadero plan socialista sino que amenazó con dañar gravemente la eficiencia del aparato productivo sobre la que los contrarrevolucionarios trataban de especular. De hecho, aún más que el sindicato, el consejo de fábrica puede obrar como exponente de intereses muy restringidos y susceptibles de entrar en contradicción con los intereses generales de clase.

Por otra parte, tampoco el consejo de empresa es un organismo fundamental y definitivo del régimen obrero. Cuando en ciertos sectores de la producción y de la circulación se haya establecido una verdadera economía comunista, esto es, cuando se haya ido mucho más allá de la simple expulsión del patrono de la industria y de la administración de la empresa por parte del Estado, será precisamente el tipo de economía de empresa la que deberá desaparecer. Superado el aspecto mercantilista de la producción, la instalación local no será más que un nudo técnico de la gran red general dirigida racionalmente por soluciones unitarias, la empresa no tendrá más balances de entradas y salidas y, por ello, no será ya una empresa, ya que al mismo tiempo el productor no será ya un asalariado. El consejo de empresa, como el sindicato, tiene pues límites naturales de funcionamiento que le impiden ser hasta el final el verdadero terreno de cultivo de la preparación de clase que capacita a los proletarios para luchar hasta el logro integral de sus máximos objetivos, y por tal motivo no pueden estos organismos económicos ser una instancia de apelación para controlar si el partido que detenta el poder del Estado se ha o no desviado de la línea histórica fundamental.

Queda por tratar el nuevo organismo revelado por la revolución de Octubre: los consejos de los obreros y de los campesinos y, en un primer momento, también de los soldados.

Hay quienes afirman que esta red representa un nuevo tipo de constitucionalidad proletaria, contrapuesto al tradicional de los poderes burgueses. La red de los consejos, partiendo de la aldea más pequeña para llegar por medio de estratos horizontales sucesivos hasta el vértice de la dirección del Estado, además de tener por característica la exclusión de todo componente de las viejas clases poseedoras formando por ello la manifestación organizada de la dictadura proletaria, tiene también la característica de hacer coincidir en sus ganglios todos los poderes, representativo, ejecutivo y aun, en teoría, judicial. Se trataría pues de un perfecto engranaje de democracia infraclasista, cuyo descubrimiento eclipsaría los tradicionales parlamentos del liberalismo burgués.

Pero desde que el socialismo ha salido de la fase utópica, todo marxista sabe que no es la invención de una fórmula constitucional la que basta para distinguir los grandes tipos sociales y las grandes épocas históricas. Las estructuras constitucionales son reflejos transitorios de las relaciones de las fuerzas y no derivan de principios universales a los que se pueda hacer remontar el modo inmanente de organizar el Estado.

La importancia de los Consejos –los cuales son efectivamente órganos de clase y no, como se creyera, combinaciones de representaciones corporativas o profesionales, y por esto no están afectados por la estrechez de las asociaciones puramente económicas está para nosotros sobre todo en que son organismos de combate, y su interpretación no la buscamos en modelos fijos de estructura sino en la historia de su comportamiento real.

Fue pues una fase fundamental de la revolución aquella en que, después de la elección de la Asamblea Constituyente de tipo democrático, los Consejos se alzaron contra ella como su opuesto dialéctico, y el poder bolchevique determinó la dispersión de la Asamblea parlamentaria por la fuerza realizando la genial consigna histórica: «Todo el poder a los Soviets». Pero esto no basta para hacernos aceptar la opinión de que, constituida una tal representación de clase, sea lícito afirmar –dejando de lado el fluctuar en todos los sentidos de su composición representativa, de la que no podemos seguir aquí las vicisitudes– que en cualquier momento y viraje de la difícil lucha conducida por la revolución en el interior y en el exterior se disponga del medio cómodo y fácil, apto para resolver cada cuestión y hasta para evitar la degeneración contrarrevolucionaria, consistente en una consulta o elección mayoritaria en los Consejos.

Debido a la misma complejidad del ciclo que aún este organismo describe (ciclo que, en la hipótesis más optimista, debe concluirse con su desaparición junto a la disolución del Estado), hay que admitir que el engranaje de los Soviets, así como es susceptible de ser un poderoso instrumento revolucionario, puede también caer bajo influencias contrarrevolucionarias, y en conclusión no creemos en ninguna inmunización constitucional contra ese peligro, que precisamente sólo depende del desarrollo de las relaciones internas y MUNDIALES DE LAS FUERZAS SOCIALES.

Podría aquí objetársenos que nosotros, queriendo establecer la preeminencia del partido político revolucionario, que sólo comprende una minoría de la clase, sobre todas las demás formas organizativas, parece que pensásemos que el partido sea eterno, es decir, que deba sobrevivir al mismo deshinchamiento engelsiano del Estado.

No queremos afrontar aquí la discusión sobre la transformación del partido en un simple órgano futuro de indagación y de estudio social, que coincida con los grandes organismos de investigación científica de la nueva sociedad, de manera análoga al hecho de que en la definición marxista, el Estado, al desaparecer, se transforma en una administración técnica cada vez más racional y menos compuesta de formas coactivas.

El carácter distintivo que nosotros vemos en el partido se deriva justamente de su naturaleza orgánica; no se accede a él a causa de una posición constitucional en el cuadro de la economía o de la sociedad; no se es automáticamente militante de partido por el solo hecho de ser proletario, o elector ciudadano, etc.

Se adhiere al partido, dirían los juristas, por una libre iniciativa individual. Se adhiere a él, decimos nosotros marxistas, siempre por un hecho de determinación que nace en las relaciones del ambiente social, más también por un hecho que se puede vincular en el modo más general a los caracteres más universales del partido de clase, a su presencia en todas las partes del mundo habitado, a su composición de elementos de todas las categorías y empresas en las que existen trabajadores y hasta en principio no trabajadores, a la continuidad de su tarea a través de los estadios sucesivos de propaganda, de organización, de combate, de conquista, de construcción de un nuevo régimen. Por consiguiente, entre los órganos proletarios, el partido político es el menos ligado a aquellos límites de estructura y de función en cuyos intersticios pueden mejor abrirse camino las influencias anticlasistas, los gérmenes que determinan la enfermedad del oportunismo. Y puesto que, como tantas veces lo hemos admitido, ese peligro existe también para el partido, la conclusión es que nosotros no buscamos su defensa en la subordinación del partido mismo a otros organismos de la clase que éste representa, subordinación invocada muy a menudo con mala fe, y a veces por la ingenua sugestión que ejerce el hecho de que un mayor número de trabajadores pertenece esos organismos.

 

***

 

Nuestro modo de interpretar la cuestión se extiende también a la famosa exigencia de la democracia interna del partido, según la cual los errores de las direcciones centrales del partido (de los que admitimos haber tenido desafortunadamente numerosos y desastrosos ejemplos) se evitan o se remedian recurriendo, de ordinario, al recuento numérico de las opiniones de los militantes de base.

No imputamos las degeneraciones que se han verificado en el partido comunista al haber dejado escasa voz y voto a las asambleas y a los congresos de los militantes respecto a las iniciativas del centro. Un atropello de la base por parte del centro en sentido contrarrevolucionario ha existido en muchos momentos históricos; se ha logrado hasta con el empleo de los medios que ofrecía la máquina estatal, incluidos los más feroces; pero todo ello, más que el origen, ha sido la inevitable manifestación del corromperse del partido, de su ceder a la fuerza de las influencias contrarrevolucionarias.

La posición de la izquierda comunista italiana sobre lo que podemos llamar la «cuestión de las garantías revolucionarias» es ante todo que no pueden existir garantías constitucionales o contractuales, si bien en la naturaleza del partido, a diferencia de los demás órganos estudiados, exista la característica de ser un organismo contractual, usando el término no en el sentido de los leguleyos y ni siquiera en el de J.J. Rousseau. En la base de la relación entre militante y partido hay un compromiso; nosotros tenemos de ese compromiso una concepción que, para librarnos del antipático término contractual, podemos definir simplemente como dialéctica. La relación es doble, constituye un doble flujo en sentidos contrarios, del centro a la base y de la base al centro; si la acción dirigida desde el centro responde a la buena funcionalidad de esta relación dialéctica, le responderán entonces las sanas reacciones de la base.

El problema de la famosa disciplina consiste, por consiguiente, en poner a los militantes de base un sistema de límites que sea el inteligente reflejo de los límites puestos a la acción de los dirigentes. Por ello hemos sostenido siempre que éstos no deben tener la facultad, en los virajes importantes de la coyuntura política, de descubrir, inventar y propinar pretendidos nuevos principios, nuevas fórmulas, nuevas normas para la acción del partido. Es en la historia de estos golpes de sorpresa donde se compendia la historia vergonzosa de las traiciones del oportunismo. Cuando esta crisis explota, precisamente porque el partido no es un organismo inmediato y automático, se producen las luchas internas, las divisiones en tendencias, las fracturas, que son en ese caso un proceso útil como la fiebre que libera al organismo de la enfermedad, pero que sin embargo «constitucionalmente» no podemos admitir, alentar o tolerar.

Para evitar, por consiguiente, que el partido caiga en las crisis del oportunismo, o deba necesariamente reaccionar contra ellas con el fraccionismo, no existen reglamentos o recetas. Existe sin embargo la experiencia de la lucha proletaria de tantos decenios que nos permite reconocer algunas condiciones, cuya búsqueda, cuya defensa, cuya realización deben ser una tarea incansable de nuestro movimiento. En conclusión indicamos las principales:

1) El partido debe defender y afirmar la máxima claridad y continuidad en la doctrina comunista tal como ella ha ido desenvolviéndose en sus sucesivas aplicaciones a los desarrollos de la historia, y no debe consentir proclamaciones de principio en oposición, aun parcial, con sus principios teóricos.

2) El partido debe en toda situación histórica proclamar abiertamente el contenido integral de su programa en cuanto a las situaciones económicas, sociales y políticas, y sobre todo en lo que concierne a la cuestión del poder, de su conquista con la fuerza armada, de su ejercicio con la dictadura.

Las dictaduras que degeneran en el privilegio de un restringido círculo de burócratas y pretorianos han sido siempre precedidas por proclamaciones ideológicas enmascaradas hipócritamente bajo fórmulas de naturaleza populachera con fondo ora democrático, ora nacional, y por la pretensión de tener tras de sí la totalidad de las masas populares, mientras que el partido revolucionario no vacila en proclamar su intención de agredir al Estado y a sus instituciones, y de mantener a la clase vencida bajo el peso despótico de la dictadura aun cuando admite que sólo una minoría avanzada de la clase oprimida ha llegado a comprender estas exigencias de la lucha. «Los comunistas –dice el Manifiesto– desdeñan esconder sus fines». Los que alardean de alcanzarlos teniéndolos hábilmente cubiertos son sólo los que reniegan del comunismo.

3) El partido debe poner en práctica un estricto rigor organizativo en el sentido de que no acepta agrandarse a través de compromisos con grupos o grupitos o, peor aún, comerciando con la conquista de adhesiones en la base y las concesiones a pretendidos jefes y dirigentes.

4) El partido debe luchar por una clara comprensión histórica del sentido antagónico de la lucha. Los comunistas reivindican la iniciativa del asalto a todo un mundo de ordenamientos y de tradiciones, saben que ellos constituyen un peligro para todos los privilegiados, y llaman a las masas a la lucha para la ofensiva y no para la defensiva contra pretendidos peligros de perder vanagloriadas ventajas y progresos, conquistados en el mundo capitalista. Los comunistas no dan en alquiler y préstamo su partido para correr a las murallas en defensa de causas que no son suyas y de objetivos no proletarios como la libertad, la patria, la democracia y otras mentiras semejantes. «Los proletarios saben que no tienen nada que perder en la lucha excepto sus cadenas».

5) Los comunistas renuncian a toda la panoplia de expedientes tácticos que fueron invocados con la pretensión de acelerar el cristalizarse de la adhesión de amplios estratos de las masas en torno al programa revolucionario. Estos expedientes son el compromiso político, la alianza con otros partidos, el frente único, las diversas fórmulas acerca del Estado usadas como sucedáneo de la dictadura proletaria-gobierno obrero y campesino, gobierno popular, democracia progresiva.

Los comunistas reconocen históricamente en el empleo de esos medios tácticos precisamente una de las principales condiciones del disolverse del movimiento proletario y del régimen comunista soviético, y consideran a aquéllos que deploran la infección oportunista del movimiento estaliniano y que al mismo tiempo propugnan ese arsenal táctico como enemigos aún más peligrosos que los propios estalinistas.

 

 

APOSTILLA

 

El trabajo publicado en cinco artículos con el título indicado más arriba tenía por objeto la cuestión del empleo de la fuerza en las relaciones sociales y los caracteres de la dictadura revolucionaria correctamente comprendidos según el método marxista. No tocaba deliberadamente cuestiones de organización de clase y de partido, sino que fue conducido directamente en la parte conclusiva de la discusión sobre las causas de la degeneración de la dictadura, atribuidas por muchos en modo preponderante a errores de organización interna y a la violación de una praxis democrática y electiva en el seno del partido y de los demás órganos de clase.

En la confutación de esta tesis hemos cometido, sin embargo, una omisión al no recordar una importante polémica desarrollada en la Internacional Comunista en los años 1925-26, a propósito de la transformación de la base organizativa de los partidos comunistas según las células o núcleos de empresa. Casi sola, la izquierda italiana se opuso decididamente y sostuvo que las circunscripciones territoriales debían seguir siendo la base de organización.

El argumento fue desmenuzado ampliamente, pero el punto central era éste. Si la función orgánica del partido, no sustituible en ella por ningún otro órgano, es el desarrollo de las luchas económicas de categoría y locales hasta la unidad de la lucha general de la clase proletaria en el plano social y político, no se puede seriamente tener ningún eco de esa tarea en una reunión en la cual figuran solamente trabajadores de una misma categoría profesional y de una misma empresa de producción. Ese ambiente sólo sentirá las exigencias circunscritas y corporativas, la expresión de la directiva unitaria de partido llegará a él sólo desde arriba y como cosa extraña; el funcionario de partido no se encontrará jamás en un plano de igualdad con los elementos inscritos de la base, en un cierto sentido él no formará ya parte del partido no perteneciendo a ninguna empresa económica.

En el grupo territorial, por el contrario, están colocados en principio en el mismo plano los trabajadores de cada oficio y dependientes de variadísimos patronos, y con ellos todos los demás militantes de categorías sociales no estrictamente proletarias que el partido admite declaradamente como gregarios, y debe en cada caso recibirlos como tales y, si es necesario, someterlos a cuarentenas más grandes, antes de llamarlos donde se dé el caso, a cargos de organización.

Mostramos entonces que la concepción de la célula, a pesar de la pretensión de realizar la estrecha adhesión del organismo de partido a masas más amplias, contenía los mismos defectos oportunistas y demagógicos del obrerismo y laborismo de derecha y contraponía los cuadros a la base, caricaturizando verdaderamente el concepto de Lenin sobre los revolucionarios profesionales.

La visión de la izquierda sobre la organización de partido, si sustituye el estúpido criterio mayoritario imitado de la democracia burguesa por un criterio dialéctico mucho más alto que hace depender todo del vínculo sólido de militantes y dirigentes con la severa y obligatoria continuidad de teoría, de  programa y de táctica, y si depone toda veleidad de cortejamiento demagógico a estratos demasiado amplios y por ello más fácilmente maniobrables de la clase trabajadora, en realidad es la única que mejor se concilia con una profilaxis contra la degeneración burocrática de los cuadros del partido y el atropello de la base por parte de éstos, que se resuelve siempre con un retorno a las desastrosas influencias de la clase enemiga.

 

 

[1] Se trata de: El ciclo histórico del dominio político de la burguesía, El ciclo histórico de la economía capitalista, El curso histórico del movimiento de clase del proletariado, publicados en los n°s. 5 y 7 de PROMETEO (1946-47), y traducidos en PROGRAMME COMMUNISTE en los n°s. 11 y 13 (1960).

[2] Ver la «Storia della Sinistra», primer volumen, pág. 98-102.

 

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