El asalto de la duda revisionista a los fundamentos de la teoría revolucionaria marxista
El programa revolucionario y el falso recurso del activismo
ÍNDICE
Nota de la edición de 2022 |
LAS TESIS DE LA IZQUIERDA – 1947 |
Introducción |
El asalto de la duda revisionista a los fundamentos de la teoría revolucionaria marxista |
El ciclo histórico de la economía capitalista |
El ciclo histórico de la dominación política de la burguesía |
El curso histórico del movimiento de clase del proletariado. Guerra y crisis oportunista |
EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO Y EL FALSO RECURSO DEL ACTIVISMO |
Introducción |
Reunión de Milán, 7 de septiembre de 1952 |
I. La «Invariancia» histórica del marxismo |
II. El falso recurso del activismo |
Reunión de Forlí, 28 de diciembre de 1952 |
I. Teoría y acción |
II. El programa revolucionario inmediato |
Reunión de Génova, 26 de abril de 1953 |
I. Las revoluciones múltiples |
II. La revolución anticapitalista occidental |
NOTA DE LA EDICIÓN DE 2022
Publicamos para ponerlo a disposición de los lectores en castellano, el texto “Las Tesis de la Izquierda de 1947” así como los textos “La «Invariancia» histórica del marxismo”, “El falso recurso del activismo”, “Teoría y acción”, “El programa revolucionario inmediato”, “Las revoluciones múltiples” y “La revolución anticapitalista occidental”, que exponen los temas tratados en las Reuniones Generales de Milán (1952), Forlí (1952) y Génova (1953).
Por la claridad y fidelidad con la línea de defensa de la continuidad del programa revolucionario marxista, siguen siendo un instrumento de formación muy valioso para los trabajadores que estudian los fundamentos del marxismo.
Se publica, tal y como se publicó originalmente, sin nombre de autor, como manifestación de un movimiento orgánico y colectivo.
La traducción que se publica ha sido proporcionada y revisada por parte por militantes anónimos de la organización Partido Comunista Internacional – “El Comunista”.
Se puede acceder al resto de las traducciones en la página web.
10/07/2022
LAS TESIS DE LA IZQUIERDA – 1947
INTRODUCCIÓN
Los textos que publicamos aquí fueron escritos mientras duraba todavía la II guerra mundial, entre el otoño de 1944 y los primeros meses de 1945, pero tienen un alcance que va mucho más allá que aquellas circunstancias, y esto, por dos razones fundamentales.
La primera es que, en coherencia con el método marxista, los mismos buscan la explicación del presente no en la combinación ocasional de acontecimientos cercanos, sino en el desarrollo de todo un encadenarse de ciclos históricos, ninguno de los cuales está en contraste con los otros porque todos –partiendo de lejos (¡un siglo y medio!)– se encuadran en un devenir necesario, y previsto desde los orígenes de la doctrina del partido revolucionario de clase.
La segunda inseparable de la primera, es que, en virtud de la misma visión global del ciclo histórico del dominio burgués y, paralelamente, de los poderosos avances y de los desventurados retrocesos del movimiento proletario, ellos no vacilan en anticipar el futuro, que no nace a su vez de una convergencia fortuita e imprevista de «accidentes» sobrevenidos hoy, sino que prolonga necesariamente el curso histórico pasado.
Por ello, si estos textos son esenciales para la formación teórico-política de los militantes revolucionarios marxistas en cuanto reivindicación de un método cuya validez reside precisamente en el hecho de lograr aprehender, a través de las apariencias superficiales y transitorias, la ley de desarrollo del modo de producción capitalista y de todas sus superestructuras, ellos tienen un valor de actualidad político-programática precisamente porque, gracias a la aplicación de este método, indican con absoluta precisión, con antelación de por lo menos treinta años, lo que ha sido y debía ser el curso ulterior de aquel desarrollo y, al mismo tiempo, reafirman la única respuesta que pudiese y debiese entonces, y pueda y deba darles hoy, el movimiento proletario.
Si en plena crisis de 1976, el capitalismo muestra de hecho con dureza su faz de negrero, no es porque (como pretende la ideología democrática) da marcha atrás después de haber seguido una trayectoria distinta de la del imperialismo, y, «obligado» durante un tiempo por la presión «popular» a… moderarse y a asumir formas y caracteres «progresistas» e incluso «sociales», tiende ahora a recaer en la barbarie del «despotismo». Es porque la crisis pone al descubierto un curso que el boom de la reconstrucción había sólo velado: un curso centralizador, disciplinador, al mismo tiempo reformista-previsor y totalitario, fascista en la substancia y democrático en la forma, del cual el marxismo, que sobrevivió como doctrina integral sólo en minorías infinitesimales al triple flagelo de la socialdemocracia, del nacionalfascismo y del estalinismo, no se limitó en 1944-45 a registrar, como un sismógrafo, los sobresaltos de entonces, sino que previó, como no logra hacerlo ningún sismógrafo, los sobresaltos futuros. El militante que lea estas páginas no tendrá dificultad en comprender que, SI la crisis económica general de hoy hubiese estado precedida, aunque más no fuere hace veinte años, por una crisis social y, como reflejo de ésta, política, igualmente profunda – si, por ende, el movimiento proletario hubiese ya entonces resurgido sobre sus bases de clase, en lugar de arrastrarse o dejarse arrastrar detrás de la burguesía democrática en el esfuerzo de reconstrucción de la economía capitalista –, las manifestaciones cada vez más patentes de «voluntad» (y voluptuosidad) totalitaria, centralizadora y disciplinadora bajo la bandera corporativa e intrínsicamente fascista de la unidad nacional y de la colaboración entre las clases empeñadas en el salvamento de la «barca común», se habrían revelado mucho antes, confirmado ya entonces el pronóstico hecho por nuestro movimiento casi un tercio de siglo atrás.
Hoy, en la derecha y en la izquierda del frente burgués (y el oportunismo no es más que su ala extrema), todos proclaman que se podrá salir de la crisis sólo gracias a una «austeridad» económica a la cual deben corresponder el rigor de la disciplina centralizadora y coactiva del Estado y la creciente integración en el mismo de las organizaciones económicas de la clase obrera: democracia, sí, mientras sea posible, aunque blindada. Pero la verdad es que, con la ayuda del oportunismo, el terreno de esta solución no ha dejado nunca de ser construido porque no podía no serlo, es decir, porque tal era el curso del modo de producción capitalista, determinado materialistamente, y sólo un contraataque no menos centralizado y «totalitario» de la clase obrera internacional podía destrozarlo (así como, viceversa, su ausencia le ha permitido desarrollarse no sólo sin contrastes, sino también sin ser observado).
Esta conclusión, que emerge de los hechos mismos como confirmación de la teoría, plantea nuevamente con urgencia el problema de la reconstrucción a escala mundial del partido revolucionario de clase sobre las mismas bases indicadas en 1944-45 y, si es posible, con un rigor aún más feroz. Está en juego el destino mismo del movimiento proletario devastado por el reiterado ciclón del oportunismo, siempre «distinto» y sin embargo siempre el mismo en servir al patrono – incluso a costa de ser apaleado por él.
EL ASALTO DE LA DUDA REVISIONISTA A LOS FUNDAMENTOS DE LA TEORÍA REVOLUCIONARIA MARXISTA
Los hechos recientes, por su tan formidable alcance, parecen justificar, incluso por parte del movimiento de vanguardia de las clases trabajadoras, un nuevo examen de todas las posiciones críticas acerca de los caracteres del desarrollo del mundo moderno. Los exponentes de las tendencias oportunistas, expresión de la influencia burguesa sobre la ideología del proletariado, especulan con estas exigencias, y con el caos determinado por las repercusiones de la guerra, para destrozar, antes que las armas materiales, las armas de su crítica revolucionaria.
¿Continúa siendo válido el planteamiento crítico formulado por el marxismo, según el cual el moderno sistema económico y gubernamental de la burguesía capitalista, describiendo en la historia una inmensa parábola, surge del derrocamiento revolucionario de los regímenes feudales, libera imponentes fuerzas suscitadas por los nuevos recursos técnicos a disposición del trabajo humano, dándoles, en un primer tiempo, un ritmo cada vez más veloz y una expansión irresistible en todo el mundo conocido; pero, en un cierto estadio de su desarrollo, no puede contener ya estas enormes fuerzas en los esquemas de la organización social, estatal y jurídica, y cae en una crisis final por el irrumpir revolucionario de la principal fuerza de la producción, es decir, de la clase trabajadora, que realizará un nuevo orden social?
¿Alcanza esta clase su puesto de nueva protagonista de la historia por la vía de su organización en un partido político, depositario de la teoría crítica revolucionaria, que encuadra las fuerzas adversas a la clase dominante, conduciéndolas en la lucha hasta la guerra civil y la instauración de la dictadura del proletariado (que realizará la transformación del viejo mecanismo económico)?
¿O bien, como tantas partes lo han sostenido en todos los grandes virajes de la historia contemporánea, y como hoy más que nunca se sostiene, los hechos constriñen a valorar diversamente estas francas antítesis entre fuerzas sociales y épocas históricas opuestas, e indican al proletariado (sobre todo en el marco de los tremendos alineamientos de fuerzas materiales emergentes de las guerras) otras perspectivas y otras exigencias más urgentes que la de la superación definitiva del sistema burgués, perspectivas y exigencias que lo inducen a asociarse con fuerzas de grupos políticos y nacionales de la clase dominante?
Este interrogante, en las fases históricas que precedieron a los colosales enfrentamientos militares, fue planteado en términos muy distintos, pero conducían siempre a hacer vacilar la orientación clasista de las capas más decididas de la clase trabajadora.
Paralelamente al aumento de su riqueza y a la difusión de nuevas necesidades y medios para satisfacerlas, la sociedad burguesa parecía desarrollarse hacia formas más elevadas de la así llamada vida civil; y entonces, como siempre al final de una revisión de la diagnosis revolucionaria marxista, se preguntaba sugestivamente si no era posible insertar la generación de las nuevas fuerzas de la sociedad socialista en un plácido y gradual ocaso de la sociedad burguesa, evitando así el sangriento epílogo de la guerra de clase.
Ante estas recientes y viejas dudas críticas, hay que volver a proponer, en sus términos esenciales, la posición crítica característica del partido de clase del proletariado, confrontándola con los datos contemporáneos.
EL CICLO HISTÓRICO DE LA ECONOMÍA CAPITALISTA
El modo capitalista de producción vivía ya en los regímenes feudales, semiteocráticos y de monarquía absoluta. Su característica económica es el trabajo asociado, donde un único obrero no puede cumplir todas las operaciones necesarias para la fabricación del producto, que deben ser confiadas sucesivamente a varios operarios.
A este hecho técnico, derivado de los nuevos descubrimientos e invenciones, le corresponde el hecho económico de la victoria de las manufacturas y de las fábricas, por su mayor rendimiento y menor costo de producción, sobre el taller artesanal, y el hecho jurídico de que el trabajador deja de ser dueño del producto de su trabajo, y ya no puede llevarlo en su provecho al mercado. Quien posee los nuevos medios técnicos y se vuelve dueño de los instrumentos de trabajo más complejos que posibilitan el trabajo asociado, se convierte en propietario del producto, y abona una retribución en dinero a quienes han cooperado en la producción.
Escindiéndose de la figura unitaria del artesano, el capitalista y el asalariado han hecho su aparición. Pero las leyes de la vieja sociedad feudal impiden que el proceso se generalice, inmovilizando en esquemas reaccionarios la disciplina de las corporaciones y oficios, frenando el desarrollo de la industria que amenaza a la clase dominante de los terratenientes, obstaculizando el libre flujo de las mercancías en las naciones y en el mundo.
La revolución burguesa surge de este contraste. Es la guerra social que los capitalistas desencadenan y conducen para liberarse a sí mismos de la servidumbre y de la dependencia respecto a las viejas capas dominantes; para liberar a las fuerzas de la producción de los viejos obstáculos; para liberar de la misma servidumbre y de los mismos esquemas a la masa de los artesanos y de los pequeños propietarios, quienes deben proveer el ejército de los asalariados y volverse libres de llevar su fuerza de trabajo al mercado.
Ésta es la primera fase de la época burguesa. Entonces, en la economía, la consigna del capitalismo es la libertad ilimitada de toda actividad económica, la abrogación de toda ley u obstáculo que el poder político oponía al derecho de producir, de comprar, de circular y de vender cualquier mercancía susceptible de ser intercambiada por dinero, inclusive la fuerza de trabajo.
En su fase librecambista, el capitalismo recorre en diferentes países los primeros decenios de su grandioso desarrollo. Las empresas se multiplican y se agigantan; los ejércitos del trabajo aumentan progresivamente de número; las mercancías producidas alcanzan cantidades colosales.
Marx, en el análisis que hizo en El Capital de este tipo clásico de economía capitalista libre de todo vínculo estatal, y de sus leyes de desarrollo, provee la explicación tanto de las crisis de superproducción que resultan de la carrera desenfrenada a la ganancia, como de las bruscas repercusiones que determinan, por el exceso de productos y la caída de sus precios, las periódicas mareas de desorden en el sistema, el cierre y la quiebra de empresas, la precipitación de grandes conjuntos de trabajadores en la miseria más negra.
En el complicado proceso histórico pletórico de multiformes aspectos locales, de avances y retrocesos, de flujos y de reflujos, el capitalismo, como clase social, ¿tiene la posibilidad de reaccionar ante esas contradicciones económicas incurables que le son propias? Según la clásica crítica marxista, la clase burguesa no poseerá jamás una teoría segura ni un conocimiento científico del devenir económico, y (por su misma naturaleza como por su razón de ser) no podrá instaurar una disciplina sobre las fuerzas irresistibles que ella misma suscitó, como el clásico aprendiz–hechicero que no podía dominar a las infernales potencias invocadas.
Pero esto no debe ser interpretado escolásticamente en el sentido de que el capitalismo carezca de toda posibilidad de prever y de por lo menos retrasar las catástrofes a las cuales lo conducen sus mismas exigencias vitales. El capitalismo no podrá renunciar a la necesidad de producir cada vez más, y en su segundo estadio desarrollará desenfrenadamente su función de potenciar su monstruosa máquina de producción, pero luchará para dar salida a una masa creciente de productos, que amenazarían con sofocarlo, y lo hace extendiendo su mercado hasta el límite del mundo conocido. Es así como entra en su tercera fase, la del imperialismo. Éste presenta nuevos fenómenos económicos y nuevos reflejos que ofrecen ciertas soluciones a las crisis parciales y sucesivas de la economía burguesa.
Esta fase no era, por cierto, imprevista para Marx. El desarrollo de la producción capitalista, y la integración de mercados lejanos, son fenómenos originaria e históricamente paralelos; y dialécticamente, el descubrimiento de las grandes vías de comunicación comerciales ha sido justamente uno de los factores principales del triunfo del capitalismo.
Pero las características de esta tercera fase, en total coherencia con el método marxista, fueron analizadas por Lenin en su clásico estudio: El Imperialismo, fase superior del capitalismo.
Los caracteres distintivos de este tercer período capitalista, ya evidentes en el curso de la preparación de la primera guerra mundial, se han vuelto aún más patentes. El sistema capitalista ha sometido a una revisión importante las normas que lo inspiraban en su fase librecambista. La expansión de la masa de los productos en el mercado internacional se acompañó del grandioso intento de controlar el juego trastornante de las oscilaciones de sus precios de venta, del que podía depender el derrumbe de las colosales estructuras productivas. Abandonando el individualismo económico y la absoluta autonomía de la firma burguesa clásica, las empresas se sindicaron; surgieron los cárteles de producción, los «trust»; las empresas industriales que producían la misma mercancía se asociaron por medio de rigurosos pactos, con el propósito de monopolizar la distribución y fijar los precios a su voluntad.
Y como la mayoría de las mercancías constituyen, al mismo tiempo, el producto vendido por una industria y la materia prima adquirida sucesivamente por otra, surgieron los cárteles «verticales». Fijando los precios de todos los traspasos, (a partir del de la industria extractiva del mineral ferroso) ellos controlan, por ejemplo, la producción de determinadas máquinas. En la misma época, los bancos se desarrollaron y se concentraron. Apoyándose en los grupos capitalistas industriales más poderosos de cada país, controlaron y dominaron a los productores menos importantes. En cada gran país capitalista fueron formando verdaderas oligarquías del capital financiero, cada vez más restringidas y cerradas.
El capital financiero, tal como lo define Lenin, se torna cada vez más parasitario.
El burgués deja de tener la figura clásica del capitán de industria que organiza y suscita fuerzas nuevas utilizando los recursos y secretos de la nueva técnica, y gracias a la organización inteligente y hábil de las modernas formas de trabajo asociado. Ya no es un Dios en su fábrica, como lo era en sus tierras el señor feudal del antiguo régimen. No es más el creador romántico de la fusión de energía entre el mecanismo (cuyo secreto él posee) y los trabajadores, quienes debían reconocer en él al jefe antes que al patrono.
El director de la fábrica moderna es también él un asalariado, más o menos interesado en los beneficios; es un siervo dorado, pero un siervo, al fin y al cabo. El burgués moderno no es un técnico de la producción, sino de los negocios, un recaudador de dividendos de paquetes de acciones de fábricas que quizás nunca vio, un componente de la restringida oligarquía financiera, un exportador, no ya de mercancías, sino de capital y de títulos capitalistas, haces de papeles que concentran en sus manos el control del mundo.
Aunque está expuesta siempre a la dinámica de la competencia entre firmas empresariales, la clase dominante (cuando se siente al borde del abismo) le impone un límite con los nuevos esquemas monopolistas. Desde sus grandes centrales de los negocios bancarios decreta la suerte de cada empresa, fija los precios, vende con pérdidas cuando le conviene para alcanzar sus propósitos, hace oscilar pavorosamente los valores especulativos, y trata de constituir con grandiosos esfuerzos centrales de control y de refrenamiento de la economía, negando la libertad incontrolada, mito de las primeras teorías económicas capitalistas.
Para comprender el sentido del desarrollo extremo de esta tercera fase del capitalismo mundial, se debe, de acuerdo con Lenin, relacionarla con el desarrollo correspondiente de las fuerzas políticas que la acompañan, fijar la relación entre capital financiero monopolista y Estado burgués, y establecer sus relaciones con la tragedia de las grandes guerras imperialistas y con la tendencia histórica general a la opresión nacional y social.
EL CICLO HISTÓRICO DE LA DOMINACIÓN POLÍTICA DE LA BURGUESÍA
Paralelamente al desarrollo histórico del modo de producción capitalista, debe considerarse el de las formas del poder político de la clase burguesa.
Como dice Engels, son dos los grandes descubrimientos (debidos a Marx) que fundamentan el comunismo científico. El primero consiste en haber individualizado la ley de la plusvalía; según ella, la acumulación del capital se levanta sobre la continua extorsión de una parte del trabajo del proletariado. El segundo es la teoría del materialismo histórico; ella establece que los términos de las relaciones económicas y de la producción proveen la causa y explican los acontecimientos políticos y toda la superestructura de opiniones y de ideologías propia de las distintas épocas y de los distintos tipos de sociedad.
Los fundadores del nuevo método teórico no aparecen pues en el ropaje mesiánico de puros ideólogos reveladores de nuevos principios, destinados a iluminar y arrastrar las multitudes. Por el contrario, ellos son indagadores científicos de los datos suministrados por la historia pasada y por la real estructura de la sociedad actual. Esforzándose por liberarse, en este indagar, de todas las influencias oscurantistas de los prejuicios de los tiempos pasados, tratan de fundar un sistema de leyes científicas capaces de representar y explicar bien la evolución histórica, y prever (en el sentido científico y no místico de la palabra) las grandes líneas de los desarrollos futuros.
Mientras la clase burguesa, en una lucha que abraza siglos y siglos, se abría camino en el campo de la organización productiva y de la economía, y procuraba arrancar a las clases feudales y teocráticas su posición de fuerza en el gobierno del Estado, ese formidable choque de intereses (que se desarrolla en un conflicto declarado de fuerzas armadas, hasta llegar al choque final revolucionario que conduce a la burguesía al poder) se reflejó también en una batalla de ideas y teorías.
Las viejas clases dominantes construían su superestructura doctrinal sobre los principios de revelación y de autoridad, porque sobre ellos se edificaban bien un derecho y una costumbre social que facilitaban el control de las masas, dominadas por una oligarquía de guerreros, nobles y sacerdotes. La fuente de la verdad era colocada en antiguas tablas inmutables (otorgadas por mentes y potencias superiores a la razón humana) que constituían normas del vivir colectivo, y, más recientemente, en textos antiguos de sabios y maestros, a los cuales se debía recurrir para deducir de la letra de versículos y pasajes la explicación de todo problema nuevo del saber y del obrar humano.
La burguesía revolucionaria naciente tuvo por arma la crítica (desarrollada por el moderno pensamiento filosófico) del principio de autoridad. Se lanzó audazmente en todas las direcciones para poner en duda todas las concepciones tradicionales; proclamó contra el dominio de la autoridad el de la razón humana; minó el dogma religioso para poder minar el andamiaje estatal feudal basado en la monarquía por derecho divino y en la solidaridad de clase entre la nobleza terrateniente y la jerarquía eclesiástica.
Construyó de esta manera un nuevo y moderno armazón ideológico, presentado a su vez como definitivo y de alcance universal, como el triunfo de la verdad sobre la mentira del oscurantismo religioso y absolutista. Pero la crítica marxista demuestra que el nuevo andamiaje ideológico no es más que una nueva construcción correspondiente a las nuevas relaciones de clase y a las nuevas exigencias de la clase que asumió el poder.
En el terreno político, la burguesía conduce el asalto revolucionario al poder del Estado, y se sirve de él para romper todos los viejos obstáculos al desarrollo de las fuerzas económicas que ella expresaba.
La lucha se desenvuelve como guerra civil, como guerra de clase entre la guardia blanca del antiguo régimen feudal y las falanges revolucionarias burguesas.
Bajo los clásicos aspectos de la revolución francesa, el Tercer Estado comenzó por reclamar su parte en la organización pública, hasta entonces monopolio de la aristocracia y del clero, y muy pronto se propuso la exclusión radical de toda influencia política de estas clases reaccionarias.
Una nueva minoría dominante (patronos de las manufacturas y fábricas, y grandes comerciantes) substituía a las antiguas minorías privilegiadas. Pero en realidad, ese aspecto fundamental del traspaso no era francamente declarado por los pensadores y los partidos del nuevo régimen; de hecho, ellos mismos no lo comprendían, a pesar de actuar en el sentido de la presión irresistible de los nuevos y potentes intereses de clase.
Así como en la lucha material todo este movimiento utilizaba la fuerza de la masa de la población, constituida por proletarios y trabajadores, es decir, por el Cuarto Estado, así en el plano ideológico se jactaba de inspirarse en principios correspondientes a los intereses generales. También aquí estos principios eran interpretados y presentados no como formas transitorias superpuestas a un viraje particular de las relaciones sociales, sino como valores absolutos y universales que regulaban el devenir de la humanidad. La superstición de las antiguas mitologías era escarnecida, pero en nombre de la duda científica, de la libre crítica y de la razón, se proclamaba una nueva mitología de conceptos y de valores generales, y las declaraciones revolucionarias de los burgueses victoriosos hablaban de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamaban el advenimiento de la Libertad, de la Igualdad y de la Fraternidad, como patrimonio de todos los hombres.
De todos modos, en este viraje histórico, el Cuarto Estado, la gran masa de los trabajadores sacrificados en nuevas y viejas formas para el bienestar de las capas privilegiadas, no podía poseer el arma de la crítica para comprender el alcance real de este cambio, ni vacilar en sostener a la burguesía revolucionaria en la heroica fase de su asalto contra las posiciones del pasado.
En esta fase, la política burguesa no ve ninguna contradicción entre sus reivindicaciones filosóficas de libertad de opinión y de acción política para todos, y la lucha (con todos los medios de la dictadura y del terror) contra los retornos armados de las fuerzas de los viejos regímenes en el curso de la guerra civil y de las agresiones externas. El burgués sans–culotte, ateo y enciclopedista, no halla ninguna contradicción entre la Cruzada por la nueva Diosa Libertad y el empleo sistemático de la guillotina para quitarle a su enemigo de clase la libertad de actuar en defensa de sus antiguos privilegios. El proletariado naciente cree en la promesa de la libertad para todos, pero ayuda a la burguesía llegada al poder en la represión despiadada ejercida sobre los contrarrevolucionarios.
La primera fase de la dominación política de la burguesía consiste pues en la lucha armada revolucionaria por la conquista del poder, y en el ejercicio de una dictadura de clase para extirpar todos los residuos de la vieja organización social, y para reprimir todo intento de levantamiento reaccionario.
A esta primera fase del régimen político burgués, y según la complejidad de sus aspectos en los distintos países modernos, de las diferentes vicisitudes de los conatos de la reacción absolutista, y de las nuevas mareas revolucionarias que terminan por sumergirlas, sigue generalmente (en el mundo moderno y en los países de mayor desarrollo económico) un segundo y largo estadio, en el cual los horrores y excesos de la revolución aparecen como relegados entre las sombras del pasado. La nueva clase dominante, sólidamente consolidada en el control político de la sociedad, logra muy bien ostentar la pretendida coherencia de su gestión del mundo con todo el instrumental metafísico de sus ideologías de libertad, justicia e igualdad.
En el derecho puro, ya no existen castas separadas. Teóricamente, todo ciudadano se halla en la misma relación respecto al Estado que todos los otros ciudadanos, y tiene la misma facultad de delegar en sus órganos a los representantes que más prefiera y que reflejen sus opiniones, y aun sus intereses.
El sistema parlamentario de la democracia burguesa vive su época de oro, y proclama que, tras la promulgación fundamental de la igualdad jurídica y política, la vía está abierta (exenta de ulteriores enfrentamientos revolucionarios y de la repetición de la tragedia del terror) a todo desarrollo que tienda hacia una mejor convivencia de los hombres en un mejor estado social.
Desde hace varias generaciones, la crítica proletaria revolucionaria ha desenmascarado radicalmente esta gigantesca mentira. En realidad, desde el punto de vista económico, la libertad política y jurídica corresponde a la libertad de vender los propios brazos y el propio trabajo. Esta venta es una feroz necesidad para la mayoría de los hombres, y no tiene otra alternativa que el hambre.
En política, el Estado no es la expresión de la voluntad popular mayoritaria, sino el comité de intereses de la clase burguesa dominante, y el mecanismo parlamentario sólo puede responder en favor de sus intereses.
En filosofía, el dominio de la razón no es más que un engaño, pues el libre uso del cerebro humano, aparentemente liberado de las amenazas de la excomunión del cura o de los rigores de la policía absolutista, es sólo una ilusión cuando está limitado mucho más despiadadamente aún por la negada posibilidad y libertad de satisfacer las exigencias fisiológicas materiales, que son las que condicionan toda la dinámica del individuo.
Según el planteo romántico de la literatura burguesa de este período arcádico, en cada aldea había un apagavelas, el cura, y una luz, el maestro. Pero la mentira del educacionismo y del culturalismo democrático se halla en el hecho de que no se puede esperar del hombre que se dé primero una opinión libre y consciente, y que luego obtenga la posibilidad de satisfacer sus intereses y apetitos. Por el contrario, la vía científicamente lógica es la inversa, porque el hombre deberá primero comer bien, y después podrá opinar bien.
Además de la crítica teórica de los revolucionarios proletarios, los hechos de la historia reciente van dispersando este andamiaje hipócrita de la ideología democrática en el limbo de los fantasmas del pasado. Mientras que, dentro de un mismo país, los choques entre las clases, divididas por intereses opuestos, jamás han cesado, a pesar de todas las panaceas del sistema representativo burgués, el desarrollo de las nuevas formas económicas monopolistas del capitalismo y las luchas por el predominio colonial han precipitado a los pueblos en crisis trastornantes y en matanzas sangrientas que han superado con mucho las de la época del avance revolucionario de la burguesía.
El capitalismo ha tenido no sólo la lógica necesidad de la violencia armada para abrir las vías del devenir histórico, sino además emplea y produce violencia en cada fase de su desarrollo.
Pues a medida que el potencial de la producción industrial se elevaba, que crecían numéricamente los ejércitos del trabajo, que se precisaba la conciencia crítica del proletariado, y que se robustecían sus organizaciones, la clase burguesa dominante, paralelamente a la trasformación de su praxis económica de librecambista en intervencionista, tiene necesidad de abandonar su método de aparente tolerancia de las ideas y de las organizaciones políticas por un método de gobierno autoritario y totalitario: en ello estriba el sentido general de la época actual. La nueva orientación de la administración burguesa del mundo se apoya en el hecho innegable de que todas las actividades humanas, como resultado mismo de los progresos de la ciencia y de la técnica, se desarrollan desde la autonomía de las iniciativas aisladas, propia de sociedades menos modernas y complejas, hacia la constitución de las redes cada vez más densas de relaciones y de dependencia en todos los campos, redes que van cubriendo gradualmente al mundo entero.
La iniciativa privada ha realizado sus prodigios y batido sus récords con las audacias de los primeros navegantes y con las temerarias y feroces empresas de los colonizadores de las regiones más alejadas del mundo. Pero ahora cede el paso ante el prevalecer de los formidables entrelazamientos de las actividades coordinadas, en la producción de las mercancías, en su distribución, en la gestión de los servicios colectivos, en la investigación científica en todos los campos.
Es impensable una autonomía de iniciativa en la sociedad que dispone de la navegación aérea, de la radiodifusión, del cine, de la televisión, invenciones para un empleo exclusivamente social.
Así pues, desde hace varios decenios, y con un ritmo cada vez más decidido, incluso la política gubernamental de la clase dominante se desenvuelve hacia formas de estricto control, de dirección unitaria, de estructuración jerárquica fuertemente centralizada.
Este estadio y esta forma política moderna (superestructura que nace del fenómeno económico monopolista e imperialista, ya previsto por Lenin desde 1916 cuando decía que las formas políticas de la más reciente fase capitalista sólo pueden ser de tiranía y de opresión), esta fase que tiende a sustituir generalmente en el mundo moderno a la del liberalismo democrático clásico, no es otra cosa que el fascismo.
Es un enorme error científico e histórico confundir este surgimiento de una nueva forma política impuesta por los tiempos modernos (y que es a la vez una consecuencia y una condición de la supervivencia del sistema capitalista de opresión ante la erosión de sus antagonismos internos) con un retorno reaccionario de las fuerzas sociales de las clases feudales que amenazarían con sustituir a las formas democráticas burguesas por una restauración de los despotismos del «ancien régime», mientras que la burguesía, desde hace siglos, ha puesto fuera de combate y aniquilado en la mayor parte del mundo a estas fuerzas sociales feudales.
Quien padezca –por poco que sea– la influencia de semejante interpretación y siga –por poco que sea– sus sugestiones y sus preocupaciones, se halla fuera del campo y de la política comunistas.
La nueva forma de administración del mundo moderno por el capitalismo burgués (si –y hasta cuando– no lo derrocará la revolución del proletariado) aparece en el curso de un proceso que no puede ser descifrado con los métodos banales y escolásticos del crítico filisteo.
El marxismo jamás ha tenido en cuenta la objeción de que el primer ejemplo del poder proletario debía ocurrir en un país industrial avanzado y no en la Rusia zarista y feudal, por cuanto la alternancia de los ciclos de clase es un hecho internacional y función de fuerzas a escala mundial. Dichos ciclos se manifiestan localmente allí donde concurren las condiciones históricas favorables (guerra, derrota, excesiva supervivencia de regímenes decrépitos, buena organización del partido revolucionario, etc.).
Menos aún debe causar asombro el hecho de que las manifestaciones del traspaso del liberalismo al fascismo puedan presentar dialécticamente en cada pueblo las más variadas sucesiones, ya que se trata de un traspaso menos radical, en el cual no es la clase dominante la que cambia: sólo cambia la forma de su dominación.
Desde el punto de vista económico, el fascismo puede definirse pues como una tentativa de autocontrol y de autolimitación del capitalismo, tendiente a frenar con una disciplina centralizada los efectos más alarmantes de los fenómenos económicos que tornan incurables las contradicciones del sistema.
Desde el punto de vista social, puede definirse como la tentativa de la burguesía (que había nacido con la filosofía y la sicología de la autonomía y del individualismo absolutos) de darse una conciencia colectiva de clase, y de contraponer sus propias formaciones y encuadramientos políticos y militares a las fuerzas de clase amenazantes que se determinan en la clase proletaria.
Políticamente, el fascismo constituye la fase en que la clase dominante descarta como inútiles los esquemas de la tolerancia liberal, proclama el método de gobierno de un único partido y liquida las viejas jerarquías de sirvientes del capital demasiado gangrenadas por el empleo de los métodos del engaño democrático.
Por último, en el plano ideológico, el fascismo no sólo revela no ser una revolución, más ni siquiera un recurso universal seguro de la contrarrevolución burguesa, al no renunciar, porque no puede hacerlo, a enarbolar una mitología de valores universales. A pesar de haberlos invertido dialécticamente, se apropia de los postulados liberales de la colaboración de clases; habla de nación y no de clase; proclama la igualdad jurídica de los individuos; y sigue presentando falazmente su propio andamiaje estatal como la emanación del conjunto de la colectividad social.
Los puntos de apoyo de la nueva mitología burguesa no serán más la Libertad y la Igualdad, sino la Nación, la Patria, la Raza y el Estado mismo casi divinizado.
Ante todo aprieto teórico y filosófico, invocará los mismos recursos con los cuales el filisteo burgués buscaba escapar al desenmascaramiento realista y científico de su aparato ideológico, los eternos y sobrehumanos valores del espíritu, supuestamente inherentes a la mente del hombre, o procedentes de una divinidad siempre complaciente con las recetas fariseas de todos los parásitos y de todos los opresores.
Como sea, en la economía con el sistema de monopolios y con el capitalismo de Estado; socialmente con el asalto declarado de las guardias blancas contra los encuadramientos de clase del proletariado revolucionario; políticamente con la supresión más o menos acelerada de la bufonesca jauría de los múltiples partidos y de los multicolores escribas del ambiente parlamentario; ideológicamente con el empleo de todo el engañoso bagaje de las pretendidas ideas universales y de las investiduras de misiones supremas, el capitalismo pasará por doquier por esta fase, sabiendo que se encuentra en la alternativa de dispersar e impedir el avance de la clase revolucionaria, o de caer en la catástrofe final.
En Italia pudo surgir una primera manifestación de esta tercera fase burguesa, no ciertamente a causa de características especiales del desarrollo del capitalismo italiano, sino como resultado de la confluencia de factores de la historia internacional que influían en las vicisitudes italianas: guerra victoriosa, pero cuyas consecuencias eran similares a las de una derrota; crisis económica, por la alta densidad de la población y por la falta de mercados para dar salida a las mercancías y a la fuerza de trabajo; empuje de las clases explotadas con miras a una política autónoma y extremista; relativa inestabilidad histórica del aparato estatal, etc.
En Alemania surge una manifestación con un alcance muy diverso. Aquí, el capitalismo, sobre la trama de una potente estructura productiva que emerge intacta de la guerra perdida, ha tratado de quemar las etapas para ponerse a la par de los capitalismos rivales, cuando estos lo ciñeron en un cerco de acero, dentro del cual la presión de las fuerzas sociales contrastantes alcanzó máximos de exacerbación. Aquí, se había planteado del modo más inexorable el dilema histórico proclamado internacionalmente por Lenin en 1919: organización mundial de la economía por el capitalismo o por el trabajo –dictadura despiadada de la burguesía o dictadura del proletariado.
Así como Lenin estableció, en la diagnosis económica, que es reaccionario todo aquél que se ilusiona con que el capitalismo monopolista y estatalista pueda retroceder hacia el capitalismo liberal de las primeras formas clásicas, así hoy debe decirse con claridad que lo es igualmente quienquiera que persigue el milagro de una reafirmación del método político liberal–democrático contrapuesto al de la dictadura fascista, con la cual (en un cierto punto de la evolución) las fuerzas burguesas aplastan con una táctica frontal las organizaciones autónomas de clase del proletariado.
La doctrina del partido proletario debe establecer como propio eje central la condena de la tesis según la cual, frente a la fase política fascista de la dominación burguesa, se deba dar como consigna el retorno al sistema parlamentario democrático de gobierno. La perspectiva revolucionaria consiste en que la fase burguesa totalitaria agote rápidamente su tarea y sea aplastada por el irrumpir revolucionario de la clase obrera. Ésta, lejos de lloriquear por el irremediable fin de la falaz libertad burguesa, ha de triturar con su fuerza la Libertad de poseer, de oprimir y de explotar, la que siempre ha sido la bandera del mundo burgués desde su primer y heroico nacimiento entre las llamas de la revolución antifeudal, pasando por la fase pacifista de tolerancia liberal, hasta su despiadado desenmascaramiento en la batalla final por la defensa de las instituciones, del privilegio y de la explotación patronal.
La guerra en curso ha sido perdida por los fascistas, pero ganada por el fascismo. A pesar del empleo en vastísima escala del camelo democrático, y al haber salvado, aún en esta tremenda crisis, la integridad y la continuidad histórica de sus más potentes unidades estatales, el capitalismo realizará un grandioso esfuerzo ulterior por dominar las fuerzas que lo amenazan. Pondrá en acción un sistema cada vez más ceñido de control de los procesos económicos y de inmovilización de la autonomía de cualquier movimiento social y político que amenace perturbar el orden constituido. Así como los vencedores legitimistas de Napoleón debieron heredar la estructura social y jurídica del nuevo régimen francés, así los vencedores de los fascistas y nazis, en un proceso más o menos breve y más o menos claro, reconocerán con sus actos, a pesar de negarlo con sus vacías proclamaciones ideológicas, la necesidad de administrar el mundo, tremendamente conmocionado por la segunda guerra imperialista, con los métodos autoritarios y totalitarios que han sido experimentados por primera vez en los Estados vencidos.
Esta verdad fundamental es más que el resultado de difíciles análisis críticos aparentemente paradójicos: se manifiesta cada día más en el trabajo de organización por el control económico, social y político del mundo.
Antaño individualista, nacional, librecambista y aislacionista, la burguesía celebra hoy sus congresos mundiales, y así como la Santa Alianza trató de detener a la revolución burguesa con una internacional del absolutismo, el mundo capitalista trata de fundar hoy día su Internacional, que no podrá ser más que centralista y totalitaria.
¿Tendrá ésta éxito en su tarea histórica esencial, que en los hechos (y cada vez más declaradamente) es la de reprimir y aniquilar la fuerza revolucionaria de la Internacional del proletariado, a pesar de querer disimularla con la consigna de represión de un resurgir del fascismo?
EL CURSO HISTÓRICO DEL MOVIMIENTO DE CLASE DEL PROLETARIADO.
GUERRA Y CRISIS OPORTUNISTA
Las primeras manifestaciones de una actividad de clase del proletariado acompañan desde su inicio la llegada del régimen burgués. Inmediatamente después de haber ofrecido al Tercer Estado revolucionario todo su apoyo y su alianza, el Cuarto Estado, es decir, la clase de los trabajadores, intenta ir más allá, esperando el cumplimiento inmediato de las promesas que la joven burguesía ha prodigado a sus aliados. Se producen enseguida los primeros choques, y el mismo aparato terrorista que la burguesía ha empleado para reprimir la contrarrevolución feudal, es prontamente dirigido contra las tentativas de los obreros. En la Revolución Francesa, este aspecto histórico es dado por la Liga de los Iguales de Graco Babeuf, que intenta, inmediatamente después del Terror, un movimiento por la igualdad económica y social, que es ahogado por una despiadada represión del Estado burgués.
El aspecto de clase es todavía muy confuso en estos primeros movimientos. Durante varias décadas aún, los primeros conflictos económicos entre patrones de fábricas y asalariados, que conducen en Inglaterra, en Francia y en otros países incluso a choques sangrientos, se presentan como fenómenos históricos independientes de las primeras enunciaciones de sistemas socialistas y comunistas, en los cuales es bosquejada una crítica de la sociedad que surge de la revolución política burguesa y las reivindicaciones de un nuevo orden social que suprima la disparidad económica.
Los teóricos de estas primeras formulaciones no piensan en confiar a las mismas masas sacrificadas la tarea de suprimir la injusticia económica. Ellos continúan pensando y obrando en la huella metafísica del iluminismo, y esperan persuadir a una vaga ciencia política y moral colectiva, a las mismas clases dirigentes, a los jefes del Estado, a los monarcas.
A pesar de condenar lo odioso de la explotación capitalista, la ausencia de sentido histórico y científico de estas primeras aspiraciones socialistas llega hasta la apología, de las formas reaccionarias y feudales caducas. En sistemas más modernos, pero siempre incompletos e inadecuados, los primeros socialistas aceptan todos los postulados y los resultados de la revolución burguesa democrática, y le buscan afanosamente un desarrollo histórico continuo en el que puedan injertarse las ulteriores reivindicaciones capaces de reducir la enorme y creciente distancia económica entre las clases privilegiadas patronales y la de los trabajadores sin reservas.
Junto a los dos fundamentos de la concepción materialista de la historia y de la teoría económica de la plusvalía, una de las características esenciales de la nueva doctrina del movimiento proletario, tal como es proclamada por el Manifiesto de los Comunistas de Marx y Engels en 1848, es la superación crítica de toda forma de utopismo. La aspiración a la sociedad comunista no aparece ya como un proyecto de sociedad futura que deba prevalecer por las adhesiones que recogen la equidad y la perfección de su trazado, sino que se vuelve el contenido mismo y el desarrollo último de la incesante lucha de clase entre capitalistas y trabajadores, que acompaña en todo su desarrollo histórico al régimen burgués. La llegada del socialismo no es un complemento de la democracia liberal ni la integra, sino una nueva fase histórica que la niega dialécticamente, y que la sucede únicamente a través del acmé insurreccional del conflicto de clase.
Mientras son establecidas así las bases de la teoría comunista, en todo el mundo capitalista se destaca el movimiento del proletariado. El trabajador aislado, al que la conquistada libertad de vender sus brazos y el ambiente jurídico y psicológico individualista creado por la revolución burguesa no le dejan otra alternativa mas que la supina aceptación de las condiciones patronales que la muerte por indigencia, reacciona contra esta inferioridad usando en la práctica, y aún antes de ser teóricamente consciente de ella, un arma nueva: la asociación económica. El mundo de la libertad individual ilimitada, que económicamente equivale a la facultad de competencia desenfrenada por la que el patronato tiene todas las cartas en la mano para reemplazar por un nuevo hambriento a aquél que rechace las condiciones de empleo, va siendo substituido por un mundo nuevo: el de la organización sindical que trata colectivamente las condiciones de trabajo para todos sus miembros, y que obra tanto más eficazmente cuanto mayor es el número de los asalariados que consigue encuadrar.
Al principio, el sistema teórico del derecho burgués liberal rechaza esta nueva forma pues su tendencia consiste en no admitir entre el individuo y el Estado otro aparato que el del mecanismo de representación electoral, que no se presta a transformarse en arma de la acción autónoma de clase. Así, pues, la burguesía, en su primera fase, condena la organización económica de los trabajadores, veda con sus leyes las huelgas, y las rechaza con su policía.
Pero muy pronto, con el paso a la segunda fase aparentemente pacífica del liberalismo, la burguesía se da cuenta que tiene interés en consentir la legalización de la organización económica de los trabajadores. Cuando la misma está prohibida con medios de Estado, el proletariado es impulsado más directamente a la lucha política, y la formación de su conciencia de clase se acelera; y ello vuelve evidente que las conquistas sindicales, si bien sirven para mejorar momentáneamente el trato que soportan los trabajadores, no resuelven el problema social si no se afronta la fuerza dominante del poder político y del Estado.
Desde entonces, está muy claro que el partido político de la clase obrera debe apoyarse en todas las agitaciones económicas de los trabajadores a fin de establecer una mayor solidaridad entre las distintas categorías profesionales, entre los trabajadores de las diversas ciudades y naciones, transformando el movimiento en un esfuerzo general de todas las clases obreras contra las piedras angulares de las instituciones capitalistas, e induciendo a los obreros a preocuparse de las relaciones generales de toda la economía y de toda la política nacional y mundial.
El paso de las agitaciones económicas aisladas y locales al movimiento político general del proletariado se presenta como una extensión de la base del movimiento en el espacio, más allá de los límites de fronteras, y como una extensión de su proceso en el tiempo, dándose por objetivo las realizaciones que están al final de todo el ciclo del movimiento de la clase proletaria dentro y contra el mundo burgués. Dicha tarea es realizada por la I Internacional de los Trabajadores, que todavía no puede dejar de encontrar múltiples obstáculos por la inmadurez de las condiciones históricas generales.
La perspectiva de llevar a cabo la primera revolución en el curso mismo de la tercera gran revolución burguesa, en la Alemania de 1848, se resolvió en una derrota de las fuerzas proletarias, contemporánea de la sufrida en otros países, y particularmente en Francia. Ello pone al movimiento de clase ante dificultades e incertidumbres doctrinales y organizativas, por su interferencia con influencias burguesas que se manifiestan sea en tendencias pseudosocialistas vagamente iluministas y humanitarias, sea en los éxitos del movimiento anarquista que, desde el primer momento, se opone como antítesis al comunista marxista. Al querer suprimir en una sola gran jornada de la guerra de clase a Dios, al patrón y al Estado, el anarquismo presenta una solución aparentemente más radical del problema de la revolución. A tal concepción (que es importante por el hecho de concebir como meta una sociedad sin explotación económica, y por ende sin poder estatal, exactamente como la concibe el comunismo) le falta en realidad la justa valoración histórica del proceso propio del marxismo, según la cual el derrocamiento del poder político de la burguesía y la construcción de un Estado político del proletariado son los únicos medios reales que hacen posible la destrucción del privilegio económico capitalista; y únicamente los proletarios, encuadrados en su consciente movimiento político de partido, pueden ser los protagonistas de la batalla. El anarquismo, por el contrario, presenta sus postulados como reivindicaciones metafísicas del hombre en cuanto tal; considera que las fases históricas que condicionan el proceso ulterior son sólo arbitrarias imposiciones a una natural libertad e igualdad ínsitas en el individuo; y, en último análisis, a pesar de la prédica del empleo de los medios de lucha armada, recae en la esterilidad de sistemas ideológicos burgueses.
Si se considera el proceso internacionalmente y en sus grandes rasgos, el movimiento internacionalista sale de la crisis representada por la lucha entre Marx y Bakunin casi en la fase culminante del segundo estadio del ciclo político burgués, o sea, cuando el capitalismo, ya a salvo del peligro de restauraciones feudales, y aún no amenazado seriamente por la revolución proletaria, pone políticamente en práctica, y a fondo, el régimen democrático–parlamentario. Durante algunos decenios, el capitalismo parece alejado de grandes conflictos militares de alcance europeo y mundial.
En esta fase, el movimiento proletario reorganizado en la II Internacional, basado en el florecimiento en todos los países de vastas organizaciones sindicales y de grandes partidos socialistas con amplias representaciones parlamentarias, a pesar de proclamar su ortodoxia teórica respecto a los dictámenes marxistas, se orienta progresivamente hacia nuevas concepciones revisionistas, que, casi insensiblemente, conducen en realidad al abandono de aquella ortodoxia.
El revisionismo en el sentido reformista desarrolla la doctrina de que el capitalismo tendrá, sí, que ceder el lugar a la economía socialista, pero que la transformación no comporta necesariamente la catástrofe revolucionaria y el choque armado entre las clases. Según esta concepción, el Estado burgués puede ser progresivamente embebido de influencia proletaria, de modo de transformar el carácter de la organización económica con sucesivas medidas legales y reformas sociales. Debe darse pues la máxima importancia a las conquistas sindicales cotidianas, y, por otra parte, a la legislación social suscitada por las cada vez más numerosas representaciones socialistas en los parlamentos burgueses. El ala derecha de esta corriente, bien que contra la resistencia de la mejor parte de los socialistas, propone abiertamente la alianza con partidos burgueses de izquierda en las elecciones, e incluso la participación con ministros socialistas en los gobiernos burgueses (posibilismo).
Otra corriente revisionista, el sindicalismo revolucionario, parece reaccionar contra el revisionismo reformista por cuanto proclama, contra el método de la colaboración sindical y parlamentaria, el de la acción directa, y sobre todo el de la huelga general, que debería llegar hasta la expropiación de los capitalistas. Pero, en realidad, también este último pierde la justa vía revolucionaria, sea porque cree erróneamente que la organización económica sola pueda llevar a término toda la función de la lucha de emancipación del proletariado, sustituyendo a la fórmula marxista «El partido político obrero de clase y la dictadura del proletariado contra el Estado de la burguesía» con la fórmula «El sindicato contra el Estado». Las degeneraciones reformistas habían conducido a la llamada izquierda sindicalista a confundir acción política con acción electoral y parlamentaria, mientras que la acción del combate revolucionario debe ser considerada como la fórmula históricamente típica de la acción política desarrollada por medio del partido.
En tal situación, y con la oposición en todos los países de los socialistas marxistas revolucionarios que permanecieron coherentes con la doctrina política fundamental del proletariado, la II Internacional se encontró de frente a los problemas del imperialismo montante y de la guerra por los mercados.
En la primera guerra mundial, como desgraciadamente los revolucionarios desilusionados tuvieron que reconocer conviniendo con los reaccionarios burgueses triunfantes, fracasó el plan político de la II Internacional, para la cual el estallido de la guerra entre los Estados debía ser acogido como el mejor momento para la insurrección de clase en todos los países y el asalto al poder de la burguesía. En vez de eso, los partidos socialistas se adhirieron en casi todas partes a la política de sus respectivos Estados, sustituyendo la lucha de clase por la solidaridad nacional.
El proletariado, que según el Manifiesto de los Comunistas no tenía que perder más que sus cadenas, había descubierto tener, según las declaraciones de sus dirigentes, muchos patrimonios que salvar: la libertad y la independencia de la patria, y el contenido democrático de la revolución burguesa, en consonancia con la concepción propagada por la clase dominante en el curso de la movilización ideológica de las masas, paralela a la movilización de sus brazos para la guerra. Un imaginario fantasma había surgido en el mundo, amenazando estas conquistas preciosas: era el retorno de una Edad Media despótica, absolutista, teocrática, feudal, encarnada en los regímenes de los Imperios Alemanes. La teoría que reducía los móviles de la acción y de la política proletarias a este supuesto peligro, falsificando así toda valoración marxista de la historia contemporánea, tuvo éxito hasta en Italia, donde estuvo representada por el movimiento intervencionista que apoyó la participación en la guerra al lado de los Aliados, y fue capitaneada por el mismo hombre que después estará a la cabeza del régimen fascista.
En el seno del movimiento proletario, la reacción ante este desastre teórico, organizativo y político, estuvo representada por las fuerzas que fundaron la Tercera Internacional, agrupándose en torno del partido revolucionario de Lenin, que conquistó en Rusia la primera victoria del proletariado en la lucha por el poder en un gran país.
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A veinte años de distancia, y en presencia de la segunda de las grandes guerras imperialistas, la presentación de la situación mundial, realizada con medios aún más imponentes a fin de aprisionar la ideología de las clases proletarias, ha sido perfectamente análoga a la de la primera guerra mundial. También esta vez, la propaganda del imperialismo capitalista ha trabajado en ambos lados del frente para construir un espejismo artificial, en cuyo nombre la clase obrera de cada país habría debido desistir de toda idea de batalla social, y unir sus fuerzas a las de los Estados dominantes en nombre de la solidaridad nacional.
Tanto los fascistas y nazis como los demócratas del campo opuesto han combatido en substancia bajo la misma consigna: concepto de pueblo en lugar del de clase, combinación política de todos los partidos nacionales en la guerra y para el esfuerzo de guerra. En Italia, en substancia, la misma consigna es lanzada desde todas las tribunas a las masas expectantes, antes y después del 25 de Julio de 1943, de una y otra parte del frente móvil que distinguía a las dos Italias: unidad nacional, unión de todas las clases, guerra y victoria.
En cuanto a la zona en la que de hecho nos hallamos (se trata de la zona de Italia ocupada por los Aliados en el momento de ser escrito el texto), el fantasma de 1914 ha sido reconstruido con mayor habilidad y con los más potentes recursos que los medios técnicos han suministrado a la propaganda. En lugar de Guillermo II, representado en colores por los mussolinianos de entonces, hoy están el Eje nazifascista y las grotescas figuras del mismo Mussolini, en una nueva edición, y de dictador Hitler, cuyas crisis psiquiátricas habrían llegado a ser los motores de la historia, en lugar de los contrastes de los intereses económicos y de los privilegios sociales.
El proletariado mundial no tendría otro deber más que el de alistarse todo en una de las dos partes del frente. En ésta debe ser soldado disciplinado, en aquélla un revolucionario derrotista; y, como es obvio, el instrumental propagandístico se encuentra exactamente invertido en el frente opuesto.
El problema tiene un alcance formidable, pero debe afirmarse con certeza que la restauración de la orientación política del proletariado exige destrozar despiadadamente este gigantesco andamiaje de falsificaciones.
La única alternativa está entre la tesis que sostiene que la defensa de una serie de conquistas amenazadas por el fantasma de la reacción fascista es patrimonio común de todos los hombres modernos de cualquier condición social, y que ese peligro justifica dar de lado toda revolución y lucha de clase, y el sistema de tesis sobre el que repetidas veces se edificó, se encuadró y se lanzó en la acción histórica el movimiento de emancipación del proletariado. Si este movimiento puede aún reconstruirse y prepararse para nuevas batallas, sólo puede hacerlo liberándose, nacional e internacionalmente, de los esquemas de las doctrinas de solidaridad clasista construidas por una parte con las místicas y las teologías de la patria y de la raza, y por la otra con las del liberalismo para uso interno y externo, de las que serían depositarios por tradición de honradez y de gentilhommerie política ciertos países del mundo capitalista.
Así como la III Internacional fue fundada por Lenin y conducida a la gran victoria revolucionaria en Rusia partiendo de la crítica del oportunismo socialdemócrata y socialpatriota que había determinado la bancarrota de la II, el primer paso hacia el resurgir de la Internacional revolucionaria del proletariado es la crítica al neo–oportunismo en el que ha caído la III Internacional misma hasta llegar a su liquidación, incluso oficial. El fenómeno resulta aún más imponente por su gravedad y su extensión en la crisis actual del movimiento proletario que ha acompañado a la segunda gran guerra mundial.
En los años 1914–1919, con la palabra «oportunismo» no se quiso expresar un simple juicio moral sobre la traición de los dirigentes del movimiento revolucionario, que, en el momento decisivo, se revelaron como agentes de la burguesía, difundiendo consignas diametralmente opuestas a las de la propaganda que habían desarrollado durante años. El oportunismo es un hecho histórico y social, es uno de los aspectos de la defensa de la burguesía contra la revolución proletaria; más aún, puede decirse que el oportunismo de las jerarquías proletarias es el arma más importante de esta defensa, así como el fascismo es el arma principal de la conexa contraofensiva burguesa; por ello, los dos medios de la lucha se integran con el mismo objetivo común.
En el estadio imperialista el capitalismo al igual que trata de dominar sus contradicciones económicas con una red central de control, y coordinar con un hipertrófico aparato estatal el control de todos los hechos sociales y políticos, también modifica su acción con respecto a las organizaciones obreras. Al principio, la burguesía las había condenado; más tarde, las había autorizado y dejado crecer; en este tercer período, la burguesía comprende que no puede ni suprimirlas ni dejarlas desarrollarse autónomamente, y se propone encuadrarlas con cualquier medio, sea como sea en su aparato de Estado, en aquel aparato que era exclusivamente político a principios del ciclo y que llega a ser, en la época del imperialismo, político y económico al mismo tiempo: el Estado de los capitalistas y de los patrones se transforma en Estado–capitalista y Estado–patrón. En esta vasta estructura burocrática se crean puestos de dorada prisión para los dirigentes del movimiento proletario. A través de las mil formas del arbitraje social, de institutos asistenciales, de instituciones con una aparente función de equilibrio entre las clases, los dirigentes del movimiento obrero cesan de apoyarse sobre sus fuerzas autónomas, y van a ser absorbidos en la burocracia del Estado.
Como es comprensible, esta jerarquía, mientras adopta demagógicamente el lenguaje de la acción de clase y el de las reivindicaciones proletarias, se vuelve impotente para conducir cualquier acción que se oponga al aparato del poder burgués.
La característica del oportunismo está dada por el hecho de que en los momentos críticos de la sociedad burguesa, que precisamente eran aquéllos en los que se pensaba lanzar las consignas para las acciones supremas del proletariado, los órganos directivos de la clase obrera «descubren» que, por el contrario, hay que luchar por otros objetivos, que ya no son aquéllos de clase, y que hacen necesaria una coalición entre las fuerzas de clase del proletariado y una parte de las burguesas.
Puesto que la conciencia política de los trabajadores reposa sobre todo en el vigor y en la continuidad de acción de su partido de clase, cuando imprevistamente los dirigentes, los propagandistas y la prensa de éste, ante el irrumpir de situaciones decisivas, hablan el inesperado lenguaje que les es inspirado por la exitosa maniobra burguesa de conseguir la movilización del oportunismo, provocan la desorientación de las masas y el fracaso casi seguro de todo intento de acción independiente.
Cuando el oportunismo de la II Internacional, abriendo así un verdadero abismo bajo los pies del proletariado en marcha, «descubrió» que los objetivos del socialismo debían ser dejados de lado, y que se debía ir a combatir por los de la independencia nacional o la democracia occidental (en Alemania se trataba de luchar por la cultura y la civilización contra la reacción zarista y asiática...), los jefes oportunistas afirmaron no obstante que se trataba solamente de conceder a la burguesía una tregua momentánea, y que, terminada la guerra, la lucha de clase y el internacionalismo habrían vuelto a gozar de sus prerrogativas. La historia mostró la falsedad de tal promesa: cuando el proletariado en Rusia –victoriosamente– y en otros países pasó a la lucha contra el poder burgués, el andamiaje de las jerarquías oportunistas socialdemócratas se unió a los burgueses más reaccionarios en el intento de derrotar a la revolución.
En el período de la segunda guerra mundial, el oportunismo que se ha impuesto en las filas de la III Internacional –cuyo proceso histórico debe ser estudiado de preferencia en relación con el proceso que se ha desarrollado en Rusia desde 1917 hasta hoy día– ha dado una consigna aún más derrotista que la del clásico oportunismo destrozado por Lenin. Según el plan de los nuevos oportunistas, la burguesía obtendrá una tregua de toda lucha de clase, más aún, una directa colaboración en los gobiernos nacionales como en la construcción de nuevos organismos internacionales, no sólo durante todo el curso de la guerra hasta la derrota del monstruo fascista, sino para todo un período histórico sucesivo, del cual no se entrevé el fin, durante el cual el proletariado mundial debería vigilar, en pandilla con todos los organismos del orden constituido, que el peligro fascista no resurja, y colaborar en la reconstrucción del mundo capitalista devastado por la guerra (entiéndase: la guerra del Eje). Así, pues, el oportunismo ni siquiera promete retornar después de la guerra a la autonomía de la acción de clase de los trabajadores.
Esta colaboración de las fuerzas del trabajo en la reconstrucción de la acumulación capitalista arrasada por la trágica guerra, no es otra cosa que la más feroz sumisión de las fuerzas del trabajo a una doble extorsión: la que genera la ganancia normal de la patronal, y la que irá a reconstruir el colosal valor del capital destruido. Para las clases dominantes, esta fase será más onerosa, bajo otras formas, que la sangrienta guerra, y el nuevo organismo internacional al que se quiere asegurar la colaboración proletaria, con el pretexto de garantizar la seguridad y la paz, será el primer ejemplo de una estructura conservadora mundial con miras a perpetuar la opresión económica y a destrozar todo conato revolucionario.
En la construcción del programa político del partido comunista internacionalista, que cumpla con la misma tarea que tuvieron los grupos que dentro de la II Internacional lucharon contra el oportunismo en los años 1914–1919, deberán precisarse, como puntos fundamentales de una plataforma de doctrina, de organización y de batalla, los juicios y las posiciones ante todos estos fenómenos que dominan el mundo moderno. El viraje histórico que atravesamos hace que esta precisión sea totalmente coherente con la tradición del marxismo revolucionario.
Es un proceso histórico normal el que la clase burguesa consiga hacer combatir a la clase trabajadora por la realización de sus postulados, no sólo cuando estos tienen un valor histórico revolucionario (como en la Francia del 89, en la Alemania del 48, en la Rusia de 1905 y del Febrero de 1917) sino también cuando se trata de otros momentos menos decisivos del devenir capitalista. Apenas las falanges proletarias han cumplido su tarea de potentes aliados, y en el impulso de los hechos intentan jugar un papel autónomo, la burguesía, sin tener que sustituir las formaciones políticas que emplean sus ideologías de izquierda, emplea el poder estatal firmemente conquistado para combatir y disolver con la violencia las formaciones proletarias (como en Francia en 1848 y en 1871, en Alemania en 1918, en Rusia, siendo aquí derrotada por vez primera, de 1917 a 1920).
El partido de clase del proletariado debe prever que aun al término de esta guerra, tras los vastos éxitos de la clamorosa invitación a echar una mano a la burguesía de los países aliados en la lucha contra el fascismo (invitación a la que han respondido no sólo los jefes oportunistas del movimiento obrero en todos los países, sino también grupos generosos y engañados de combatientes obreros en el maquis) seguirá una represión no menos enérgica que la fascista –como ya ha acaecido en muchos de los llamados países liberados– contra las tentativas de estos organismos irregulares armados, para realizar objetivos propios y autónomos y de mantener localmente el poder conquistado en combate contra el ejército alemán y los fascistas.
El mismo movimiento de organización económica del proletariado será aprisionado, exactamente con el mismo método inaugurado por el fascismo, es decir, con la tendencia al reconocimiento jurídico de los sindicatos, lo que significa su transformación en órganos del Estado burgués. Estará claro que el plan para vaciar el movimiento obrero, propio del revisionismo reformista (laborismo en Inglaterra, economicismo en Rusia, sindicalismo puro en Francia, sindicalismo reformista a la Cabrini–Bonomi y más tarde Rigola–D'Aragona en Italia) coincide en substancia con el del sindicalismo fascista, el del corporativismo de Mussolini, y el del nacionalsocialismo de Hitler. La única diferencia está en que el primer método corresponde a una fase en la que la burguesía piensa únicamente en la defensiva contra el peligro revolucionario, y el segundo a la fase en la que, por el incremento de la presión proletaria, la burguesía pasa a la ofensiva. En ninguno de ambos casos ella confiesa hacer obra de clase, sino que proclama siempre querer respetar la satisfacción de ciertas exigencias económicas de los trabajadores y realizar una colaboración entre las clases.
Puesto que la segunda situación, la de la contraofensiva fascista (que, al pasar a su abierta y violenta demolición, acelera la insidiosa absorción oportunista del movimiento obrero entre los viscosos tentáculos del pulpo estatal), se verifica generalmente en los países derrotados o duramente afectados por la guerra, esta vez la coalición contrarrevolucionaria mundial se cuidará bien de abandonar sin control los territorios de los países vencidos, instaurará una guardia de clase internacional, permitirá únicamente organizaciones controladas y administradas, y vigilará, como se anuncia, por muchos años, no para impedir las pretendidas dictaduras de derechas, sino cualquier forma de agitación social.
Serán controlados así no sólo los países vencidos, sino también los mismos países aliados liberados de la ocupación enemiga. Es más, se ejercerá la dictadura de los grandes complejos estatales. Los Estados menores caerán en un régimen colonial, no tendrán una economía susceptible de vida propia, ni autonomía de administración y de política interna, y mucho menos aún fuerzas militares apreciables susceptibles de libre empleo.
En Europa ya se dió una situación análoga, aunque menos acentuada, entre las dos guerras, después de la paz de Versalles, inspirada en el clamoroso engaño de las hipócritas ideologías wilsonianas. En las tesis comunistas de aquel tiempo, se habló de opresión nacional y colonial, paralela a la opresión de clase que el imperialismo ejercía en las metrópolis. Hoy día, con los EE.UU. que no simulan más su aislamiento, sino que intervienen en tiempos de paz no menos que en tiempos de guerra en los asuntos de todos los continentes, será más adecuado hablar de una opresión estatal, de un vasallaje de los pequeños Estados burgueses con respecto a los grandes y pocos monstruos estatales imperiales, así como vasallos de estos son los terratenientes y los neocapitalistas en los países de los pueblos de color.
En vez de un mundo de libertad, la guerra habrá portado consigo un mundo de mayor opresión. Cuando el nuevo sistema fascista, aportación de la más reciente fase imperialista de la economía burguesa, lanzó una amenaza política y un desafío militar a los países en que la rancia mentira liberal aún podía circular como supervivencia de una fase histórica superada, dicho desafío no dejaba al agonizante liberalismo ninguna alternativa favorable: o los Estados fascistas ganaban la guerra, o la ganaban sus adversarios pero a condición de adoptar la metodología política del fascismo. No se trató de un conflicto entre dos ideologías o concepciones de la vida social, sino del necesario proceso de llegada de la nueva forma del mundo burgués, más acentuada, más totalitaria, más autoritaria, más decidida a todo esfuerzo por la conservación y contra la revolución.
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El movimiento de la clase obrera que había reaccionado insuficientemente ante las sugestiones de la propaganda burguesa movilizada en pleno para presentar la primera guerra mundial imperialista en el falso esquema del conflicto entre dos ideologías y dos diversos destinos del mundo moderno, ha caído tan y aún más gravemente en ambos lados del frente bajo la propaganda análoga de la presentación ideológica de la guerra actual. Es indispensable para el destino futuro de la Internacional revolucionaria que sea restaurada la posición crítica proletaria sobre el significado de la guerra.
Los Estados militares no entran en conflicto para imponer al mundo regímenes sociales y políticos similares a los que rigen en su interior. Tal concepción es voluntarista y teológica: si fuese aceptable, el método marxista debería ser desechado. Según la interpretación materialista y clasista, la guerra es indudablemente una resultante de causas sociales, y sus éxitos militares se insertan como factores de primer orden en el proceso de transformación de la sociedad internacional. Pero ha renegado el marxismo quien cree que las guerras se pueden explicar con el mísero bagaje teórico que las representa como cruzadas.
Las guerras no son decididas por la ferocidad o la ambición de jefes y emperadores; por lo menos, hay que elegir entre esta explicación de la historia y la de los marxistas, que le es radicalmente opuesta.
Muchas de las guerras que precedieron la fase del modernísimo imperialismo sirvieron para acelerar el desarrollo revolucionario de la época burguesa, como ocurrió sobre todo entre 1848 y 1878. Pero incluso en las mismas guerras de la era napoleónica el esquema filosófico–ideológico explicativo fracasa estrepitosa-mente.
Inglaterra, que había precedido casi dos siglos a Francia en el camino de la revolución capitalista, se volvió crisol de coaliciones en contra de la Revolución Francesa, junto a las potencias feudales y absolutistas de Prusia, de Austria y de Rusia. La explicación de esta alineación de fuerzas debe ser buscada en el particular interés del capitalismo inglés por explotar la posición estratégica de sus metrópolis para la conservación del ya preponderante imperio colonial mundial, evitando toda constitución de un Estado hegemónico en el continente.
Si el sofisma ideológico falla en explicar la alineación militar de los Estados, no resulta menos falaz cuando se trata de aclarar las consecuencias de la victoria de los coaligados sobre Francia, a pesar de la cual las direcciones sociales y políticas del ordenamiento burgués prevalecieron en el país vencido y en los vencedores.
Franceses bonapartistas y alemanes prusianos proclamaban igualmente ser los combatientes de la civilización y la libertad. Vencieran los unos o los otros, era el inexorable devenir capitalista el que avanzaba. En la explicación de este traspaso histórico se revela la supremacía del método social y clasista del marxismo, fundamentalmente inconciliable con el vulgar, escolástico y fariseo del «cruzadismo».
La Inglaterra burguesa e imperial pudo asistir como neutral al conflicto de 1859, y también al de 1870, que la internacional de Marx –aun pudiendo elevarse poco después a la clásica interpretación del juego de las fuerzas de clase presentes en el acontecimiento histórico de la Comuna parisina– definió alternativamente como guerra de progreso contra el bonapartismo y como guerra de opresión del bismarkismo. De hecho, el capitalismo inglés vigilaba entonces que la Francia napoleónica no llegase a ser centro imperial demasiado amenazador.
En la primera guerra mundial, habiendo crecido el potencial económico del capitalismo alemán de un modo imprevisible, los burgueses de Francia e Inglaterra movilizan desenfrenadamente, contra el nuevo peligro, las mentiras de la retórica liberal democrática.
Lo mismo hacen en la segunda guerra mundial los adversarios de Alemania, escamoteando bajo el peso alucinante de la charlatanería propagandística las bases reales del conflicto, y volviendo a movilizar aquel andamiaje de argumentos que, siendo históricamente ya más que rancio, no puede ser mejor definido que con el término de «mussolinismo».
Por su parte, los regímenes del Eje planteaban su tan ostensiva campaña contra las llamadas «plutocracias» basándose en una relación real, marxísticamente exacta y plenamente diagnosticada por Lenin en el «Imperialismo», es decir, en la estridente desproporción entre la densidad de las poblaciones metropolitanas y la extensión de los imperios coloniales, la que hacía que Alemania, Japón e Italia presentasen condiciones sociales antinómicas con respecto a las de Francia, Inglaterra, EE.UU., e incluso Rusia; pero revelaron, sea en la conducción de guerra, sea en la misma contracharlatanería propagandística, su subyugación de clase y su terror reverencial por el principio del capitalismo plutocrático y por sus potentes ciudadelas mundiales, Inglaterra y EE.UU., las que habían atravesado sin fracturas los convulsivos 150 años últimos de la historia, manteniendo la continuidad histórica de sus potentes aparatos estatales.
El nazismo quiso hacer chantaje a los bloques estatales enemigos para que eligiesen entre el desastre militar y la concesión de una parte adecuada del espacio explotable del planeta al odiado competidor imperialista. Pero los capitalismos de Inglaterra (sobre todo) y de los EE.UU. sufrieron impasibles las derrotas militares de la guerra relámpago, apuntando con seguridad increíble, y a pesar de la gravedad del riesgo, a la victoria final. Este hecho histórico representa uno de los más admirables empleos de potencial llevados a cabo en el curso de la humanidad, pero al mismo tiempo el triunfo más grande del principio de conservación de las relaciones existentes, y la victoria histórica más grande de la reacción.
Los Estados del Eje, y sobre todo Alemania, lanzados por el camino del éxito, que concebían solamente como un compromiso impuesto al enemigo sobre la base común de los esquemas del imperialismo fascista mundial, no intentaron ni siquiera sumergir por lo menos uno de los fortines adversarios, el inglés, como quizá hubieran podido hacerlo si, después de Dunquerque, en vez de irradiar incursiones centrífugas por toda Europa, en África y más tarde hacia el Oriente ruso (a fin de asegurarse garantías para el chantaje histórico), la hubiesen atacado a fondo, con todas sus fuerzas, en la secular metrópoli. La caída de ésta, tal como lo intuía la burguesía ultraindustrial que gobernaba el país de Hitler, habría sumergido el capitalismo mundial, o por lo menos lo habría arrollado en una crisis espantosa, poniendo en movimiento las fuerzas de todas las clases y de todos los pueblos despedazados por el imperialismo y por la guerra, y quizás habría invertido tremendamente las directivas sociales y políticas del coloso ruso aún inactivo.
En esta situación, la propaganda del Eje, acallando los temas anticapitalistas y su falso sonido, se volcó toda a denunciar el peligro del bolchevismo, procurando siempre provocar la solidaridad de las burguesías enemigas ante la perspectiva de las consecuencias revolucionarias de una victoria rusa. Esta propaganda huera acabó por colaborar en la desorientación de las fuerzas proletarias revolucionarias, induciéndolas una vez más a esperar la revolución de un desenlace de la guerra entre Estados y no de la guerra entre las clases; pero no se consiguió conmover a las capas dirigentes de los gobiernos capitalistas anglosajones, que depositando su confianza (tras haber hecho un balance exacto) en la potencia de su capacidad económica y en la realidad de las relaciones sociales y políticas mundiales, y adoptando en pleno, sin titubeos ni reservas, los métodos totalitarios y centralizadores con su superior rendimiento técnico, político y militar, han profetizado y logrado durante seis años la ruina militar de su enemigo, volviéndose sus vencedores, pero también sus ejecutores testamentarios.
Una vez lograda esta victoria, se habrán construido las bases para el desarrollo de la era capitalista imperial fascista que predominará en los grandes países del mundo y gravitará sobre una constelación de grandes Estados, señores de las clases trabajadoras indígenas, de las colonias de color, y de todos los Estados satélites menores en los países de raza blanca, constelación en la que manifiestamente entra la nueva Rusia, y en la que, al parecer, no se dejará entrar a Francia, y en la que quizá el mismo capital alemán (que ha dado los mayores resultados en el grandioso experimento de la modernísima forma capitalista de control y dominación de las relaciones de la economía burguesa, realizando el más perfecto de los tipos del moderno Estado monopolista), a pesar del enorme derroche de maldiciones retóricas, podría tener un puesto mejor que el reservado a las clases dominantes de países menores no sólo enemigos sino también aliados, es decir, de aquellos países cuya pretendida liberación de la opresión despótica fue el pregón de esta bárbara, feroz y maldita guerra como una cruzada por una humanidad mejor y redimida.
Ante esta nueva construcción del mundo capitalista, el movimiento de las clases proletarias sólo podrá reaccionar si comprende que no se puede ni se debe llorar el estadio caduco de la tolerancia liberal, de la independencia soberana de las pequeñas naciones, sino que la historia sólo ofrece una vía para eliminar todas las explotaciones, todas las tiranías y las opresiones, y es la vía de la acción revolucionaria de clase, que en todo país, dominador o vasallo, alinee las clases de los trabajadores contra la burguesía local, con completa autonomía de pensamiento, de organización, de comportamiento político y de acciones de combate, y por encima de las fronteras de todos los países, en paz y en guerra, en situaciones consideradas normales o excepcionales, previstas o imprevistas por los esquemas filisteos del oportunismo traidor, una las fuerzas de los trabajadores de todo el mundo en un organismo unitario, cuya acción no se detenga hasta el completo aniquilamiento de las instituciones del capitalismo.
EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO Y EL FALSO RECURSO DEL ACTIVISMO
INTRODUCCIÓN
Conjuntamente con nuestras Tesis características del Partido y Lecciones de las contrarrevoluciones, ambas de septiembre de 1951 [Las Tesis características del Partido han sido publicadas en castellano en un opúsculo de Ed. Programme; las lecciones de las contrarrevoluciones, publicadas en nuestra revista teórica internacional Programme Communiste nº 63, junio–agosto 1974, volverán a serlo próximamente, en esta revista.], los textos que publicamos a continuación constituyen los textos principales en base a los cuales se reconstituyó el embrión del partido mundial de la revolución proletaria. En realidad, fue entre 1951 y 1952 cuando se reconoció la exigencia preeminente de volver a presentar orgánicamente la «doctrina uniforme, monolítica y constante del partido», con el objetivo de una no ficticia ni ilusoria superación del abismo «de depresión máxima de la curva del potencial revolucionario», que nos circundaba. Se reaccionó así contra el «practicismo», indudablemente generoso, pero «sin muchos escrúpulos doctrinales», con el cual ya durante la guerra, pero sobre todo en el primer quinquenio posbélico, los grupos que se reivindicaban genéricamente de la Izquierda Comunista «italiana» se habían zambullido con «decisión y vivacidad» en el vivo de la acción.
Se procedió a extraer, pues, de la lección de la contrarrevolución la confirmación de la integralidad y de la invariancia de la doctrina del partido, poniéndole –en toda su integralidad e invariancia firmemente restablecidas– en la base de la acción que jamás había sido renegada (a pesar de lo limitado que haya podido ser su alcance desde el punto de vista de la propaganda, del proselitismo, de la participación en las luchas económicas, etc.). Este trabajo estaba planteado sobre la base de una alta continuidad, coherencia y rigor teóricos.
Se trataba de oponer al «falso recurso del actualismo–activismo» (que «difama y abandona el trabajo doctrinal y la restauración teórica suponiendo que la acción y la lucha son el todo», y que recae así «en la destrucción de la dialéctica y del determinismo marxistas al sustituir la inmensa búsqueda histórica de los raros momentos y puntos cruciales sobre los cuales apoyarse, por un voluntarismo descabellado, que es de hecho la peor y la más crasa adaptación al statu quo y a sus míseras perspectivas inmediatas») el reconocimiento de que la contrarrevolución estalinista, la más radical y devastadora de la historia del movimiento obrero, no solo ha destruido la continuidad de este último, sino que también ha deformado y roto físicamente sus bases doctrinales y programáticas, e implicado en la confusión general incluso a los pocos elementos de vanguardia que se habían salvado de la matanza material y política. Por consiguiente, era tanto más urgente la reconstitución, con paciencia y casi pedazo a pedazo, del entero patrimonio teórico del marxismo, conditio sine qua non de una acción orgánica, no inmediatista ni, por consiguiente, fluctuante, del núcleo forzosamente muy reducido del partido del futuro. Eso no significaba encerrarse en la famosa «torre de marfil» de la especulación «pura» o renunciar a las necesarias formas de manifestación del partido con el mundo circundante, sino empeñar el máximo de las energías en la obra de reconstrucción integral de la teoría y apoyar sólidamente en ella la praxis presente, y sobre todo la futura, libre de desbandadas, de oscilaciones o, incluso, de la mecánica repetición de fórmulas y de consignas tan comunes en las fases ardientes de la lucha (como las de la primera posguerra) como insuficientes, o simplemente negativas, en una fase de contrarrevolución rabiosa o de atonía (como lo es la actual).
Se reafirmó, por tanto, con vigor que «la clase revolucionaria podrá cumplir su tarea sólo si actúa en todo el transcurso de la tremenda lucha usando una doctrina y un método que permanezcan estables y estén estabilizados en un programa monolítico, por más que sea variabilísimo el número de sus partidarios y el resultado de las fases y de los choques sociales», que a su vez son los que determinan la ampliación o la restricción (lo que no significa la anulación) de algunos sectores de la actividad del partido.
Por desgracia, dicho trabajo no se desarrollaba paralelamente a un movimiento real en el cual podría haberse apoyado, y del cual podría haberse extraído vigor, tal como le ocurrió a Lenin y a los bolcheviques entre el primer conflicto imperialista y su posguerra. Así como ocurre con todos los períodos que suceden a las derrotas catastróficas, el segundo período posbélico (si se enfrenta con coraje su realidad de cataclismo descomunal, y, en cuanto tal, con consecuencias largas y difíciles de absorber) daba sin embargo a la vanguardia comunista la ventaja de ofrecer un balance material del cual extraer no solamente la confirmación, sino también la posibilidad de una más completa e intransigente formulación de las tesis clásicas del marxismo en todos los terrenos; y ello, a la medida de la contrarrevolución que se desarrolló a la sombra del «socialismo en un solo país», la que había podido afirmarse con semejante potencia destructiva con la sola condición de destruir, junto al partido de la revolución proletaria mundial, el arsenal entero de las armas críticas y de batalla, desde la teoría hasta la táctica y la organización.
Hemos de citar a continuación algunos nudos cruciales de nuestro trabajo de partido, porque cada uno de ellos se contrapone a desviaciones típicas producidas por la desbandada de una época altamente contrarre-volucionaria. A la luz de dicho balance dinámico, resaltaba más que nunca, contra toda negación inmediatista fundada en supuestos democratoides, ante todo la visión marxista de la naturaleza del papel del partido, de sus relaciones con la clase estadística y estáticamente entendida, de su función de guía, tanto en la preparación del asalto revolucionario como en su desarrollo y en el ejercicio del poder conquistado y defendido; y, por ende, la visión del totalitarismo y del autoritarismo del partido, en polémica directa con el espontaneísmo antipartido que se alimenta del horror por el totalitarismo estalinista, a quien considera como un producto necesario de la vieja visión marxista del papel central del partido en la revolución y en la dictadura proletaria, e incluso como un resultado forzoso de las bases y de las condiciones de existencia del partido mismo.
En segundo lugar, saltaba a la vista la exigencia de la fijación, digamos incluso codificación, de las normas de acción táctica del partido, en armonía con «el conjunto de eventualidades», anticipado por el programa, basándose en las leyes del movimiento de las clases en las convulsiones generales por las contradicciones internas del modo de producción y del orden social capitalista, en antítesis directa con el eclecticismo y el «contingentismo», presentes aun en grupos y corrientes subjetivamente ansiosos de no echar por la borda los principios.
Además, se precisaba la exigencia de la soldadura de la lucha revolucionaria del proletariado en los países de capitalismo desarrollado, con la perspectiva de la revolución comunista «pura», y de la lucha revolucionaria de las plebes oprimidas por el imperialismo en los países coloniales y semicoloniales, con la perspectiva de una revolución doble (democrático–burguesa empujada hasta sus últimas consecuencias que, en una situación internacional de auge revolucionario, podría llegar a su transformación en revolución proletaria); y ello, en oposición directa al indiferentismo de una falsa izquierda ante los movimientos de «liberación nacional».
Finalmente, se confirmaban de nuevo las razones de nuestra táctica abstencionista (incluso en contraposición a la táctica, bien ligada a los principios, del «parlamentarismo revolucionario»), y los motivos de la necesaria participación del Partido en la lucha sindical y en las organizaciones obreras económicas, aunque se supiese que los pasos ulteriores del proceso de integración de éstos en el aparato estatal burgués, que es paralelo a la marcha inexorable del totalitarismo fascista, aun cuando se presente bajo el manto democrático y pluripartidario, planteaba y plantea, en términos bastante más complicados y problemáticos que en la primera posguerra, el problema de su reconquista para la lucha independiente de clase y, por tanto, para el partido.
Más allá de estas reivindicaciones vitales (pero, en un cierto sentido «derivadas» de ellas), el mismo balance debía permitirnos –y nos permitió– reafirmar, por un lado, nuestra certeza acerca de la crisis final del capitalismo en sus clásicas fortalezas euroamericanas, a pesar del pavoroso atraso de las condiciones «subjetivas» de su superación revolucionaria; y, por otro definir con el máximo rigor la apreciación histórica, en el ámbito del capitalismo mundial, de la estructura económica y social de la Rusia de hoy. En el contexto general de este fundamental trabajo de sistematización teórica, este balance nos llevó a volver a presentar a plena luz «las reivindicaciones originales y esenciales» del marxismo, «tal como son en su grandeza imponente desde hace por lo menos un siglo, liquidando las banalidades con las que las sustituyen incluso muchos de los que no están en el pantano estalinista, haciendo pasar por comunismo demandas burguesoides populares»; en suma, «volver a descubrir» qué es el comunismo, y qué cosa sólo él puede ser, para vergüenza de os mil y un vendedores de mercancía averiada con la etiqueta «socialista». Pero todo eso implicaba recoger integralmente los textos clásicos en todos los sectores correlacionados de la doctrina, cuya invariancia se había reafirmado. No se vaciló en proclamar que dicho trabajo sería largo y difícil, que absorbería años y años, y que, «por otra parte, la relación de fuerzas de la situación mundial no puede invertirse antes de decenios». Y se añadió: «todo espíritu estúpido y falsamente revolucionario de aventura rápida debe ser removido y despreciado en cuanto es propio de quien no sabe resistir en la posición revolucionaria y, como en tantos ejemplos de la historia de las desviaciones, abandona la vía maestra por los callejones equívocos del éxito a corto plazo».
Estos textos, conjuntamente con las Tesis características del Partido y las Lecciones de las contrarrevoluciones, ilustran sólo los primeros pasos de esta compleja elaboración, bien que se trate de pasos fundamentales. Pueden ser resumidos así:
- Vigorosa afirmación de la invariancia del marxismo contra toda pretensión de «corregir», «actualizar» o «renovar» una doctrina nacida en un solo bloque en 1847–1848 y destinada a señalar la vía de la lucha de emancipación del proletariado en todo el arco histórico que llevará a su victoria.
- Exposición de la tesis fundamental de principio según la cual la clase no está definida por la suma estadística de sus componentes ni por el burdo criterio de su posición en el marco de la economía capitalista, sino por su camino y tarea históricos y, por consiguiente, por el programa en que se basa el Partido Comunista, único y mundial, desde 1848;
- Precisión de la necesaria relación entre teoría y acción, entre partido y clase, entre partido y acción (y organización) económica; precisión, pues, del sentido en que el marxismo habla de la «inversión de la praxis»;
- Extracción de las lecciones de las contrarrevoluciones; y, muy especialmente, de la estalinista, de la economía y de la estructura social de la Rusia de hoy. Este ha sido el punto de arribo inevitable de la victoria de la contrarrevolución estalinista, por la ausencia de la revolución socialista en Occidente, en la cual el marxismo había visto siempre la condición sine qua non del «transcrecimiento» de la revolución democrática radical –dirigida por el proletariado– en revolución proletaria, no solo desde el punto de vista político, sino también del económico y social.
- Delineamiento del programa inmediato posrevolucionario en los países de capitalismo desarrollado, en los que se plantea directamente, precisamente por ese desarrollo, el problema del paso de la conquista revolucionaria del poder, mediante la dictadura del proletariado, al socialismo.
Los textos publicados aquí no solo constituyen una parte fundamental e intangible de una batalla que ha permitido la reconstrucción de la teoría y del embrión del Partido mundial de la revolución comunista, sino que también forman una de las piedras angulares para la sana extensión y segura consolidación de su red internacional, sobre todo allí, como es en el caso de todo el área iberoamericana, donde se trata de introducir, por primera vez en la Historia, la tradición no averiada ni prostituida del comunismo revolucionario.
Reunión de milán, 7 de septiembre de 1952
LA «INVARIANCIA» HISTÓRICA DEL MARXISMO
1.– Se emplea la expresión «marxismo» no en el sentido de una doctrina descubierta e introducida por el individuo Karl Marx, sino para referirse a la doctrina que surge con el proletariado industrial moderno y que lo «acompaña» en todo el curso de una revolución social; y conservamos el término «marxismo» pese al vasto campo de especulación y de explotación del mismo por parte de una serie de movimientos antirrevolucionarios.
2.– El marxismo, en su única acepción válida, cuenta hoy con tres grupos principales de adversarios. Primer grupo: los burgueses que sostienen como definitivo el tipo capitalista mercantil de economía y como ilusoria su superación histórica con el modo socialista de producción, y que con coherencia rechazan integralmente la doctrina del determinismo económico y de la lucha de clases. Segundo grupo: los llamados comunistas estalinistas, que declaran aceptar la doctrina histórica y económica marxista, pero que plantean y defienden, incluso en los países capitalistas desarrollados, reivindicaciones no revolucionarias, idénticas, si no peores, a las políticas (democracia) y económicas (progresismo popular) de los reformistas tradicionales. Tercer grupo: los partidarios declarados de la doctrina y del método revolucionarios que, sin embargo, atribuyen su actual abandono por parte de la mayoría del proletariado a defectos y lagunas iniciales en la teoría que, por consiguiente, debería ser rectificada y actualizada.
Negadores–falsificadores–actualizadores. Nosotros combatimos a los tres y consideramos que hoy los últimos son los peores.
3.– La historia de la izquierda marxista, la del marxismo radical, más exactamente, la del marxismo, consiste en las sucesivas resistencias a todas las «oleadas» del revisionismo que han atacado diferentes puntos de la doctrina y del método, a partir de su formación orgánica y monolítica que se puede hacer coincidir con el Manifiesto de 1848. En otros textos hemos recordado la historia de esas luchas en las tres Internacionales históricas contra utopistas, obreristas, libertarios, socialdemócratas reformistas y gradualistas, sindicalistas de izquierda y de derecha, social-patriotas, y hoy nacional-comunistas o comunistas populares. Esta lucha ha cubierto el campo de cuatro generaciones y en sus diferentes fases, no pertenece a una serie de nombres, sino a una escuela bien definida y compacta, y, en el sentido histórico, a un partido bien definido.
4.– Esta difícil y larga lucha perdería su nexo con la futura reanudación de la revolución si, en lugar de extraer de ella la lección de la «invariancia», se aceptase la idea banal de que el marxismo es una teoría en «continua elaboración histórica» que se modifica con el curso y las enseñanzas de los acontecimientos. Esta es, invariablemente, la justificación de todas las traiciones cuyas experiencias se han acumulado, así como la de todas las derrotas revolucionarias.
5.– La negación materialista de que un «sistema» teórico surgido en un momento dado (y peor aún, surgido en la mente y ordenado en la obra de un hombre determinado, pensador o jefe histórico, o las dos cosas al mismo tiempo) pueda contener irrevocablemente todo el curso del futuro histórico, sus reglas y principios, no debe comprenderse en el sentido de que no existan sistemas de principios estables para un larguísimo curso histórico. Por el contrario, su estabilidad y resistencia a ser mellados, y hasta a ser «mejorados», es un elemento de fuerza primordial de la «clase social» a la cual pertenecen y cuya tarea histórica e intereses reflejan. La sucesión de tales sistemas y cuerpos de doctrina y praxis no está ligada al advenimiento de hombres que marcan las etapas, sino a la sucesión de los «modos de producción», es decir, de los tipos de organización material de la vida de las colectividades humanas.
6.– A pesar de haber reconocido obviamente como erróneo el contenido formal de los cuerpos de doctrina de todos los grandes cursos históricos, el materialismo dialéctico no niega con esto que hayan sido necesarios en su época, y mucho menos se imagina que el error hubiera podido ser evitado con mejores pensamientos de sabios o legisladores, y que se hubieran podido advertir antes sus errores y hacer las rectificaciones. Todo sistema posee su explicación y su razón de ser en su ciclo, y los más significativos son aquellos que con mayor organicidad se han mantenido inalterados a través de largas luchas.
7.– Según el marxismo, no existe un proceso continuo y gradual en la historia en cuanto (ante todo) a la organización de los recursos productivos, sino una serie de saltos hacia adelante distintos y sucesivos que revolucionan profundamente y de raíz todo el aparato económico y social. Son verdaderos cataclismos, catástrofes, rápidas crisis en las que todo cambia en un breve lapso de tiempo, mientras que había permanecido sin cambios durante un larguísimo período; son crisis como las del mundo físico, de las estrellas del cosmos, de la geología y de la filogénesis misma de los organismos vivos.
8.– Al ser la ideología de clase una superestructura de los modos de producción, tampoco ella se forma por el afluir cotidiano de granos de saber; ella aparece en el desgarrón de un choque violento y guía a la clase que representa, en forma sustancialmente monolítica y estable, por una larga serie de luchas y de conatos, hasta la fase crítica siguiente, hasta la revolución histórica siguiente.
9.– Las doctrinas del capitalismo, precisamente, al justificar las revoluciones sociales del pasado hasta la revolución burguesa, afirmaban que, en adelante, la historia avanzaría por una vía de gradual elevación y sin otras catástrofes sociales, dado que los sistemas ideológicos, evolucionando paulatinamente, absorberían el flujo de nuevas conquistas del saber puro y aplicado. El marxismo demostró la falacia de tal visión del futuro.
10.– El marxismo mismo no puede ser una doctrina que se va plasmando y replasmando cada día con nuevos aportes y con la sustitución de pedazos (¡mejor dicho, de remiendos y parches!), porque es aún, a pesar de ser la última, una de las doctrinas que son un arma de una clase dominada y explotada que debe revolucionar las relaciones sociales, y que, al hacerlo, es de mil maneras el objeto de las influencias conservadoras de las formas e ideologías tradicionales propias de las clases enemigas.
11.– Aun pudiendo desde hoy –o, más bien, desde que el proletariado ha aparecido en la gran escena histórica– entrever la historia de la sociedad futura ya sin clases y, por tanto, ya sin revoluciones, debe afirmarse que, durante el larguísimo período que conducirá a ella, la clase revolucionaria podrá cumplir su tarea sólo si actúa en todo el transcurso de la tremenda lucha usando una doctrina y un método que permanezcan estables y estén estabilizados en un programa monolítico, por más que sea variabilísimo el número de sus partidarios y el resultado de las fases y de los choques sociales.
12.– Por consiguiente, a pesar de que la dotación ideológica de la clase obrera revolucionaria ya no es revelación, mito o idealismo como para las clases precedentes, sino «ciencia» positiva, ella tiene necesidad, sin embargo, de una formulación estable de sus principios, e incluso de sus reglas de acción, que cumpla el papel y tenga la eficacia decisiva que en el pasado han tenido dogmas, catecismos, tablas, constituciones y libros–guías como los Vedas, el Talmud, la Biblia, el Corán o las declaraciones de los Derechos. Los profundos errores sustanciales y formales contenidos en aquellas compilaciones no les han quitado su enorme fuerza organizadora y social (primero revolucionaria, después contrarrevolucionaria, en dialéctica sucesión); es más, en muchos casos, esos «descarríos» han contribuido precisamente a formar esa fuerza.
13.– Precisamente, dado que el marxismo niega todo sentido a la búsqueda de la «verdad absoluta» y no ve en la doctrina un dato del espíritu eterno y de la razón abstracta, sino un «instrumento» de trabajo y un «arma» de combate, postula que en la plenitud del esfuerzo y en el apogeo de la batalla no se abandona, para «repararlos», ni el instrumento ni el arma, sino que se vence en tiempos de paz y de guerra blandiendo desde el inicio utensilios y armas buenos.
14.– Una nueva doctrina no puede aparecer en cualquier momento histórico, sino que existen determinadas épocas de la historia, bien características –e incluso rarísimas–, en las que puede aparecer como un haz de luz enceguecedora; si no se ha reconocido el momento crucial y clavado la vista en la terrible luz es vano recurrir a los cabos de vela con los que se abre la vía el pedante académico o el luchador con escasa fe.
15.– Para la clase proletaria moderna que se formó en los primeros países de gran desarrollo industrial capitalista, las tinieblas se desgarraron poco antes de la mitad del siglo pasado. La doctrina integral en la que creemos, en la que debemos y queremos creer, tuvo entonces todos los datos para formarse y describir un curso de siglos (que deberá verificarla y remacharla después de luchas inmensas). O esta posición resultará válida o la doctrina será convicta de falsedad, pero entonces la declaración de la aparición de una nueva clase con un carácter, un programa y una función revolucionaria propios en la historia habrá sido una afirmación vacía. Por consiguiente, quien se pone a sustituir partes, tesis o artículos esenciales del «corpus» marxista que poseemos desde hace cerca de un siglo destruye su fuerza de un modo peor que aquel que lo reniega completamente y que proclama su aborto.
16.– Al período «explosivo», en el cual la novedad misma de la nueva reivindicación la vuelve clara y le da límites tajantes, le sigue un período cuya particularidad puede ser y es, de tal estabilidad en virtud del carácter crónico tomado por las situaciones, que no se obtiene un mejoramiento o un reforzamiento, sino una involución y degeneración de la llamada «conciencia» de la clase. Toda la historia del marxismo prueba que los momentos en que la lucha de clases se recrudece son aquellos en los cuales la teoría retornó con afirmaciones memorables a sus orígenes y a su primera expresión integral: basta con recordar la Comuna de París, la revolución bolchevique y la primera posguerra mundial en Occidente.
17.– El principio de la invariancia histórica de las doctrinas que reflejan la tarea de las clases protagonistas, e incluso el de los potentes retornos a las tablas originales, se aplica a todos los grandes cursos históricos. Dicho principio se opone a la suposición comadrera de que cada generación y cada estación de la moda intelectual es más potente que la precedente, al necio cliché del avance continuo e incesante del progreso civil, y a otros prejuicios burgueses similares de los que pocos de los que se endosan el adjetivo de marxistas están verdaderamente exentos.
18.– Todos los mitos expresan esto, y sobre todo los mitos de los semidioses–semihombres, o los de los sabios que tuvieron una entrevista con el Ser Supremo. Es insensato reírse de tales representaciones, sólo el marxismo ha permitido encontrar sus infraestructuras reales y materiales. Rama, Moisés, Cristo, Mahoma, todos los profetas y héroes que abren siglos de historia de los diversos pueblos, son expresiones diferentes de este hecho real que corresponde a un salto enorme en el «modo de producción». En el mito pagano, la sabiduría, es decir, Minerva, no sale del cerebro de Júpiter en virtud del dictado de volúmenes enteros a endebles escribas, sino merced al martillazo del dios–obrero Vulcano, llamado para calmar una irrefrenable jaqueca. En el otro extremo de la historia, y frente a la doctrina iluminista de la nueva Diosa Razón, Graco Babeuf se levantará como un gigante, tosco en su presentación teórica, para decir que la fuerza física material hace avanzar más que la razón y el saber.
19.– Tampoco faltan los ejemplos de los restauradores frente a las degeneraciones revisionistas, como lo es Francisco de Asís respecto a Cristo cuando el cristianismo surgido para la redención social de los humildes se acomoda entre las cortes de los señores medievales; como lo habían sido los Graco respecto a Bruto; y como tantas veces lo debieron ser los precursores de una clase por venir respecto a los revolucionarios que reniegan de la fase heroica de las clases precedentes: luchas en Francia de 1831, 1848, 1849 y otras fases innumerables en toda Europa.
20.– Nosotros sostenemos que todos los grandes acontecimientos recientes son otras tantas confirmaciones categóricas e integrales de la teoría y de la previsión marxista. Nos referimos sobre todo a los puntos que han provocado, una vez más, las grandes deserciones del terreno de clase y que han confundido incluso a aquellos que juzgan las posiciones estalinistas como completamente oportunistas. Estos puntos son el advenimiento de formas capitalistas centralizadas y totalitarias (tanto en el campo económico como en el campo político), la economía dirigida, el capitalismo de Estado, las dictaduras burguesas abiertas; y, por otra parte, el proceso del desarrollo ruso y asiático desde el punto de vista social y político. Vemos, pues, tanto la confirmación de nuestra doctrina como la de su nacimiento en forma monolítica en una época crucial.
21.– Quien lograse oponer a la teoría marxista los acontecimientos históricos de este volcánico período probaría que es errónea, que ha fracasado completamente, y, con ella, toda tentativa de deducir de las relaciones económicas las líneas directrices del curso histórico. Al mismo tiempo, lograría probar que, en cualquier fase, los acontecimientos constriñen a establecer nuevas deducciones, explicaciones y teorías, y a aceptar, por consiguiente, la posibilidad de proponer nuevos y diferentes medios de acción.
22.– Una salida ilusoria para las dificultades del momento es admitir que la teoría de base debe permanecer mutable y que precisamente hoy sea el momento de lanzar nuevos capítulos de la misma, de modo que, como resultado de tal acto del pensamiento, la situación desfavorable se invierta. Además, es una aberración que dicha tarea sea asumida por grupitos con efectivos irrisorios y, peor aún, resuelta con una libre discusión que parodie a escala liliputiense el parlamentarismo burgués y el famoso choque de las opiniones individuales, lo cual no es un novísimo recurso sino una vieja tontería.
23.– Este es un momento de depresión máxima de la curva del potencial revolucionario; por tanto, está alejado décadas enteras de los momentos aptos para el parto de teorías históricas originales. En este momento, que está privado de perspectivas próximas de una gran conmoción social, no sólo es un dato lógico de la situación de disgregación política de la clase proletaria mundial, sino que es lógico que sean pequeños grupos los que sepan mantener el hilo histórico conductor del gran curso revolucionario, tendido como un arco entre dos revoluciones sociales, con la condición de que tales grupos demuestren no querer difundir nada original y permanezcan adheridos a las formulaciones tradicionales del marxismo.
24.– La crítica, la duda y la puesta en tela de juicio de todas las viejas concepciones bien consolidadas fueron elementos vigorosos de la gran revolución burguesa moderna que embistió con gigantescas oleadas a las ciencias naturales, al orden social y a los poderes políticos y militares, para avanzar después y asomarse con impulso iconoclasta mucho menor a las ciencias de la sociedad humana y del curso histórico. Precisamente, esto fue el resultado de una época de profunda conmoción que se encontraba a horcajadas entre el medioevo feudal y agrario y la sociedad moderna industrial y capitalista. La crítica fue el efecto y no el motor de la inmensa y compleja lucha.
25.– La duda y el control de la conciencia individual son una expresión de la reforma burguesa contra la compacta tradición y la autoridad de la Iglesia cristiana, y se tradujeron en el puritanismo más hipócrita que, con la bandera de la conformidad burguesa a la moral religiosa o al derecho individual, promovió y protegió el nuevo dominio de clase y la nueva forma de sujeción de las masas. Opuesta es la vía de la revolución proletaria, en la cual la conciencia individual no es nada y la dirección unitaria de la acción colectiva es todo.
26.– Cuando Marx dijo en las famosas tesis sobre Feuerbach que los filósofos habían interpretado suficientemente el mundo y que ahora se trataba de transformarlo, no quiso decir que la voluntad de transformar condiciona el hecho de la transformación, sino que primero viene la transformación determinada por el choque de las fuerzas colectivas, y sólo después la conciencia crítica de ella en los sujetos individuales. Estos no actúan en virtud de una decisión madurada por cada uno, sino de influencias que preceden a la ciencia y la conciencia.
El paso del arma de la crítica a la crítica de las armas desplaza precisamente el todo del sujeto pensante a la masa militante, de manera que sean armas no sólo los fusiles y los cañones, sino sobre todo aquel instrumento real que es la doctrina común del partido, uniforme, monolítica y constante, a la cual todos estamos subordinados y ligados, acabando con el discutir comadrero y sabelotodo.
EL FALSO RECURSO DEL ACTIVISMO
1.– Una objeción corriente, que a su vez no es original, sino que ya ha acompañado a los peores episodios de degeneración del movimiento, es aquella que subestima la claridad y la continuidad en el terreno de los principios, e incita a «ser políticos», a sumergirse en la actividad del movimiento (que enseñará el camino a seguir), a no detenerse para decidir compulsando textos y analizando experiencias precedentes, sino a avanzar sin tregua al calor de la acción.
2.– A su vez, este practicismo es una deformación del marxismo, sea por querer poner en primer plano el espíritu de decisión y la vivacidad de grupos de dirección y de vanguardia sin muchos escrúpulos doctrinales, sea por reconducir a una decisión y a una consulta «de la clase» y de sus mayorías, dándose aires de elegir la vía que, impulsados por el interés económico, la mayor parte de los trabajadores prefiere. Son trucos viejos, y ningún traidor y vendido a la clase dominante se ha ido jamás sin sostener, primero, que él era el mejor y el más activo propugnador «práctico» de los intereses obreros, y, segundo, que actuaba así por la voluntad manifiesta de la masa de sus partidarios... o electores.
3.– La desviación revisionista, por ejemplo la evolucionista, reformista y legalitaria de Bernstein, en el fondo era activista y no ultradeterminista. No se trataba de sustituir al vasto fin revolucionario por lo poco que la situación permitía obtener a los obreros, sino de cerrar los ojos frente a la ardiente visión del arco histórico y decir: el resultado del momento es todo, propongámonos –no universalmente, sino local y transitoriamente– fines inmediatos reducidos, y será posible plasmar tales resultados con la voluntad. Los sindicalistas partidarios de la violencia a la Sorel dijeron lo mismo, y tuvieron el mismo fin. Los primeros apuntaban más a arrancar parlamentariamente medidas legislativas; los segundos a obtener victorias a nivel de empresa o categoría. Ambos volvían la espalda a las tareas históricas.
4.– Todas éstas y otras mil formas de «eclecticismo», esto es, de la libertad reivindicada de cambiar frentes y cuerpos de doctrina, comenzaron con una falsificación: pretendían que semejante rectificación continua de la línea de tiro, o cambio de ruta, se encontrase en la orientación y en los escritos de Marx y Engels. En todo nuestro trabajo, con abundancia de profundos estudios y citas, hemos mostrado la continuidad de esa línea, poniendo de relieve, entre otras cosas, que la obra y los textos más recientes se remiten, con las mismas palabras y con el mismo sentido, a los pasajes y a las teorías fundamentales de los primeros textos.
5.– Es una leyenda hueca, pues, la de las dos «almas» sucesivas de Marx. Según ella, el joven habría sido todavía idealista, voluntarista, hegeliano y, bajo el influjo de los últimos estremecimientos de las revoluciones burguesas, «barricadero» e insurreccionalista. El maduro se habría vuelto un frío estudioso de los fenómenos económicos contemporáneos, positivo, evolucionista y legalitario. Por el contrario, son las reiteradas desviaciones, cuya larga serie hemos ilustrado tantas veces (ya se presenten bajo la acepción banal como extremistas o moderadas) las que, al no resistir la tensión revolucionaria del materialismo dialéctico, han recaído en una desviación igualmente burguesa, de naturaleza idealista, individualista, «concientizadora», cuya actividad comadrera, concreta y secundaria, es pasividad (más bien, impotencia revolucionaria irrevocable) a escala histórica.
6.– Bastaría recordar la conclusión final del primer libro del Capital, donde se describe la expropiación de los expropiadores, muestra –como lo indica una nota– no ser más que la repetición del pasaje correspondiente del Manifiesto. Las teorías económicas del segundo y del tercer libro no son más que desarrollos sobre el tronco de la teoría del valor y del plusvalor dada en el primero, con los mismos términos, fórmulas y hasta con los mismos símbolos, y en vano Antonio Graziadei intentó romper dicha unidad. También es ficticia la separación entre la parte analítica y descriptiva del capitalismo, y la parte programática de la conquista del socialismo. Todos los que degeneraron han demostrado no haber aferrado jamás la potencia de la crítica marxista del utopismo, como tampoco aferraron la crítica del democratismo. No se trata de pintarse un objetivo y quedarse satisfecho con haberlo soñado, o esperar que el color rosa del sueño mueva a todos a hacerlo realidad, sino de encontrar el fin que se debe alcanzar sólida y físicamente, y apuntar directamente a él, seguros de que la ceguera y la inconsciencia humanas no impedirán que sea alcanzado.
7.– Es ciertamente fundamental que Marx haya establecido el nexo (ya presentido por los mejores utopistas) entre esta lejana realización y el movimiento físico actual de una clase social ya en lucha: el proletariado moderno. Pero esto no alcanza para entender toda la dinámica de la revolución de clase. Si se conoce toda la construcción de la obra de Marx, que no le fue permitido acabar, se ve que él reservaba para coronarla este problema del carácter y de la actividad impersonal de la clase, que ya estaba claro, sin embargo, en su pensamiento y en sus textos.
Con dicho tratamiento se corona toda la construcción económica y social conforme al método que ha permitido establecerla.
8.– Sería insuficiente decir que el determinismo marxista elimina como causas motrices de los hechos históricos (una vez más: no se confunda la causa motriz con el agente operante) a la calidad y a la actividad del pensamiento o de lucha de hombres de valor excepcional, y que los sustituye por las clases, entendidas como colectividades estadísticas de individuos, trasladando simplemente los factores ideales de conciencia y de colectividad de uno a muchos hombres. Esto sería solamente pasar de una filosofía aristocrática a otra demopopular más alejada aún de nosotros que la primera. De lo que se trata es de invertir el emplazamiento de la causa y transferirlo fuera de la conciencia ideal, al hecho físico y material.
9.– La tesis marxista dice que no es posible, ante todo, que la conciencia del camino histórico aparezca anticipada en una sola cabeza humana, y esto por dos motivos: el primero es que la conciencia no precede sino que sigue al ser, es decir, a las condiciones materiales que circundan al sujeto de la propia conciencia; el segundo es que todas las formas de conciencia social provienen –con cierta fase de retraso para que exista el tiempo necesario para la determinación general– de circunstancias análogas y paralelas consistentes en las relaciones económicas en que se encuentran masas de individuos que forman, por consiguiente, una clase social. Estos son llevados a «actuar juntos» históricamente mucho antes de que puedan «pensar juntos». La teoría de esta relación entre las condiciones de clase y la acción de clase con su futuro punto de llegada no es pedida a nadie, en el sentido en que no le es pedida a un autor o jefe suelto, y ni siquiera «a toda la clase» como suma bruta y momentánea de individuos en un país o en un momento determinados, y mucho menos aún podría ser deducida de una burguesísima «consulta» en el seno de la clase.
10.– La dictadura del proletariado no es para nosotros una democracia consultiva introducida en el seno del proletariado, sino la fuerza histórica organizada que, en un determinado momento, seguida por una parte del proletariado, e incluso no por la más grande, expresa la presión material, que hace saltar el viejo modo de producción burgués para abrir la vía al nuevo modo de producción comunista.
En todo esto no es de importancia secundaria el factor, siempre indicado por Marx, constituido por los desertores de la clase dominante que pasan al campo revolucionario y contrapesan la acción de masas enteras de proletarios que están al servicio de la burguesía como resultado de su esclavitud material e ideológica, masas que casi siempre representan la mayor parte estadística de la clase.
11.– Todo el balance de la revolución en Rusia no conduce de ningún modo a nuestra corriente a atribuir su pasivo a la violación de la democracia interna de la clase, o a tener dudas sobre la teoría marxista y leninista de la dictadura, la que no tiene por juez y límite fórmulas constitucionales u organizativas, sino solamente a la histórica relación de fuerzas.
Por el contrario, el abandono completo del terreno de la dictadura de clase se pone precisamente de manifiesto en la completa alteración estalinista del método revolucionario. No menos que todos los demás ex–comunistas pasan por doquier al terreno de la democracia, se ponen en el de la democracia popular y nacional, y tanto en Rusia como fuera de ella abandonan con toda su política los objetivos de clase por objetivos nacionales, lo que es reconocido incluso por la habitual descripción vulgar de su política como una simple red de espionaje del Estado ruso, más allá de sus fronteras. Todo aquel que tantea la vía democrática emboca la vía capitalista. Y así es con los vagos antiestalinistas que gritan en nombre de la opinión proletaria pisoteada en Rusia.
12.– Serían innumerables las citas de Marx que demuestran esta impersonalidad del factor del acontecimiento histórico, sin la cual sería imposible proponer la teoría de su materialidad.
Nosotros sabemos que Marx sólo completó el primer libro de su gran obra El Capital. En las cartas y prefacios, Engels recuerda lo arduo del trabajo que fue necesario para ordenar el segundo y el tercer libro (aparte del cuarto, que es una historia de las doctrinas económicas adversas).
Al mismo Engels le quedaron dudas sobre el orden de los capítulos y secciones de los dos libros que estudian el proceso de conjunto de las formas del capitalismo, no para «describir» el capitalismo del tiempo de Marx, sino para demostrar que, pase lo que pase, la forma del proceso general no se encamina a situaciones de equilibrio y a un «estado de régimen» (como sería el de un río perenne y constante sin menguantes ni inundaciones), sino a una serie de crisis cada vez más agudas y a la caída revolucionaria de la «forma general» examinada.
13.– Tal como había indicado en el prefacio de 1859 en la Contribución para la Crítica de la Economía Política, primera redacción del Capital, después de haber tratado de las tres clases fundamentales de la sociedad moderna (terratenientes, capitalistas, proletarios), Marx se reservaba otros tres argumentos: «Estado, comercio internacional, mercado mundial». La cuestión del Estado se encuentra en el texto sobre la Comuna de París de 1871 y en los clásicos capítulos de Engels, como así también en El Estado y la Revolución, y la cuestión del «comercio internacional» en El Imperialismo de Lenin. Se trata del trabajo de una escuela histórica y no de la Opera Omnia de una persona. La cuestión del «mercado mundial», a la cual un Stalin moribundo aludió con la débil teoría del doble mercado, llamea hoy en el libro de los hechos, que no se sabe leer: ¡es aquí donde se podrían encontrar las mechas del incendio que presentará el capitalismo mundial en la segunda mitad del siglo, si los investigadores no se hubiesen dado a correr tras la suerte de las Patrias y de los Pueblos, y de los sistemas ideológicos en bancarrota de la época burguesa: Paz, Libertad, Independencia, Santidad de la Persona, constitucionalidad de las decisiones electorales...!
14.– Después de haber tratado el modo en que el producto social se divide entre las tres clases fundamentales formando sus ingresos económicos (o, dicho menos exactamente, sus réditos): la renta, la ganancia y el salario; después de haber demostrado que la transferencia de la primera al Estado no cambiaría el orden capitalista, y que ni siquiera toda la transferencia del plusvalor al Estado rebasaría os límites de la forma de producción capitalista (en la medida en que el despilfarro de trabajo vivo, es decir, la intensidad y la duración del trabajo, seguiría siendo el mismo debido a la forma empresarial y mercantil del sistema), Marx concluye así la parte estrictamente económica: «La segunda característica específica del régimen capitalista de producción es que la producción de plusvalor es la finalidad directa y el móvil determinante de la producción. El capital produce esencialmente capital, pero no lo hace más que produciendo plusvalor» (El Capital, Libro III, Cap. LI).
(Sólo el comunismo será capaz de crear plusproducto que no se transforme en capital).
Pero la causa no está de ningún modo en la existencia del capitalista, o de la clase capitalista, que no sólo son puros efectos, sino incluso efectos no necesarios.
«En el régimen capitalista de producción la masa de los productos directos encuentra frente a sí el carácter social de su producción bajo la forma de una autoridad organizadora severa y de un mecanismo social del proceso de trabajo completamente jerarquizado (es decir: ¡burocratizado! –ndr), pero esta autoridad sólo compete a quienes la ostentan como personificación de las condiciones de trabajo frente al trabajo y no, como bajo formas anteriores de producción, en cuanto titulares del poder político o teocrático. Entre los representantes de esta autoridad, o sea, entre los mismos capitalistas, que se enfrentan simplemente como los poseedores de mercancías, reina la anarquía más completa, dentro de la cual los nexos internos de la producción social sólo se imponen a la arbitrariedad individual como una ley natural omnipotente» (Ibí.).
Por consiguiente, es necesario y suficiente atenerse a la invariancia formidable del texto para confinar a los pretendidos actualizadores en las tinieblas del más burdo prejuicio burgués, el que busca al responsable de toda inferioridad social en el «arbitrio individual», o a lo sumo en la «responsabilidad colectiva de una clase social», mientras que, desde entonces, todo estaba perfectamente claro, y el capitalista o la clase capitalista podían dejar aquí de «personificar» al capital, pero este seguiría existiendo, frente a nosotros y contra nosotros, como «mecanismo social», como «ley natural omnipotente» del proceso de producción.
15.– Este es el formidable y conclusivo capítulo LI que cierra la «descripción» de la economía presente, pero que en cada página «evoca» el espectro de la revolución. EL siguiente capítulo LII, de poco más de una página, es aquel en el cual el cansado Engels, debajo del interrumpido renglón, escribió entre corchetes: «Aquí se interrumpe el manuscrito».
Título: «Las clases». Estamos en el umbral de la inversión de la praxis; y, habiendo rechazado el arbitrio individual, partimos en busca del agente de la revolución.
Ante todo, el capítulo dice: hemos dado las leyes de la sociedad capitalista pura, con las tres clases mencionadas. Pero ésta ni siquiera existe en Inglaterra (ni siquiera existe en 1953, allí o en otro lugar, ni existirá jamás, al igual que los dos únicos puntos materiales dotados de masa a los que la ley de Newton reduce el cosmos).
«El problema que inmediatamente se plantea es éste: ¿qué es lo que forma una clase?».
«A primera vista, es la identidad de sus rentas, de las fuentes de renta».
«Sin embargo, desde este punto de vista, también los médicos y los funcionarios, por ejemplo, formarían dos clases distintas, pues pertenecen a dos grupos sociales distintos, cuyos componentes viven de rentas procedentes de la misma fuente en cada uno de ellos. Y lo mismo podría decirse de la infinita variedad de intereses y situaciones que provoca la división del trabajo social entre los obreros, los capitalistas y los terratenientes (estos últimos, por ejemplo, están divididos en propietarios de viñedos, propietarios de tierras de labor, propietarios de bosques, propietarios de minas, de pesquerías, etc...)».
El pensamiento y el período se interrumpen aquí. Pero es suficiente.
16.– Sin reclamar derechos de autor sobre frase alguna, se puede completar el capítulo crucial, interrumpido por la muerte, arbitrario incidente individual para Karl Marx, quien en relación a esto solía citar a Epicuro, al cual, siendo un joven doctorcito, había consagrado su tesis de doctorado. Como lo expresara Engels: «todo acontecimiento que deriva de la necesidad lleva en sí su propio consuelo». Es inútil lamentarse.
No es la identidad de las fuentes de ingreso, como parece a «primera vista», lo que define a la clase.
Sindicalismo, obrerismo, laborismo, corporativismo, mazzinismo, socialcristianismo, ya sean del pasado o del futuro, son abatidos de un solo golpe y para siempre.
Nuestra conquista iba mucho más allá del fláccido reconocimiento por parte de ciertos ideólogos del espíritu y del individuo, de la sociedad liberal y del Estado constitucional, de que existen y no pueden ser ignorados los intereses colectivos de categoría. Fue a lo sumo una primera victoria nuestra el hecho de que, frente a la «cuestión social», incluso reducida así a pildoritas, era vano torcer las narices y cerrar los ojos. Esta iba a penetrar el mundo moderno. Pero una cosa es invadirlo capilarmente, y otra hacerlo saltar en mil pedazos.
En el marco estadístico, de nada sirve seleccionar «cualitativamente» las clases según la fuente pecuniaria de sus entradas. Más estúpido aún es seleccionarlas cuantitativamente según la «pirámide de las rentas». Desde hace siglos ésta ha sido erigida; y los censos del Estado en Roma expresaban, precisamente, la escala de rentas. Desde hace siglos, simples operaciones aritméticas han demostrado a los filósofos de la miseria que, reduciendo la pirámide a un prisma nivelador de igual base, sólo fundaríamos la sociedad de los andrajosos.
¿Cómo salir cualitativa y cuantitativamente de estas cien mil dificultades?: un alto funcionario percibe un sueldo; por tanto, es pagado en el momento oportuno como el peón asalariado en una salina del Estado, pero el primero tiene un ingreso más alto que muchos capitalistas de fábrica que viven de la ganancia o que muchos comerciantes, y el segundo tiene un ingreso más alto no sólo que un pequeño campesino trabajador, sino también que un pequeño propietario de casas que vive de rentas...
La clase no se define según cuentas económicas, sino según la posición histórica respecto a la lucha gigantesca con la cual la nueva forma general de la producción supera, abate y sustituye a la vieja.
Si la tesis de que la sociedad es la pura suma de individuos ideales es idiota, no lo es menos la que sostiene que la clase es la pura suma de individuos económicos. Individuo, clase y sociedad no son puras categorías económicas o ideales, sino que cambian incesantemente según el lugar y la época, como productos de un proceso general cuyas leyes reales están reproducidas en la potente construcción marxista.
El mecanismo social efectivo conduce y plasma a individuos, clases y sociedades, sin «consultarlos» sobre ningún plano.
La clase es definida por su camino y su tarea históricas; y nuestra clase, debido al arduo y dialéctico punto de llegada de su enorme esfuerzo, es definida sobre todo por la reivindicación de su propia y total desaparición cuantitativa y cualitativa (porque la desaparición ya en curso de las clases enemigas poco y nada representa).
Frente a nosotros, el conjunto de la clase asume hoy sin pausa significados cambiantes: hoy por hoy está por Stalin, por un Estado capitalista como el ruso, por una banda de candidatos y parlamentarios mucho más antimarxistas que los Turati y Bissolati, Longuet o Millerand de antaño.
17.– No queda, pues, nada más que el partido como órgano actual que define a la clase, que lucha por la clase, que gobierna por la clase en su momento y que prepara el fin de los gobiernos y de las clases. A condición de que el partido no sea de Fulano o de Mengano, que no se alimente de admiración por el jefe, que vuelva a defender, si es necesario con fe ciega, la teoría invariable, la organización rígida, el método que no parte de un preconcepto sectario, sino que sabe que en una sociedad desarrollada en su forma tipo (la Europa del año 1900, como el Israel del año cero) se aplica duramente la fórmula de guerra: quien no está con nosotros está contra nosotros.
Reunión de FORLÍ, 28 de DICIEMBe de 1952
TEORÍA Y ACCIÓN
1.– Dada la situación presente de decaimiento al mínimo de la energía revolucionaria, una tarea práctica es la de examinar el curso histórico de toda la lucha, y es un error definirla como un trabajo de tipo literario o intelectual, contraponiéndola a no se sabe qué inmersión en medio de las masas.
2.– Quienes están de acuerdo con nuestro juicio crítico de que la actual política de los estalinistas es totalmente anticlasista y antirrevolucionaria, al constatar la bancarrota de la III Internacional, más grave que la de la II en 1914, deben elegir entre dos posiciones: ¿debe desecharse, quizás, lo que era común a nosotros y a la plataforma constitutiva del Comintern, a Lenin, a los bolcheviques, a los vencedores de Octubre? No, nosotros afirmamos que sólo debe desecharse lo que la Izquierda tuvo que combatir desde entonces, y que debe permanecer en pie todo lo que los rusos han traicionado después.
3.– El grave error de maniobra de la primera posguerra, frente a las vacilaciones del movimiento revolucionario en Occidente, se resume en los vanos intentos de forzar la situación hacia la fase de la insurrección y de la dictadura, explotando con dicha intención recursos de tipo legalitario, democrático y obrerista. Este error, ampliamente perpetrado en el pretendido seno de la clase obrera, sobre la franja de contacto con los socialtraidores de la II Internacional, habría de desarrollarse hacia una nueva colaboración de clase, social y política, nacional y mundial, con las fuerzas capitalistas, y en el nuevo oportunismo y en la nueva traición.
4.– Por querer ganar una influencia más vasta para el partido internacional, plantado robustamente sobre una teoría y una organización afianzadas, se ha regalado influencia a traidores y enemigos, quedándonos sin la soñada mayoría y sin el sólido núcleo histórico del partido de entonces. La lección, no pequeña, es que no se debe volver a repetir la misma maniobra o seguir el mismo método.
5.– En 1946, a fines de la segunda guerra mundial, fue vana la espera de una situación tan fértil como la de 1918, debido a la mayor gravedad de la degeneración contrarrevolucionaria, a la ausencia de fuertes núcleos capaces de permanecer fuera del bloque de guerra militar, político y de la resistencia, a la diferente política de ocupación policíaca de los países vencidos. La situación en 1946 era manifiestamente tan desfavorable como las que sucedieron a las grandes derrotas de la Liga de los Comunistas y de la I Internacional, en 1849 y 1871.
6.– Por lo tanto, no siendo concebibles bruscos retornos de las masas a una organización útil de ataque revolucionario, el mejor resultado que los próximos tiempos pueden dar es volver a proponer los verdaderos fines y reivindicaciones proletarias y comunistas, y remachar la lección de que es derrotismo toda improvisación táctica que cambie de situación en situación con la pretensión de explotar datos inesperados de las mismas.
7.– El estúpido actualismo–activismo que adapta gestos y movimientos a los datos inmediatos de hoy, verdadero existencialismo de partido, debe ser sustituido por la reconstrucción del sólido puente que une el pasado al futuro, y cuyas grandes líneas el partido se dicta a sí mismo de una vez para siempre, prohibiendo a los militantes, y sobre todo a los dirigentes, la búsqueda y el descubrimiento de «nuevas vías».
8.– Esta moda, sobre todo cuando difama y abandona el trabajo doctrinal y la restauración teórica (necesaria hoy como lo fue para Lenin en 1914–18), al suponer que la acción y la lucha son todo, recae en la destrucción de la dialéctica y del determinismo marxistas, sustituyendo la inmensa búsqueda histórica de los raros momentos y puntos cruciales sobre los cuales apoyarse por un voluntarismo descabellado, que es de hecho la peor y más crasa adaptación al statu quo y a sus míseras perspectivas inmediatas.
9.– Es fácil reducir toda esta metodología de practicones, no a nuevas formas de un método político original, sino a la caricatura de viejas posiciones antimarxistas y a la manera idealista (a la Croce) de concebir el acontecimiento histórico como un hecho no previsible por leyes científicas que «siempre tiene razón» en su rebelión contra las reglas y las previsiones sobre el rumbo de la sociedad humana.
10.– Por consiguiente, debe colocarse en primer plano la tarea de volver a presentar, confirmándola con nuestros textos clásicos de partido, la visión marxista integral de la historia de su desarrollo, de las revoluciones que se han sucedido hasta ahora, de los caracteres de la revolución que se prepara y que verá al proletariado moderno derrocar al capitalismo e instaurar nuevas formas sociales; se deben volver a presentar las reivindicaciones originales y esenciales tal como son en su grandeza imponente desde hace por lo menos un siglo, liquidando las banalidades con las que las sustituyen incluso muchos de los que no están en el pantano estalinista, haciendo pasar por comunismo demandas burguesoides populares y aptas para el éxito demagógico.
11.– Un trabajo semejante es largo y difícil, absorbe años y años; por otra parte, la relación de fuerzas de la situación mundial no puede invertirse antes de decenios. Por lo tanto, todo espíritu estúpido y falsamente revolucionario de aventura rápida debe ser removido y despreciado en cuanto es propio de quien no sabe resistir en la posición revolucionaria y, como en tantos ejemplos de la historia de las desviaciones, abandona la vía maestra por los callejones equívocos del éxito a corto plazo.
EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO INMEDIATO
1.– Con la gigantesca y potente reanudación a escala mundial del movimiento revolucionario en la primera posguerra, cristalizado en Italia en el sólido partido constituido en 1921, fue claro que el postulado urgente era la conquista del poder político, y que el proletariado no lo toma por una vía legal, sino con la acción armada; que la mejor ocasión para ello surge de la derrota militar del propio país y que la forma política consecutiva a la victoria es la dictadura del proletariado. La transformación económica y social es una tarea ulterior, cuya condición primera está dada por la dictadura.
2.– Al ser larguísima la vía que conduce al comunismo pleno, el Manifiesto de los Comunistas aclaró que las medidas sociales posteriores que se vuelven posibles, o que se toman «despóticamente», varían según el grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas del país en el cual el proletariado ha vencido y según la rapidez con que dicha victoria se extiende a otros países. El Manifiesto indicó las medidas adecuadas en aquel entonces, esto es, en 1848, para los países europeos más evolucionados, y recalcó que no se trataba del programa del socialismo integral, sino de un conjunto de medidas que calificó de transitorias, inmediatas, variables y esencialmente «contradictorias».
3.– Ulteriormente, muchas medidas dictadas entonces a la revolución proletaria fueron tomadas por la burguesía misma en éste o aquel país, como por ejemplo: la instrucción obligatoria, el Banco de Estado, etc. Eso fue uno de los elementos que engañaron a los partidarios de una teoría no estable y reelaborada de continuo según los resultados históricos.
Aquel hecho no autorizaba a creer que hubiesen cambiado las leyes y previsiones precisas del paso del modo capitalista de producción al socialista, con todas sus formas económicas, sociales y políticas, sino que sólo significaba que sería diverso y más fácil el primer período posrevolucionario, el de la economía de transición al socialismo, que precede al período consecutivo del socialismo inferior y al último del socialismo superior o comunismo integral.
4.– El oportunismo clásico consistió en hacer creer que todas aquellas medidas, de la más baja a la más alta, podrían ser aplicadas por el Estado burgués democrático bajo la presión, o directamente la conquista legal del mismo, por parte del proletariado. Pero, en tal caso, esas diversas «medidas», si fueran compatibles con el modo capitalista de producción, hubiesen sido adoptadas en interés de la continuidad del capitalismo y para postergar su caída; y si fueran incompatibles con él, jamás hubiesen sido realizadas por el Estado.
5.– El oportunismo actual, con su fórmula de la democracia popular y progresista, en el marco de la constitución parlamentaria, tiene una tarea histórica distinta y peor. No sólo ilusiona al proletariado haciéndole creer que algunas de las medidas que le son propias puedan ser incluidas entre las tareas de un Estado interclasista y de varios partidos (o sea, igual que los socialdemócratas de ayer, reniegan de la dictadura), sino que conduce directamente las masas que encuadra a luchar por medidas sociales «populares y progresistas» que se oponen directamente a las que el poder proletario se fijó siempre desde 1848 con el Manifiesto.
6.– Nada podrá mostrar mejor toda la ignominia de semejante involución que una lista de medidas que deberían formularse en un país del Occidente capitalista – cuando se plantee en el futuro la conquista del poder – en lugar de las del Manifiesto, incluyendo sin embargo las más características de las de aquel entonces.
7.– La siguiente es una lista de tales reivindicaciones:
a) «Desinversión de los capitales», esto es, asignación de una parte mucho menor del producto a bienes instrumentales y no de consumo.
b) «Elevación de los costos de producción» para poder dar, mientras subsistan el salario, el mercado y la moneda, pagas más altas por menos tiempo de trabajo.
c) «Reducción drástica de la jornada de trabajo» a la mitad de las horas actuales por lo menos, absorbiendo el paro y las actividades antisociales.
d) Una vez reducido ya el volumen de la producción con un plan de «subproducción» que la concentre en los terrenos más necesarios, «control autoritario de los consumos», combatiendo la moda publicitaria de los consumos inútiles, dañinos y de lujo, y aboliendo por la fuerza las actividades destinadas a la propaganda de una sicología reaccionaria.
e) Rápida «ruptura de los límites de la empresa» con la transferencia autoritaria, no del personal, sino de las materias de trabajo, yendo hacia el nuevo plan de consumo.
f) «Abolición rápida de la previsión social» de tipo mercantil, para sustituirla con la alimentación social de los no trabajadores a partir de un mínimo inicial.
g) «Detención de la construcción» de casas y lugares de trabajo en torno de las grandes ciudades, e incluso de las pequeñas, como punto de partida para encaminarse a la distribución uniforme de la población en el campo. Reducción de la congestión, la velocidad y el volumen del tráfico, prohibiendo el inútil.
h) «Lucha decidida contra la especialización» profesional y la división social del trabajo, mediante la abolición de las carreras y títulos.
i) Medidas inmediatas obvias, más cercanas a las políticas, para someter al Estado comunista la escuela, la prensa, todos los medios de difusión, de información, y la red de espectáculos y diversiones.
8.– No es extraño que los estalinistas y sus semejantes, con sus partidos de Occidente, reclamen hoy todo lo contrario, no sólo en sus reivindicaciones «institucionales», es decir, en las político–legales, sino también en las «estructurales», esto es, en las económico–sociales. Eso permite que su acción sea paralela a la del partido que conduce el Estado ruso y los Estados ligados al mismo, en los cuales la tarea de transformación social consiste en el paso del precapitalismo al pleno capitalismo, con todo su bagaje de exigencias ideológicas, políticas, sociales y económicas, todas ellas orientadas al cenit burgués y dirigidas con horror sólo contra el nadir feudal y medieval. Estos socios de Occidente son tanto más inmundos y renegados en cuanto que aquel peligro, físico y real aún en la parte de Asia actualmente en efervescencia, es inexistente y fingido para los proletarios metropolitanos que aquí están bajo la bota civil, liberal y onusiana de la arrogante capitalarquía norteamericana.
Reunión de GÉNOVA, 26 de ABRIL de 1953
LAS REVOLUCIONES MÚLTIPLES
1.– La posición de la Izquierda Comunista se distingue netamente no sólo del eclecticismo en el terreno de la maniobra táctica, sino también del tosco simplismo de aquel que reduce toda la lucha de clases al dualismo, repetido siempre y por doquier, de dos clases convencionales que serían las únicas en actuar. La estrategia del moderno movimiento proletario tiene líneas precisas y estables, válidas para toda hipótesis de acción futura, y que deben ser referidas a las distintas «áreas» geográficas en que se subdivide el mundo habitado y a los distintos ciclos históricos.
2.– La inglesa es la primera y clásica área de cuyo juego de fuerzas fue sacada por primera vez la irrevocable teoría del curso de la revolución socialista. Desde 1688, la revolución burguesa ha suprimido el poder feudal y extirpado rápidamente las formas de producción feudales; desde 1840, es posible deducir la concepción marxista sobre el mecanismo de las tres clases esenciales: propiedad burguesa de la tierra –capital industrial, comercial, financiero– proletariado, en lucha con las dos primeras.
3.– En el área de Europa Occidental (Francia, Alemania, Italia, países menores) la lucha burguesa contra el feudalismo va de 1789 a 1871, y en las situaciones de este ciclo se impone la alianza del proletariado con los burgueses cuando estos luchan con las armas para derrocar el poder feudal –mientras los partidos obreros han rechazado ya toda confusión ideológica con las apologías económicas y políticas de la sociedad burguesa.
4.– Los Estados Unidos de América se ponen en 1866 en las condiciones de la Europa Occidental después de 1871, habiendo liquidado formas capitalistas espurias con la victoria contra el sudismo esclavista y rural. A partir de 1871, los marxistas radicales rechazan en toda el área euroamericana toda alianza y todo bloque, en cualquier terreno que fuera, con partidos burgueses.
5.– La situación anterior a 1871, a la que nos hemos referido en el inciso 3, dura en Rusia y en otros países del este europeo hasta 1917, y en ellos se plantea el problema ya conocido por la Alemania de 1848: provocar dos revoluciones, y luchar, por tanto, por las tareas de la revolución capitalista. Una condición para un paso directo a la segunda revolución, la proletaria, era la revolución política en Occidente, que falló, aun cuando la clase proletaria rusa conquistó sola el poder político, conservándolo durante algunos años.
6.– Mientras que hoy en el área de Europa Oriental puede considerarse como consumada la sustitución del feudalismo por el modo capitalista de producción y de intercambio, en el área asiática está en pleno curso la revolución contra el feudalismo y contra regímenes más antiguos, conducida por un bloque revolucionario de clases burguesas, pequeñoburguesas y trabajadoras.
7.– El análisis ya ampliamente desarrollado ilustra cómo en estos intentos de doble revolución se han producido varios resultados históricos: victoria parcial y victoria total, derrota en el terreno insurreccional con victoria en el terreno económico–social, y viceversa. Para el proletariado, la lección de las semirrevoluciones y de las contrarrevoluciones es fundamental. Entre tantos otros ejemplos, son clásicos el de la Alemania posterior a 1848 (doble derrota insurreccional de burgueses y proletarios, victoria social de la forma capitalista y establecimiento gradual del poder burgués) y el de la Rusia posterior a 1917 (doble victoria insurreccional de burgueses y proletarios, en febrero y octubre, respectivamente; derrota social de la forma socialista, victoria social de la forma capitalista).
8.– Por lo menos en lo que respecta a su parte europea, Rusia tiene hoy un mecanismo de producción e intercambio ya plenamente capitalista, cuya función social se refleja políticamente en un partido y en un gobierno que han probado todas las posibles estrategias de alianzas con partidos y Estados burgueses del área occidental. El sistema político ruso es un enemigo frontal del proletariado y toda alianza con él es inconcebible, debiendo quedar no obstante bien establecido que el haber hecho triunfar la forma capitalista de producción en Rusia es un resultado revolucionario.
9.– En los países de Asia donde aún dominan economías locales agrarias de tipo patriarcal y feudal, la lucha incluso política de las «cuatro clases», aun cuando surjan a continuación poderes nacionales y burgueses, es un elemento de victoria en la lucha internacional comunista, sea por la formación de nuevas áreas aptas al planteamiento de las reivindicaciones socialistas ulteriores, sea por los golpes asestados por tales insurrecciones y revueltas al imperialismo euroamericano.
LA REVOLUCIÓN ANTICAPITALISTA OCCIDENTAL
1.– Habiendo sido establecida la valoración de la fase mundial consecutiva a la segunda guerra imperialista, y habiendo quedado claro que la consolidación, luego de dos victorias, de las grandes centrales capitalistas imperiales como Inglaterra y EE.UU., no coexiste (como no podría coexistir y convivir) con la consolidación de un Estado obrero que construiría socialismo en Oriente; sino que se trata de la relación entre formas de capitalismo maduro y formas de capitalismo reciente y joven, que pueden encontrarse tanto en una economía mercantil mundial única, como llegar a conflictos armados para la disputa de las áreas de mercado, siendo muchas las posibles líneas de fractura, la atención debe ser dirigida al paso, en Occidente, del pleno capitalismo a la sociedad socialista. Aquí se trata de una revolución no doble, no «impura».
2.– Así como hemos reducido los datos «oficiales» de Stalin acerca de la economía social rusa a los elementos clásicos que definen el capitalismo, venciendo de este modo a las dos tesis según las cuales esos mismos datos corresponderían a la forma socialista o a una forma «nueva», desconocida antes por el marxismo (la segunda tesis es más catastrófica que la primera), de la misma manera los datos de la economía de Occidente, y, en primer lugar, de los EE.UU., aun tomados de la fuente «oficial» de la infecta propaganda del «mundo libre», coinciden totalmente con la descripción marxista del capitalismo, de la que se deduce, sin escapatoria posible y en oposición a la apologética de equilibrios y progresos, el curso de las crisis internas de la producción, de las guerras por los mercados, del derrumbamiento revolucionario, de la conquista proletaria del poder con la destrucción del Estado capitalista, de la dictadura proletaria y de la eliminación de las formas burguesas de producción.
3.– Una vez que el modo capitalista de producción ha sido instaurado, no puede sostenerse más que acrecentando continuamente, no la dotación de recursos e instalaciones aptos para una vida mejor de los hombres, con menores riesgos, tormentos y esfuerzos, sino la masa de mercancías producidas y vendidas. Al crecer menos la población que la masa de productos, éstos deben transformarse en mayores consumos (cualesquiera sean), y en nuevos medios de producción, entrando así en un callejón sin salida. Este es el carácter esencial, inseparable de la acrecentada fuerza productiva de los mecanismos materiales que la ciencia y la técnica ofrecen. Cualquier otro rasgo relativo a la composición estadística de las clases y al mecanismo –influyente sin duda alguna– de las superestructuras administrativas, jurídicas, políticas, organizativas e ideológicas, no es más que secundario y accesorio, y no modifica los términos de la antítesis fundamental con el modo de producción comunista, contenida de manera plena e invariante, desde el Manifiesto de 1848, en la doctrina proletaria revolucionaria.
4.– En toda la economía mundial se verifican y se repiten, es más, se refuerzan, en conformidad con las leyes que han sido deducidas sobre todo de los ciclos del capitalismo inglés, los caracteres del advenimiento y del proceso del capitalismo fijados en la monolítica valoración de Marx: sucesivas y despiadadas expropiaciones de todos los poseedores de reservas de mercancías y medios productivos (artesanos, campesinos, pequeños y medianos comerciantes, industriales, ahorradores); acumulación del capital con una masa cada vez mayor, en sentido absoluto y relativo, de instrumentos de producción que son aumentados y renovados sin pausa (y también sin razón), y concentración de estas fuerzas sociales en un número cada vez menor de «manos» (y no de «cabezas», lo que es un concepto precapitalista), creándose así gigantescos complejos de fábricas y empresas de producción, antes desconocidos; extensión incontenible, después de la formación de los mercados nacionales, del mercado mundial, disolución de las islas cerradas de trabajo–consumo supervivientes en el mundo.
5.– Esta serie de afirmaciones de un proceso que presenta un ritmo muy superior incluso al esperado por nuestros teóricos está dada en primer lugar por la economía estadounidense, por los datos de su producción y por su mismo desarrollo interno en continuo incremento. La cuestión está entre la posibilidad de un desarrollo continuo y sin sacudidas de semejante forma social, y la espera de duras sacudidas, de crisis profundas y de conmociones que lleguen a golpear las bases del sistema. Son suficientes para darle una respuesta los sucesos de dos grandes guerras mundiales y de una crisis gigantesca de todo el aparato económico que estuvo intercalada entre ellas, como así también la inestabilidad, en todos los sentidos, de esta agitada posguerra, de manera que yace hecha pedazos la descripción de esta sociedad como próspera, encaminada hacia una nivelación del tren de vida y de la riqueza individuales, que estaría compuesta por una clase media sin clases extremas, y, por añadidura, carente de abiertas luchas sindicales y de partidos con un programa anticonstitucional. Actualmente, incluso el análisis más banal de la infraestructura norteamericana, permite relegar entre los fantasmas del pasado al viejo Estado administrativo, federativo, no burocrático y no militar, que se contraponía a las belicosas potencias europeas en lucha desde hace siglos por hegemonías: a este respecto, los datos de los Estados Unidos superan de lejos todos los índices absolutos y relativos del mundo y de la historia humana.
6.– La descripción de semejante economía, aun basando por un momento las deducciones sobre las solas relaciones internas, que son ensalzadas como estables en medio de la inestabilidad confesa de las cuestiones internacionales (pues se ha renunciado, por otra parte, a la vieja teoría del desentenderse de los asuntos exteriores y extranorteamericanos), lleva directamente a la confirmación de todas las leyes marxistas y a la condena histórica del modo capitalista de producción, al que nadie puede parar en su carrera hacia la catástrofe y la revolución.
La masiva red americana de establecimientos e instalaciones, que posee la supremacía mundial, y la industrialización llevada al máximo de toda esfera de actividad, muestra una sociedad que las supera a todas en cuanto a dominio del «trabajo muerto» (Marx), o capital cristalizado en máquinas, construcciones y masas de materias primas y semielaboradas, sobre el «trabajo–vivo», esto es, la actividad incesante de los hombres vivientes en la producción. La tan encomiada libertad en el plano jurídico no puede disimular el peso y la presión de este cadáver que gobierna los cuerpos con vida.
7.– El aumento del nivel de vida del trabajador, por lo que se refiere a la masa de sus consumos reducidos a una misma medida de valor, no es más que la confirmación de las leyes marxistas de la productividad creciente del trabajo. Causan impresión las estadísticas de ciertas fechas cruciales: 1848, 1914, 1929, 1932, 1952, pero ellas no hacen sino ilustrar el desarrollo previsto del ciclo. Si se alardea de un aumento de salarios en diez años de un 280%, mientras que el aumento del costo de la vida ha sido de un 180%, quiere decir que el obrero con un salario de 380 debe comprar 280, o sea, que la mejora se reduce a un 35%. ¡Al mismo tiempo, se admite que la productividad ha aumentado un 250%! Así, pues, el obrero que da tres veces y media recibe sólo una vez y un tercio: la explotación y el plusvalor han crecido enormemente.
Queda completamente aclarado que la ley de la miseria creciente no quiere decir descenso del salario nominal y real, sino aumento de la extorsión del plusvalor y aumento del número de los expropiados de toda reserva.
8.– El incremento de la productividad del trabajo, que en todo el ciclo del capitalismo en los EE.UU. se ha visto multiplicada por decenas enteras, significa que en el mismo tiempo de trabajo se elabora una cantidad de productos decenas de veces mayor que en el pasado. Antaño, el capitalista anticipaba uno de fuerza de trabajo por uno de materias primas; hoy, la proporción es de uno de fuerza de trabajo por diez o veinte de materias primas. Si su margen de ganancia siguiera siendo el mismo respecto al valor del producto vendido, la ganancia vendría a ser diez o veinte veces mayor. Mas para ello sería necesario que esa cantidad de productos diez o veinte veces mayor encontrase compradores. Y entonces el capitalista se contenta con una «tasa de ganancia» menor y aumenta la remuneración del obrero, pongamos incluso al doble del valor real cada vez que la productividad se decuplica; al mismo tiempo, rebaja el precio de venta porque la mercancía contiene dos y no diez de fuerza de trabajo, y encuentra clientes en su mismo personal. He aquí la ley de la caída de la tasa de ganancia con el aumento de la productividad del trabajo y de la composición orgánica del capital (es decir, la relación entre el capital constante y el capital total). Ahora bien, todas las discusiones sobre la imposibilidad de la perdurabilidad de este sistema resultan y se apoyan en la verificación de la ley de la caída de la tasa de ganancia (que Stalin descartaba por imprudencia o filocapitalismo) [Véase el opúsculo Dialogato con Stalin (Diálogo con Stalin)].
Contra estas posiciones (y cada vez más cuanto más evidentes y opresoras las mismas se vuelven) están las posiciones opuestas de los comunistas: ¡Que domine el trabajo vivo sobre el trabajo muerto! Diríjase el aumento de la productividad, no al aumento demente y paralelo de inútil –cuando no es de ruinosa– producción, sino al mejoramiento de las condiciones del trabajo vivo, es decir, redúzcase drásticamente la duración de la jornada de trabajo.
9.– Los EE.UU. (a los que Engels definía ya en 1850 como el país en el que la población se duplica en 20 años), si bien son incluso el país en el cual la productividad se triplica en diez años y se sextuplica, por tanto, en veinte (o, con la ley de progresión geométrica soñada por Stalin para Rusia, llega a ser nueve veces más), no es pues el país donde el socialismo «europeo» es inaplicable, sino aquel que nos ha sobrepasado de lejos en la marcha hacia la plétora–crisis y hacia la presión explosiva del capitalismo.
En el sentido económico, la apertura al proletariado del crédito con la venta a plazos de artículos de lujo lo vuelve un «pobre» y sin reservas más acabado: su balance no sólo ha llegado a ser el de aquel que posee cero, sino el de quien ha hipotecado una masa de trabajo futuro para llegar a cero: es una verdadera esclavitud parcial. Socialmente, todos estos consumos corresponden a redes de influencia y a menudo de corrupción degenerativa en provecho de la clase dominante y de las tendencias de las costumbres e ideologías que le convienen. El monstruoso aparato de publicidad constriñe al proletariado a comprar con su sobresueldo productos de consumo de cualidades ilusorias y frecuentemente nocivos. La libertad personal en la próspera América añade al despotismo de fábrica del capital el despotismo y la dictadura sobre los consumos estandarizados y a base de conservas de la clase explotada, a la que se le fabrican necesidades absurdas para no darle horas libres de trabajo y para no parar la inundación mercantil.
No tiene un efecto diferente el sistema de atribuir mínimas partes alícuotas del dividendo de la fábrica proporcionalmente al salario anual. Hecha la cuenta sobre ciertos datos estadísticos, obtiene en los mejores casos un aumento de salario del 5%, o poco más, muy bien recuperado con este latigazo al celo del ingenuo y burlado accionista.
10.– La teoría de las crisis recurrentes y cada vez más graves tiene como fundamento la del aumento de la productividad y de la caída de la tasa de ganancia. Ella sería desmentida sólo cuando aquellos índices característicos del curso capitalista llegasen a faltar. Todo lo contrario ocurre en los EE.UU., y ello está demostrado incluso por comparaciones de los industriales de aquí que querrían, por ejemplo, pasar de la siderurgia de 80 toneladas anuales por obrero a las 200 toneladas estadounidenses. ¿Quién no querría coger el 4% de 200 en vez del 5% de 80?
La crisis económica intrínseca, o sea, la de la «abstracta» (como en Marx) Norteamérica que debería comerse todo lo que produce, está escrita en fórmulas y dibujada en curvas inexorables. Un cuadro de mercancías que oscilan en torno al pan tomado como media, nos dice que hoy el obrero compra una libra de pan con la remuneración de 6 minutos de su trabajo, mientras que en 1914 tenía que dedicarle 17. La población obrera, por cierto, ha aumentado en mayor proporción que la población total. ¿Cómo harán los ciudadanos norteamericanos para engullir la triple cantidad de pan respecto a 1914, el décuplo quizás respecto a 1848? ¡Para no reventar, tendrían que seguir el consejo de comer «brioches»! A un cierto punto, por un lado, ya no se venderá una libra de pan, y, por otro, el obrero será despedido y no podrá comprar ni siquiera una libra. Sucintamente, he aquí por qué vendrá otra vez el viernes negro, cada vez más negro.
11.– Una solución está en atiborrar de pan a los pueblos que hasta ayer han comido mijo, arroz o plátanos (¿acaso no tienen razón los Mau–Mau?). Y, para ello, se empieza por cañonear a quien impide el desembarco, y más tarde a quien vendía mejor arroz y plátanos. He aquí el imperialismo. Si la teoría marxista de las crisis y de la catástrofe va como anillo al dedo, no va menos la del imperialismo y la de la guerra, y los datos que están en la base del Imperialismo de Lenin, y que fueron extraídos en 1915, son suministrados hoy por la estadística norteamericana con una virulencia decuplicada.
Además, la estadística confronta el nivel de vida de los EE.UU. con el de los otros países que componen su corte: en primer lugar, con los países aliados; después, con los enemigos. Si una libra de harina vale 4 de los 6 minutos del pan en Norteamérica, llega a 27 en Rusia, según la estadística estadounidense. Aun si la cifra rusa fuera inferior, es cierto que en la zona de Oriente las leyes de la productividad creciente, de la composición del capital y de la baja de la tasa de ganancia tienen aún mucho camino por delante, creando gran confusión en quien lee al revés condiciones y distancias revolucionarias.
Una vez emplazada, dondequiera que sea, la primera pieza de artillería y lanzada –quizás desde la Luna– la primera V2, es cierto que se debe golpear el centro del sistema norteamericano para aplicarle vigorosamente un freno al consumo y a la producción localmente crecientes, mostrando que es bien cierto que «no sólo de pan vive el hombre», pero también que si este hombre prepara en seis minutos el pan de la jornada, cuando trabaja más de dos horas no es un hombre sino un tonto.
12.– Es un gran problema histórico que se plantea a escala mundial el determinar por qué falta en los EE.UU., el partido comunista con un programa integral y revolucionario, pese a que el programa sea tan «actual» y la madurez de las condiciones tan avanzada que significa putrefacción en potencia.
La tercera oleada oportunista que ha quebrado el movimiento marxista de la primera e inmediata posguerra tiene tres aspectos: reducción al capitalismo de la forma de producción que se ha ido desarrollando en Rusia –abandono de las reivindicaciones comunistas por parte del Estado político ruso– política de alianzas militares de este último y de alianzas políticas de sus partidos paralelos de Occidente por reivindicaciones de naturaleza burguesa y democrática.
El brusco paso de la apología del régimen capitalista norteamericano, como amigo y salvador del proletariado mundial, a su denuncia como enemigo de la clase trabajadora, como si lo hubiese llegado a ser sólo en 1946, no podía menos que sabotear ulteriormente la preparación revolucionaria del proletariado en los EE.UU., e interponer allí rémoras históricas al desarrollo de un verdadero partido de clase.
No es posible superar esta situación si no es bajo todos sus aspectos: demostración de que en Rusia no hay construcción de socialismo; que si el Estado ruso combatirá no será por el socialismo, sino por rivalidades imperiales; demostración, sobre todo, de que en Occidente las finalidades democráticas, populares y progresivas no sólo no interesan a la clase obrera, sino que sirven para mantener en pie un capitalismo podrido.
13.– En esta larga obra de reconstrucción (que debe ponerse al paso con el avance de la crisis de la forma de producción occidental y estadounidense, la cual posee todas las condiciones objetivas determinantes para que la misma se produzca a una distancia que cualquier diversión de política interna y mundial no podrá aumentar más allá de algún decenio), no se debe seguir al espejismo de que nuevas artimañas o alineaciones de algunos pretendidos estudiosos de la historia puedan valer más que las confirmaciones históricas ya dadas por los hechos a la construcción original marxista correctamente comprendida y seguida. Las condiciones ideológicas, de conciencia, y de voluntad, no son un problema distinto ni están reguladas por influjos distintos de las condiciones de hecho, de intereses y de fuerza.
El partido comunista defiende la situación futura en la que se tendrá un tiempo reducido de trabajo y con fines útiles a la vida, y trabaja en función de ese resultado del porvenir, apoyándose por ello en todos los desarrollos reales. Dicha conquista, que parece míseramente expresada en horas y reducida a una cuenta material, representa una gigantesca victoria, la máxima posible, respecto a la necesidad que nos esclaviza y nos arrastra a todos. Incluso entonces, ya suprimidos el capitalismo y las clases, la especie humana estará sujeta a la necesidad impuesta por las fuerzas naturales, y el absoluto filosófico de la libertad seguirá siendo un delirio.
Quien, precisamente en la vorágine del mundo de hoy, en vez de encontrar el eje de la corriente, de esta noción impersonal de las condiciones futuras, en un trabajo que ha durado generaciones enteras, quiera ubicar nuevas recetas excitantes en el ámbito de su pobre cabeza y dicte fórmulas nuevas, debe ser considerado como más nocivo que los más malditos conformistas y servidores del sistema del capital, y que los sacerdotes de su eternidad.