Propiedad y Capital
Versión traducida y editada por militantes del
Partido Comunista Internacional – “El Comunista”
www.pcielcomunista.org
07/07/2024
ÍNDICE
PROPIEDAD Y CAPITAL
PARTE PRIMERA
I Las revoluciones de clase
II La revolución burguesa
III La revolución proletaria
IV La propiedad rural
Nota. El pretendido feudalismo en la Italia meridional
V La legalidad burguesa
Nota. El espejismo de la reforma agraria en Italia
VI La propiedad ciudadana
Nota. El problema de la construcción en Italia
Tesis relativas a los capítulos I-VI
PARTE SEGUNDA
VII La propiedad de los bienes muebles
VIII La empresa industrial
IX Las asociaciones entre empresas y monopolios
X El capital financiero
XI La política imperialista del capital
XII La moderna empresa sin propiedad y sin finanza
XIII El intervencionismo y el dirigismo económico
XIV Capitalismo de estado
XV La formación de la Economía comunista
XVI Fases de la transformación económica en Rusia después de 1917
XVII Utopía, ciencia, acción
APÉNDICE
El programa revolucionario de la sociedad comunista elimina toda forma de propiedad del suelo,
de las instalaciones, de producción y de los productos del trabajo
Los textos marxistas y el informe de Turín
Engels y los programas socialistas agrarios
Socialistas y campesinos a finales del siglo XIX
Programas franceses
La lamentable conclusión
Serie de fórmulas falsas
Falso espejismo de la libertad
Propiedad y trabajo
Empresa industrial y agrícola
La extrema aberración
Un gran dictado de Marx
Marx y la propiedad de la tierra
Cómo despacha Marx la cuestión de la propiedad del suelo
Contra toda propiedad parcelaria
La cuestión agraria francesa
Clases de productos
Nación y sociedad
Ni siquiera la sociedad propietaria de la tierra
Utopía y marxismo
Propiedad y usufructo
Valor de uso y de cambio
Trabajo objetivado y trabajo vivo
Muerte del individualismo
PARTE PRIMERA
I
LAS REVOLUCIONES DE CLASE
TÉCNICA PRODUCTIVA Y FORMAS JURÍDICAS DE LA PRODUCCIÓN
Con el fin de cribar exactamente la tradicional fórmula que define el socialismo como abolición de la propiedad privada, traemos de nuevo a la memoria los conceptos marxistas sobre la sucesión de las revoluciones de clase como consecuencia del contraste entre las nuevas formas y exigencias de la producción y las viejas relaciones de propiedad. De los distintos regímenes de clase, basados en instituciones de propiedad individual ejercida sobre distintos objetos, según las diversas características de la organización productiva y de la técnica del trabajo, siendo el más reciente el régimen capitalista.
Con una fórmula simple y justificada por las exigencias de la propaganda, se ha definido siempre el socialismo como la abolición de la propiedad privada, añadiendo la puntualización: de los medios de producción; y también esta otra: de los medios de cambio.
Aunque dicha fórmula no esté completa ni del todo adecuada no se debe repudiar. Pero las viejas y recientes cuestiones substanciales sobre la propiedad personal, colectiva, nacional y social hacen necesario dilucidar el problema de la propiedad frente a la antítesis teórica, histórica y de lucha entre capitalismo y socialismo.
Toda relación económica y social se proyecta en formulaciones jurídicas y partiendo de dicha posición el Manifiesto dice que los comunistas, en cada estadio del movimiento, ponen por delante la “cuestión de la propiedad”, ya que ellos ponen por delante la cuestión de la producción, distribución y consumo, o sea la cuestión de la economía.
En una época en que la gran antítesis histórica entre feudalismo y régimen burgués había hecho su aparición, anteriormente como un conflicto ideológico y de derechos más que como relación económica y mutación de las formas de producción, no podía dejar de plantearse en su máximo relieve, y también en sus enunciaciones elementales, la forma jurídica de las reivindicaciones económicas y sociales proletarias. En el pasaje fundamental del prefacio a la Contribución para la Crítica de la economía política Marx enuncia la doctrina del contraste de las fuerzas productivas con la forma de producción e inmediatamente añade: –o bien– lo que es solo una forma jurídica de expresar la misma cosa –con las relaciones de propiedad–.
La exacta acepción de la formulación jurídica no puede más que fundarse, pues, en la exacta presentación de la relación productiva y económica que el socialismo postula quebrantar.
Por tanto empleando como útil el lenguaje de la ciencia corriente del derecho, se trata de recordar los caracteres discriminatorios del tipo capitalista de producción –que se deben definir en relación a los tipos de producción que le precedieron– y ulteriormente discriminar entre dichos caracteres aquellos que el socialismo conserva y aquellos que deberá superar y suprimir en el proceso revolucionario. Dicha distinción se debe instituir obviamente sobre el terreno del análisis económico.
Capitalismo y propiedad no coinciden. Varias formas económicas-sociales que han precedido al capitalismo tenían determinadas instituciones de la propiedad. Veremos inmediatamente que al nuevo sistema de producción le ha convenido apoyar su andamiaje jurídico en fórmulas y cánones derivados directamente de regímenes anteriores, a pesar de que en estos las relaciones de apropiación fueran muy diferentes. Y no es menos elemental la tesis de que en la visión socialista, el capitalismo figura como la última de las economías fundadas en la forma jurídica de la propiedad, ya que el socialismo al abolir el capitalismo abolirá también la propiedad. Pero la primera abolición o, mejor dicho, supresión violenta y revolucionaria es una relación claramente dialéctica y su enunciado guarda más fidelidad con nuestro propio lenguaje marxista, que no la abolición de la propiedad de sabor un poco metafísico y apocalíptico.
Retrocedemos sin embargo al inicio de nuestros conocidos conceptos. Propiedad es una relación entre el hombre (la persona humana) y las cosas. Los juristas la llaman la facultad de disponer de la cosa del modo más extenso y absoluto, y clásicamente de usar y abusar. Se sabe que a nosotros los marxistas estas definiciones eternas no nos gustan y podremos dar mejor una definición dialéctica y científica del derecho de la propiedad diciendo que es la facultad de “impedir” a una persona humana usar una cosa, por parte de otra persona o de un grupo.
La variabilidad histórica de la relación emerge por ejemplo del hecho de que durante siglos y milenios, entre las cosas susceptibles de constituirse en objeto de propiedad estaba la misma persona humana (esclavismo). Que por otra parte la institución de la propiedad no pueda pretender la prerrogativa apologética de ser natural y eterna lo hemos probado mil veces refiriéndonos a la primitiva sociedad comunista en la cual la propiedad no existía, en cuanto todo era adquirido y usado en común por los primeros grupos de hombres.
En la relativa economía primordial, o si se quiere pre-economía, la relación entre hombres y cosa era la más simple posible. Para el limitado número de hombres y la limitada gama de necesidades, apenas superiores a las necesidades animales de la alimentación, las cosas aptas para la satisfacción misma, que luego el derecho llamó bienes, son puestas por la naturaleza a disposición ilimitada y el único acto productivo consiste en cogerlas cuando se necesitan. Éstas se reducen a los frutos de la vegetación espontánea, luego a los de la caza y de la pesca y así sucesivamente. Existían objetos de uso en cantidad exuberante, no existían aún “productos” salidos de una intervención física, técnica o laboral, aunque fuera embrionaria, del hombre sobre la materia tal cual la ofrece la naturaleza ambiente.
Con el trabajo, la técnica productiva, el aumento de las poblaciones y la limitación de tierras vírgenes libres sobre las cuales extenderse, surgen los problemas de distribución y se vuelve difícil afrontar todas las necesidades, las demandas de uso y de consumo de los productos. Nace el contraste entre individuos, tribu y tribu, pueblo y pueblo. No es necesario recordar estas etapas del origen de la propiedad, o sea apropiación para el consumo, para la formación de reservas, para el iniciado intercambio para satisfacer las cada vez más amplias exigencias, de cuanto ha producido el trabajo de hombres y de comunidades.
Aparece en diferentes procesos el comercio, las cosas que eran sólo objeto de uso se vuelven mercancías, aparece la moneda y al valor de uso se superpone el valor de cambio.
Debemos entender cuál era, en los distintos pueblos y en las distintas épocas, el avance de la técnica productiva en cuanto a capacidad de intervención de la obra del hombre sobre las cosas o materias primas; cuál era el mecanismo de la producción y de la distribución de los actos y esfuerzos productivos entre miembros de la sociedad, y cuál era el juego de la circulación de los productos de mano en mano, de casa en casa, de pueblo en pueblo hacia el consumo. De tales datos podemos pasar a entender las formas jurídicas correspondientes, que tendían a coordinar las reglas de tales procesos, atribuyendo a determinadas organizaciones la disciplina de dichas reglas y la posibilidad de la obligación de su cumplimiento y de la sanción a sus transgresiones.
De la misma forma que no se remonta a la primitiva humanidad la propiedad de las cosas o bienes de consumo y la propiedad del esclavo, mucho menos se remonta a ella la propiedad del suelo o sea de la tierra y de todo cuanto de estable le añade y constituye el hombre: los bienes inmuebles del derecho. Esta segunda propiedad viene con retraso respecto a la de los objetos muebles, y de los mismos esclavos, en cuanto que al principio todo, si no es común, por lo menos se le atribuye al jefe del agrupamiento familiar, de tribu o de ciudad y región.
Pero incluso si se quiere contestar que todos los pueblos han partido de esta primera forma comunista, y queriendo ironizar sobre tal edad de oro, el análisis que nos interesa sobre la derivación de la institución jurídica de los estadios de la técnica no queda invalidado, y basta remitirse a la gran importancia que le dieron Engels y Marx al avance de estos estudios sobre la prehistoria para empujarnos a seguir mucho más adelante.
Ciñéndonos a las líneas esqueléticas y a las cosas por todos conocidas, bastan las relaciones sobre la propiedad del objeto inmueble consumible y por tanto usable, del hombre esclavo o siervo, y de la tierra, para definir las líneas fundamentales de los sucesivos tipos históricos de sociedad de clase.
La propiedad, dice el jurista, nace de la ocupación. Lo dice pensando en el bien inmueble, pero la fórmula va bien también para la propiedad sobre el esclavo y sobre el objeto mercancía. De hecho “las cosas muebles pertenecen al poseedor”. No menos obvio es el traspaso de posesión a propiedad. Si yo tengo una cosa cualquiera entre las manos, en general incluso otro hombre o un pedazo de tierra (en cuyo caso no lo tengo con las manos –ni tampoco al hombre ni a la mercancía las tengo constantemente con las manos) sin que otro consiga sustituirme, yo soy el poseedor. Posesión material, hasta aquí. Pero la posesión se vuelve legítima y jurídica, y se eleva a derecho de propiedad, cuando tengo la posibilidad, contra un eventual pretendiente o disturbador de conseguir el apoyo de la ley y de la autoridad, o sea, de la fuerza material sistematizada en el Estado, que vendrá a tutelarme. Para la cosa mueble o mercancía, la simple posesión demuestra la propiedad jurídica mientras no haya nadie que pruebe que yo le haya sustraído la cosa por la fuerza o con fraude. En los estados bien ordenados, para el esclavo existía un anágrafe familiar que lo registraba a nombre del dueño. Para los inmuebles, también modernamente la máquina legal es bastante más compleja, dependiendo de títulos en determinadas formas y de registros públicos, y lo mismo de complejo es el control legal de los traspasos de propiedad. Por tanto, la posesión material es siempre un gran recurso por su efecto expeditivo, y la ley la defiende en un primer estadio salvo en un segundo tiempo de difícil indagación plena sobre el derecho de propiedad. Se dice como paradoja jurídica que incluso el mismo ladrón puede pedir a la ley la tutela posesora si es excluido (tal vez por el mismo propietario, por teórico absurdo) y los más sagaces patrocinadores legales dicen que todos los códigos se pueden reducir al solo «artículo quinto, quien lo tiene en su mano ha ganado».
En la base pues de todo régimen de propiedad existe un hecho de apropiación de los bienes en general. Los hijos del esclavo le pertenecen al amo, si se escapaban podía hacerlos perseguir por la ley, que se los restituía.
En el régimen medieval del feudalismo en general aparece abolida la técnica de la producción con mano de obra de esclavos y el relativo andamiaje legal que disciplina la propiedad sobre las personas humanas. La disposición agraria de la tierra asume una forma más compleja que la clásica del derecho romano, en cuanto que sobre ella se apoya una jerarquía de señores que culmina en el soberano político, que distribuye a sus vasallos las tierras con un régimen jurídico bastante complejo. La base económica es el trabajo agrícola por medio no ya de esclavos, sino de siervos de la gleba, que no son objeto de verdadera propiedad y alienación de amo a amo, pero en general no pueden dejar el feudo sobre el que trabajan con sus familias. ¿Quién se apropia los productos del trabajo? En cierta parte el trabajador siervo a quien se le ha dado un pequeño lote de tierras cuyos frutos le deben bastar para alimentarse él y su familia a cambio de tener que ir a trabajar solo o con su familia en las tierras más extensas del señor, quien se queda con todos los productos extraídos de la misma. Dicho trabajo es la así llamada encomienda. En las formas más recientes el siervo se acerca más al colono en cuanto toda la tierra del feudatario es fraccionada en pequeñas haciendas familiares, pero del producto de cada una, una fuerte cuota es consignada al amo.
En este régimen el trabajador tiene un derecho parcial a apropiarse de los productos de su trabajo para consumirlos a su beneplácito. Parcial en cuanto que sobre dichos productos inciden los tributos, ya sean en especie o en tiempo de trabajo a favor del señor feudal, del clero, etc.
La producción no agrícola tiene escaso desarrollo, por la técnica todavía atrasada, la escasa urbanización y el primitivismo general de la vida y de las necesidades de las poblaciones. Pero los trabajadores de objetos manufacturados son hombres libres, o sea no atados al lugar de nacimiento y de trabajo. Son los artesanos encerrados en las trabas de organismos y reglas corporativas, pero no obstante, del todo autónomos económicamente. En la producción artesana de la pequeña y diminuta empresa y taller, tenemos la propiedad del trabajador sobre distintos órdenes de bienes: Los instrumentos no complicados de su trabajo, las materias primas que adquiere para transformarlas, los productos manufacturados que vende. Aparte los gravámenes de las corporaciones y de los municipios, y determinados derechos feudales sobre los burgos, el artesano trabaja solo para sí y goza el fruto de todo el tiempo y de todo el resultado de su trabajo.
La red de circulación de este sistema social es poco intrincada. El gran conjunto de los trabajadores agrícolas consume sobre el lugar cuanto produce y solo vende para adquirir los limitados objetos de vestir o de otros usos. Los artesanos y mercaderes intercambian con los campesinos y entre ellos generalmente en círculos restringidos de ciudades, aldeas y campos; una pequeña minoría de señores privilegiados consigue en un amplio radio los objetos de su disfrute y hasta hace pocos siglos ignoraban el uso del tenedor, casi el del jabón, por no hablar de otras cientos de cosas usadas hoy por todos.
Sin embargo poco a poco se plantean las premisas de la nueva era capitalista, con los hallazgos técnicos y científicos que enriquecen de mil guisas los procesos de manipulación de los productos, con los descubrimientos geográficos y los inventos de nuevos medios de transporte de personas y mercancías que amplían continuamente el ámbito de las zonas de circulación y las distancias entre el lugar de fabricación y el de uso de los productos.
El proceso de estas transformaciones es variadísimo y conoce extrañas ralentizaciones y arrolladoras expansiones. Mientras que desde el inicio de la edad moderna, millones de consumidores aprendían ya a conocer y emplear especias y mercancías ignoradas y exóticas, surgiendo nuevas necesidades (café, tabaco, etc.) era aún posible en tiempos de la primera guerra mundial escuchar a una señora calabresa, gran propietaria, que en un año se había gastado «una perra chica» en total para agujas, siendo todo el resto suministrado por su propiedad.
Llegados a este sólido punto con la rememorización de estas pocas alusiones, simplificada voluntariamente, pero intentando poner las palabras exactas en su sitio, nos preguntamos cuáles son realmente las características diferenciales de la nueva producción, de la economía capitalista y del régimen burgués al que ella le aporta la base. Y veamos en seguida en qué consiste verdaderamente el cambio que los nuevos sistemas técnicos, las nuevas fuerzas de producción puestas a disposición del hombre infieren, después de una larga y dura lucha, en las relaciones de producción, o sea en las posibilidades y facultades de apropiación de los distintos bienes, en contraposición a cuanto sucedía en la sociedad precedentemente entre feudal y artesana.
Empezaremos así a establecer, de forma clara, las bases de nuestra ulterior investigación sobre las efectivas relaciones entre el sistema capitalista y la forma de apropiación de los distintos bienes mercancías listas para el consumo, instrumentos de trabajo, tierra, casas e instalaciones fijas, para extender esta investigación al proceso de desarrollo de la era capitalista y a su proceso final.
II
LA REVOLUCIÓN BURGUESA
LA LLEGADA DEL CAPITALISMO Y LAS RELACIONES JURÍDICAS DE PROPIEDAD
El capitalismo triunfa en una revolución que rompe una serie de relaciones. Entre éstas, el derecho del feudatario sobre los campesinos siervos y el derecho de las corporaciones sobre los artesanos, son relaciones entre personas, no relaciones de propiedad sobre cosas.
El capitalismo suprime además la propiedad de los trabajadores artesanos sobre sus instrumentos y en amplia medida la de los pequeños campesinos sobre la tierra, para transformarlos, como a los ex-siervos de la gleba, en las masas de indigentes asalariados.
La aparición de la economía capitalista, en sus efectos sobre las relaciones de propiedad, se presenta no como una instauración, sino como una amplísima abolición de derechos de propiedad privada. La tesis así formulada no solo no debe parecer extraña sino tampoco nueva, estando del todo conforme substancial y formalmente con la exposición de Marx.
En lo que respecta a los terratenientes feudales, la revolución burguesa consistió en una abolición radical de privilegios, pero no en una supresión del derecho de propiedad de la tierra. No se debe pensar aquí en la revolución en el sentido de un breve periodo de lucha, ni en las medidas contra rebeldes y emigrados, ni tampoco en las posteriores medidas de supresión de los privilegios que el clero tenía sobre las tierras, sino referirse al contenido económico y social de la gran transformación, que en su desarrollo empieza bastante antes y termina mucho después de las clásicas fechas de insurrección, proclamación y promulgación de nuevas constituciones.
La llegada del capitalismo tiene el carácter de una destrucción de derechos de propiedad en lo que respecta a la numerosa clase de pequeños productores artesanos, y en un amplio campo y sobre todo en determinadas naciones incluso a cargo de los campesinos propietarios trabajadores.
La historia del nacimiento del capitalismo y de la acumulación primitiva coincide con la feroz e inhumana expropiación de los productores y está expuesta en las páginas más escultóricas de El Capital.
El capítulo conclusivo del primer libro, como otras escrituras fundamentales del marxismo, presenta el futuro abatimiento del capitalismo como la expropiación de los expropiadores de entonces, e incluso –pero de ello hablaremos en la parte ulterior de este escrito– como una reivindicación de aquella destruida y pisoteada «propiedad».
Para que todo esto sea entendido de un modo claro es preciso seguir la investigación en la correcta aplicación de nuestro método, y no perder nunca de vista las relaciones que corren entre las formulaciones del lenguaje o del derecho corriente y las específicas nuestras, las socialistas marxistas.
La explicación de la instauración del capitalismo en el campo de la técnica productiva se enlaza a los múltiples perfeccionamientos de la aplicación de la obra humana a las materias trabajadas; se inicia con las primeras innovaciones tecnológicas nacidas en el banco del paciente y genial artesano aislado; recorre su formidable ciclo con el nacimiento de los primeros talleres, manufactureros al principio, después basados en las máquinas automáticas que sustituyen la mano de obra del obrero, y luego en el empleo de las grandes fuerzas motrices.
Modernamente el capitalismo se nos presenta como el formidable complejo de instalaciones, construcciones, obras y maquinarias con las que la técnica ha recubierto el suelo de los países más avanzados, y por ello resulta obvio definir el sistema capitalista como el de la propiedad y el monopolio de estos colosales y modernos medios de producción, lo que es exacto solo en parte.
Las condiciones técnicas de la nueva economía consisten en nuevos procedimientos basados en la diferenciación de los actos elaborativos y en la división del trabajo, pero históricamente, aún antes de este fenómeno, tenemos el más simple del acercamiento y concentración en un lugar común de trabajo de muchos trabajadores, que siguen trabajando con la misma técnica y usando los mismos instrumentos simples que usaban cuando estaban aislados y eran autónomos.
El carácter verdaderamente distintivo de la innovación no está pues en el hecho de que haya aparecido un poseedor o conquistador de nuevos medios, o grandes mecanismos, los que, produciendo las manufacturas más fácilmente suplanten a la producción artesana tradicional. Estas grandes instalaciones vienen después, ya que para la simple cooperación, como dice Marx, o sea agrupamiento de muchos trabajadores, basta un local incluso primitivo que les puede ser fácilmente alquilado por el «patrón», y de hecho, en el sweating system (trabajo a domicilio) los trabajadores permanecen en sus casas. El carácter distintivo está pues en otra parte; éste es un carácter negativo, y por lo tanto destructivo y revolucionario. A los trabajadores les ha sido quitada la posibilidad de poseer por su cuenta las materias primas, las herramientas de trabajo, y por tanto de seguir siendo poseedores de cuanto habrán producido con su trabajo, y por ello libres de consumirlo o venderlo. Para reconocer pues una primera economía capitalista en funcionamiento, a nosotros nos basta constatar que en dicha economía existen primero masas de productores artesanos que han perdido la posibilidad de procurarse materias e instrumentos, y, como condición complementaria, que en las manos de nuevos elementos económicos, los capitalistas, se han concentrado medios de adquisición en volúmenes notables, que colocan a éstos en condiciones, por una parte de acaparar las materias y los utensilios de trabajo y, por otra, de adquirir la fuerza de trabajo de los artesanos devenidos asalariados, quedando como absolutos poseedores y propietarios de todo el producto del trabajo.
A esta segunda condición corresponde el hecho de la primitiva acumulación del capital, el origen de la cual es estudiado en otras contribuciones al conocimiento del marxismo, y que se remonta a múltiples factores históricos y económicos.
Que el sólo acercamiento de los obreros baste para convertir en superior al nuevo sistema y lo conduzca a suplantar al viejo, está explicado por el disminuido gravamen de los transportes y abastecimientos y por la mejor utilización del tiempo que los productores dedican a las fases, tecnológicamente bastante simples todavía, de la elaboración. Tenemos una primera superación en el rendimiento del artesanado frente al trabajador de talleres aislados. Pero esto es definitivamente abatido con los ulteriores desarrollos debidos a la división del trabajo. No es ya el pionero aislado, ayudado por uno o dos aprendices, el que prepara el producto manufacturado, sino que este surge de intervenciones sucesivas de trabajadores de distinta profesión, ninguno de los cuales sabría ni podría hacerlo él solo. Más adelante aún, muchas de las más difíciles operaciones, antes hechas a mano después de un largo aprendizaje, son efectuadas por una máquina y se obtiene el mismo resultado productivo con mucho menor esfuerzo de trabajo, en el sentido físico y mental, del operador.
Siguiendo este proceso vemos agigantarse el conjunto de instalaciones de la fábrica, que naturalmente no pertenece jurídicamente al trabajador, como en general ya no pertenecían tampoco en el estadio inicial los simples utensilios manuales. Pero la pertenencia jurídica de estas grandes instalaciones al capitalista y empresario no es una condición necesaria; lo hemos probado recordando que ya antes de que estos aparecieran, teníamos en la primera manufactura un verdadero capitalismo económico y social, y nos queda por examinar muchos casos en los que en la economía moderna las instalaciones productivas no son de propiedad jurídica del propietario de la empresa. Baste por ahora recordar arrendamientos, concesiones, contratas, etc., en la industria; y en la agricultura el gran arrendamiento capitalista.
La verdadera circunstancia que nos hace constatar la llegada del capitalismo está pues, además de en la acumulación primitiva, en la violenta separación del productor con respecto a los instrumentos y los productos de su trabajo.
El capitalismo, económica y socialmente, aparece como una destrucción de la facultad de apropiación de los productos por parte de los trabajadores y una apropiación de los mismos por parte de los capitalistas.
Con la pérdida de todo derecho sobre los bienes producidos, obviamente el trabajador perdió todos los derechos sobre los utensilios de trabajo, sobre las materias primas y sobre el lugar de trabajo. Tales derechos eran una relación de propiedad individual que el capitalismo ha destruido, para sustituirla por un nuevo derecho de apropiación, de propiedad, que necesariamente es un derecho sobre los productos del trabajo, pero que no es necesariamente igual a un derecho sobre los medios de producción. La titularidad jurídica de éstos puede incluso cambiar sin que cese el carácter capitalista de la empresa. Es más, el nuevo tipo de apropiación no es necesariamente –o sea para que se tenga derecho en lengua marxista de hablar de capitalismo– un derecho de tipo individual y personal, como lo era en cambio en la economía artesana, que raramente sobrepasaba los límites familiares.
El capitalismo para Marx –ya que no hacemos más que exponer la doctrina como siempre ha sido profesada– no sólo se instaura con una expropiación, sino que funda una economía y por tanto un tipo de propiedad social. Podíamos hablar clásicamente de propiedad personal cuando estaba permitido reunir en la titularidad de uno solo todos los actos productivos y económicos, pero cuando el trabajo se vuelve función colectiva y asociada de muchos productores –carácter este fundamental e indispensable del capitalismo– la propiedad sobre toda la nueva empresa es un hecho de alcance y de orden social, aunque el encabezamiento jurídico mencione a una sola persona.
Este concepto, esencial en el marxismo, se desenvuelve directamente en el de lucha de clase y de antagonismo de clase ínsito en el sistema capitalista. La apropiación de los productos por parte del empresario, que tiene enfrente no ya esclavos ni siervos, sino trabajadores asalariados «libres», es una relación desplazada al plano social que no interesa ya solo al único patrón y a los cien obreros, sino a toda la clase trabajadora, contrapuesta al nuevo sistema de dominadores y al de la fuerza política que éste ha fundado con el nuevo tipo de Estado. Esta función social se evidencia claramente en la ley marxista de la acumulación y de la reproducción progresiva del capital. El dueño de esclavos y el señor feudal de tierras extraían del sobretrabajo suministrado por sus dependientes su renta personal, pero podían muy bien consumirlo todo sin que el sistema económico dejara de funcionar a escala social. La parte de los productos de su trabajo dejada a los esclavos y a los siervos, bastaba para hacerlos sobrevivir y perpetuar el sistema. Por ello el derecho de propiedad del dueño de esclavos y de siervos de la gleba es un verdadero derecho individual. No menos individual es el campesino libre y el artesano, que no rinden sobretrabajo a nadie (no hay aún aquí cuestión de fisco –y en aquellos regímenes el Estado era «barato») y pueden consumir todo el fruto de su trabajo, que coincide con el de su restringida posesión de poca tierra y del pequeño taller (entendido como empresa y como local). El capitalista extrae ciertamente un beneficio del sobretrabajo no pagado a sus obreros, a los cuales les corresponde solo cuanto basta para vivir, pero el trazo fundamental de la nueva economía no es que él, en teoría y según la ley escrita, puede consumir todo su beneficio personalmente; es en cambio el hecho general y social de que los capitalistas deben reservar una parte cada vez mayor del beneficio para las nuevas inversiones, para la reproducción del capital. Este hecho nuevo y fundamental tiene más importancia que el del beneficio consumido por quien no trabaja. Si esta relación es más sugestiva y si siempre se ha prestado más a la propaganda de retorsión en el terreno jurídico o moral contra los apologistas del régimen burgués, la ley fundamental del capitalismo es para nosotros otra, o sea el destino de una gran parte del beneficio a la acumulación del capital.
Características distintivas de la aparición de la economía capitalista son pues la acumulación, en algunas manos individuales, de masas de medios de adquisición con los cuales se pueden conseguir en el mercado materias primas e instrumentos, y la supresión para amplias capas de productores autónomos de la posibilidad de poseer materias primas, instrumentos y productos del trabajo.
En nuestro lenguaje marxista esto vale para explicar la génesis del capitalismo industrial por un lado y por otro de las masas pobres de trabajadores asalariados. Y esto, como decimos siempre, ha sido el resultado de una revolución económica, social y política.
Sin embargo, no pretendemos que los burgueses y los neo-capitalistas hayan realizado el proceso conquistando el poder en la guerra civil y luego promulgando una ley que decía: está prohibido a quien no pertenece a la vencedora clase capitalista comprar materias primas, utensilios y máquinas, y vender productos manufacturados. La cosa ha ido de modo muy distinto. Hoy aún no está prohibido por la ley ejercer de artesano, y no solo eso, sino que hoy, mientras la acumulación capitalista acelera ante nuestros ojos su ritmo verdaderamente infernal, vemos competir con ella, en la apología de la economía artesana, a fascistas, socialistas nacionales y socialcristianos, a coro con un viejo béguin de mazzinianos. Y otro tanto hay que decir del productor agrícola autónomo, propietario de su lote de tierra.
El verdadero proceso de la acumulación primitiva ha sido otro, y se le puede presentar con el lenguaje de la filosofía y de la ética corriente, con el del derecho positivo, o con el del marxismo con un modo mucho más apropiado.
La propiedad como derecho de disponer del producto del propio trabajo, en los primeros albores del capitalismo era todavía defendida por ideólogos conservadores y por los teólogos, satirizados por Marx en su embarazo ante el pasaje de la propiedad a manos de quien no había hecho nada. De cualquier forma todas sus teorías sobre la justificación del beneficio capitalista por medio del ahorro, abstinencia, trabajo personal precedente, no consiguieron moralizar el hecho de que el fabricante de alfileres no puede guardarse uno en el bolsillo al salir de la fábrica sin hacerse reo de hurto cualificado.
En el sistema jurídico contingente la relación de propiedad sobre un taller, una fábrica, un stock de materias primas y de productos, por parte de una persona, no estaba excluida ni por los viejos códigos del régimen feudal ni por los que elaboró la revolución burguesa.
La relación económico-social se pone en claro, a la luz del marxismo, por la consideración del valor del producto en relación a la cantidad de fuerza-trabajo necesaria para producirlo. Si en la manufactura aquel producto se obtiene en cuatro horas mientras que el artesano lo obtiene en ocho, el artesano revestido de su pleno derecho de propiedad podrá llevarlo al mercado, pero de su venta él conseguirá un precio reducido a la mitad, con lo cual no podrá adquirir las subsistencias para su jornada. No pudiendo físicamente trabajar dieciséis horas al día, para equilibrar su balance, estará obligado a aceptar las condiciones del capitalista, o sea trabajar, pongamos, doce horas para él y dejarle los productos, recibiendo en salario el equivalente de seis horas de trabajo, con las cuales, aunque sea miserablemente, podrá ir tirando.
Este traspaso brutal y feroz contiene en sí la condición necesaria para el progreso de la técnica productiva: solo substrayéndole al artesano sometido al capital aquel margen de valor de su fuerza-trabajo se pueden crear las bases sociales de la acumulación del capital, hecho económico que acompaña al hecho técnico de la difusión de las instalaciones y de los medios productivos característicos de la nueva época científica y mecánica.
¿Por qué pues la afirmación del nuevo sistema de producción y de apropiación de los frutos del trabajo ajeno tuvo que barrer, para triunfar, determinados obstáculos en las formas de producción, o sea en las relaciones de propiedad del viejo régimen? Porque existían una serie de sanciones y normas limitativas contradictorias contra las nuevas exigencias, o sea de la libertad de movimiento de los capitalistas y de la disponibilidad de una masa de ofertantes de trabajo asalariado. De un lado, el monopolio del poder estatal por parte de las órdenes de los nobles y de los eclesiásticos exponía a los primeros acumuladores de capital, los mercaderes, usureros o banqueros, al riesgo de vejaciones continuas y a veces de expoliaciones; por otro, las leyes y los reglamentos corporativos dejaban a los organismos de los maestros, artesanos de las ciudades los privilegios de monopolio sobre la producción de determinados artículos manufacturados y, por lo tanto, su venta en determinados territorios. Y las masas de trabajadores de la industria no se hubieran podido formar sin desvincular de la gleba a los siervos y de los talleres a los aprendices y a los arruinados patrones artesanos.
La revolución no condujo por tanto a un nuevo código positivo de la propiedad, pero fue indispensable para abolir las viejas leyes feudales que enmarcaban las relaciones de producción y de comercio en los campos y en las ciudades.
Considerando el sistema capitalista contrapuesto al régimen feudal de cuyas ruinas éste surgió, no debemos ver como su línea característica la fundación de un derecho de propiedad nuevo sobre la máquina, la fábrica, el ferrocarril, las canalizaciones, etc. Atribuido a la persona física o jurídica.
Debemos ver en cambio claramente las líneas discriminantes, las verdaderas características de la economía capitalista, porque de otra forma no podemos seguir con seguridad el proceso de evolución ni juzgar los caracteres de su superación.
Respecto a la evolución de las relaciones de propiedad, y permaneciendo por ahora en el campo del derecho de propiedad sobre las cosas muebles, ya que hablaremos inmediatamente después de la propiedad del suelo y de las instalaciones estables, las características esenciales y necesarias del capitalismo son las siguientes:
Primero: La existencia de una economía de mercado, por lo que los trabajadores deben adquirir todos los medios de subsistencia, en el sentido general.
Segundo: La imposibilidad para los trabajadores de apropiarse y de llevar directamente al mercado las cosas muebles constituidas por los productos de su trabajo, o sea la prohibición de la propiedad personal del trabajador sobre el producto.
Tercero: La retribución a los trabajadores de medios de adquisición y más en general de bienes y servicios en medida inferior al valor añadido por ellos a los productos, y la inversión de una gran parte de dicho margen en nuevas instalaciones (acumulación).
En la guía de estos criterios de base es necesario averiguar si la titularidad personal de la propiedad sobre la fábrica y sobre las instalaciones productivas sea indispensable para la existencia del capitalismo, y si no pueda existir no solo una economía puramente capitalista sin dicha propiedad, sino que incluso si en determinadas fases no convenga al capitalismo disimularla bajo otras formas.
Para averiguar esto se propondrán algunas notables consideraciones sobre la importancia económica y la evolución jurídica del derecho de propiedad sobre el suelo, el subsuelo y el espacio que lo cubre, por parte de personas y empresas privadas en la época contemporánea.
III
LA REVOLUCIÓN PROLETARIA
LOS TÉRMINOS DE LA REIVINDICACIÓN SOCIALISTA
La lucha de clase de los asalariados contra la burguesía capitalista tiene como objetivo (conservando la división técnica del trabajo y la concentración de fuerzas productivas aportadas por el capitalismo) abolir, junto a la apropiación patronal de los productos y a la propiedad privada sobre los medios de producción y de cambio, el sistema de producción empresarial y el de distribución mercantil y monetaria, ya que sólo suprimiendo dichas formas puede caer el sistema de explotación y de opresión constituido por el asalariado.
Antes de adentrarnos en el tema de esta investigación, referente a las instituciones jurídicas de la propiedad que acompañan a la economía capitalista en su curso histórico, es necesario todavía recordar de nuevo cuáles han sido siempre los verdaderos términos de la reivindicación socialista.
Ésta consiste históricamente (dejando aparte las alusiones literarias y filosóficas de comunismo sobre los bienes que se tuvieron en regímenes preburgueses desde la antigüedad y que también se enlazaban a especiales reflejos de los disturbios de clase) en el movimiento que colisiona, desde su aparición, contra los fundamentos sociales del régimen y del sistema capitalista. Movimiento de crítica y de batalla cuya forma completa no se puede separar de la efectiva intervención en las luchas sociales de la clase obrera asalariada y de su organización en partido de clase internacional que hace suya la doctrina del Manifiesto de los Comunistas y de Marx. La reivindicación socialista, millones de veces enunciada en las páginas de volúmenes de teoría o en las modestas palabras de pequeños periódicos de propaganda, no puede estar viva y real si no se aplica el método dialéctico del marxismo, al mismo tiempo en su simple inmediatez y en su potente profundidad.
No basta el grito de protesta contra las absurdidades, las injusticias, las desigualdades, las infamias de las que el régimen capitalista burgués está hecho, para construir la reivindicación socialista proletaria. Y en tal sentido fueron insuficientes las innumerables posiciones pseudosocialistas o semisocialistas de filántropos humanitarios, de utópicos, de libertarios, de apóstoles, más o menos excitados por nuevas éticas y místicas sociales.
El grito del proletariado y del Marxismo contra el régimen burgués no es un «(vade retro Satanás)». Es al mismo tiempo una bienvenida y en determinada época una oferta de alianza, y una declaración de guerra y un anuncio de destrucción. Posición incomprensible para todos aquellos que fundan la explicación de la historia y de sus luchas en creencias religiosas y en sistemas morales, como en general en métodos no científicos e incluso inconscientemente metafísicos, buscando en cada vicisitud y en cada estadio de la historia de la sociedad el juego de criterios fijos mayusculados como el Bien, el Mal, la Justicia, la Violencia, la Libertad, la Autoridad...
De las características de organización social que el capitalismo ha materializado en su advenimiento, algunas son adquisiciones que el socialismo proletario no sólo acepta, sino que sin ellas no podría existir. Otras son formas y estructuras que después de su expansión, se propone aniquilar.
Sus reivindicaciones se deben definir pues en relación a los varios puntos en los cuales hemos reordenado los elementos típicos, los caracteres distintivos del capitalismo en el momento de su victoria. Ésta es una revolución y es una primera premisa histórica general del advenimiento del régimen por el cual lucharán los socialistas. La casi inmediata toma de posición anticapitalista, por cuanto radical y cruda, no tiene el carácter de una restauración apologética de condiciones y formas precapitalistas generales. Hoy es necesario restablecer claramente todo esto, si bien hace más de un siglo que los reiterados esfuerzos de nuestra escuela tiendan al mismo fin, en cuanto a cada paso de la historia de la lucha de clase, peligrosas desviaciones han dado lugar a movimientos y a doctrinas que falsificaban importantísimas posiciones del socialismo revolucionario.
En el capítulo precedente hemos evocado primero las conocidas características técnico-organizativas de la producción capitalista contrapuesta a la producción artesana y feudal. En su conjunto tales características son conservadas e íntegramente reivindicadas por el movimiento socialista. La colaboración de numerosos obreros en la producción de un mismo tipo de objeto; la sucesiva división del trabajo, o sea la clasificación de los trabajadores entre distintas y sucesivas fases de la manipulación que conduce al acabado de un mismo producto; la introducción en la técnica productiva de todos los recursos de la ciencia aplicada con las máquinas motrices y operadoras, son aportaciones de la época capitalista a las cuales el movimiento socialista no se propone ciertamente renunciar y que serán más bien la base de la nueva organización socialista. No menos importante e irrevocable conquista es librar a los procesos técnicos del misterio, del secreto de las exclusividades, base segura, en la visión determinista, del difícil desarrollo de la ciencia y de las trabas antiguas de brujerías, religiones y filosofismos. Sigue siendo siempre fundamental la demostración de que la burguesía ha llevado a cabo estas aportaciones con métodos arrolladores y bárbaros, precipitando a las masas productoras en la miseria y en la esclavitud del asalariado. Pero con esto no se propone ciertamente el retorno a la libre producción del artesano autónomo.
En el momento en que éste, y también el pequeño campesino, era expoliado de cualquier posesión y reducido a obrero asalariado, se verificaba su empobrecimiento y se superaban sus resistencias por medio de la violencia. Pero los nuevos criterios de organización del esfuerzo productivo permitían exaltar su resultado y su rendimiento en el sentido social. A pesar de la parte de ganancia arrancada por el patrón industrial, y a escala general, las masas eran puestas en condiciones de satisfacer con el mismo tiempo de trabajo nuevas y más variadas necesidades[1]. Antes aún de considerar las enormes ventajas del rendimiento productivo a las cuales condujeron la división del trabajo y el maquinismo, nosotros consideramos una ventaja definitiva, de la que no se postula renunciar, la simple economía de los transportes, las operaciones comerciales y de gestión a la que condujo la manufactura respecto al simple taller. Cada artesano era el contable, el cajero, el corredor, su propio encargado, con enorme despilfarro de tiempo de trabajo, mientras que en la gran fábrica un solo empleado de cada cien hace este mismo servicio. Toda propuesta de nuevo desmenuzamiento de las fuerzas productivas concentradas por el capital es, para los socialistas, reaccionaria. Y hablamos de fuerzas productivas no sólo a propósito de los hombres aplicados al trabajo del que ahora nos hemos ocupado, sino naturalmente de las masas de material por trabajar y trabajadas, de los instrumentos de trabajo, y de todas las complejas instalaciones modernas útiles para la producción en masa y en serie.
No se crea que es una digresión el poner de relieve que la aceptación en la reivindicación socialista de la progresiva concentración de las instalaciones y de los centros de trabajo como contraposición a la economía de pequeñas empresas, no significa efectivamente el reconocimiento de aquella consecuencia del sistema capitalista que consiste en la acelerada industrialización técnica de determinadas zonas, dejando otras en condiciones retrógradas, y esto es válido tanto en relación entre país y país como en relación entre ciudad y campo. Dicha relación subsiste históricamente hasta que el régimen burgués no ha agotado su fase de expoliación y de reducción a asalariados sin reservas a los viejos estratos productivos. Dialécticamente la reivindicación socialista no puede dejar de apoyarse en la función revolucionaria y dirigente de los obreros que el capitalismo ha urbanizado en masas imponentes, pero tiende a la difusión en todos los territorios de los modernos recursos técnicos y de la vida moderna, más rica en manifestaciones, como viene enunciado desde el Manifiesto, punto 9 del programa inmediato: “medidas capaces de eliminar gradualmente el antagonismo entre la ciudad y el campo”, sin que contrasten con todas las demás medidas de carácter netamente centralizador en el sentido organizativo. El mismo criterio guía la toma de posición socialista a propósito de las relaciones entre metrópolis y colonias, que se quieren sustraer a la explotación de las primeras, sin olvidar que sólo el capitalismo y sus desarrollos podían acelerar en siglos y siglos este resultado, aun habiendo superado en este campo todos los límites en el empleo de los métodos despiadados de conquista.
Heredado, pues, de la revolución capitalista el enorme desarrollo de las fuerzas productivas, los socialistas se proponen desbaratar el correspondiente aparato de formas, de relaciones de producción, que se refleja en las instituciones jurídicas, y eso después de haber aceptado que los proletarios, el cuarto estado, combatieran en alianza con la burguesía cuando ésta quebrantó las formas y las instituciones del régimen precedente para fundar y consolidar las suyas propias y para extenderlas en el mundo avanzado y atrasado. Pero, ¿en qué preciso sentido nuestra reivindicación histórica comporta el abatimiento y la superación de esas formas?
La revolución productiva capitalista ha separado violentamente a los trabajadores de su producto, de su utensilio de trabajo, de todos los medios de la producción, en el sentido que ha suprimido su derecho a disponer de los mismos directamente, individualmente. El socialismo condena esta expoliación pero no postula ciertamente restituirle a cada artesano su herramienta y el objeto de consumo que con ella ha manipulado, para que vaya al mercado a cambiarlo para sus subsistencias. En cierto sentido la separación, brutalmente llevada a efecto por el capitalismo, es históricamente definitiva. Pero en nuestra perspectiva dialéctica dicha separación será superada en un plano más lejano y más amplio. La herramienta y el producto estaban a disposición individual del artífice libre y autónomo; han pasado a disposición del patrón capitalista. Deberán volver a pasar a disposición de la clase de los productores. Será una disposición social, no individual, ni tampoco corporativa. No será ya una forma de propiedad, sino de organización técnica general, y si quisiéramos desde ahora afinar la fórmula anticipando sobre el procedimiento, deberíamos hablar de disposición por parte de la sociedad y no de una clase, ya que dicha organización tiende a un tipo de sociedad sin clases.
Por tanto, sin hablar por ahora de disposición y de “propiedad” por parte del individuo sobre el objeto que está por consumir, no podemos incluir en la reivindicación socialista el arbitrio personal del trabajador sobre el objeto que ha manipulado.
Si en el régimen burgués un obrero se lleva unos zapatos no evitará la cárcel demostrando que le van bien a la medida de su pie y mucho peor si, en cambio, pretendía venderlos para disponer, pongamos, de pan. El socialismo no consistirá en consentir que el trabajador salga con un par de zapatos en bandolera pero no porque hayan sido robados al patrón sino porque esto constituiría un sistema ridículamente lento y pesado de distribuir los zapatos a todos. Y antes de ver en esto un problema de derecho o de moral, véase un problema concretamente técnico para lo cual bastará pensar en los empleados de una fábrica de ruedas ferroviarias o, por poner ejemplos obvios todavía más avanzados al subrayar las revoluciones a las que conduce la innovación de la técnica y de la vida, a quien trabaje en una central eléctrica o en una emisora de radio, y no tienen motivo, como en otros cientos de casos, de ser registrados a la salida...
Ahora, la cuestión del derecho de propiedad sobre el producto completo o semielaborado es, en realidad, la cuestión crucial y es mucho más importante que la de la propiedad sobre el instrumento de producción, sobre la fábrica, taller o cualquier otra instalación.
La verdadera característica del capitalismo es la atribución a un patrón privado de los productos y de la consiguiente facultad de venderlos en el mercado. En general, al inicio de la época burguesa, esta atribución deriva de aquella atribución del taller, de la fábrica, del establecimiento a un titular privado, el capitalista industrial, en una forma tratada jurídicamente como la misma que atribuye la propiedad del suelo agrario o de las casas.
Pero dicha propiedad privada individual es un hecho estático, formal; es la máscara de la verdadera relación que nos interesa, que es dinámica y dialéctica, y consiste en los caracteres del movimiento productivo, en introducirse, en injertarse en los incesantes ciclos económicos.
Por tanto, la reivindicación socialista, mientras debía aceptar que el trabajo asociado sustituyera al trabajo individual, propuso suprimir la atribución a un propietario único, jefe de la hacienda, de la posesión privada de los productos del trabajo colectivo y de la libertad de venderlos a su beneplácito. Lógicamente expresó dicho postulado, relativo a toda la dinámica económica, como abolición del libre derecho privado del industrial sobre la instalación productiva.
Sin embargo, dicha formulación está incompleta, incluso en el plano al que nos atenemos en este párrafo, o sea, del contenido negativo y destructivo de la posición económica socialista, no tratándose todavía del tipo de organización productiva y distributiva del régimen socialista y del camino por recorrer para llegar a ella en el campo de las medidas económicas y de la lucha política.
La formulación está incompleta en cuanto que no dice lo que se exige que suceda con las otras formas, propias de la economía capitalista, después de haber aclarado que se quiere superar la forma de atribución de todos los productos manipulados, en una empresa compleja, a un único dueño de los productos y de la empresa.
De hecho la economía capitalista se hizo posible en cuanto la separación de los trabajadores de los medios de producción y de los productos encontró una máquina distributiva mercantil ya en acción, de modo que el capitalista pudo llevar los productos al mercado y crear el sistema del salario, dando a los obreros una parte de los ingresos por las ventas para que se procuraran en este mismo mercado sus subsistencias. El artesano acudía al mercado como vendedor y comprador; el asalariado puede acudir sólo como comprador y con medios limitados por la ley de la plusvalía.
La reivindicación socialista consiste clásicamente en abolir el trabajo asalariado. Sólo la abolición del asalariado comporta la abolición del capitalismo. Pero no pudiendo abolir el asalariado en el sentido de volverle a dar al trabajador la absurda y retrógrada figura de vendedor de su producto en el mercado, el socialismo reivindica desde los primeros tiempos la abolición de la economía de mercado. El encuadramiento mercantil de la distribución ha precedido, como ya hemos recordado, al capitalismo y ha comprendido todas las precedentes economías diferenciadas, remontándose hasta aquella en la cual existía el mercado de personas humanas (esclavismo).
Economía mercantil moderna quiere decir economía monetaria. Por consiguiente, la reivindicación antimercantil del socialismo conlleva a la vez la abolición de la moneda como medio de cambio y como medio de formación práctica de los capitales.
En un ambiente de distribución mercantil y monetaria el capitalismo tiende inevitablemente a resurgir. Si esto no fuera verdad convendría destrozar todas las páginas de El Capital de Marx.
La enunciación antimercantilista está en todos los textos del marxismo y especialmente en las polémicas de Marx contra Proudhon y todas las formas de socialismo pequeño burgués. Es mérito del programa comunista, redactado, aunque en texto bastante prolijo, por Bujarin, el haber sacado de nuevo a plena luz este vitalísimo punto [Se alude al programa preparado por Bujarin y discutido en el VIII Congreso del PCR(b)]. Pero al final del precedente parágrafo hemos alineado un tercer punto distintivo del capitalismo respecto a los regímenes a los que venció: la retracción del producto del esfuerzo de trabajo de los obreros de una fuerte cuota dirigida a la ganancia patronal y, sobretodo, la dedicación de una parte importante de esta cuota a la acumulación de nuevo capital.
Es obvio que la reivindicación socialista si quería quitar al patrón burgués el derecho de disponer del producto y de llevarlo al mercado, le quitaba el derecho sobre la propiedad de la fábrica y le quitaba, también y al mismo tiempo, la posibilidad de la plusvalía y de la ganancia. Proclamó hace más de un siglo, que se podía abolir el asalariado y esto quiere decir superar el tipo de economía de mercado hasta ahora conocida. Destruyendo el mercado de los productos al cual llegaba tímido el pequeño artesano medieval con unos pocos artículos manufacturados y al cual los productos del trabajo asociado moderno llegan con el carácter de mercancías, está no menos claro que se destruye también el mercado de los instrumentos de producción y el mercado de capitales y, por tanto, la acumulación del capital.
Pero todo esto no basta aún.
Hemos dicho ya que en el proceso de la acumulación existe un lado social. Hemos recordado que en la propaganda sentimental –¿y quién de nosotros los socialistas no ha abusado de ella?...– poníamos delante la perversidad, frente a una abstracta justicia distributiva de la extracción de plusvalía que iba a parar al consumo del capitalista o de su familia para vivir en un tenor de vida muy distinto al de los trabajadores. Abolición de la ganancia, gritamos pues y era justísimo. Tan justo como poco. Desde cientos de años los economistas burgueses nos vuelven a hacer la cuenta de que toda la renta nacional de un país dividida por el número de ciudadanos da para vivir apenas por encima del humilde obrero. La cuenta es exacta pero la refutación es tan vieja como el sistema socialista, aunque no se encuentre nunca un Pareto o un Einaudi capaz de entenderla. Las distintas cantidades que el capitalista aporta antes de coger su último beneficio para divertirse son por una parte racionales y de fines sociales. También en una economía colectiva se tendrán que apartar productos e instrumentos en cuotas suficientes para conservar y hacer progresar la organización general. En cierto sentido se tendrá una acumulación social.
¿Diremos, por tanto, que nosotros los socialistas queremos que la acumulación social sustituya a la personal o privada? No llegaremos todavía. Si el consumo por parte del capitalista de una cuota de plusvalía es un hecho privado, que exigimos sea abolido, pero que sin embargo es de poco peso cuantitativo, la acumulación también capitalista es ya un hecho social y un factor tendencialmente útil para todos en el plano social.
Viejas economías que sólo atesoraban han permanecido inmóviles durante milenios; la economía capitalista que acumula, en pocos decenios ha centuplicado las fuerzas productivas, trabajando para nuestra revolución.
Pero la anarquía que Marx imputa al régimen capitalista reside en el hecho de que el capitalista acumula por haciendas, por empresas, las cuales se mueven y viven en un ambiente mercantil.
Este sistema, y veremos mejor ésta no fácil, pero tesis central técnico económica en algún ejemplo más adelante, este sistema no se esfuerza más que en ordenarse en función del máximo beneficio de la empresa, que muchas veces se realiza sustrayendo beneficios a otras empresas. En su punto de partida, y aquí los economistas clásicos de la escuela burguesa tenían razón, la superioridad de la gran empresa organizada sobre la superanarquía de la pequeña producción conducía a un rendimiento mucho mayor que, además del beneficio de cada capitalista y de una óptima reserva para nuevas instalaciones y nuevos progresos, el obrero de la industria desarrollada ponía en su mesa platos desconocidos por el pequeño artesano.
Pero en el discurrir de cada empresa, cerrada en sí misma y con su contabilidad de las compras y ventas en el mercado, al máximo de su beneficio, en el curso de su desarrollo los problemas de rendimiento general del trabajo humano se han resuelto mal y, desde luego, al revés.
El sistema capitalista impide plantear el problema de convertir en máximo no el beneficio sino el producto a igualdad de esfuerzo y de tiempo de trabajo, de forma que, apartadas las cuotas de acumulación social, se pueda exaltar el consumo y reducir el trabajo, el esfuerzo de trabajo, la obligación de trabajar. Preocupado sólo de realizar la venta del producto empresarial a alto precio y pagar poco por los productos de las otras empresas, el sistema capitalista no puede ir hacia la adecuación general de la producción al consumo y se precipita en las sucesivas crisis.
Por consiguiente, la reivindicación socialista se propone abatir no sólo el derecho y la economía de la propiedad privada sino al mismo tiempo la economía de mercado y la economía de empresa.
Sólo cuando se camine en el sentido que conduce a la superación de estas tres formas de la economía presente: propiedad privada sobre los productos, mercado monetario y organización de la producción por empresas, podrá decirse que se camina hacia la organización socialista.
Se trata a continuación de ver como decae la reivindicación socialista suprimiendo de esto un solo término. El criterio de la economía privada individual y personal puede ser ampliamente superado también en pleno capitalismo. Nosotros combatimos al capitalismo como clase y no sólo a los capitalistas como individuos. Existe capitalismo siempre que los productos son llevados al mercado o bien “contabilizados” en el activo de la empresa, entendida ésta como isla económica distinta, aunque sea muy grande, mientras que son anotadas en el pasivo las retribuciones del trabajo.
La economía burguesa es una economía de partida doble. El individuo burgués no es un hombre, es una empresa comercial. Queremos destruir toda empresa comercial. Queremos suprimir la economía de partida doble y fundar la economía de partida simple, que la historia conoce ya desde que el troglodita salió para coger tantas nueces de coco como compañeros suyos había en la caverna, y salió llevando sólo sus manos.
Todo esto lo sabíamos ya en 1848, lo que no nos impide seguir diciéndolo con ardor juvenil.
Veremos que durante cien años han sucedido muchas cosas en el juego de las relaciones que hemos considerado; cosas todas que nos han vuelto aún más duros en el sostenimiento de las mismas tesis, después de haber advertido al lector que también el pronombre personal se transforma, en el sistema socialista, en un pronombre social.
IV
LA PROPIEDAD RURAL
LA REVOLUCIÓN BURGUESA Y LA PROPIEDAD SOBRE LOS BIENES INMUEBLES
En la época precapitalista la posesión de la tierra está repartida entre la forma común, la feudal y la privada libre. El capital mueble conquistando el derecho de adquisición de los inmuebles, reúne en manos de la burguesía dominante las tres formas de explotación; renta inmobiliaria, interés del dinero anticipado y beneficio de la empresa.
Son bienes inmuebles, en la acepción corriente, la tierra y las construcciones e instalaciones fabricadas en ella por el hombre y que no son transportables de un lugar a otro. En la época del advenimiento del régimen capitalista, la propiedad inmobiliaria podía tener por objeto propio principalmente los terrenos agrarios, los edificios para habitar y los edificios para talleres; y sólo sucesivamente, con la difusión de maquinismos fijos o transportables, y más adelante con la difusión de redes de comunicación, de transporte y transmisión y distribución de energías diversas, se dispuso cada vez de más complejos en los cuales la distinción técnica, social y jurídica entre bienes inmuebles y muebles da lugar a mayores sutilezas.
Por claridad nos detendremos primeramente en la propiedad del suelo. La distribución de ésta en los últimos tiempos del régimen feudal era más bien compleja, existiendo zonas de hacienda colectiva pertenecientes a los municipios o al Estado, grandes feudos asignados a las familias de la nobleza por los poderes políticos centrales, y también pequeñas posesiones independientes de campesinos agricultores. La primera forma era una derivación de antiquísimas gestiones comunistas de la tierra sometida a continuos ataques de los señores, de los campesinos y de la naciente burguesía; dicha forma extraía sus orígenes sobre todo de los pueblos y de los sistemas de derecho germánico, entre los cuales, en la época de las migraciones e invasiones en el sur, se disolvió en el feudalismo militar y dinástico.
La tercera forma de la pequeña posesión autónoma derivada del imperio y del derecho romano, en cuanto el ordenamiento de Roma en la madre patria y en los países conquistados se fundaba en el reparto del suelo agrario a los ciudadanos libres, soldados en tiempo de guerra, mientras subsistían luego otros lotes de suelo mucho más grandes en posesión del patriciado, que los explotaba con la masa de esclavos, privados éstos del derecho político pero también exentos de la obligación del servicio militar. En el sistema romano, faltando tanto la gestión en común de la tierra, como la institución de un derecho soberano que pudiera desplazarla arbitrariamente de un señor a otro, salvo el control del Estado en la subdivisión de nuevos territorios ocupados, se había llegado a una precisa delimitación y parcelación de los lotes de tierra, clásicamente disciplinada por el derecho civil vigente en todo el imperio e históricamente ordenada también en el de Oriente. Aludidas así las dos formas colaterales a la propiedad feudal, observemos ahora cuáles son las características de ésta. Es el caudillo vencedor; el elegido por un grupo de jefes y príncipes aliados; luego el monarca absoluto y también la jerarquía eclesiástica, quien lleva a cabo asignaciones y reparto de autoridad entre los distintos señores y vasallos distribuidos en sucesivas órdenes de jerarquía, fijando o cambiando también con frecuencia y arbitrariamente los límites de las circunscripciones. Dentro de estas formas más o menos intrincadas, todo el entramado de señores, de guerreros y de sacerdotes vive del trabajo de la masa campesina obligada a no abandonar el feudo al que pertenece.
Como muchas veces observa Marx, prevalece en este sistema social más que la relación jurídica entre el propietario y la tierra, aquél entre el titular del feudo y del título nobiliario que lo acompaña y el conjunto de las familias de sus siervos. No le interesa tanto al señor tener mucha tierra cuanto muchos siervos, estando a su disposición una cierta parte del producto del trabajo de todos éstos. Otro puntal del ordenamiento feudal es que el señor, de cualquier forma que vaya su gestión económica, no puede perder su feudo; éste no es alienable, no es expropiable, y el sistema de mayorazgo evita también su subdivisión hereditaria, institución tan importante, en cambio, en el sistema romano. Por consiguiente, y al menos en cuanto a las enormes extensiones de tierra objetos de investidura feudal, no existe mercado del suelo; la tierra no puede ser cambiada por moneda.
Esta valoración del régimen preburgués de la cual partiremos al valorar la posición del capital triunfante respecto a la propiedad de la tierra es fundamental en el análisis marxista. Está dicho en el capítulo XXIV de El Capital refiriéndose a la época de la servidumbre de la gleba:
“En todos los países de Europa la producción feudal está caracterizada por el reparto del suelo entre el mayor número posible de vasallos. La potencia del señor feudal, como la de cada soberano, se apoyaba no en la longitud de su registro de las rentas, sino en el número de sus súbditos, y éste dependía del número de los pequeños cultivadores independientes.” (Cfr. K. Marx, El Capital, Libro I, Cap. XXIV, parágrafo 2).
Ya que no quisiéramos que parecieran nuevos u originales los desarrollos que sacaremos de estas premisas, volvemos a hacer también un llamamiento, acerca de la relación entre el suelo y la moneda, a un pasaje fundamental del capítulo II:
“A menudo los hombres han hecho del hombre mismo, en la figura del esclavo, el material originario del dinero; nunca han hecho otro tanto con la tierra. Una idea semejante sólo podía nacer en una sociedad burguesa ya desarrollada. Ésta data del último tercio del siglo XVII, y su realización a escala nacional fue intentada apenas cien años después, en la revolución burguesa de Francia.” (Ibid., Capítulo II).
El capital moderno no es pues la misma cosa que la propiedad en general, y no basta con abolir ésta, en teoría y en derecho, para haberlo develado. El capital es una fuerza social cuya dinámica tiene aspectos mucho más complejos que un platónico derecho de propiedad.
Éste se presenta como contrapuesto a la propiedad inmueble tradicional y uno de los principales elementos de la antítesis es que la segunda es verdaderamente personal y el primero se sale de los límites de la facultad del privado:
“Históricamente el capital se contrapone en todas partes a la propiedad inmueble, antes que nada en forma de dinero, ya sea como patrimonio-dinero o como capital mercantil y capital usurario” (Ibid., Cap. IV), dice Marx en el capítulo IV, para establecer que la circulación mercantil tiene como producto final el dinero, y que éste es la primera forma en que aparece el capital, (que encontraremos luego como fábrica, como maquinaria, como remesa de materias primas, como masa de salarios). En una de las sugestivas notas al texto viene luego dicho:
“La antítesis entre el poder de la propiedad de la tierra (feudal) basada en relaciones personales de servidumbre y dominación y el poder impersonal del dinero está claramente expresada en dos proverbios franceses: Nulle terre sans seigneur y L’argent n’a pas de maître.” (Ibid., Cap. IV: No hay tierra sin señor y El dinero no tiene dueño).
Luego el sentido de la economía moderna que sucede a la destrucción de las relaciones feudales está contenido en otra cita que extraeremos del capítulo XXII:
“Resultado general: incorporándose los dos creadores originarios de la riqueza, esto es, fuerza de trabajo y tierra, el capital adquiere una fuerza de expansión que le permite extender los elementos de su acumulación más allá de los límites aparentemente marcados por su magnitud: esto es, los límites marcados por el valor y por el conjunto de los medios de producción ya producidos, en los cuales existe.” (Ibi., Cap. XXII, parág. 4).
Cuando luego Marx trata difusamente del interregno de bienestar que se instala en la historia inglesa entre la supresión de la medieval servidumbre de la gleba y el encaminamiento brutal de la gran acumulación capitalista, que funda la riqueza burguesa sobre la propagación de una despiadada miseria de las masas, otra nota recuerda que la sociedad japonesa de la época, con una organización feudal de la propiedad de la tierra flanqueada por una pequeña propiedad bastante difundida, ofrecía una imagen más fiel del medioevo europeo que los libros de historia empapados de prejuicios burgueses.
Sobre el cornudo semblante de los contemporáneos oportunistas que se horrorizan cada vez que piensan (en su inconmensurable burrología) que van a retornar los ordenamientos medievales, poniendo en peligro las civiles conquistas de la era capitalista, y que no saben ya de qué otra forma amasar las bastardas combinaciones entre los ideales de la burguesía y las reivindicaciones socialistas, hay que aplicar como una bofetada el golpe final de esta nota de Marx: “Verdaderamente es demasiado cómodo ser ‘liberal’ a costa del medioevo” (Ibi., Cap. XXIV, parág. 2).
***
En los últimos años del antiguo régimen, cuando la potencia de la burguesía en el campo económico es ya relevante, el capital líquido reunido en manos de los mercaderes y banqueros ejerce una violenta presión para suprimir los obstáculos que le impiden apoderarse de las propiedades inmobiliarias. Indudablemente el hecho central de la acumulación capitalista consiste en aprovisionar con el dinero amontonado, materias primas para someterlas al trabajo de los obreros asalariados y subsistencias con que corresponder a éstos. Pero es preciso también, para la formación de las primeras fábricas, disponer de lugares de trabajo y adquirir edificios para transformarlos en establecimientos manufactureros, y suelo donde poderlos construir. Además, la nueva clase dueña de riquezas se ve impulsada a competir con los nuevos señores feudales a los que aspira a superar y desposeerlos también de la disposición de las casas, de los palacios y de la tierra agraria, mientras que los arrendatarios enriquecidos tienden a desembarazarse de una posición de dependencia adquiriendo la propiedad del arrendador y gestionando como dueños absolutos la empresa agrícola que, como Marx señala muchas veces, es una verdadera industria.
Toda la historia y la misma literatura de los últimos periodos que antecedieron a la revolución burguesa está llena de manifestaciones de esta lucha que los burgueses, los enriquecidos, los parvenus, llevan a cabo para competir también en prestigio con los nobles. Éstos, incluso cuando están escasos de dinero y tienen que recurrir a negociantes y usureros para mantener su lustre de vida, no sólo desprecian y humillan a aquellos que viven de la actividad comercial y del comercio ilícito, sino que el mismo derecho vigente les ayuda a defenderse de ellos al negarse a restituir los préstamos, y es tradicional la escena del acreedor molesto que es apaleado por los siervos del señor.
De este estado de sumisión y de inferioridad el tercer estado no podrá librarse completamente más que con la conquista revolucionaria del poder político, y hasta entonces competirá estúpidamente en vano, derrochando los frutos de sus especulaciones con la grandeza de sus rivales de clase.
En la comedia de Molière, Le bourgeois gentilhomme, vemos ferozmente satirizado al mercader que quiere darse aires de noble. El autor lo representa escarnecido en una fingida ceremonia de investidura caballeresca por una troupe de cómicos que le cantan en esa especie de italiano propio de la comedia del arte: “Ti star nobile, non star fabbola, pigghiar schiabbola”. El burgués, casi demostrando con mucho anticipo la tesis marxista de que no es el trabajo el que permite acumular capital quisiera hacer olvidar que había manejado el martillo del artesano ciñéndose la espada del caballero.
Pero bien pronto la clase de los capitalistas se rehizo de las humillaciones, de los azotes y de los escarnios derrotando en la revolución social a los nobles y al clero; instauró su propio dominio y no encontró freno a la expansión de sus fuerzas económicas. Cae entonces el sistema de la propiedad feudal y se propagó la adquisición de los bienes inmuebles por los portadores de capital monetario que hasta entonces muy difícilmente habían podido satisfacer esta particular exigencia. Este fue uno de los caracteres más importantes de la revolución capitalista que, siempre con las lapidarias frases de Carlos Marx llega por fin a “hacer de la tierra un artículo de comercio” y, al igual que pudo alardear de haber liberado a los trabajadores del campo de la servidumbre feudal y a los trabajadores de la ciudad de los vínculos corporativos para poderlos transformar en sus dependientes y en sus explotados, igualmente pudo jactarse de haber “incorporado el suelo al capital” (Cfr.: Ibid., Cap. XXIV, parág. 2).
Podremos indicar este primer periodo de consolidación del capitalismo vencedor, como periodo de inmovilización del capital mueble, entendiendo por inmovilización la inversión a gran escala en la adquisición de propiedades y fundos agrarios y de edificios urbanos, necesario complemento económico de la posesión de los grandes medios industriales de producción. Y esta necesidad económica se volvía al mismo tiempo una necesidad de orden político, ya que para derrotar completamente a los antiguos señores y sus pretensiones de restauración del orden feudal, convenía mortificarlos también en las posiciones de prestigio asumidas por ellos en las grandes metrópolis que habían surgido por efecto de la irrupción de las formas capitalistas, y en las cuales todavía reyes, cortesanos militares y eclesiásticos ocupaban las residencias más imponentes, mientras que otra pretensión de dominio y de prestigio de dichas clases era el conservar vastísimas extensiones de terreno cultivable de la provincia para las distintas finalidades de lujo, de diversión, de caza, de residencia temporal, de comunidades religiosas, etc., allí donde urgía a la economía burguesa ponerlo todo a producir rentas ya sea para ulteriores inversiones especulativas o para la intensificada producción de subsistencias necesarias para el ejército de los trabajadores industriales.
Hemos querido recordar este primer periodo de conquista de la propiedad inmobiliaria por parte del capital porque, adelantando la mirada, veremos que a dicho periodo se contrapone otro modernísimo en el cual el capital emprendedor tiende en cambio a desvincularse cada vez más de la titularidad de las posesiones inmobiliarias, ya que puede muy bien desarrollar con intensidad máxima sus funciones y realizar la producción de beneficios vertiginosos sin la necesidad de detentar la posesión legal de los inmuebles, y sin tener ya por otra parte ningún motivo histórico para preocuparse de que éstos vuelvan a caer en manos de las ya desaparecidas clases aristocráticas terratenientes.
En el periodo intermedio de un capitalismo estable, que nos conviene examinar un poco antes de llegar al análisis de este tercer periodo modernísimo, al que por claridad de la exposición hemos aludido, las relaciones entre propiedad y empresa se plantean de formas diferentes. Sin embargo cuando se examinen atentamente las distintas formas económicas y sus correspondientes fuerzas sociales, queda bien claro que el carácter distintivo de la época capitalista debe buscarse en la empresa y no en la propiedad.
El burgués del primer periodo, el romántico dueño de las fundiciones no lo podremos concebir sino como una especie de único patrón en cuyas manos se concentran todos los elementos y los factores de la producción. La tierra, sobre la que surge la fábrica le pertenece, como también las minas que le dan el mineral, el establecimiento donde se transforman, las máquinas y los utensilios. Él adquiere todas las materias primas y todos los accesorios que entran en su elaboración y adquiere la fuerza del trabajo asalariando a sus obreros. Él mismo es un técnico de la rama de producción que elabora; sin embargo paga igualmente como empleados suyos a técnicos y contables. En un primer periodo los llamados gastos generales son limitados, ya que la fábrica lo debe producir todo por sí sola: luz, calor, fuerza motriz; las mismas tasas que se pagan al Estado son bastantes reducidas porque en los primeros regímenes liberales la burguesía aplica plenamente la política económica de dejar hacer, dejar pasar, y suprime todos los límites y todas las cargas tributarias que puedan ser un obstáculo para las iniciativas de producción y de comercio. El registro contable resulta pues simple y unitario y toda la ganancia resultante del exceso de las entradas sobre los gastos acaba en los bolsillos del capitalista que no tiene que restar nada para alquileres y cánones por los espacios, las instalaciones y los edificios que utiliza. En este caso clásico, inicial, el capitalista dispone también de liquidez bastante abundante para poder hacer de banquero de sí mismo y, por tanto, no se deben intereses del capital numerario que necesita para sus adquisiciones de mercancías y los anticipos de salario.
Si se quiere considerar en la agricultura el paralelo de esta empresa modelo, lo encontraremos en un caso en el cual el gestor es al mismo tiempo terrateniente y propietario de todas las provisiones muertas y vivas, o sea, maquinaria, utensilios, semillas, abonos, ganado, etc., y además dispone de suficiente capital contante para anticipar los salarios de los trabajadores jornaleros o temporeros. En todos estos casos la única diferencia activa, que el patrón realiza como premio entre lo conseguido por la venta de los productos y la suma de todos los anticipos, comprende en sí la renta inmobiliaria propia de la tierra, el interés del capital financiero y la ganancia de la empresa, elementos económicos que pueden considerarse distintos entre sí.
El economista burgués los considera distintos porque intenta hacer creer que surgen de pretendidas fuentes autosuficientes como para generar riqueza cada una por sí misma: la tierra generadora de renta inmobiliaria, el dinero generador de un fruto de interés, la empresa generadora de un beneficio que viene a compensar la actividad, capacidad y habilidad de aquel que ha sabido reunir racionalmente los distintos elementos de la producción.
Para la economía marxista todos los márgenes son productos del trabajo humano y representan la diferencia activa entre el valor que éste ha producido y la menor suma que los asalariados han recibido a cambio de su fuerza de trabajo.
La distinción entre los diferentes elementos de la ganancia patronal es, sin embargo, una distinción histórica, correspondiendo al reparto de la plusvalía arrebatada a la clase trabajadora entre terrateniente, prestamista y empresario.
La distinción es de naturaleza histórica porque incluso antes de que surgiera la verdadera y propia industria capitalista que ocupa a los asalariados, la tierra era susceptible de dar un rendimiento útil al terrateniente, como el dinero bruto podía dar un fruto a quien disponía de él, ya fuese banquero o usurero.
Ahora se trata de ver cuál es la verdadera característica de la producción capitalista respecto a los diversos elementos cuando éstos (en vez de hallarse reunidos en manos de un único titular, se encuentran separados, esto es, cuando el propietario jurídico del suelo o de la fábrica, el banquero que anticipa el dinero, y el empresario que, después de haber satisfecho a los dos primeros y a todas las demás diferentes entidades de naturaleza pública y semipública que se van superponiendo en la economía moderna, se queda como dueño absoluto para cobrar para su compensación y beneficio el precio comercial de los productos arrojados al mercado) son personas distintas.
En todos estos casos el propietario del terreno, del área, del edificio e incluso, en determinados casos, de la maquinaria, viene compensado con adecuados cánones de arrendamiento; el banquero que presta el dinero recibe un adecuado interés por la suma prestada; al Estado o a otras entidades eventualmente concesionarias le corresponden impuestos y otros derechos diferentes, y todo cuanto queda constituye un útil de la empresa pura que la contabilidad capitalista tiende a poner falsamente en evidencia como cualquier cosa que surge después de haber remunerado ya los distintos capitales, inmuebles y muebles.
El marxismo vino a establecer que esta tercera forma, disfrazada en las apologías de clase como exponente de progreso, de ciencia y de civilización, es más venenosa y virulenta que las otras dos, exaltadora de explotación, de extorsión y de miseria. El socialismo está todo en la negación revolucionaria de la empresa capitalista, no en la conquista de ésta para el trabajador de dicha empresa.
Estos distintos elementos y sus relaciones se clasifican en las formas capitalistas modernas de modos diversísimos, pero es ya una relación económica, no precisamente nueva, aquella en la cual descubrimos empresas a las cuales ya no les corresponde ninguna forma de propiedad inmobiliaria, y en algunos casos, ni siquiera una sede fija y una apreciable maquinaria y utillaje y en las que sin embargo la dinámica del proceso capitalista subsiste plenamente y en su forma más exquisita. Se encausa así una especie de divorcio entre propiedad y capital por el cual el segundo se desmoviliza cada vez más y la primera se diluye, se disimula, o es incluso presentada como una propiedad de entidades colectivas en las estatalizaciones, socializaciones y nacionalizaciones que pretenden ser consideradas formas de gestión ya no capitalistas.
NOTA
EL PRETENDIDO FEUDALISMO EN LA ITALIA MERIDIONAL
La tesis central de los oportunistas de que en Italia existen restos de relaciones feudales, totalmente predominantes en el Mezzogiorno (región meridional), no refleja solamente una táctica política de compromiso y negación del socialismo clasista, sino que de hecho se funda en una triple serie de errores garrafales acerca de la naturaleza de la economía y de las relaciones sociales feudales, de la historia política del sur de Italia y de la situación de la agricultura meridional.
Un formidable y repugnante “clavo” del peor oportunismo que reina en el movimiento socialista y comunista italiano es el de la cacareada existencia y supervivencia del feudalismo en el sur de Italia y en las islas, especialmente a propósito de la abusada cuestión del latifundio agrario meridional, verdadero caballo de batalla del histrionismo retórico y de la rufianería política italiana. El deducir de esta imaginaria e inventada constatación una táctica política de bloques y de colaboración con los partidos burgueses radicales también de la Italia del Norte (a la cual ambiguamente se le concede por parte de estos señores la patente de país capitalista), en el plano y en el marco del cenagoso Estado unitario de Roma, bastaba y bastaría para calificarlos de renegados de la doctrina y de la acción revolucionaria. Pero ellos, nuestros socialcomunistas, campeones de la colaboración demoburguesa, muestran todo desprecio por el respeto a los principios reivindicando el compromiso del arma general del pacto, haciéndolo derivar todo de la valoración contingente de las situaciones. Se hace necesario pues poner completamente de relieve que aquel juicio suyo sobre la situación semifeudal del Meridione pisotea cualquier conocimiento serio de la situación real de la economía y de la agricultura meridionales, de lo que son las características distintivas de la gestión feudal de la tierra, y finalmente de los grandes trazos de las vicisitudes históricas de las Dos Sicilias.
Lo que banalmente se considera como atraso del desarrollo social del Mediodía, análogamente a la pretendida escasa y deficiente evolución social de Italia en general, no tiene nada que ver con un retraso histórico en la eliminación de instituciones feudales, e incluso lo que se presenta como las famosas zonas deprimidas es en cambio un producto directo de los peores aspectos y efectos de la transformación capitalista de la Europa especialmente mediterránea, en la época postfeudal. En pocos países como en el reino de las Dos Sicilias, si observamos la historia de las luchas políticas, fue combatido el feudalismo como influencia de la aristocracia terrateniente, enfrentado y vencido por los poderes de la Administración central del Estado, ya sea bajo el reinado de los Borbones y la dominación española, como bajo las precedentes monarquías, y se puede decir que desde Federico de Suabia. La lucha fue muchas veces apoyada por los movimientos de las masas campesinas y urbanas, y muy pronto fueron árbitros de la situación del reino los intendentes y gobernadores de los sólidos y centralizados poderes de Palermo y de Nápoles. Los resultados de la lucha se tradujeron en una legislación bastante anticipada respecto a la de los otros pequeños estados italianos, comprendido el atrasadísimo Piamonte, y lo mismo puede decirse respecto al control al que eran sometidas las comunidades religiosas y la iglesia secular por parte de la autoridad política; no hace falta colorear esta obvia evocación con las luchas en Nápoles de los elegidos por el pueblo y la imposibilidad de establecer en aquella ciudad el tribunal de la inquisición. El proceso histórico y jurídico, después de la revolución republicana de 1789 conducida por una burguesía audaz y consciente, se perfeccionó bajo el robusto poder de Murat, y los restaurados Borbones se guardaron muy bien de hacerle mella a la compacta y juiciosa legislación del derecho público dejada por aquel régimen. Es pues un error trivial confundir la historia social del Mediodía de Italia con la de los boyardos y los Junker de la Europa nororiental, que continuaron gobernando en feudos autónomos a sus siervos, a desollarlos y juzgarlos arbitrariamente, cuando desde hacía siglos los habitantes de la Italia mediterránea eran ciudadanos de un sistema jurídico estatal moderno aunque absolutista.
En cuanto a la estructura económica agraria, el cuadro de un país feudal nos presenta la cara contraria de aquello a lo que se enlazan las deficiencias de las zonas latifundistas del mediodía italiano. Aquel cuadro presenta una agricultura aunque no sea decididamente intensiva pero si homogénea y difundida en pequeñas haciendas, con la población trabajadora colocada con uniformidad sobre la superficie cultivada, en casas dispersas y pequeños caseríos. La aldea, que nuestro Mediodía desgraciadamente ignora, es la célula de base de la riqueza agraria de los muchos países de Europa que los señores feudales explotaban para su grandeza y sobre la cual se precipitó la usura de los burgueses, haciendo a veces de la tierra un desierto y un erial, como describe Marx a propósito de Inglaterra, o dejando otras veces crecer en ella ricos matorrales limitándose a dejarlos secar, como en la campiña francesa.
Los latifundios del sur y de las islas son grandes zonas semicultivadas en las que el hombre no puede morar, y donde no existen casas coloniales ni aldeas, en cuanto la población ha sido hacinada por un urbanismo preindustrial pero no obstante netamente antifeudal en grandes centros de decenas y decenas de miles de habitantes como en Apulia y Sicilia. La población es superabundante, pero la tierra no puede ser ocupada por defecto de organización y de una inversión de trabajo y de técnica que durante siglos ningún régimen estatal consigue realizar, o está de acuerdo con las exigencias de la clase dominante, ya sea dicho régimen nacional o no.
No hay casa, no hay agua, no hay carreteras, la montaña ha sido desnudada, la llanura tiene las aguas naturales desordenadas y allí domina la malaria. El origen de esta decadencia de la técnica agrícola es muy lejano, más lejano que el feudalismo que, donde hubiera sido fuerte, lo habría contrastado (como la mejora técnica y económica de estas tierras habría consentido mejor en los siglos perdidos un verdadero régimen de señoría feudal descentralizada y autónoma). Si se piensa que estas regiones en la época de la Magna Grecia eran las más florecientes y civilizadas del mundo conocido, que bajo Roma eran las más florecientes y civilizadas del mundo conocido, que bajo Roma eran fertilísimas, se debe considerar que las causas de su decadencia se encuentran ya sea en la posición marginal respecto a la propagación del Germanismo feudal en la caída del Imperio Romano (que las expuso a las alternativas de invasiones y destrucciones de los pueblos del norte y del sur), ya sea a la depresión de la economía mediterránea con los descubrimientos oceánicos, ya sea precisamente a la irrupción del moderno régimen capitalista industrial y colonial, que fue llevado a establecerse en otras partes, allí donde estaban ubicadas las materias primas básicas para el industrialismo, sus centros de producción y sus grandes vías de tráfico, ya sea finalmente a la constitución del Estado unitario italiano cuyo análisis nos haría extendernos bastante, que instituyó una relación típicamente moderna, capitalista e imperialista incluso precursora de los tiempos más recientes.
No obstante, antes y después de dicha unificación, el juego de las fuerzas y de las relaciones económicas estuvo más que conforme con los caracteres de la época burguesa, constituyendo un sector esencial de la acumulación capitalista en Italia, cuya escasez se produce en cantidad no en calidad.
De hecho, antes y después de 1860, a pesar del escaso desarrollo industrial (sobre el que no hay que olvidar que la influencia de la unidad nacional fue gravemente negativa, determinando la decadencia y la clausura de importantes fábricas) el ambiente económico ha sido de naturaleza completamente burguesa. Se puede decir del Mediodía de Italia y de su pretendido feudalismo lo que dijo Marx para la Alemania de 1849 hablando en el proceso de Colonia –entiéndase bien– precisamente para poner de relieve que la revolución política burguesa y liberal tenía todavía que triunfar:
“La gran propiedad terrateniente era la verdadera base de la sociedad medieval, de la sociedad feudal. La moderna sociedad burguesa, nuestra sociedad por el contrario, se apoya en la industria y en el comercio, La propiedad territorial misma ha perdido todas sus precedentes condiciones de existencia, y se ha vuelto dependiente del comercio y de la Industria. Por ello la agricultura se ejerce hoy industrialmente, y los viejos señores feudales han descendido al nivel de industriales de ganado, lana, grano, remolacha, aguardiente, etc. ¡Al nivel de gente que comercia con productos industriales como cualquier otro comerciante! Por mucho que se aferren a sus viejos prejuicios, en la praxis se transforman en ciudadanos que producen el máximo posible al menor costo posible; que compran donde se compra a precios más bajos, y que venden donde se vende al precio más caro. Ya el modo de vivir, de producción, de ganar de estos señores desmiente pues sus fantasías superadas y arrogantes. La propiedad terrateniente como elemento social dominante presupone el modo medieval de producción y de cambio”. (Del discurso de defensa de Marx en el proceso contra el comité de distrito de los demócratas, Marx-Engels, Opere Complete, Editori Riuniti, volumen VIII, pág. 326).
Si la disposición, sobre todo del carbón y del hierro, ha hecho de forma que después de aquel tiempo (y después también de la escritura del Capital que, como modelo de una sociedad plenamente capitalista, tuvo que tomar a Inglaterra) Alemania se haya transformado en un gran país de industria extractiva y mecánica además de la agricultura conducida al modo económico y más moderno, no obstante es evidente que aquel juicio de ambiente y de situación social se aplique aún más radicalmente al Mediodía de Italia después de un siglo, y después de más de 90 años de régimen político del todo burgués liberal y democrático régimen que, después de las derrotas del 48, Alemania esperó hasta 1871 y, según los vacíos charlatanes de siempre sobre el feudalismo teutónico, hasta mucho más tarde.
En el sur de Italia está vigente un activísimo mercado del suelo, con una frecuencia de traspasos ciertamente mucho más alta que en provincias de alto industrialismo; y es este el criterio discriminante crucial entre economía feudal y economía moderna. Este mercado del suelo viene acompañado por otros no menos activos del grande y del pequeño arrendamiento y naturalmente de los productos del suelo. Precisamente donde el cultivo es latifundista y extensivo, éste se hace por grandes unidades económicas, con empleo exclusivo de trabajadores jornaleros asalariados y braceros; y desde hace muchos decenios sobresale económicamente sobre la del terrateniente, a menudo en graves dificultades económicas y cargado de hipotecas. La figura del gran arrendatario capitalista, gran poseedor de dinero contante, bestias y enseres. Tanto donde el producto se reduce al grano como donde prevalece la cría de ganado de tipo atrasado e incluso bravío, no sólo el capital mueble está en manos de los grandes arrendatarios y no de los terratenientes, sino que muchos de los primeros acaparan y explotan a fondo, a veces determinando no la mejora sino el empobrecimiento de las propiedades pertenecientes a diversos titulares.
A análogas consideraciones conduce el examen de la gestión de la propiedad urbana. Incluso prescindiendo de la actividad industrial difundida en las zonas más evolucionadas en torno a las ciudades principales y a los puertos, todo este movimiento de mercados ya en rotación y ciclo moderno determina desde hace decenios y decenios una acumulación de capitales y que ha servido ampliamente de base a las industrias libres semiprotegidas y protegidas del norte (Italia, mucho antes de Mussolini, era un país proteccionista de vanguardia). No sólo los depósitos en banca de burgueses meridionales, propietarios, empresarios y especuladores han alimentado siempre con fuertes corrientes la finanza privada nacional, sino que a los recursos del sur ha llegado ampliamente el fisco, que alcanza bastante más fácilmente la riqueza inmobiliaria y cualquier movimiento económico ligado a la tierra que los beneficios y superbeneficios industriales, comerciales y especulativos. La economía capitalista italiana está pues a caballo de estas relaciones de carácter totalmente moderno y es simplemente risible querer compararla con una situación feudal y presentarla, antes que como una sólida alianza, bajo la máscara de un conflicto inexistente entre una burguesía evolucionada y consciente, ávida siempre de perfeccionadas y renovadas revoluciones liberales o meridionales, tanto a las legendarias “castas retrógradas” cuanto a los “estratos reaccionarios” de la sucia demagogia de moda.
En relación con este claro encuadramiento de lazos económicos está la despreciable función de la clase dirigente del sur. Los restos de la histórica aristocracia depauperada van tirando en algún palacio semirruinoso de las ciudades mayores; en toda la región van de dueños no los señores feudales sino los burgueses enriquecidos, propietarios, mercaderes, banqueros y especuladores, todos ellos de corte más villano que señoril. Al margen del movimiento de la riqueza de estos, la llamada “inteligencia” ha descendido al rango de intermediaria y medianera del poder central del Estado burgués de Roma, al cual ofrece lo mejor de su pletórico personal, parásitos, chupones de las fuerzas productivas de todas las provincias, desde el comisario de seguridad pública al juez togado, pasando por el diputado sostenido por todos los prefectos y que vota por todos los gobiernos, y el hombre de estado dispuesto a servir a monarquías y repúblicas capitalistas.
La lucha social en el Mediodía, no menos que aquella en el marco del Estado italiano en general, ha planteado para los verdaderos marxistas a la orden del día, antes, durante y después del abusadísimo ventenio, la superación de las últimas y más recientes formas históricas del orden capitalista y nunca más la actualización de modelos ultramontanos de relaciones e instituciones que se han quedado atrás.
Esta tesis de la supervivencia feudal meridional merece ser emparejada con aquella otra que interpretaba al movimiento fascista como una revancha de las clases agrarias contra la burguesía industrial. La línea del grupo que le quitó a los marxistas revolucionarios el control del partido comunista de Italia (el llamado grupo del “Orden Nuevo”) se apoya desde los primeros años en estas dos desviaciones, en estos dos espaldarazos basilares. Estos bastaban de partida para construir toda una praxis y una política de alianza entre capitalistas industriales y representantes traidores del proletariado, como se ha visto luego en acción en Italia. No era indispensable la degeneradora inyección del virus derrotista por parte de la central internacional estalinista, en su línea mundial de pactos y colaboración entre los poderes del capitalismo y el del Estado falsamente definido como Socialista y proletario.
V
LA LEGALIDAD BURGUESA
LA ECONOMÍA CAPITALISTA EN EL MARCO JURÍDICO DEL DERECHO ROMANO
La revolución burguesa sistematizó la posesión de la tierra restableciendo el concepto jurídico de libertad de la tierra que era la base del derecho civil de Roma.
“En el bajo medioevo casi toda Europa, ocupada por los conquistadores germánicos, había visto reducirse a mínimas proporciones el concepto de la libertad de la tierra, que había originado la prosperidad económica del Imperio romano. Allí se había superpuesto el feudalismo dictado por la necesidad de defender a los débiles de las invasiones de Normandos, Húngaros y Sarracenos y donde aquellos se encomendaban a un poderoso, reconociéndole a éste la propiedad de la tierra y la obligación de aceptarle cánones y servicios personales, con tal de que los defendiera de desgracias mayores; de aquí vino en buena hora la máxima: Nulle terre sans Seigneur. En cambio el derecho romano reconocía como único origen de la posesión el título, o sea el contrato libremente estipulado entre los que tenían derecho al mismo”. (O. Bordiga, “Trattato di economia rurale”. Oreste Bordiga, profesor de economía rural, tasación y contabilidad agraria, escribió numerosos textos y tratados sobre la materia). Al dicho francés, que ya hemos encontrado citado por Marx, en contraposición al lema de la economía mobiliaria “el dinero no tiene dueño”, se opone, en los países donde el feudalismo no se propaga, el lema romano: “Ninguna propiedad sin título”. No estará mal señalar que el país donde el secular paréntesis de los derechos personales propios del feudalismo ha sido menos profundo es precisamente Italia.
De hecho nuestra lengua no ha tenido nunca una palabra que correspondiese al vocablo francés Suzeraineté, que significa el dominio sobre la tierra. En Italia “no todas las formas del derecho romano perecieron; es más, en algunas partes del Mediodía tuvieron que permanecer sin interrupción, porque no fueron ocupadas por los bárbaros y quedaron bajo el imperio bizantino, custodio de la tradición romana, o retornaron después de la desmembración del ducado beneventino” (Ibid.).
“El disfrute de la tierra en libertad absoluta por parte de sus poseedores no data en otras partes de tiempos tan antiguos como entre nosotros. En Francia, por ejemplo, éste tuvo una completa aplicación solamente a partir de la abolición de las prestaciones feudales en la famosa noche del 4 de agosto de 1789, entonces, y con leyes sucesivas, la Asamblea Nacional abolía simplemente la servidumbre personal (corvèes) pero dejaba los derechos reales (cents, champarts, lods, ventes, rentes foncières, etc.,) rescatables de derecho. No obstante las insurrecciones de los campesinos y los incendios de diversos castillos señoriales obligaron a abolirlos sin compensación, si bien muchos no tuvieron un origen feudal. Las pequeñas y medianas propiedades ya existentes fueron así liberadas de una infinidad de vínculos y coparticipaciones obstaculizadoras” (Ibi.).
Dejando ahora al autor hasta aquí citado, un economista agrario de línea no socialista, citaremos a continuación las palabras con las que Marx recuerda esta revolución agraria francesa en Las luchas de clases en Francia.
“La población del campo, esto es, más de dos tercios de toda la población Francesa, está compuesta en su mayoría por los llamados libres propietarios territoriales. La primera generación, liberada gratuitamente de las cargas feudales por la revolución de 1789, no había pagado precio alguno por la tierra. Pero las generaciones sucesivas pagan, bajo forma de precio de la tierra, lo que sus antepasados semisiervos habían pagado ya bajo forma de renta, de diezmos, de prestaciones personales, etc. Cuanto más crecía por una parte la población, cuanto más aumentaba por otra la división de la tierra, tanto más se encarecía el precio del lote de terreno, porque volviéndose éste cada vez más pequeño, aumentaba su demanda”. (K. MARX, Revolución y Reacción en Francia, 1848-1850).
Este pasaje de Marx continúa con un preciso examen de la depauperación del campesino en el sistema parcelario, que deprime la técnica agraria y su producto bruto, exalta el costo de la tierra y todas sus deudas por hipotecas, en beneficio de los capitalistas, incluso una parte del salario que comportaría su trabajo si él fuera jurídicamente pobre. Y concluye:
“Sólo la caída del capital puede hacer que el campesino se levante; sólo un gobierno anticapitalista, proletario, puede romper su miseria económica y su degradación social. La república constitucional no es más que la dictadura de sus explotadores reunidos; la república socialdemocrática, la república roja, es la dictadura de sus aliados” (Ibi.).
Esta posición política es la que Marx, escribiendo en 1850, atribuye a los socialistas revolucionarios franceses de 1848. Y este pasaje contiene la clásica frase: “Las revoluciones son las locomotoras de la historia”.
Como prueba del hecho de que la correcta valoración marxista considera la extrema parcelación de la propiedad campesina como uno de tantos vehículos de la expropiadora acumulación capitalista y no como un encaminamiento a postulados de pretendida justicia social, está también este pasaje, relativo a Inglaterra, sacado de un escrito de Engels de 1850:
“La tendencia de toda revolución burguesa a romper la gran propiedad territorial, podía hacer ver a los obreros ingleses, durante un cierto tiempo, esta parcelación como una cosa revolucionaria, a pesar de que ésta sea regularmente integrada de nuevo por la indefectible tendencia de la pequeña propiedad a concentrarse por su ruina frente a la gran agricultura. La fracción revolucionaria de los cartistas contrapone a esta exigencia de la parcelación la de la confiscación de toda la gran propiedad territorial, y reclama que no sea subdividida, sino que quede como propiedad nacional”. (De mayo a octubre de 1850, aparecido en la revista de la “Neue Rheinische Zeitung”).
En cambio la revolución burguesa en Francia había arrojado al mercado inmensos bienes nacionales provenientes de confiscaciones a los nobles y de incautaciones de los bienes eclesiásticos.
Sobre el distinto proceso que en Inglaterra, después de la derrota del feudalismo y la supresión de la servidumbre de la gleba, condujo netamente a la formación de la gran propiedad agraria burguesa de los actuales landlords, véase Marx en el Capital cap. XXIV, y en la exposición, que esta revista va publicando, sobre elementos de economía marxista.
En lugar de las apologías democráticas de las Grandes Revoluciones, el lenguaje marxista, sobre la base de la dialéctica aceptación de las nuevas condiciones que ellas produjeron, desnuda las infamias del surgimiento del régimen capitalista, tanto donde éste creció sobre la parcelación territorial, como allí donde en cambio fundó la gran posesión burguesa, “libres” tanto la una como las otras.
“El robo de los bienes eclesiásticos, la fraudulenta enajenación de tierras de la hacienda pública, el saqueo de las propiedades comunes, la gran transformación usurpatoria de las propiedades feudales y de los clanes en propiedad privada moderna, transformación practicada con un terrorismo sin escrúpulos: he aquí otros tantos métodos de la acumulación originaria” (K. MARX, El Capital, libro I, cap. XXIV, par. 2).
La cita es fundamental y tantas veces repetida, pero el socialismo actual, dígase a lo Scelba[2], ve reacción, usurpación y terror, y toca las campanas para la salvación de la libertad capitalista, sólo cuando bajo la acción de las drogas estupefacientes de la demagogia electoral, sueña con un freudiano retorno del Feudalismo desde una historia intrauterina de nuestra sociedad moderna, mucho más obscena que aquél.
***
La alardeada conquista burguesa de la libertad de la tierra y de la liberación de los siervos de la gleba, equivalente en concreto a la conquista por parte del capital pecuniario de la ilimitada posibilidad de adquisición de los bienes inmobiliarios, encontró su sistematización en el derecho civil, con el retorno al clásico mecanismo romano, en aquel código napoleónico que, decantado como monumento de sabiduría, sirvió de modelo para la legislación de todos los Estados Modernos. Todo el sistema gira en torno al principio de la propiedad derivada de un título y accesible a todo ciudadano, en torno al famoso “quienquiera” con el que se inician todos los artículos de los códigos burgueses. No es ya necesario que el Señor de la tierra pertenezca a una casta o a un orden privilegiado y oligárquico. Para hacerse con el título es suficiente a “quienquiera” aportar una adecuada suma de dinero líquido. No obstante, ya que la locomotora de la revolución burguesa se puso zumbando en movimiento, bastó como título de partida la ocupación del trozo de tierra por parte de quien durante años y generaciones la había trabajado duramente. Pero apenas la revolución consolidó su victoria con un nuevo sistema de reglas estables, fue necesario, para la adquisición de la propiedad y de su título, o bien la derivación hereditaria, o bien el pago de un precio de mercado. La tierra fue por tanto libre ya que quien quisiera podía comprarla, se entiende por “quienquiera” al que tuviera dinero suficiente.
Este retorno al andamiaje jurídico propio del derecho romano, que sucedió a la abolición de los sistemas de derecho feudal y germánico, no significó de hecho, como es obvio, un retorno a las relaciones de producción y a la economía social del antiguo medioevo. Baste recordar que en Grecia, en Roma, y en los países dominados por dichas relaciones, al lado de la democracia que consideraba iguales ante el derecho a los ciudadanos libres, estaba vigente el esclavismo, existiendo pues toda una clase obligada a trabajar la tierra, cuyos componentes no sólo no podían aspirar a poseerla, sino que ellos mismos eran considerados una propiedad ajena, permutable por dinero y transmitida con la herencia familiar de sus dueños. Aun existiendo, entre los ciudadanos libres ante la ley, las distintas clases de los grandes propietarios patricios; de los campesinos propietarios de pequeños lotes, generalmente sin esclavos y por tanto trabajadores directos; de los artesanos y también de los mercaderes y de los primeros capitalistas dueños de capital numerario, está claro que la presencia de una clase explotada por debajo de la escala social creaba otras relaciones bastante diferentes, que incluso dieron lugar a las grandes tentativas revolucionarias de los esclavos.
Por consiguiente el clásico derecho escrito que disciplinaba la propiedad titular de la tierra y en general de los bienes inmuebles, y la transmisión por herencia, por compraventa, etc., con todas las demás relaciones complejas concernientes al predio, debe leerse con la reserva de que el sujeto al que se refiere el susodicho pronombre “quienquiera” no es, ni siquiera virtualmente, un miembro cualquiera del complejo social, sino que debe pertenecer a la limitada y privilegiada clase superior de los ciudadanos libres, de los no-esclavos.
Esto quiere decir que el derecho real, expresión teórica de una relación física entre hombre y cosa, y en nuestro caso entre hombre y suelo, sólo en abstracto parece cederle el paso a un preeminente sistema de derechos personales propios del evo medio y feudal: derechos que son la expresión de una relación de fuerza entre hombre y hombre (como el prohibir el abandono del predio trabajado o el cambio de oficio). En efecto, en el mundo romano el derecho personal domina el amplio campo social constituido por la producción esclavista, extendiendo la relación de amo a esclavo hasta la facultad del primero de privar de la vida al segundo. Sin embargo el amo tiene un interés directo en la vida, en la fuerza y en la salud del esclavo y es sugestivo, como pone de relieve Marx, que en la antigua Roma el villicus, como capataz a cargo de los esclavos agrícolas, recibía una ración menor que la que recibían éstos, en cuanto su trabajo era menos pesado (cita de Theodore Mummsen) (K. MARX, El Capital, libro I. El mismo punto es desarrollado en el libro III, cap. XXIII).
La revolución que se planteó entre las dos eras sociales, en el aspecto económico del inferior rendimiento del trabajo de los esclavos respecto a su coste, en el aspecto político de las grandiosas revueltas, entre ellas la clásica de Espartaco, caído después de dos años de guerra civil en la batalla del Vesubio, cuando seis mil de sus seguidores fueron cruelmente asesinados, y en el aspecto ideológico de la igualdad moral de los hombres predicada por los cristianos, eliminó verdaderamente en amplia medida el juego de los derechos personales, prohibiendo que el hombre pudiera ser tratado como una mercancía.
La reanudación pues del derecho teorético romano, llevada a cabo por la revolución burguesa para la disciplina de las relaciones entre el hombre y los inmuebles presentó esta sustancial innovación: que el nuevo derecho real concierne a todos los ciudadanos componentes de la sociedad y no sólo a una parte privilegiada como en la antigüedad. Este derecho moderno se jacta de haber integrado la conquista de la libertad y de la esclavitud con la de la libertad de la servidumbre de la gleba y de las servidumbres corporativas y se jacta de haber hecho a todos los miembros de la sociedad iguales y libres de vínculos personales ante la ley. En el campo que todavía nos ocupa de la propiedad del suelo y de los bienes inmuebles, los nuevos códigos dictados por los juristas napoleónicos o copiados, según la dialéctica ley de la historia, por los juristas de los poderes adversarios que derrotaron a Napoleón, disciplinan las relaciones de los ciudadanos ante la tierra libre (En esta frase faltaba un renglón, N.D.T.).
Pero en realidad las formas jurídicas garantizadas por el poder estatal y por sus fuerzas materiales autorizan y protegen siempre relaciones de fuerza y de dependencia entre hombre y hombre, y el derecho real del hombre sobre la cosa queda como forma abstracta. El ciudadano Tizio ha podido transformarse en propietario del Fundo Tuliano ya que ha dispuesto de la suma de dinero suficiente para conseguir su título, pagándosela al ciudadano Sempronio en cuanto, vigente la libertad de la tierra, el Fundo Tuliano podía ser enajenado arbitrariamente por el precedente dueño. ¿Qué significa el título de derecho real de Tizio, ciudadano libre de una libre república burguesa, sobre el libre Fundo que ha comprado? Significa que él puede cerrarlo e, incluso sin gastarse el dinero en un cercamiento material, puede mantener a todos los ciudadanos libres, comprendido Sempronio, fuera de sus límites y si lo traspasasen, el título le da derecho a llamar a las fuerzas del Estado y, bajo ciertas condiciones, incluso a matarlos. La libertad de Tizio y su libre derecho de propiedad llevados fuera de la filosofía o del derecho teórico se expresa en la relación personal de limitar, incluso con medios violentos, las iniciativas ajenas.
El nuevo régimen de libertad burguesa es un régimen de propiedad consagrado de nuevo en las tablas del derecho, aunque no sea ya la propiedad restringida a castas de esclavos, de siervos o de habitantes del burgo. Por tanto éste es siempre un régimen de relaciones de fuerza entre hombre y hombre y, socialmente hablando, todos los “quienquiera” del código se dividen en dos clases; la de los poseedores de suelo y la de los no poseedores de suelo, despojados de título jurídico y despojados de los medios económicos necesarios para procurárselo.
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El cristianismo abolió las castas; la revolución liberal abolió las órdenes y quedan, no en el derecho escrito, sino en la realidad económica, las clases. Marx descubrió no su existencia y su lucha, conocida y constatada anteriormente, sino el hecho de que, más y mejor que entre las antiguas castas y las órdenes medievales, corre entre ellas diferencia económica, antagonismo y guerra social.
En el capítulo II, párrafo 3 de El Estado y Revolución, Lenin ha evidenciado fundamentalmente que Marx, en una carta del 5 de marzo de 1852, precisa él mismo el contenido de su teoría con estas concretas palabras:
“Lo que yo he hecho de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases está ligada solamente a determinadas fases de desarrollo histórico de la producción; 2) que la lucha de clase conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que solamente esta misma dictadura constituye el pasaje a la supresión de todas las clases y a una sociedad sin clases”.
En este punto Lenin establece, como base de su histórico machacamiento de los oportunistas, que lo esencial en la doctrina de Marx no es la lucha de clases, sino la dictadura del proletariado.
“Es este el punto en torno al cual es necesario poner a prueba la comprensión y el reconocimiento efectivos del marxismo” (Ibi.).
No menos esencial es el tercer punto en su relación con el primero, en cuanto la dialéctica de Marx alcanza a establecer que los grandes hechos históricos de la lucha de las clases, de la dictadura de clase, no son inmanentes a toda sociedad y a todo periodo histórico, no habiendo sido deducidos por vacías especulaciones sobre la “naturaleza del hombre” o sobre la “naturaleza de la sociedad”. ¡El hombre no es por naturaleza ni bueno ni malo, ni propietario ni siervo, ni autoritario ni libertario, su especie no es predestinación insuperable clasista o igualitaria, estatal o anarquista! Bastante alejada y por encima de todas estas sandeces filosóficas, la escuela marxista, al indagar los sucesivos desarrollos de las fases productivas, establece que la moderna clase proletaria, dadas las relaciones sociales en que se mueve, es conducida a servirse de la lucha de clase, de la violencia revolucionaria, del estado dictatorial, para hacer posible el desenvolvimiento hacia un sistema de producción y de vida colectiva cada vez más exento de servidumbre, de violencia y de andamiaje estatal autoritario.
Retornando a la inicial constitución de la sociedad capitalista, cuanto hemos dicho sobre el cambio revolucionario en las relaciones entre el capital monetario y la propiedad de la tierra, es para establecer que se tendría una visión unilateral del proceso histórico (no teniendo en cuenta este campo fundamental) si se evocara sólo la victoriosa difusión de la manufactura y de la industria capitalista y la constitución en clase dominante, en la sociedad y en el Estado, de la clase de los empresarios.
Los viejos socialistas (y recordaremos entre todos ellos al buen Costantino Lazzari si bien él no fuera un teórico) de la misma forma que evitaban hablar genéricamente de abolición de la propiedad, igualmente no se limitan al sólo contraste entre los obreros asalariados de las fábricas y sus patronos, y usaban la fórmula (las fórmulas tienen su gran importancia, y basta para probarlo la clarificación antes citada por Lenin) de: lucha contra el orden constituido de la propiedad y del capital.
Marx, en su carta a Bracke de fiera crítica al programa de Gotha de la socialdemocracia alemana, condena la expresión: en la presente sociedad los medios de trabajo son monopolio de la clase de los capitalistas. Marx resueltamente objeta:
“En la sociedad presente los medios de trabajo son monopolio de los propietarios del suelo (es más, el monopolio de la propiedad del suelo es la base del monopolio del capital) y de los capitalistas. El estatuto de la Internacional no menciona en el pasaje relativo ni a una ni a otra clase de los monopolizadores. Éste habla del “monopolio de los medios de trabajo, esto es, de las fuentes de existencia”. La añadidura “fuentes de existencia” muestra suficientemente que la tierra está incluida en los medios de trabajo” (Crítica del programa de Gotha, Marx).
En este pasaje existe una frase de Marx de extraordinaria importancia para el análisis que estamos realizando: “En Inglaterra el capitalista, generalmente, no es ni siquiera propietario del terreno sobre el que se levanta su fábrica”. La llamada de atención va dirigida a Lasalle, que en Alemania descuidaba la lucha contra los terratenientes, e incluso pensaba que el Estado de Bismarck pudiera no oponerse a la lucha de los obreros contra los industriales de fábrica. Toda la carta está dictada por la preocupación debida a la confusión teórica surgida a partir de la unificación de partido con los Lassallianos: “se sabe que el simple hecho de la unión entusiasma a los obreros pero es un error pensar que este éxito momentáneo no cueste demasiado caro”. El balance de la previsión hecha por Marx el 5 de mayo de 1875 puede extraerse de la condena al oportunismo de los socialdemócratas firmada por Lenin el 30 de noviembre de 1917, al interrumpir lo escrito sobre Estado y Revolución por el impedimento de la revolución rusa.
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El régimen burgués está pues constituido por el dominio de la clase de los empresarios de fábrica, de los capitalistas del comercio y de la banca y de los propietarios de bienes inmuebles. Estos últimos son tan burgueses como los otros y no tienen nada que ver con la aristocracia feudal, ya dispersa social y políticamente; derivan de antiguos poseedores de dinero, mercaderes, financieros y prestamistas que finalmente han podido comprar la tierra, una vez que ésta se ha vuelto jurídicamente accesible al capital, y centralizar sucesivas adquisiciones de lotes de diferentes extensiones.
Como dice el Manifiesto, el proletariado no puede levantarse, no puede enderezarse, sin hacer saltar toda la superestructura formada por las capas de la sociedad oficial.
Hemos recordado ya que la misma economía burguesa distingue cualitativamente los tres tipos de ganancia: renta inmobiliaria, interés del capital monetario, y beneficio de la empresa. El conjunto de todas ellas constituye para nosotros, los marxistas, el producto de la explotación del trabajo proletario. Para llevar a término este capítulo sobre la regulación jurídica burguesa del privilegio de los bienes raíces plantearemos una distinción cualitativa esencial sobre el alcance de los tres elementos de la ganancia patronal, que demuestra cómo la tercera forma, o sea el beneficio de empresa, además de ser la más moderna, es la más eficiente y virulenta y viene a constituir cada vez más cuantitativamente la masa central de la opresión capitalista.
El rendimiento de la renta inmobiliaria tiene un límite bastante bajo en relación con la entidad del patrimonio (monto del dinero convertido en la compra, valor venal en libre comercio), y dicho límite viene dado por la naturaleza estacional de la producción agrícola. El producto bruto no puede ser aumentado en el tiempo nada más que hasta un límite, reducido también por los pocos terrenos fertilísimos y los cultivos más intensivos, Por tanto la economía debe hablar siempre de renta bruta y renta neta anual, y la segunda no supera generalmente el 5-6 % del valor capital y patrimonial del Fundo.
Por reflejo de la realizada convertibilidad entre posesivos territoriales y moneda, también el interés que recaba el poseedor de un capital líquido cuando se limita a prestarlo a especuladores, a propietarios, el mismo Estado, no puede superar aquel límite temporal y aquellos tipos anuales del 5-6 %, salvo en casos excepcionales o azares especiales de pérdida de patrimonio.
Las dos formas tradicionales que caracterizan al burgués propietario o rentier tienen pues una limitada potencia de explotación y de extensión de plusvalía, y están ligadas al insuperable obstáculo del ciclo anual.
Muy distinta es en cambio la potencia de reproducción del capital y la altura del beneficio en la empresa moderna, que debemos entender con amplitud aún mayor que la de la simple organización productiva en grandes establecimientos y empresas. Ningún límite estacional y temporal se opone aquí al ciclo generador del producto bruto y, por consiguiente, del producto neto. La relación entre éste y el valor patrimonial de la empresa puede superar cualquier límite, y la regeneración de todos los factores del ciclo reproductivo puede verificarse muchas y muchas veces dentro del clásico término anual.
Marx desbarató pues radicalmente el álgebra de la economía burguesa cuando en su potente investigación puso en relación el beneficio no con la cómoda ficción burguesa del valor patrimonial de la fábrica, sino con el valor del mismo producto bruto, y sucesivamente con la sola parte de este valor constituida por pagos de salarios a los trabajadores.
Una determinada cantidad de producto (ya nos hemos detenido sobre el criterio de que la verdadera característica del privilegio capitalista, más que la propiedad del suelo, del edificio y de la máquina, que pueden estar sometidos a disciplinas variadísimas, es la propiedad sobre el producto), que tenga por ejemplo un valor de un millón en el mercado, podrá contener, pongamos, novecientas mil liras de costo (arrendamientos, intereses, desgaste, gastos generales, sueldos y salarios) y entonces el beneficio de empresa será de cien mil liras, correspondiente por tanto a una parte del producto del 10%, el tipo de plusvalía será según Marx del 50%, si los salarios representaron doscientas mil liras.
Pero el ciclo que ha conducido a esta masa de productos puede repetirse innumerables veces en un año de ejercicio, y el beneficio útil del empresario subirá vertiginosamente, permaneciendo invariable el gasto anual por arrendamiento de inmuebles y por intereses bancarios. El valor patrimonial de esta empresa es una entidad difícilmente definible entre los innumerables trucos y engaños contables de la moderna especulación mercantilista, y sin más desaparece, ya que el valor de las instalaciones y el del fondo de caja aparecen ya remunerados por los cánones y por los intereses registrados en pasivo.
El burgués emprendedor-especulador puede por tanto sacar un millón por nada (¡por su habilidad!); el burgués terrateniente o rentista, para alcanzar igual beneficio tiene que encabezar una cuenta de cerca de veinte millones, y además debe esperar un año, mientras que el otro puede a veces cerrar su ciclo en plazos más cortos, e incluso hay veces que puede cobrar por anticipado la producción.
Con estos criterios de distinción entre los balances patrimoniales y los balances de gestión es preciso descifrar, cosa no fácil, la tendencia histórica de la empresa mobiliaria capitalista en la perturbadora complejidad de sus formas modernas, y las relaciones de ésta con las formas de propiedad titular inmobiliaria y las fuentes de financiación formal ya conocidas por economías, por un lado más antiguas, por otro menos ferozmente explotadoras de las clases pobres, y también menos aportadoras de desorden, de contraste, de incesante destrucción de medios socialmente útiles en el mecanismo productivo, como fueran determinadas bases de tipos de sociedad no tan ladronas, sanguinarias y feroces como ésta del modernísimo capitalismo.
NOTA
EL ESPEJISMO DE LA REFORMA AGRARIA EN ITALIA
Un equívoco fundamental está en todo cuanto se escribe y dice con fines políticos sobre la transformación agraria, ya sea cuando es presentada como una revolución paralela a la burguesa o a la obrera, ya sea cuando es avanzada como una reforma en el marco de los ordenamientos vigentes.
Las revoluciones destrozan antiguas relaciones de propiedad y de derecho que impedían a fuerzas productivas ya presentes, con premisas técnicas ya desarrolladas, moverse en su organización. Podemos llamar reformas, en un gran sentido histórico a las radicales medidas sucesivas que un reciente poder revolucionario pone en marcha para hacer prácticamente posible este traspaso técnico; pero en el sentido común y actual, son los remiendos prometidos continuamente para suavizar y esconder contradicciones, conflictos y obstáculos de un sistema que vive desde hace tiempo en su marco conformista.
En agricultura, como en cualquier otro sector económico, hay que distinguir entre propiedad y empresa, no importa la forma ni el ángulo visual desde el que se quiera pintar un programa innovador. La propiedad es un hecho de derecho, tutelado por el Estado, sistema de imposiciones superpuestas a las cosas sociales. La empresa y su funcionamiento son un hecho de organización productiva, determinado en base a las condiciones y posibilidades técnicas.
El feudalismo barrido por las grandes revoluciones agrarias no era una red de organización empresarial; no disponía ni gestionaba técnicamente la producción rural, solamente la disfrutaba arrancándole tributos a los campesinos que proporcionaban todos los elementos de la producción: trabajo, instrumentos, materias primas, etc. Los feudos eran grandes, incluso inmensos; las haciendas pequeñísimas mientras las llevaron familias rurales; medias en cuanto las pusieron en marcha los primeros campesinos propietarios, los primeros burgueses de la tierra, también entonces clase oprimida.
La revolución, que en algunos países sólo fue una gran reforma, afrontó en su base el problema jurídico, barriendo el derecho que tenían los señores de cobrar aquellos tributos. Nada cambió en la organización técnica de la hacienda en cuanto que a ésta no le daba ninguna aportación organizativa el señor, que no sabía nada y sin embargo practicaba la agronomía, el comercio y, si tenía deberes personales, éstos eran militares, de corte o de magistratura.
Comenzó una evolución y en determinados países una serie de reformas de la técnica de gestión, no en cuanto a que la pequeña propiedad se desplazase mucho de los métodos de cultivo seculares, sino en cuanto a que el capital aportado a la tierra permitió la formación de la nueva propiedad burguesa y sobre vastas áreas se formaron haciendas medias y grandes, conducidas por arrendatarios capitalistas poseedores de ganado, enseres y máquinas, y en determinados casos por los mismos propietarios gestores que disponían, al mismo tiempo, de la tierra y del capital mueble.
Como gran hecho revolucionario, el que los campesinos se sacudieran de encima el peso feudal, aconteció de golpe sólo en la Francia de 1789 y en la Rusia de 1917, siendo acompañado en el primer caso por la revolución de los capitalistas y en el segundo por la de los obreros. Desde ese punto de partida el desarrollo del ordenamiento agrícola aconteció de forma distinta y bajo la influencia de distintas formas, y particularmente interesante es indagar sobre el ordenamiento ruso, sus avanzadillas y sus retrocesos. Bástenos recordar aquí que la fórmula jurídica revolucionaria fue en Francia libertad de comercio de la tierra y en Rusia propiedad nacional de la tierra y concesión de ésta a los campesinos para que la gestionaran. Pero tampoco en el segundo caso se impidió el surgimiento de una clase de burgueses agrarios ricos y medios, y la lucha contra ellos tuvo vicisitudes alternas, partidas del hecho de que se tuvo que tolerar el libre comercio de los productos agrícolas, en medida dominante.
Otro dato distingue los dos grandes hechos históricos: en Francia producción intensiva y alta densidad de población; en Rusia producción extensiva y baja densidad. Un dato quizás los asemeja: armónica difusión de la población rural sobre la superficie cultivada.
En Italia, como hemos dicho ya, no se tuvo una gran y simultánea liberación de una feudal servidumbre de la gleba que nunca fue socialmente dominante. Según los datos técnicos de las distintas zonas, todos los tipos de hacienda rural vivieron en relativa libertad, desde las pequeñas hasta las medias y grandes, desde aquellas basadas en el cultivo intensivo hasta las basadas en el cultivo extensivo y se cruzaron todas las formas de propiedad privada: mínima, media y grande, colectiva, en régimen comunal y comunidades rurales. Una gran batalla para librar a las haciendas y a las clases rurales del peso de los sistemas de derecho señorial no fue necesaria y no se tuvo; donde aparecieron tales formas fueron afrontadas por los Municipios, por los Principados, por las Monarquías y por las mismas Administraciones extranjeras.
La cosa fue bastante compleja y nos limitaremos a citar de nuevo al autor, por cierto no marxista (cuyo nombre no importa), habiendo trabajado él toda su vida en los problemas de la agricultura italiana, –mostrando que dichos problemas son de los agricultores– no con el fin de obtener cargos políticos para él o para los suyos:
Se tienen numerosas pruebas históricas de la continuación del régimen de propiedad rústica en Italia en la aplicación del derecho romano. “Es indudable que en contacto con posesiones regidas por el derecho romano tenía que haber una vasta extensión sujeta a vínculos feudales, cuyos poseedores se abstenían de mejorarla, porque habrían tenido que hacer partícipes de sus beneficios a terceros que no contribuían para nada en su mejora, y en verdad los residuos de estas servidumbres fueron liquidados incluso con legislaciones de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, la mayor parte de las tierras fueron exoneradas de los vínculos citados, como [lo fueron] los siervos de la gleba, en el periodo comunal, por lo que fueron posibles las grandes transformaciones agrarias de mejora y de irrigación en el Valle del Po y las plantaciones en Toscana, que precisamente asumieron así un amplio desarrollo desde el siglo XII al XV. En aquel periodo se desarrolló y se fortaleció la institución del consorcio territorial, inaplicable sin la absoluta libertad de la tierra, la cual desde entonces, salvo raras excepciones, se puede decir completa en casi todos los países civilizados, eliminando así el obstáculo de tener que compartir con un tercero únicamente los beneficios de la mejora de la tierra y del cultivo [el escritor, abierto favorecedor de la propiedad personal del suelo, insiste en el dato de que la forma feudal de privilegio tuvo que reventar porque impedía el desarrollo de las fuerzas productivas agrarias, o sea de la inversión de capital y trabajo en mejoras agrarias, madura para aquella época, y nos suministra así un buen argumento de la validez del método marxista].
“La aplicación del código napoleónico consolidó este régimen en todo nuestro país contribuyendo a la vez a la abolición del régimen feudal en el Mediodía en 1806, en Sicilia en 1812, y en Cerdeña de 1806 a 1838. La legislación civil de la nueva Italia afirmó mayormente esta línea suprimiendo fideicomisos y mayorazgos, y luego tratando de liquidar todas las formas de coparticipación de una sola propiedad. Sin embargo, permanecieron extensos restos de propiedades colectivas, aun prevaleciendo la tendencia a la exoneración de toda suerte de promiscuidad en el dominio de la tierra; y la recaudación de la renta inmobiliaria se hizo por ley particularmente privilegiada [¡Todas ellas medidas características de la revolución burguesa y liberal de la que los superasnos aún renuevan las instancias y esperan sus efectos!]. Así la liberación de la propiedad del suelo secundó particularmente la mejora de los cultivos, iniciada en nuestro país a partir del siglo XII [¡sin esperar al ministro Segni ni al experto en oposición Grieco Ruggero, mirad que perla!] haciendo posible la formación de una agricultura capitalista [ca-pi-ta-lis-ta, copiado solamente y no adjetivado por quien tiene como nosotros la fobia del capitalismo hasta el punto de hacerle un guiño a la feudalidad señorial en los breves paréntesis de contingentismo] de réditos elevadísimos, que por cierto otro régimen no habría permitido”. (O. Bordiga, Obra citada).
Esperamos no habernos desenganchado del método histórico, pero qué remedio. Cuando los gacetilleros de cualquier tinta escriben, cada diez renglones, sobre nobleza, sobre feudalismo y sobre burguesía, pobrecilla, y capitalismo, infeliz, que no ha llegado a desarrollarse libremente en este aldeorro medieval (¡ojalá!), los clavos se deben clavar y remachar... y veamos hoy, en las cosas esenciales, en qué punto nos encontramos.
“La riqueza agraria proviene de la tierra que produce por su extensión una cierta cantidad de productos en valores fijados por el mercado respectivo [...]. En esto opera el fenómeno prevaleciente de su limitación, y de hecho, en nuestro país por ejemplo, antes de las últimas anexiones [las de 1918], de una extensión de 287.000 Km2, 22.600 eran o naturalmente improductivas o substraídas, para fines diversos, a la producción, quedando dicha extensión en unos 265.000 Km2, o sea el 92,1%”. La población era en aquellos confines, con los datos de 1921, de más de 37 millones de habitantes, o sea de 130 hab. por Km2 de territorio, y de [nada menos] 141 por Km2 de superficie agraria y forestal [...]. Nosotros tenemos de hecho una gran proporción de zona montañosa (de más de 800 a 1000 Mts. de altitud) la cual en los Alpes tiene amplias extensiones ocupadas por nieves perpetuas, y allí, y también en los Apeninos, otras de 1.500 a más de 2.000 Mts. de altura susceptibles solamente de escasos pastos y bosques. La zona de colina comprende igualmente extensos tramos de tierra desmoronadiza; las llanuras bordes litorales de arenas y dunas; zonas pantanosas, etc. Así que se reduce notablemente la parte más fructífera, en la que se encuentra la mayor parte de nuestra población, con territorios que alimentan de 300 a 500 hab. por km² y en algunos casos hasta 700 u 800.
“Por ello la no rara afirmación de los cantantes de oído que en Italia existan aún extensas tierras baldías susceptibles de una provechosa colonización, se debe aceptar con un beneficio de inventario bastante amplio, ciertamente no faltan tierras mal cultivadas, y la producción agraria italiana es todavía susceptible de aumentar. Sin embargo, las cifras expuestas más arriba demuestran que la cuestión de las llamadas “tierras baldías” tiene una importancia muy relativa, pues de otro modo le sería imposible vivir en Italia a una población tan densa.” (O. Bordiga, obra citada).
Los musicones de oído saben también que desde 1921 a 1949 las cifras han cambiado. ¡De hecho, de 301.000 Km2 son productivos 278.000, o sea en la misma relación de casi el 92%, mientras que los habitantes son ahora 45 millones, y la densidad de población ha aumentado a 150 y 162 hab. por Km2, o sea un 15%!
Entre los sacrificios alimentarios de los años de guerra y las interesadas donaciones de productos agrarios en tiempos del UNRRA y del ERP[3], parece evidente que la productividad agrícola de la escasa pulpa y del mucho hueso que constituye la bota (Italia), haya alcanzado algún otro aumento de rendimiento mayor de lo que era capaz, en el estado de su equipamiento. En cuanto a la población, ésta ni sueña en detener su aumento, que en el año 1948 ha sobrepasado el medio millón de nacimientos, alcanzando un incremento relativo del 10, 11, 12 por mil. El exceso anual de los nacidos sobre los muertos pasaba un poco el 8 por mil en el tiempo de las exhortaciones demográficas de Mussolini al cual se le atribuyen por los patrañeros actuales facultades y potestades buenas y malas de las que fue completamente inocente. Se pasó por el prohibir la emigración, medida que no fue más que una débil distorsión táctica frente a los grandes poderes capitalistas que les dieron con la puerta en la cara a los trabajadores italianos. De todas formas, al igual que en el pasado, tampoco funcionó esta válvula de seguridad: entre 1908 y 1912 la emigración alcanzó niveles máximos de 600.000 trabajadores en un año (el 20 por mil); después de la guerra, en los años 1920-1924 volvió a alcanzar más de 300.000, para luego contraerse fuertemente; parece que en el último año 1948 haya vuelto a 137.000, pero en gran parte temporeros (3 por mil).
Por lo que respecta a la parte de población dedicada a la agricultura, ésta se acerca al 25% según las estadísticas de la primera anteguerra (1911) y sería hoy al menos de diez millones, pero hay que aclarar que se trata de diez millones de unidades productivas, con exclusión de los menores de 10 años, de los mayores inhábiles, y de parte de las mujeres, ya que es evidente que la gran mayoría de la población italiana vive todavía de la economía agraria. Más importante es ver el reparto de la población agrícola activa, que después de la otra guerra se calculaba aproximadamente como sigue: 19% propietarios – 8% arrendatarios – 17% aparceros – 56% jornaleros y braceros. Estos constituían pues la mayoría, y debe tenerse en cuenta que la mayor parte de los propietarios, arrendatarios y aparceros están en condiciones económicas que confinan con la pobreza. Es importante aclarar que la proporción de los campesinos proletarios puros era mayor en el Mediodía que en el norte y el centro; en Apulia cerca del 97%, en Sicilia el 70% y en Calabria el 69%.
Esta situación casi original de la agricultura italiana respecto a la de los otros países de Europa, además de mostrar el grave error social y político de tratarla como preburguesa, basta para hacer entender cómo el problema de modificaciones en el dinamismo de las haciendas productivas se ha planteado absurdamente cuando se lo reduce arteramente al de una redistribución general o excepcional de la propiedad jurídica y personal de la tierra.
No es fácil pasear por el jardincito de las estadísticas... En las recientes discusiones de la reforma Segni y sobre los contratos agrarios, los contradictores se han intercambiado la acusación de no saberlas leer. Haría falta saber cómo se manipulan. Cuando la batalla del trigo, el ministerio de agricultura le pedía a las inspecciones provinciales los datos de la superficie sembrada y de la cosecha, mientras que el partido le exigía a los federales las cifras programadas. Ni el federal ni el inspector tenían gana alguna ni de romperse la cabeza ni de perder el cargo. En todas partes cuecen habas, y todas las “oficinas del plan” comen embuste. Lo que pueden valer pues las estadísticas amontonadas hoy en Italia por la desarticulada, pletórica y ondeante administración pública, es fácil de entender. Baste pensar que estamos en régimen multi-partítico, y el grado de falsedad en los negocios públicos crece como el cuadrado del número de los partidos en liza.
Cifras más recientes de Serpieri (Arrigo Serpieri (1877-1960), experto de los problemas agrícolas, autor de la ley sobre las transformaciones del suelo, planteada en base a la “mejora integral” (1929). Probablemente por periodo del “resurgimiento” hay que entender el de las medidas de ruralización del fascismo: aumento del número de campesinos y de la superficie de las tierras, “batalla del trigo”, etc. Los datos están presumiblemente extraídos de la obra “la reforma agraria en Italia” (1946)), indudablemente fuente autorizada si se consultaba antes y después del Resurgimiento, aumentan mucho el número de propietarios a los cuales se añade una fuerte cuota de usufructuarios enfiteutos y similares, y después de haber confirmado más o menos la proporción de arrendatarios y aparceros, remachan la de los jornaleros y braceros sólo al 30% de la población agrícola.
Si se parte de los censos de la población, es preciso remitirse a los censos fascistas que intentaron un relieve corporativo-social de las profesiones, y posiciones económicas. Pero no es fácil leer en las declaraciones el número de propietarios, no es fácil hacer una separación entre los urbanos y los rurales y no es fácil calcular si por la misma propiedad todos los miembros de la familia del propietario, comprendidos las mujeres y los niños, son declarados agricultores propietarios.
Si luego nos remontamos al catastro, elaborado indudablemente con elementos exactos, se tiene en mano una estadística no de individuos, sino de fincas. Entre éstas existen entidades morales variadísimas: municipios, cooperativas, sociedades, y así sucesivamente. Quedan las fincas privadas, pero mientras por un lado en muchos casos a una propiedad aún indivisa o de la cual no está transcrita la división, le corresponden complicadas titularidades colectivas a los herederos familiares, no es posible en absoluto saber si un poseedor individual tiene diversas propiedades en diferentes municipios del Estado, en cuanto las rúbricas de los poseedores existen municipio por municipio. Los municipios son 7.800 y en cada uno hay registrados miles de fincas. Si se quisiese formar la lista nacional de los poseedores de tierra, serían tan grandes que se podría establecer, con alguna chanza de cálculo combinatorio, que los empleados de la superoficina perteneciente a dicha lista consumirían una proporción sensible del producto agrícola del país. Como en la chistosa observación hecha a Fanfani-casas y a Tupini-casas: “construiréis sólo los edificios para las oficinas de los planes relativos”.
Por eso los mejores tratadistas en explicar el sentido de la estadística sobre la extensión de las posesiones, en relación con el número de poseedores, con las relativas a alícuotas de cabezas, de superficie o de valor agrario, etc., (que se prestan a la sólita burla propagandística: el uno por ciento posee el cincuenta por ciento de la tierra y, de mano en mano, el ochenta por ciento debe repartirse apenas el veinte por ciento de la superficie). Elaboran gráficas de países imaginarios. Poned el sistema de la propiedad titular del suelo, del libre comercio de la tierra y de la transmisión hereditaria, y no podréis tener una distribución distinta de esa, o tendente irresistiblemente a retomar esa forma si es alejada de ella por intervenciones extrañas, de modo que, la progresión alarmante del muchísimo a pocos y del poquísimo a muchos, por una parte es un efecto aritmético de perspectiva, por otra, es la característica del civilizado régimen de la tierra libre en un país libre.
La variabilísima distribución de la posesión agraria en Italia en relación con los distintos tipos de hacienda organizada presenta el bien conocido cuadro regional, que alguna vez acerca en pocos kilómetros la gran posesión extensiva a la pequeñísima propiedad familiar, o el gran y medio poder moderno bien equipado a la pequeña hacienda de colina. La variedad de la elección de región a región es indiscutible; se quiere inducir a la necesidad de tratar el problema técnico regionalmente pero, aún sin querer tomar en serio la política agraria contingente de hoy, se podría poner de relieve que precisamente la variedad de la gama regional y sus extrañas alternancias son un motivo para combatir los inconvenientes de los casos extremos con un programa unitario nacional...
Pareciendo indiscutible que las granjas de extensión media y alto valor del valle del Po, con su próspera zootecnia y el cultivo de regadío, como las fincas un poco menos extensas de la Italia media con prevalencia de plantaciones de árboles de alto rendimiento, y no pocas haciendas análogas del sur y de Sicilia, se acercan al optimum de rendimiento productivo, no queda por afrontar únicamente el problema del mal afamado “latifundio”, sino que quedan dos, el del latifundio, que no le haremos un desplante a los pobres aduladores actuales, y el de la extrema pulverización, el de la mínima propiedad inseparable de la mínima hacienda, verdadera enfermedad de nuestra agricultura, causa máxima de depresión, de miseria, de conformismo social y político, así como de dispersión inconmensurable de penosos esfuerzos de trabajo.
Antes de ver las dos calamidades con sus datos reales ponemos inmediatamente de relieve cuan absurdo es que a la línea del dominante partido democristiano para el fraccionamiento de las posesiones, por aquella estúpida utopía del “todos propietarios”, con la vacía perspectiva de prorratear a los campesinos pobres las tierras baldías –que son aquellas incultivables, y que cualquier agricultor quizás analfabeto pero dotado de los rudimentos del oficio, rechazará aunque se las regalen–, la oposición no sabe contraponer, ni siquiera con fines de maniobra y de sabotaje polémico, la crítica bien diferentemente fundada de la dispersión de la tierra en haciendas demasiado pequeñas y estancadas en métodos seculares de gestión primitiva.
Todos propietarios. Tomemos pues los 270.000 Km2 y repartámoslo entre los 45 millones de italianos. Cada uno tendrá tres quintos de hectárea, un espacio que si fuera cuadrado sería poco menos que ochenta metros por ochenta. La cuadrícula imbécil que el régimen de la libre propiedad y el relieve geométrico catastral marcan sobre la superficie de la tierra, medirá 300 metros para cada posesión y si se quisieran cerrar con cercamientos, incluso simples, su costo económico se acercaría al valor real de la poca tierra... Y éste no es más que uno de los motivos de destrucción de productividad por angustia del campo que hay que trabajar, que encorva al hombre a la sudada servidumbre del azadón.
Que no parezca absurdo este razonamiento, ya que la efectiva estadística da muestras de fragmentación incluso más exageradas.
La estadística de la extensión media del fragmento catastral, o sea de la zona de terreno que no sólo pertenece a una misma finca sino que tiene igual cultivo e igual clase de mérito, da naturalmente una superficie inferior a la media del lote, conjunto de partículas de la misma finca, pero da una mejor idea de la pulverización en el sentido de gestión técnica. Mientras que nosotros hemos supuesto que cada italiano tenga 0,60 hectáreas, existen provincias en las cuales la fragmentación media es todavía menor: Áquila y Turín 35 áreas, Nápoles 25, Imperia 22.
He aquí lo que el autor, que defiende el régimen de libre adquisición de la tierra y la posesión familiar ya que “representa un estímulo muy eficaz para el mejoramiento de la tierra y de su cultivo con la máxima utilización del trabajo del propietario y de sus familiares” y porque “determina un mejor reparto de la riqueza y una menor proporción de peones, y (...) cuanto proviene del pequeño cultivador propietario, a diferencia de la renta y alguna vez también del beneficio del capitalista agrario en la gran posesión, queda todo en casa y concierne al mejoramiento de la tierra y de sus cultivadores” –y desde luego sin ninguna sospecha de tendencia socialista– dice del desmenuzamiento de la tierra:
“Al desmenuzamiento de la posesión corresponde al análogo del cultivo, regularmente con el trabajo del propietario mismo y de los suyos, lo que completa así la insuficiencia de la renta y del beneficio alcanzando el mínimo necesario para la existencia [...] La clase de los mínimos poseedores, como en general todas las clases trabajadoras, tiene una natalidad muy elevada, con lo cual a las herencias concurre de media un mayor números de personas para repartir que en las grandes posesiones, y después la media de vida de estos agricultores, trabajadores asiduos que no se dan punto de reposos, es necesariamente menor que entre las clases acomodadas. Son por tanto más frecuentes los traspasos por herencia, las cuales luego se dividen de forma que cada heredero tenga su cuota de tierra, faltando por otra parte regularmente la riqueza inmobiliaria con la que en las clases acomodadas se liquidan las partes de algunos coherederos [...]. Por estas razones la pequeña posesión tiende a dividirse bastante más rápidamente que la grande, con el grave inconveniente luego que cada coheredero pretende su parte de sembradío, de viña, de olivar, etc., Así que se van formando lotes de tierra cada vez más pequeñas, de pocas áreas e incluso de pocos metros cuadrados y posesiones que comprenden diversos lotes situados en puntos muy alejados entre sí del territorio comunal. Se comprende enseguida el enorme derroche de tiempo, de energía y de trabajo que esta pulverización determina.
“Existe también de este modo una verdadera pérdida de terreno productivo a lo largo del desarrollo de las líneas de linderos, los cuales calculándolos en sólo 0,30 mts. de ancho por el pisoteo continuo de las personas, alguna cerca, etc., representan en el lote cuadrado de un área la pérdida del 12 por ciento. Esta multiplicación de las líneas de confines incrementa luego en la misma proporción las causas de litigio por usurpaciones, violaciones de confines, remociones de términos, plantaciones abusivas, etc, en las cuales se dispersa improductivamente gran parte de los escasos réditos de los pequeños poseedores.
“No en vano Cerdeña que, paralelamente a las amplias extensiones de pastos, bosques, bienes comunales, etc, tiene también una propiedad verdaderamente pulverizada, es quizás la región más litigiosa de nuestro país.”
¡Existen lotes de tierra tan exiguos en Cerdeña, que se ha dado el caso en la anteguerra de expropiación fiscal por débitos de 5 liras de impuestos!
¡¿Expropiará el Estado hoy a los nabab?!
“La inevitable pulverización de la propiedad, consecuencia de los hechos arriba examinados, puede ser desfavorable para el aumento de la producción agraria, sobre todo porque el pequeño poseedor no puede crearse un adecuado capital de ejercicio debido a la miseria de sus réditos. Por eso habitualmente carece de bestias de trabajo y de cualquier otro tipo de ganado; está vinculado a la pala y el azadón allí donde podría emplear el arado; es reacio a la introducción de mejores aperos, abonos artificiales u otros nuevos medios de producción agraria, primeramente porque no tiene medios para adquirirlos y luego que es regularmente misoneísta y conservador por deficiencia cultural. Si llega a crear ahorros prefiere comprar, quién sabe a qué precio, algún pedacillo de tierra, en vez de convertirlos en capital de ejercicio.” (O. Bordiga, obra citada).
Interrumpimos por abreviar el resto del cuadro, con las inevitables deudas usurarias, la miseria, la falta de casa y la descripción de las regiones pauperrísimas que tenemos no sólo en zonas de Campania, Abruzos y Calabria, sino también en Emilia y en el véneto en zonas de montaña que por su división de posesiones podría decirse que son aldeas de verdadera democracia rural.” Democracia de hecho muy proclive a ser cristiana, terreno óptimo de semilla política para el actual gobierno.
En el banquillo de los acusados debería sentarse ahora el otro inculpado, el latifundio. Ante todo hay que revelar que el latifundio presenta la gran propiedad titular, pero por lo menos cuatro veces de cada cinco ninguna unidad haciendal o de cultivo, estando fraccionado en pequeños arrendamientos o pequeñas aparcerías. Por tanto, hay que imputarle casi todas las mismas culpas relativas a la pulverización.
Lo que no se quiere entender es que, aboliendo eventualmente la titularidad jurídica de la posesión, no se viene a crear una unidad de cultivo menor y organizada en repartición del terreno en lotes productivos, ya que persisten todas las causas que han dado origen al fenómeno del latifundio. Se puede sólo recaer en una pulverización que ya dañosa en tierra buena, es bestial en tierra estéril y reconduciría a una condición peor, y comúnmente, si no se suprime la libertad de comprar y vender, a la reconstitución del latifundio.
Las condiciones que han creado el latifundio son complejas y no es aquí el caso de profundizarlas. Se parte de las condiciones naturales insuperables porque son debidas a la naturaleza geológica de los terrenos (por ejemplo las vastas formaciones de arcillas eocénicas sicilianas son inadecuadas para cultivos leñosos permitiendo sólo los extensivos de grano, a breve distancia de estos eriales, la provincia de Messina, yacente sobre formaciones graníticas, y la volcánica de Catania, ven prevalecer cultivos intensivos y fraccionados). Influye el predominio de la malaria debido al desorden hidráulico de pendientes, montañas y ríos de llanura, la dispersa población, y las razones históricas muchas veces recordadas, por invasiones desde las costas y la poca seguridad hasta tiempos no muy remotos. Tan poco remotos que los mismos libertadores y benefactores americanos, apenas llegados a Calabria, liquidada por obvia razón de moral democrática la milicia forestal fascista, llevaron a cabo, como botín de guerra, una potente demolición de los seculares bosques del Apenino calabrés, agravando así irreparablemente la enfermedad del derrumbe de las aguas no reguladas hacia las desgraciadas e infectas bajuras litorales. Después discurrió por allí el D.D.T...
Económicamente la relación económica está definida por el hecho de que el propietario latifundista confía la gestión a un arrendatario capitalista especulador, para el cual es suficiente un reducido capital de ejercicio y que explota la tierra a través de una serie de subarrendamientos de los pastos a pastores y de los sembradíos a pequeños cultivadores, los cuales debido a la competencia renuncian a casi todo el beneficio de empresa a favor del gran arrendatario:
“no residen nunca en el terreno cultivado, sino que se desplazan incluso de bastante lejos cuando lo requieren las exigencias del cultivo y de las cosechas, refugiándose en pajares, cavernas, grutas o bien cobertizos o bajo tinglados con las consecuencias que ya hemos ilustrado...” (ibid.).
Estos cultivadores están en peores condiciones que los jornaleros, mientras que por otra parte nunca podrán llegar a organizar, por falta de capital de ejercicio, una agricultura menos extensiva.
La propuesta de resolver el problema del latifundio con el prorrateo forzado es ya viejísima, y tiene una serie de precedentes que llegaron desde los primeros tiempos a algunos casos de expropiación por falta de mejora de tierras no cultivadas. Pero casi siempre se tuvieron fracasos y esto sobre todo en periodos económicamente desfavorables. No basta de hecho expulsar al propietario negligente, al cual no obstante en el actual régimen se le paga a cargo del erario público una fuerte indemnización, sino que haría falta suministrar a los cuotistas no sólo un capital de ejercicio, sino un fondo de instalaciones para obras que faltan y que superaría en mucho por cada cuota el costo ya pagado por la expropiación. Es preciso de hecho prever y financiar casas, carreteras, mejoras, acueductos, etc., para hacer posible la estancia del campesino en la tierra y anticipar los valores de espera de la transformación que es a larguísimo plazo. Un proyecto Crispi se tuvo en 1894 después de los movimientos de los “fascios” sicilianos; desde 1883 una ley para el agro romano había ratificado el actual principio “revolucionario” de expropiación de los grandes terrenos sin cultivar, pasado luego de las leyes Serpieri en 1924 a la Segni de hoy. Otro tanto han osado liberales, fascistas, democristianos, pero los casos de aplicación en tanto años se cuentan con los dedos de la mano.
Omitimos una descripción de las propuestas legislativas italianas y extranjeras tendentes a mitigar en cambio la pulverización de la posesión agraria, ya que no es ciertamente nuestro objetivo el proponer una reforma de sentido contrario a la reforma gubernativa, sino sólo poner de relieve que los concretísimos y contingentistas técnicos de las oposiciones no han pensado en ello. Convencidos de que la revolución agraria rusa ha sido una cuotización de propiedades titulares, no ven más allá de su propia nariz y no saben hacer otra cosa que pedir el reparto de tierras a los campesinos, incluso a los braceros, sí, incluso a los braceros, y sin equívoco, no en gestión colectiva, sino en propiedad personal, sí, en propiedad absoluta, ésta es la última consigna cominformista, como la de tantos artículos de “l’Unità” sobre la cuestión agraria y los problemas meridionales. ¡¡Que en Rusia no se haya cuotizado ni expropiado un carajo, sino sólo abolidos los privilegios feudales de la nobleza y del clero arrancándolos como una capa sofocante de las pequeñas haciendas rurales existentes, que en un primer momento no cambiaron delimitaciones, y luego con las dudas sucesivas se intentó reagruparlas en haciendas más grandes, de estado o cooperativas; que, por tanto, el problema histórico sea completamente diferente, no les dice nada a esos escritores, como tampoco les dice nada la proporción de monte y de llano en Rusia; la densidad de población que es de 9 habitantes por km2, y en la rusia europea de 30 en lugar de los 150 nuestros; la relación de las tierras cultivadas en su totalidad, que en lugar de nuestro 92% es del 25%, a pesar de la inmensa llanura y aparte la rusia asiática, y solamente en las tierras negras ucranianas sube al 60%; la práctica inexistencia de la clase de los asalariados agrarios no fijos, etc., etc., etc., y eso porque estos señores no siguen ya objetivos máximos y de principio, sino que se han dedicado sólo al estudio de las inmediatas y concretas condiciones de vida del “pueblo”...!!
Deteniéndonos un momento en la propuesta democristiana –fácil cosa fue el profesarle a los asustados grandes propietarios que los socialcomunistas no les darían ningún dolor de cabeza, aunque hubieran accedido al gobierno, sino que más bien deberían temer un cierto golpe de los democristianos–. Su vacía demagogia es del todo evidente. Tocaremos, dicen éstos, en toda Italia más de ochenta grandes propiedades de multimillonarios. Se las quitaremos en parte. Se trataba de fijar los máximos... Era preciso tener en cuenta no sólo la mole de la propiedad sino también la riqueza que represente, y para hacer esto parece que fijen un máximo no de superficie sino de catastro imponible, que se presume sea el índice del valor del fundo. Pero a paridad de superficie una gran hacienda dirigida modernamente puede valer incluso 15 veces más que una propiedad montañosa o de pasto, sobre todo en virtud del equipamiento de instalaciones fijas. No sería justo expropiar cien hectáreas donde no hay nada que mejorar en lugar de 1.500 hectáreas desiertas o casi. Y entonces dos eran los criterios sobre el terreno jurídico: golpear las propiedades de más alto valor, o aquellas de menor rendimiento medio, índice de descuidado cultivo. Los supertécnicos debían sugerirle a Segni una gradación de los ochenta Cresi a golpear, formada por un tanteo obtenido multiplicando el imponible total de la gran posesión por su extensión en hectáreas, o lo que es lo mismo, dividiendo el cuadrado del imponible total por el imponible medio. ¿Álgebra? Álgebra reformista y concretista.
Pero el criterio de elección de los pocos ricachones a quien jugársela importa poco. La cuestión es qué hacer con la tierra que se les quita, aunque sea en parte –en cuyo caso es fácil prever que cogerán una buena indemnización y al mismo tiempo se librarán de los desechos que tienen todas las grandes propiedades– y cómo equiparla para que sea posible su gestión al “libre” campesino de la democracia rural cristiana. Alguien tendrá que aportar el capital de ejercicio y un capital todavía mayor para la mejora. Éste es el punto. El campesino al que se le asigne ya sea individual o colectivo no podrá hacerlo ciertamente. El estado lo remitirá a las sólitas leyes especiales, como las de las mejoras de la tierra, de asignaciones de escasas sumas de dinero a disposición de los solícitos pícaros, y por otra parte el estado no está en condiciones de subvencionar no ya nuevas inversiones de instalaciones agrícolas, sino ni siquiera la reparación de aquellas dañadas por la guerra. El capital internacional y el de los famosos fondos y planes americanos mucho menos, ya que el criterio fundamental de éstos es el de seguir ciclos breves –el plan Marshall se cierra oficialmente en 1952– y totalmente remunerativos.
El problema se reconduce a cuestiones de economía general y de política mundial. La recomposición de la propiedad titular, aunque ya lo veremos nada resuelve. Las reformas agrarias se plantean como realizables en períodos de prosperidad y de oferta de capitales a tasas favorables con crédito a largo plazo. Para un país como Italia existen sólo estas soluciones. Primero. Autarquía económica, que la intentaría nuestra burguesía después de una guerra favorable, que vincularía al capital nacional y lo obligaría parcialmente a la mejora agraria. Dicha eventualidad, condicionada por autonomía política, fuerza militar y sólido poder interno, está históricamente liquidada; el fascismo extrajo de ella ciertos resultados entre los cuales es decisivo la mejora del agro pontino, intentada tantas veces por los césares y papas. Segundo. Dependencia de un poder mundial que tenga interés en una fuerte producción de productos alimentarios para el pueblo italiano en el mercado interno, con fines comerciales o militares. No es el caso de América, que especialmente en vistas de crisis productivas cuenta mucho con la planificación de la producción de alimentos desplazada ya por los ciclos locales de consumo directo a un vasto movimiento mundial fecundo de beneficios especulativos cuanto el de los productos industriales, y que en caso de guerra lanzará bombas atómicas esparcidoras de latas de conservas para sus mercenarios. No es tampoco el caso de Rusia que no tendrá a Italia en su esfera y no tiene intereses económicos en tutelar a países con gran densidad de bocas, y por tanto no exporta capitales sino que tiene que importarlos y juega militar y políticamente a beneficiarse de las inversiones del capital de occidente al margen de la guerra fría. No es tampoco el caso de si Italia será sometida a una constelación mundial derivada del entendimiento o acuerdo de los dos o tres grandes, que irán a colonizar a través de todos los continentes y océanos antes que sobre las huesudas costillas de Ausonia.
La reforma agraria hoy en Italia se basa por tanto en la divulgación de demagógicas necedades, no se eleva por encima del bajo juego de la polémica política entre los grupos y los intereses que, asegurándose influencias sobre las corrientes populares internas, esperan vender bien sus servicios a los mandantes forasteros.
El ministro Segni se jacta de que fabricará con su famosa “desincorporación” –digno término de baja taumaturgia– de las grandísimas posesiones otro par de centenares de miles de pequeños propietarios, o sea de itálicos harapientos buenos para la parroquia, el cuartel y el escarnio de todos los países capitalistas civilizados de las dos orillas del océano. Él fabrica miles de cirios y bayonetas en las noches de los campos itálicos, como napoleón en los de parís y Mussolini en los de nuestras ciudades industriales poco demográficas ha pretendido hacer. Pero admitido que consiga de verdad desincorporar, pulverizar y poblar sus lotes de terrenos, ¿cómo piensa regular el proceso de traspaso y agrupamiento de la propiedad? ¿qué hará con el sagrado, civilizado y moderno canon del libre comercio de la tierra? ¿controlará la concentración, la “reincorporación de ésta con límites aritméticos verificables cada vez que un notario extienda el acta de una compraventa o de una herencia de tierras? Sólo pensar en semejantes aderezos debería bastar para ponerles los pelos de punta al más ferviente fautor del “dirigismo” económico.
¿Creéis que los socialcomunistas, precisamente hoy, por muy diferentes razones, fieros enemigos de los reformadores democristianos después de la intriga amorosa de ayer, le escupan en la cara de los Segni el argumento de que cualquier incubación reformista viene a confirmar que el régimen capitalista no debe ser enmendado sino anulado? ¡qué va! Ellos les gritan que hay que reformar más, desincorporar más, pulverizar más, fecundar mucho más la generación de los demorurales que, restándole efectivos a las fuerzas rojas de la lucha de clase en el campo, gloria de la historia proletaria italiana, creará falanges de electores para las listas de gobierno, ejércitos de reclutas para el estado mayor de américa en la empresa de Rusia.
La historia enseña que, con obras de arte de este género, los renegados han servido siempre al nuevo patrón.
No menos edificante que la materia de la reforma agraria es la de los contratos agrarios. Los antifascistas de todos los matices se presentaron con tremendas promesas de reformismo cuando le consignaron la destartalada Italia de manos del fascismo, no comprendiendo que las únicas tentativas posibles de reformismo en el mundo de hoy están basadas en la política totalitaria. Ni el nazifascismo ni el estalinismo son revoluciones; son sin embargo serios reformismos y han dado ejemplos que lo prueban. El reformismo de la nueva Italia hace sudar sólo a los rinocerontes. Habían prometido el estudio de tres grandes sectores: reforma del estado, reforma industrial y reforma agraria. Mayoría y oposición, de la cual se ha escindido el bloque del comité de liberación de entonces, con planteamientos contradictorios y cruzándose en todos los sentidos, y con la nulidad de la actuación, dan prueba cada día de su vacuidad y no llegan en su contienda ni siquiera a seguir en el campo parlanchín la brújula de las posiciones sociales y políticas. Creen verbigracia defender, a fin de atrapar votos, la tesis del trabajador y terminan defendiendo la del patrón; piensan por supuesto que rompen lanzas por la tesis burguesa o semiburguesa y se tiran piedras a su tejado.
El contrato de arrendamiento agrario, por el que la tesis demagógica se bate sobre el simplicismo del bloqueo, o sea de la prohibición de que el propietario eche al arrendatario, esconde bajo el mismo esquema jurídico diversísimas relaciones económicas y sociales. Plagiar la posición de la tesis del bloqueo de los arrendamientos de las viviendas –que, como se podrá mostrar en su lugar, es otra estupidez– no significa haber dado una seria dirección en la materia. En el pequeño arrendamiento se pone frente al propietario de la tierra, que por su parte puede ser grande, medio o pequeño propietario, el arrendatario, que emplea, además de un capital mínimo e inapreciable de ejercicio, su trabajo material, y es pues prestador de trabajo, a pesar de entregar dinero en vez de recibirlo; en el gran arrendamiento frente al propietario está en cambio un capitalista emprendedor, que en haciendas desarrolladas emplea braceros asalariados, y en posesiones de agricultura atrasada subarrienda a pequeños colonos. Emplazar las baterías en defensa de éste en vez de en su contra es un error espantoso, un suicidio de los partidos obreros aunque sean moderados, es renegar de las históricas luchas de clase de los trabajadores agrícolas italianos que en los fascios de Sicilia se arrojaban contra el aduanero, usurero, mercader rural, auténtico y sucio burgués, y antes aún, en Polesine, en 1884, se levantaron contra los emprendedores al famoso grito de batalla: la baje! La bolle e deboto la va de fora! (¡ya está bien! ¡estamos hasta los cojones!) Y siempre, como por otra parte también hoy a pesar de la bajeza de los jefes, contra los fusiles del democrático Estado nacional italiano.
El capitalismo agrario italiano ha especulado mucho, aunque fuera en perjuicio del propietario, tan burgués como él, pero con las uñas menos afiladas, sobre el proteccionismo a los arrendamientos agrarios de una legislación hecha sin entender un carajo. Por ejemplo los célebres decretos Gullo que demediaron el canon de los llamados contratos de arrendamientos en grano. ¿qué leches es este contrato? El canon de arrendamiento normalmente se le paga al propietario en dinero. No obstante se puede convenir en productos, en el sentido de que el arrendatario consigna cada año una determinada cantidad –sea cual sea el producto bruto, y por ello estamos siempre en el caso del arrendamiento y no en el de la aparcería– de uno o más productos. De esta forma el propietario se pone a buen recaudo de las oscilaciones del valor de la moneda y de la depreciación real de su renta que sigue el aumento general de los precios, como sucede después de las guerras. Pero a muchos propietarios no le trae cuenta recibir productos en lugar de dinero dado que, tratándose de grandes arrendamientos, se trataría de una ingente masa de mercancía no fácil de transportar, conservar, etc. Tratando igualmente de asegurarse de los cambios de valor de la moneda se establece que el canon se pague en dinero, pero en una cantidad no fija, sino correspondiente al curso de la campaña anual de un producto convencional –trigo, arroz, cáñamo– generalmente de aquellos oficialmente valorados con precios de estado, en una determinada cantidad referida a la extensión del fundo. Se dice que se ha arrendado a cuatro quintales de trigo por hectárea, pero no solamente el arrendatario no entrega trigo, sino que puede incluso no haber cultivado ni recogido ni un grano de trigo, habiendo criado ganado o sembrado otros cultivos. Se podía pactar igualmente el arrendamiento en dólares o en libras de oro, aun estando seguros de que no se ha encontrado todavía el árbol que dé estos frutos. Pues bien: dividiendo este canon ningún campesino trabajador ganó nada, ya que por su misma naturaleza el sistema no se aplica casi nunca al pequeño arrendamiento, y se embolsaron millones bastantes empresarios agrícolas mucho más ricos que sus propietarios y a veces propietarios ellos mismos de inmuebles urbanos y agrarios inmensos. Esta simple relación creemos que los Soloni de hoy no la han comprendido todavía.
En el caso de la aparcería se han roto por un lado todas las lanzas populacheras a favor de los aparceros, sin tener en cuenta que también entre éstos los hay con figura de empresario, que tienen a su servicio personal asalariado. Para defenderlas se ha querido aumentar la cuota de producto del aparcero. Pero los contratos de aparcería son en Italia de tipos variadísimos según los cultivos, con varias cuotas de reparto y diversas cargas de anticipos, gastos y tasa para los contratantes, así que se ha creado una confusión peor. En cierto momento desde la izquierda se lanzaron inventivas diciendo que esta forma de contrato tenía que desaparecer porque era de tipo feudal. Estamos siempre en lo mismo: en el concepto de que el partido proletario y socialista no se ha hecho para transformar –por medio de caricias o de azotes es otra cuestión– el capitalismo en socialismo, sino para vigilar que el capitalismo no se vuelva de nuevo feudalismo. Por tanto no para avergonzar, sino para alabar al purificado ídolo capitalista... Por consiguiente el argumento, falso como principio, es falso también de hecho:
“el contrato de aparcería es de origen antiquísimo y propio de todos los países en los cuales imperó el derecho romano, por lo cual está particularmente extendido en Italia y también en Francia y en los países ibéricos...” (O. Bordiga, obra citada).
Se desarrolló mucho después de la liberación de los siervos de la gleba y en Italia desde el siglo XIII... Si luego la aparcería contribuye o no al desarrollo técnico agrícola y cómo pueda influir en los diferentes tipos de cultivo, es un problema bastante complicado; socialmente importa el punto de que también el aparcero se debe ver no sólo frente al propietario terrateniente, sino en contraste con el trabajador proletario; entonces es un empresario, un burgués, un enemigo, y que se busque a otro para que les haga las leyes a su favor, quien al final creerá que está defendiéndolo y sin querer lo perjudica... Después de haberlo tomado unas veces por siervo de la gleba y otras por compañero proletario.
Otro grito contra el resto feudal, otro grito contra el propagador de pestes, se ha sentido cuando los democristianos han propuesto la adecuación de los cánones enfitéuticos. La relación de enfiteusis se tiene cuando el propietario recibe un canon fijo perpetuo del enfiteuta y no puede echarlo ni pedirle aumentos; es más, es el enfiteuta el que puede rescatar la tierra pagando en moneda veinte veces el canon cuando lo crea conveniente. El derecho se transmite y se vende como el de propiedad. ¿qué diablos tiene que ver con el feudalismo esta relación estrictamente mercantil? Es verdad que algunas legislaciones burguesas nacientes quisieron suprimir esta forma junto a tantas otras feudales, pero:
“la enfiteusis surgió en tiempos del bajo imperio por la transformación gradual de las concesiones de tierras públicas bajo forma de vectigal, esto es a perpetuidad al colono con la obligación de cultivarlas y pagar un canon, etc., etc....” (ibi.).
Por consiguiente ésta del clavo feudal puede ser una ceguera histórica por fobia infectiva, pero la ceguera más grande es la del reformador que no ve que los beneficios van a parar al bolsillo opuesto al que les urge. Los de la izquierda socialcomunista, votando contra el aumento del canon en relación de uno a diez, estaban convencidos de actuar a favor de un conjunto de campesinos trabajadores que le adeudan el canon o nivel a los grandes propietarios. Existen estos casos, pero los enfiteutos no son más que unos pocos de miles, y verdaderamente los cánones son tan bajos que en vía de relativismo económico eran en efecto unos privilegiados en comparación con cualquier tipo de administración agraria, así que la nueva carga no es ciertamente prohibitiva. Pero en la mayoría de los casos son propietarios que poseen otra tierra a título de enfiteusis y la gestionan en arrendamiento o aparcería como el resto. El bajo canon enfitéutico va a parar a municipios, entidades de asistencia o comunidades religiosas, que han visto en muchos casos anulada su renta por la inflación. Si hubiera sido posible bloquear el lógico decreto del gobierno, la gran masa de los cánones, que desde este año [1949] serán pagados de más, habría ido a parar a los bolsillos precisamente de la clase de los terratenientes, a la que en cambio se cree despechar, mortificar y golpear como casta retrógrada y parasitaria...
Estos tecnicistas, reformistas, legalistas que tanto se han jactado de su cautelosa clarividencia frente a nuestra ciega fidelidad a los principios máximos olvidan un solo particular: que tiene los globos oculares detrás de la nuca, por no localizárselo más groseramente.
Desde hace treinta años están dando la lata de que se están empleando en escrutar los problemas concretos, pero en todos los casos hacen el siguiente papelón: no saben por ejemplo cuántas grandes posesiones extensivas meridionales han surgido acumulando cuotas enfitéuticas compradas a bajo precio por los pobres campesinos, y cuánto les convenía a los propietarios que el canon se pagara todavía en liras de antes de la primera guerra (a veces anotado aún en fracciones de lira). Cualquier modesto practicante de valoración agraria tenía desde los primeros tiempos en cuenta esta previsible adecuación de los cánones. Productos todos del civilizado régimen de la libertad de la tierra, efectos todos que seguirán así hasta que no salte por los aires el libre barracón del capitalismo burgués. El gran charlatán (Harry Truman) de éste, desde las aguas del Potomac, consagró todas las libertades. Se olvidó de enunciar una, pero sus secuaces alumnos y aliados bien dignos las practican ampliamente, con entusiasmo y, lo que es peor, no pocas veces con deliciosa buena fe: La libertad de la necedad.
VI
LA PROPIEDAD CIUDADANA
EL CAPITALISMO Y LA PROPIEDAD URBANA DE EDIFICIOS Y SUELOS
La sistematización de las relaciones y de derecho que se refieren a los edificios y a los suelos urbanos, en la época del capitalismo moderno, puede parecer de un peso general inferior al representado, por un lado, por el sector agrícola y, por otro, por la producción industrial.
Aparte de la consideración de que el volumen del movimiento económico representado por la gestión de la vivienda no es irrelevante, ya que representa una fracción bastante alta del balance de cada una de las familias de la población media (en Italia en tiempos normales y para determinadas capas sociales incluso más de un cuarto), la cuestión resulta muy interesante, ya que su examen permite dilucidar en manera muy expresiva el juego de elementos y de relaciones económicas fundamentales para entender el desarrollo actual del capitalismo, especialmente por la distinción entre las relaciones de propiedad titular y patrimonial, que en cierto sentido representan la estática de la economía privada, y las relaciones de gestión y ejercicio, de entrada y de salida continuas que constituyen su dinámica.
Por el orden de la exposición hacemos alusión al origen histórico de la propiedad urbana privada, argumento merecedor de un largo estudio y exposición.
El proceso es bien distinto del que condujo a la definición y limitación de las posesiones agrícolas. Cuando las tribus nómadas se asentaron en tierras feraces se pasó en distinta forma del disfrute y del cultivo en común a la individualización por parcelas personales y familiares. A través de innumerables disturbios y perturbaciones se llega al clásico y bien codificado sistema romano, después al sistema feudal, hasta que, como hemos tratado en el cuarto y quinto capítulo, con la victoria de la burguesía el suelo agrario se hace comercializable y la disciplina jurídica fue de nuevo copiada de aquella romana.
Las vicisitudes de la vivienda no pueden identificarse con las del campo agrario. El antiguo nómada o seminómada, cazador, pescador, recogedor de frutos espontáneos, luego primordialmente cultiva, lleva consigo su casa, carro, tienda de pieles, o fácilmente improvisa una rudimentaria cabaña, o se aloja en cuevas naturales.
Con la formación de las haciendas agrarias privadas estables, la población dedicada al cultivo construye generalmente por sus propios medios las primitivas casas fijas campestres; hasta hoy éstas se deben tratar, tanto desde el punto de vista territorial como del de la gestión productiva, del mismo modo que las instalaciones agrícolas con las cuales el trabajo humano ha equipado a lo largo de los siglos la desnuda tierra. Queremos en cambio seguir aquí el surgimiento de la vivienda urbana.
Es evidente que los primeros núcleos de edificios estables no surgieron por exigencias directas de la técnica productiva no agrícola, siendo en épocas menos desarrolladas la manufactura inicial bien compatible con el esparcimiento de la población y la utilización de los márgenes jornaleros y estacionales del tiempo del agricultor. Por cierto, más que las primeras formas del artesanado y de la fabricación de productos no naturales, fueron las exigencias de la organización social, política y militar las que determinaron el nacimiento de las primeras ciudades. Por consiguiente puede considerarse que el área urbana nació en un régimen colectivo, y sólo después se rompió en dominios individuales, correspondiendo a las necesidades de administración, de defensa, de dominación, en relación con las masas esparcidas o turbas de invasores, y perteneciendo pues todo el cinturón urbano al rey, al tirano, al capitán militar, a las primeras formas de Estado y algunas veces a asociaciones sacerdotales. Esto es lo que quiere decir la tradición hablando de Rómulo y Remo que trazan la barrera de los muros de Roma transformando el primer utensilio rural, el arado, en máquina constructora. Influyeron luego las exigencias de defensa fortificada; la polis griega tenía en su corazón la acrópolis o ciudadela; uno de los términos latinos para definir la ciudad oppidum que significa lugar fortificado, mientras que civitas más que definición topográfica es un término jurídico para designar al Estado.
En el mismo periodo romano, con el engrandecimiento de las ciudades con cercamientos cada vez más amplios de murallas, con la formación de una clase dominante de patricios propietarios de amplias propiedades agrícolas y de numerosos esclavos, surgieron las aedes y las insulae privadas y también un fraccionamiento de la propiedad urbana entre viviendas de las capas inferiores. Sin embargo el Estado republicano o imperial, mantuvo sobre todo el conjunto urbano un estrecho control, demostrado por la gran importancia de la magistratura de los ediles; hasta el otro reflejo tradicional que nos habla de Nerón, obsesionado con proyectos grandiosos de renovación urbanística, que no dudaría ante el medio radical de entregar a las llamas los barrios de la urbe.
En el medievo el desarrollo de los grandes centros tuvo un retroceso respecto al lujo de las capitales asiáticas y clásicas. Surgieron los castillos feudales y en torno a estos y a sus pies se agruparon los burgos, alojamiento primero de siervos y criados y después poco a poco, de maestros artesanos y de mercaderes independientes.
Es con la burguesía moderna cuando nacen y se amplían las ciudades. Éstas, superando cualquier consideración de defensa militar de los poderes señoriales o dinásticos, derriban y traspasan los angostos cercamientos de murallas y bastiones, y se dilatan hasta formar los enormes conglomerados contemporáneos, dentro de cuyo cerco son hacinados en fábricas y establecimientos gigantescos los millones de trabajadores que la moderna técnica productiva ha concentrado.
Una tesis fundamental marxista es la estrecha relación existente entre la propagación y la producción industrial y de la economía burguesa y el imponente fenómeno social del urbanismo.
“La burguesía ha sometido el campo al dominio de las ciudades. Ha creado urbes inmensas, ha aumentado grandemente la población urbana respecto a la rural, y así le ha arrancado una parte notable de la población al idiotismo de la vida rural”. (Manifiesto)
Quizás haya sido Italia, seguida de los Países Bajos, la que ha dado los primeros ejemplos, al final del medievo, de grandes ciudades de tipo moderno. Los grandes palacios, y los imponentes complejos de casas urbanas, no llevan sólo los nombres y los blasones de las grandes familias gentilicias, sino que pertenecen a firmas de gente plebeya que ha acumulado en los bancos, en los comercios, en la navegación los primeros grandes capitales, y ya invierte una parte notable de estos en la construcción urbana, mientras los más grandes maestros artesanos se hacen dueños de los locales que tenían alquilados para sus talleres, como lo fue el tendero de Roma de su taberna.
Difundido el capitalismo moderno en otros estados, surgieron en éstos o ciudades industriales jóvenes y nacidas burguesas como Manchester o Essen, o grandes complejos periféricos de las históricas capitales que después de la caída de los antiguos regímenes aumentaron desmesuradamente el número de sus habitantes, llegando a ser los grandes París, las grandes Londres o las grandes Berlín de hoy. Mientras, en ultramar otras ciudades burguesas se fundaban, despojos de barrios históricos, reconocibles en su planimetría por el monótono cuadriculado ortogonal, marcadas por el standard de este tiempo mercantil y por las leyes inhumanas de la carrera hacia el beneficio.
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En cuanto al mecanismo jurídico, el de los códigos romanos y justinianos, lo mismo que se prestó bastante bien para la conquista del suelo agrario por parte del capital, igual sirvió en los códigos de los nuevos poderes burgueses para disciplinar egregiamente la posesión, la adquisición y el traspaso de los bienes urbanos, tanto en cuanto a los edificios existentes, como en cuanto a suelos disponibles para la edificación. Una particular disciplina legal que sirvió para la separación de los derechos de los individuos privados sobre edificios distintos en propiedades individuales de plantas o de apartamentos, con la institución del condominio por partes proindivisas. Si la especulación capitalista de los nuevos dueños de la sociedad tuvo desarrollos de amplio radio en la inversión en propiedades agrícolas y su transformación según las nuevas demandas del consumo, utilizando los nuevos medios y fuerzas productivas, ésta consiguió llevar a cabo proyectos aún más clamorosos en todas partes con el “libre” comercio de los suelos edificables y la continua exaltación de su valor, que tanto en el viejo como en el nuevo mundo alcanza cuotas hiperbólicas.
Bien que las mismas reglas de derecho digan cómo se debe desenvolver el mercado de los suelos agrarios y de los suelos urbanos, estableciendo la equivalencia entre el valor inmobiliario del suelo y la suma de numerario en la cual se convierte, en la realidad económica los dos hechos son bastante diferentes.
Se le atribuye a la tierra agraria un valor perteneciente a su propietario jurídico y, sin alterarse dicho valor, se le atribuye además un rendimiento anual continuo de renta inmobiliaria. Las escuelas económicas conservadoras han retenido, –de aquella fisiocracia que quería hacer (en defensa del régimen feudal) la apología de la fuerza productiva de la tierra en contraposición a la manufactura y de la industria–, el concepto de una productividad, base de la tierra, incluso de la menos equipada que sin el esfuerzo de trabajo y anterior a éste, da generosamente un producto. Los mejores cultivos, conseguidos con la aportación de ulteriores inversiones de trabajo, bajo formas de instalaciones y construcciones diversas y también por las periódicas intervenciones con roturaciones, abonos, etc., añaden para la economía oficial, a aquella renta base, un nuevo rendimiento que constituye el beneficio de la renta agraria.
Aparte la distinta posición marxista de la cuestión –por la cual, como hemos visto, la tierra no tiene una fuerza productiva de por sí y es un instrumento de trabajo– la renta inmobiliaria no puede elevarse más allá de ciertos límites respecto a la determinada extensión del terreno y al tiempo de su provecho. Las mismas grandes mejoras de la tierra, en el presente mecanismo económico, si permiten por un lado aumentar notablemente la producción de productos agrícolas, exigen sin embargo la inversión de capitales aún superiores al valor inmobiliario base e imponen larguísimas esperas y hasta suspensiones de renta que deben registrar en pasivo de los intereses del capital invertido. Por tanto en el régimen capitalista los suelos agrícolas pueden aumentar de valor pero dentro de límites bastante estrechos. La transformación agraria, que interesaría muchísimo para el bienestar común, raramente le conviene a la dominante clase burguesa y no alcanzará un gran desarrollo sino después del final del capitalismo.
Fenómenos bien diferentes determinan el mercado de los suelos urbanos y de todo cuanto sobre éstos se eleva. En la producción agraria tenemos un cierto equilibrio entre su importancia como patrimonio de quien se jacta de ser su titular, y como tributo a la producción: los regímenes terratenientes no eran los más predadores. En la economía industrial tenemos que quedando limitados los valores patrimoniales titulares, se exalta enormemente el valor de los productos y la masa del beneficio.
Será desarrollo de esta investigación traer a la luz la modernísima tendencia hacia un capitalismo sin patrimonio pero con altísimos beneficios. Pero volvamos a nuestro suelo edificable y encontraremos un ejemplo de un máximo de patrimonio concentrado en una extensión pequeña completamente inerte, donde no crece una planta de ensalada ni se invierte una hora de trabajo humano. Hasta que el suelo no sea vendido para construir, no existe ningún balance de gestión o de ejercicio; no es preciso ningún capital mobiliario. No se pagan ni siquiera impuestos, hasta que precisamente no se instituyó el “patrimonio”. Éste quería constituir una moderna confiscación parcial de los patrimonios privados, pero en realidad es pagado también a través de los diferentes réditos de las clases pudientes y en el caso de nuestro solar para construir no es más que una mínima substracción al incesante aumento de valor patrimonial y venal, regularmente bastante más fuerte que el de un patrimonio monetario al que se dejará añadir los intereses.
Ahora, esta especial forma de enriquecimiento de las clases burguesas no es más que un aspecto de acumulación primitiva del capital, que parte de la depauperación y de la captura en los torbellinos del urbanismo industrial, impuestos a los pequeños productores, libres campesinos o artesanos, reducidos a pobres proletarios. Se trata de un hecho social: a través de la concentración en los limitados espacios urbanos de masas de fuerzas productivas, que van desde el hombre a las máquinas y a los complejos equipos modernos, condición base del enorme beneficio que la industria ofrece a los patronos es la disposición de áreas en aquellas zonas privilegiadas para instalar allí fábricas, oficinas y viviendas para las masas de asalariados. Es pues posible que en el mercado de estas áreas, sumas cada vez más altas correspondan a las mismas extensiones del suelo, y la unidad comerciable ya no es la hectárea o el acre sino el metro o el pie cuadrado.
La evolución del complejo organismo urbano se desarrolla en direcciones que conducen todas a aumentar el coste del suelo edificable. Con el progresivo aumento de la intensidad del tráfico en las carreteras, si bien la aumentada velocidad de los medios mecánicos facilite el transporte de un mayor número de personas y volumen de mercancías en el mismo tiempo, se imponen el ensanchamiento de las vías, y a cada transformación las islas edificadas se vuelven más pequeñas. Al mismo tiempo el progreso de la técnica permite aumentar la altura, y por tanto sobre la misma área se tiene mayor número de plantas y de habitantes. Aumentados así la explotación y la utilidad del suelo, aumenta el precio que su propietario pretende si lo enajena. Con los criterios de la vigente economía se estima el valor de un suelo edificable calculando cual será la renta del máximo edificio y se deduce el gasto para llevar a cabo la construcción, el cual resulta en general inferior al valor, precedentemente dicho del edificio. La diferencia es un premio que se lleva el propietario del suelo, es un valor inmobiliario, de naturaleza diferente del de los inmuebles rurales, que sin embargo genera también este una renta cuando el dueño del suelo sigue siendo dueño del edificio.
Por claridad señalamos que en el alquiler por vivienda de las casas construidas no figura o resulta ningún beneficio de empresa comparable al del arrendatario agrícola que pasa un canon al propietario del feudo y emprende luego el ejercicio y el cultivo de éste, quedando dueño del producto.
No es comparable económicamente con el arrendatario emprendedor agrario la empresa que ha construido el edificio, ésta es satisfecha en su haber y desaparece de la relación: cuando hemos hablado del gasto de construcción hemos considerado que está incluido en este útil de la empresa constructora y también los intereses comerciales que le corresponden al capital líquido que ha permanecido empeñado durante el tiempo de la construcción. En todos esos procesos económicos las distintas figuras pueden coincidir en una misma persona, pero es preciso distinguirlas bien para descifrar los procesos que estudian el determinismo económico. Así en la agricultura no siempre se distingue el propietario de la tierra, el arrendatario emprendedor y el trabajador manual asalariado. El gran agrario cultivador directo, reúne en sí las primeras dos figuras; el pequeño colono, las dos últimas; y el pequeño propietario campesino, todas las tres. De la misma forma en la propiedad constructora, el poseedor de un suelo puede construir en él la casita que habitará, si no con sus manos, por lo menos con el sistema “de ahorro o protección oficial” e invirtiendo en ella su propio dinero: éste será no sólo propietario, sino al mismo tiempo banquero, empresa constructora y arrendatario de sí mismo.
Vemos ya que un texto marxista recuerda cómo en Inglaterra el industrial a menudo no es propietario de la fábrica. En otro texto, del cual dentro de poco nos ocuparemos mucho más ampliamente, se pone incluso de relieve que el propietario de la casa puede no ser propietario del suelo sobre el que está construida. Determinados ordenamientos jurídicos hacen de hecho posible la concesión de construir sobre el suelo, cuyo propietario recibe un canon del constructor y del poseedor de la casa. Semejantes formas muy interesantes, dicho sea de paso, van difundiéndose para construcciones e instalaciones hechas a sus expensas por especuladores privados sobre suelos no suyos, sino de la hacienda pública, o sea de entidades públicas (ayuntamientos, provincias, Estados), teniéndose así la concesión, institución que está extendiéndose notablemente; un tipo de capitalismo sin propiedad.
El sentido del movimiento económico de la moderna época capitalista está en la distinción y la separación entre las figuras económicas de un ciclo de producción-consumo, y no en su superposición y confusión. Ésta no es sólo una tesis sólo objetiva fundamental, sino que acompaña a la otra por la cual este sentido de desarrollo del mundo capitalista es el que nosotros los marxistas, sus implacables adversarios revolucionarios, aceptamos y desarrollamos como base del traspaso hacia la economía colectiva.
Retomando pues el edificio ahora mismo construido y perteneciente a un titular privado, y después de haber visto cómo surge y se transmite en el orden presente su titularidad patrimonial, examinemos su ejercicio y gestión. Anteponemos sin embargo un concepto de economía urbanística importante. El patrimonio inmobiliario rural es en cierto sentido perpetuo, ya que en el ciclo de ejercicio la tierra reproduce físicamente su productividad base, a diferencia por ejemplo de un yacimiento minero del que se puede calcular su agotamiento. El edificio urbano en cambio no es eterno. Es sólo la literatura que canta “exegi monumentum aere pereunius”, levanté un monumento más eterno que el bronce; y también las colosas obras de tiempos pasados tienen un periodo de vida, aunque sea larga; se deterioran y se mueren. El edificio normal de viviendas tiene por diversas razones un limitado ciclo de vida. Por una parte el tiempo desgasta sus estructuras, acercándolas al hundimiento y a la ruina, por otra el tipo de vivienda se transforma en el progreso de la técnica; debe satisfacer nuevas exigencias y lo hace a veces con materiales menos costosos que los antiguos. Como también recuerda el texto al cual nos referimos, sucede en un cierto momento que el edificio vale económicamente menos que el suelo que ocupa, siendo sus viviendas de bajo alquiler, y habiendo crecido los gastos de mantenimiento. El ciclo de vida de un edificio urbano de viviendas puede ser bastante variable, por dar un ejemplo que contrapone pobres a nababs, vencidos a vencedores: será en Nápoles de 300 años y en Nueva York de 30.
El propietario del edificio consigue sus ingresos de los alquileres que pagan periódicamente los inquilinos. Dicha ganancia no es de hecho eterna y constante, y no está enteramente a disposición del dueño de la casa. A esta ganancia que suele llamarse renta bruta, se oponen una serie de salidas: gastos para la custodia del edificio (portero); para la iluminación y limpieza de los sitios comunes a los inquilinos (zaguanes, escaleras, etc.); gastos de mantenimiento de las partes que se estropean; gastos generales para la administración y varios. En los casos normales hay que añadir una cuota media de las viviendas no alquiladas o de alquileres no pagados. Y en fin para proveer a la ruina del edificio hay que apartar la llamada cuota de amortización, o sea una anualidad periódica que metida en un ahorro pueda acumular al final de vida del edificio la cantidad suficiente para reconstruirlo de nuevo. Sumados todos estos gastos y deducido su importe del ingreso bruto, deducidas también las tasas que se pagan a las entidades públicas, queda el efectivo rédito neto que el propietario es libre de disfrutar. Los estimadores corrientes extraen la cifra del valor patrimonial del edificio de la del capital que reproducirá la renta neta con las vigentes tasas de interés. Un análisis más profundo muestra que tal procedimiento incurre en muchas inexactitudes, ya que admite implícitamente la constancia en el futuro de muchas condiciones que en efecto son cambiables.
Hemos recordado todo esto para mostrar con un fácil ejemplo las diferencias económicas y sociales entre la empresa que tiene en gestión el propietario de casas, y las empresas productivas generales de la agricultura y de la industria. Esas basan su entrada de ejercicio en la realización de productos que continuamente generan y llevan a vender al mercado. Con dicha entrada bruta satisfacen los distintos gastos entre los cuales hay dos categorías importantísimas, que para el propietario de casas están prácticamente ausentes: adquisición de materias primas para manipularlas; remuneración del trabajo asalariado. Por tanto la relación del alquiler de viviendas está exenta de estos tres elementos: producción de mercancías, salario y adquisición de materias primas. Existe en realidad un deterioro y un consumo de la casa, pero es una pequeña fracción del balance anual, mínima también de la consistencia patrimonial, y esto se previene con las ya indicadas cantidades apartadas para tal efecto. En cambio en la industria esas tres partidas (productos, salarios y materias primas) no sólo representan la parte preponderante del balance anual, sino que pueden alcanzar cifras más elevadas, en ciertos casos, que el mismo valor de patrimonio de las instalaciones, incluso habiendo previsto en el ciclo los fondos para conservarlo intacto. En el derecho y en la economía común se da sin embargo en el arrendamiento de casas un regular y contractual intercambio de prestaciones y de valores, como sucede cuando se entrega moneda a cambio de un pedazo de pan. ¿Qué obtiene el inquilino a cambio de su dinero? Ciertamente nada que pueda llevarse o consumir destruyéndolo. En el lenguaje del código burgués él obtiene el uso de su vivienda, y lo paga a los precios corrientes por unidad de tiempo. Por consiguiente el casero le vende al inquilino el uso, la posesión de la casa, el derecho de entrar y quedarse en ella. Veremos inmediatamente cómo este intercambio en la economía marxista está considerado como un intercambio comercial, entre equivalentes, en el que bien puede una de las partes perjudicar a la otra porque todo el comercio burgués es una red de embrollos, en el cual es siempre probable que sea el más pudiente el que se la juegue al más pobre. Pero no existe aplicación de fuerza trabajo a la transformación de materias primas y, por tanto, no es éste un sector del campo en que se genera, adquiriendo la particular mercancía que es la fuerza humana de trabajo, la formación de plusvalía y el beneficio capitalista.
En la presente mecánica entre los contratantes, estas peculiaridades de la relación locativa producen sensibles disparidades prácticas y jurídicas. Éstas se reducen al hecho material de que el productor agrícola o industrial tiene bien agarrada su mercancía y para hacerle abrir la mano es preciso normalmente soltar dinero. Aquella particular mercancía que es la posesión de la casa, aún si queremos llamarlo producto, está en las manos no del dueño, sino del inquilino: Si éste no paga es necesario un complicado mecanismo judicial y policial para echarlo fuera. Es sobre esto que se basan las necedades y la demagogia de la legislación burguesa sobre las casas en tiempos de emergencia, y su explotación por parte de los partidos populacheros y pseudo-socialistas. Sin embargo antes de dilucidar este punto nos vemos obligados, para ilustrar nuestra tesis de que la relación de arrendamiento de viviendas no es una relación capitalista, de probar en primer lugar de no haber dicho una herejía ni una idiotez, en segundo lugar de no haber descubierto precisamente nada nuevo.
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Lenin, en su escrito cardinal “El Estado y la Revolución” cita ampliamente las más conocidas obras de Federico Engels, como “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” y el “Anti-Dühring”, pero el capítulo IV se refiere a un trabajo del mismo escritor, muy injustamente menos conocido y menos empleado en la propaganda socialista. El título del trabajo es “Contribución al problema de la vivienda”. Lenin se sirve de cuanto Engels dice sobre el programa de los comunistas en materia de alojamientos para poner en evidencia, con su habitual perspicacia, la tarea del estado en manos del proletariado, las analogías y las diferencias que concurren entre este Estado de mañana y el actual Estado de la burguesía en cuanto a su forma y en cuanto al contenido de sus actividades. La preocupación de Lenin es de llegar a dos puntos esenciales. Primero : El Estado que saldrá de la revolución es una máquina nueva y distinta que se formará después de haber abatido y quebrantado la del Estado actual; Segundo : Las funciones de esta nueva máquina de poder y su intervención de clase en el cuerpo de la vieja economía se desenvolverán de forma que no hagan temer (como insinúan los liberales y los libertarios) que sobre el nuevo poder se edifique una nueva forma de atropello, de explotación de las masas por parte de un círculo de privilegiados. El problema de si hasta ahora la historia haya dado o no confirmación a la construcción doctrinal marxista y leninista también en este punto, no puede ser abordado ciertamente sin una completa claridad en la investigación positiva sobre las relaciones económicas y sociales de hoy. El campo del sector vivienda le sirve admirablemente a Engels y a Lenin para hacer medir el abismo que media entre las soluciones propias de la crítica revolucionaria marxista y la chalaneada, tanto por los pueriles utopismos, como por los reformistas legalitarios y anticlasistas.
El estudio de Engels lleva la fecha de 1872 y recoge tres artículos publicados en el “Volksstaat” de Leipzig, que el autor recopiló y publicó con un prefacio de 1887. Engels los escribió en réplica a escritos de un cierto Mülberger publicados en la misma revista y completamente desviados de la línea marxista en sentido proudhoniano. Engels aprovechó la ocasión para hacer una crítica de la posición pequeño burguesa de Proudhon, posición que con distintos nombres, antes y después de entonces, reaparece incesantemente y acecha a la línea marxista. Se trata de una exposición conducida con mano de maestro en la cual, como es costumbre en Engels, sorprende la seguridad teorética que acompaña a la claridad cristalina del desarrollo y de la forma. Quizás la literatura marxista no posee, para el sector de la producción agraria, un texto completo y sistemático como éste, que define y agota el argumento de la propiedad urbana. Sin embargo el incomparable hombre que era Engels quiere aclarar, casi excusándose, que en la distribución del trabajo entre Marx y él, para que el primero pudiera dedicarse por entero a su obra máxima, le tocaba a él, Engels, sostener la línea de ambos en la publicación periódica; y añade que él ha querido, aprovechando la ocasión de la cuestión de la vivienda, actualizar la crítica a Proudhon hecha en 1847 con la Miseria de la filosofía, concluyendo textualmente: ¡Marx lo hubiera hecho todo mucho mejor y de forma más exhaustiva!
La posición contra la cual Engels apunta su crítica desde el principio, es aquella que quiere resolver la “crisis de la vivienda”, fenómeno moderno que ha golpeado y golpea en repetidos periodos a los más distintos países, con una reforma a través de la cual cada inquilino se transforma en propietario de la vivienda que habita a través de una amortización, pagándole a plazos su precio al propietario. A este grosero error programático el articulista confutado llega, naturalmente, a través de garrafales errores de economía, que Engels elimina aprovechando tan brillante ocasión para sacar de nuevo a la luz la interpretación marxista. Una de las tesis desembaladas es ésta:
“El inquilino es al dueño de la casa lo que el obrero asalariado es al capitalista”. (F. Engels, Contribución al problema de la vivienda).
Puede que Marx hubiera rociado llamas y lanzado rayos al sentir estos tambores; Engels dice con calma: eso es completamente falso. Y paciente y limpiamente explica cómo están las cosas, remitiéndose a los simples criterios descriptivos que nosotros hemos expuesto más arriba. Él extrae de ellos la confutación del cálculo torpe por el cual el inquilino pagaría a fuerza de mensualidades, dos, tres, cinco veces el valor de la casa. Extrae además la ocasión no sólo para destripar la crítica económica al llamado socialismo pequeño-burgués, sino también los “clavos” ético-jurídicos de éste. El articulista que, como miles de compañeros suyos, en el pecar se creía marxista, se había dejado escapar esta otra escarola: “Una vez construida, la casa sirve como título perenne de derecho” de hecho según Proudhon todo consiste en conseguir introducir en la economía “la eterna idea del derecho”. Engels muestra la vacuidad de semejante lenguaje que quisiera estigmatizar la antipatía del lucro del dueño de casa como una vez excomulgada la del usurero; y cita a Marx:
“Cuando se dice que la usura contradice a la justice éternelle y a otras vérités éternelles, ¿se sabe acaso de ésta algo más que lo que pudieran saber los Padres de la Iglesia cuando decían que ésta contradecía la grâce éternelle, la foi éternelle y la volonté éternelle de Dieu?” (Ibidem. (cfr. También El Capital)).
Entre 1847 y 1887 un adversario era derribado cuando era convencido de teísmo. Marx y Engels, atletas de la polémica, tendrían hoy una tarea más dura, porque los escritorcillos marxistas no se han deslizado sólo hasta Proudhon, sino hacia los mismos Padres de la iglesia. ¡Practican ya el “Catch as catch can”!
Ya que el incauto articulista no se contenta con proyectar su milagrosa “reforma de estructura” para las casas habitadas, sino que se jacta de poseer una receta semejante para todos los demás sectores, Engels extiende el campo de su puesta a punto a la descripción marxista del proceso productivo y también a la cuestión de la tasa de interés del capital, ridiculizando la pretensión de ¡coger finalmente por los cuernos a la productividad del capital” con una ley transitoria para fijar los intereses de todos los capitales de uno por ciento! Y sin embargo, todavía hoy cuantos y cuantas presentan la lucha socialista como una campaña para abolir el arrendamiento de la casa, el de la tierra y la ganancia del dinero, pensando de haber transportado así a la tierra el reino de la moral, para impedir que gane quien no trabaja; ¡cuándo en cambio se trata de arrancar de raíz todo un engranaje de formas sociales protegido y defendido por el monstruoso andamiaje de poder armado concentrado en el Estado político!
La respuesta de Engels establece que la «la “productividad del capital” es una absurdidad que Proudhon asume acríticamente de los economistas burgueses»[4]. En verdad el economista burgués clásico es más serio que el pequeño-burgués y reformista, ya que (después de haber contestado a los fisiócratas que la riqueza surgía de la productividad de la tierra, y a los mercantilistas que surgía de la productividad de intercambio) afirmó exactamente que es el trabajo la fuente de toda riqueza y la medida del valor de todas las mercancías. Para explicar sin embargo como el capitalista, que empeña su capital en la industria, no sólo al final del negocio recupera, sino que además le saca un beneficio, enunció, enredándose en mil contradicciones, una cierta “productividad del capital”. Para los marxistas en cambio es productivo solamente el trabajo, no el fondo o la casa del propietario de inmuebles o el dinero del banquero. El fondo, la casa, la fábrica, la máquina, son fuerzas productivas porque son instrumentos y medios de producción, o sea son empleados por el hombre para trabajar. En el actual ordenamiento, y hasta que no sea derribado, la facultad social pertinente a éste «de apropiarse del trabajo no retribuido de trabajadores asalariados».
Aun estando en posesión solamente de una traducción de calidad regular, cesamos de parafrasear y dejamos hablar a Engels:
«El interés del capital líquido dado a un préstamo es sólo una parte del beneficio; el beneficio, ya sea del capital industrial o del comercial, es sólo una parte de la plusvalía sustraída por la clase capitalista a la clase trabajadora bajo la forma de trabajo no retribuido, [...]. Por lo que respecta a la distribución de esta plusvalía entre cada uno de los capitalistas, está claro que para los capitalistas industriales y comerciales, que tienen en sus negocios mucho capital anticipado por otros capitalistas, la cuota de su beneficio debe aumentar en la misma medida en la cual [...] cae la tasa de interés. La rebaja y la abolición final de este último, pues, no sería de hecho un verdadero “tomar por los cuernos” la llamada “productividad del capital”, sino regular de modo distinto la distribución de la plusvalía sustraída y no pagada a la clase trabajadora, y le aseguraría una ventaja no al trabajador con respecto al capitalista industrial, sino más bien al capitalista industrial respecto al capitalista que vive de la renta». (Ibi.).
Retorna la tesis sobre la que estamos machacando en estas páginas: no son el rentier, el señor de tierras y palacios los que tanto nos importan, estos pobres residuos de un tiempo que fue, sino el capitán de industria y el empresario, modernísimos y progresivos, ante estos últimos proclamamos: ¡He aquí el enemigo!
El proudhonista se imagina que esta compresión y final supresión del interés del capital comporte además una maravillosa panacea general sobre todas las demás cuestiones económicas y sociales: créditos, deudas de Estado, deudas privadas, impuestos, y precisamente la abolición para siempre del alquiler de las casas. Engels le demuestra que si incluso este plan simplista fuera posible, no sería desplazada la relación económica fundamental capitalista entre los trabajadores asalariados y los dueños de las empresas de producción; lo remite más y más veces a las bases de la economía marxista y al Capital de Marx:
«Pero la piedra angular de ésta última [la explotación] es el hecho por el cual nuestro actual ordenamiento social pone a los capitalistas en condiciones de comprar la fuerza-trabajo del obrero por su valor, y sin embargo conseguir de ella más de su valor, haciendo trabajar al obrero durante más tiempo del que es necesario para reproducir el precio pagado por la fuerza-trabajo. La plusvalía producida de este modo viene repartida en el ámbito de toda la clase de los capitalistas y de los terratenientes y además entre sus siervos a sueldo, desde el papa y el emperador hasta el último sereno y más abajo todavía». (Ibi.)
Ahora bien el costo comercial de la casa, así como el del pan, del vestido, etc., entra en los gastos de reproducción de la fuerza-trabajo; en la parte de esta fuerza que el salario renueva, y constituye el trabajo necesario; y es más allá de esta parte cuando llegamos al campo de la plusvalía o trabajo no pagado que aparece en el precio del producto junto al trabajo pagado. Como en todos los cambios con dinero, el obrero y cualquier otro comprador puede ser estafado; en el cambio de su trabajo por el salario debe ser estafado. La relación donde es cultivado el carácter capitalista de la economía es aquella en la cual el trabajador recibe su paga, no aquella en la cual se la gasta entre el panadero, el sastre, el dueño de la casa, etc.
Aclarada la cuestión de análisis económico, el estudio de Engels remacha con no menor energía el error de naturaleza social, acusando a los proudhonistas de todo tipo, de poner en evidencia siempre aquellas reivindicaciones que son comunes a los obreros asalariados y a los pequeños y medios burgueses, pero que, como clase, solamente estos últimos tienen interés en defender, y demuestra cuán reaccionaria es semejante posición. Él recoge de las declamaciones oportunistas estas necias palabras:
«En este sentido nosotros somos en gran medida inferiores a los salvajes. El troglodita tiene su caverna, el australiano su cabaña de adobe, el indio su propio hogar, el proletariado moderno está de hecho, al aire libre”, etc.». (Ibi.)
Hay que hacer referencia en su texto de la magnífica confutación de Engels que se refiere también a la no menos pestilente reclamación de la parcelación rural:
«En esta jeremiada tenemos al proudhonismo en toda su forma reaccionaria. Para crear a la moderna clase revolucionaria del proletariado era absolutamente necesario que fuera cortado el cordón umbilical que tenía todavía unidos a los trabajadores del pasado al terreno. El tejedor manual, que además de su telar poseía su casita, su jardincito y su parcela, más allá de toda miseria y toda opresión política, era un hombre tranquilo y contento “con toda santidad y decoro”; se quitaba el sombrero ante los ricos, los curas y los empleados estatales, y en lo más íntimo era en todo y por todo un esclavo. La gran industria moderna, que del trabajador encadenado al terreno ha hecho un proletario completamente indigente, libre de todas las cadenas tradicionales y verdaderamente libre como un pájaro, es precisamente esta revolución económica la que ha creado las condiciones (solas y únicas) que hagan posible, en suma, la abolición de la explotación de la clase obrera en su forma última, la producción capitalista. Y he aquí que ahora este lacrimoso proudhoniano viene a lamentar como una gran regresión el hecho de que los trabajadores hayan sido expulsados de sus casas y hogares, un hecho que precisamente constituye la condición primerísima de su emancipación intelectual». (Ibi.)
Engels recuerda haber sido el primero en describir, en la obra “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, cuán feroz fue esta expulsión de los trabajadores de las casas y hogares, prosiguiendo:
«Pero ¿podía pasarme jamás por la mente ver en aquel proceso evolutivo, en efecto necesario en el plano histórico, una regresión “por debajo de los salvajes”? Cierto que no. El proletario inglés de 1872 está a un nivel infinitamente más alto que el tejedor rural de 1772 “con casa y hogar” ¿y el troglodita con su caverna, el australiano con su cabaña de adobe y el indio con su propio hogar habrían podido nunca llevar a cabo una sublevación de junio y una Comuna de París?». (Revuelta obrera de junio de 1871 en Paris, duramente reprimida).
Luego Engels satiriza con un gustoso ejemplo –que se diría formado después de haber leído la actual ley sobre el plan Fanfani– las consecuencias del plan imbécil (que ya en aquellos tiempos se ventilaba también en América, como se deduce de una carta de Eleonora, hija de Marx, acerca de la odiosa venta de casitas en los suburbios a los trabajadores) para hacer comprar a plazo a cada obrero industrial su casita, e imagina a un obrero que después de haber trabajado en varias ciudades posee una cincuentava parte de casa en Berlín, una treintava parte en Hannover y otras fracciones aún más complicadas en Suiza y en Inglaterra, todo de forma que “la eterna justicia” no pueda lamentarse.
En conclusión:
“Todos estos argumentos, que se nos quieren proponer como cuestiones de la máxima importancia para la clase trabajadora, en realidad presentan un interés de alcance esencial sólo para los burgueses o, mejor aún, para los pequeños burgueses, y a despecho de Proudhon, nosotros afirmamos que la clase trabajadora no tiene vocación alguna de tutelar los intereses de esas clases”. (Ibi.).
Naturalmente en este punto le viene preguntando a Engels, a Lenin y a aquellos que como nosotros son tan conservadores que no han encontrado nada para superar posiciones de setenta y siete años de antigüedad, que entonces qué se quiere hacer, o no se quiere hacer nada, respecto a la vivienda. Es precisamente este pasaje que Lenin quiere citar para demostrar cuán poco existe de común entre un extremismo utopista y las consiguientes posiciones del marxismo radical, como a propósito de las perspectivas sobre la economía futura dice vivamente: “ni siquiera una pizca de utopía existe en Marx”.
La conclusión de Engels es ésta:
“¿Que cómo se resuelve, entonces, la cuestión de la vivienda? En la sociedad moderna, exactamente igual que se resuelve cualquier otra cuestión social: con la gradual paridad económica de demanda y oferta, una solución, ésta que reproduce continuamente de nuevo la cuestión, y por consiguiente no es una solución. Cómo la resolvería una revolución social es un hecho que no solo depende de las circunstancias del momento, sino que está ligado además a muchas otras cuestiones ulteriores, entre las cuales una de las principales es la abolición del contraste entre la ciudad y el campo. Ya que no tenemos para formular ningún sistema utopista para la instauración de la sociedad futura, sería más que ocioso tratar de ello. Es cierto, sin embargo, que ya desde ahora en las grandes ciudades existen edificios destinados a viviendas en número suficiente para remediar, con un uso racional de las mismas, cualquier “penuria” real de viviendas. Esto, naturalmente, sólo puede acontecer mediante la expropiación de los propietarios actuales, o asignándoles sus casas a trabajadores sin techo o hacinados sobremanera en sus viviendas actuales; apenas el proletariado haya conquistado el poder político, esta disposición, impuesta por el bien público, será fácilmente ejecutable, a la vez que otras expropiaciones y otras asignaciones cumplidas por el Estado actual”. (Ibi.).
Lenin aclara que este ejemplo demuestra una analogía formal entre ciertas funciones del actual Estado burgués y las que ejercitará la dictadura del proletariado. (Lenin, “El Estado y la Revolución”, cap. IV, part. 1).
Pero una cosa es muy notable. La legislación de guerra de los Estados burgueses se ha impulsado hacia la limitación y el bloqueo de los cánones de alquiler, hacia la prohibición de la expulsión de los inquilinos, así como en determinados casos el mecanismo legal presente prevé la expropiación, previa indemnización, de inmuebles privados, para fines de utilidad pública. Marx en otro punto pone de relieve que la ley de expropiación prevé el resarcimiento del valor venal al propietario, pero nada le viene resarcido al inquilino arrojado a la calle por las grandes renovaciones urbanas modernas y que incluso se ve sometido a gastos de transporte, al pago de alquileres más altos, además de la modernísima extorsión de la transferencia o buena entrada en la nueva casa, si tiene tanta suerte para encontrarla. Aún más: durante las operaciones militares está hoy admitida la ocupación de apartamentos para usos bélicos o servicios relacionados con dichas operaciones.
La medida prevista por Engels para compensar la enfermedad social del hacinamiento, tiene sin embargo esto de radical y absolutamente original respecto a todo cuanto se ha visto hasta ahora relacionado con todos los planes reformistas de cambios de titularidad jurídica y creación de nuevos pequeños propietarios. Se trata de una revisión del uso de las casas. Los temidos comisarios de la postguerra podían meter a quien quisieran en casas disponibles, pero no tuvieron facultad para imponer cohabitaciones en apartamentos demasiado grandes, ni de investigar el hecho de que una familia rica dispusiera –a título de propiedad o de alquiler, poco importa– de cinco cuartos por individuo en ciudades donde los pobres estaban hacinados cinco o más en un solo cuarto. ¡He aquí lo que será una intervención despótica; lo que dará un golpe terrible a la garantía y seguridad privada hasta ahora existentes (palabras del Manifiesto) y lo que hará desgañitarse maldiciendo la violación revolucionaria de la santidad del domicilio y del hogar!
Se prevé pues, como medida revolucionaria inmediata la redistribución del uso de las casas entre los habitantes de las ciudades, quedando como perspectiva la ulterior desaglomeración de las ciudades congestionadas.
Sin embargo lo que no dejará de sorprender a muchos que se creen marxistas, es el concepto económico de Engels según el cual el uso de la casa no será inmediatamente gratuito, durante toda aquella fase que Marx llama primer estadio del comunismo económico y sobre el cual Lenin a su tiempo se detiene ilustrando la célebre carta a Bracke sobre el programa de Gotha. He aquí el otro pasaje de Engels:
“Por lo demás se debe constatar que la “efectiva toma de posesión” de todos los instrumentos de trabajo, la conquista de la industria entera por parte del pueblo trabajador es precisamente lo opuesto de la “amortización” proudhoniana. En este último el trabajador individual se vuelve propietario de la casa, de la granja, del instrumento de trabajo; en la primera es el pueblo trabajador el que se queda como propietario colectivo de las casas, de las fábricas, y de los instrumentos de trabajo y, (al menos durante el periodo de transición), difícilmente le será dejado su usufructo a individuos o sociedades sin resarcimiento de los gastos. Exactamente lo mismo que la abolición de la propiedad territorial no implica la abolición de la renta del suelo, sino su transferencia a la sociedad, aunque sea con ciertas modificaciones. Por consiguiente la efectiva toma de posesión de todos los instrumentos de trabajo por parte del pueblo trabajador no excluye, de hecho, el mantenimiento de las relaciones de arrendamiento”. (F. Engels, ob. cit.).
Sólo en la fase superior del comunismo, en la cual no serán remunerados con dinero los objetos de consumo ni los servicios varios, desaparecerá también el canon de arrendamiento, encargándose una organización general también del mantenimiento y renovación de los edificios de viviendas para todos.
Se ve bien claro el contraste profundo entre dicha diáfana delineación y los programas progresivos de las democracias populares, que consisten todos en prometer fragmentaciones de renta inmobiliaria. Donde, estruja que te estruja, no hay para repartir ni la centésima parte de cuanto se maman las empresas, ni la milésima de cuanto aniquila el demente desorden de la producción.
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El tanto de ganancia neta de la casa que no corresponde a gastos inevitables, sin los cuales, dentro de un cierto tiempo, no se tendrían casas utilizables, y que se puede considerar renta inmobiliaria del suelo, función del privilegio sobre el suelo, aun siendo éste como decíamos físicamente improductivo de frutos, le pertenece, dice el mismo Proudhon, a la sociedad, y está bien. Esto, responde Engels, significa la abolición de la propiedad privada del suelo, argumentos que “nos haría extendernos mucho”.
Engels quería decir evidentemente que sin duda con la revolución proletaria y la sucesiva estatalización de la renta inmobiliaria queda abolida cualquier titularidad de privados sobre el suelo; sin embargo no es de excluir que una “reforma” semejante del suelo urbano pueda ser hecha antes por el mismo Estado burgués. Sería una cosa más seria que la “amortización” por parte del arrendador individual.
De hecho vemos que hoy no pocos urbanistas, ciertamente no de escuela marxista, proponen el “paso a la hacienda pública de las áreas urbanas”. Éstas pasarían a poder del Estado o del Ayuntamiento en las grandes ciudades, se comprende, tras una plena indemnización a los propietarios actuales. Estos urbanistas parten, en efecto, del fenómeno del rapidísimo aumento del valor de los suelos edificables, en un área cada vez mayor en torno a las grandes ciudades, con lo cual se daría el absurdo aparente, señalado por Engels, que puede convenir derribar un edificio válido para especular con el suelo. Esto hace costosísimas las operaciones de mejora y resaneamiento urbano, de manera que el capital rehuye. Ahora, también un buen burgués favorecedor del principio hereditario puede afirmar que ese premio enorme, tal vez realizado en mucho menor tiempo de una generación, no es acumulación de riqueza que pasa de padre a hijo, sino que es evidentemente un resultado pasivo de una serie de hechos sociales. Todos los suelos de la ciudad estarían así fuera de comercio, el Ayuntamiento los clasificaría en las fases oportunas entre calles y plazas, edificios públicos y casas de inquilinos; la construcción de éstas puede ser dada en “concesión” por un plazo de varios años, después de los cuales vuelven a la entidad comunal.
Está claro que semejante plan, mientras no excluye de hecho el pago de cánones de arrendamiento por parte de los ciudadanos, no sería de facto revolucionario y no le haría mella a los principios sociales capitalistas.
¿Pero puede con ése u otros planes superar la sociedad burguesa los problemas urbanos? La ciencia urbanística corriente se apacenta de ejercicios técnico-arquitectónicos y se olvida de que el fundamento de dicha disciplina es de naturaleza histórica y social.
Impotentes para reaccionar al dato de la concentración de un número cada vez mayor de moradores en un mínimo espacio, la urbanística de Le Corbusier y de los otros que pasan por avanzadísimos, impulsa los edificios a alturas vertiginosas y a un número inverosímil de plantas, desvarío de ciudades verticales con atmósferas forzadas, utilizando los recursos del empleo de estructuras metálicas que han transformado la técnica y consiguientemente la estética de los edificios. Pero esta tendencia aparece “futurista” sólo en cuanto no sabe preguntarse si el mejor rumbo de la vida colectiva y las formas que ésta asumirá en el futuro corresponden a este horrible hacinamiento de gente empujada a una vida cada vez más febril, enferma y absurda.
En el segundo de sus artículos Engels plantea precisamente el tema: como resuelve la burguesía el problema de la vivienda; y confuta la literatura burguesa hipócritamente filantrópica a propósito de los barrios insalubres, donde están hacinados los obreros, en las modernas metrópolis.
En el problema está directamente interesada la pequeña burguesía, y dicho punto ha sido bastante dilucidado. Pero también está interesada, dice Engels, la gran burguesía. Ante todo, los peligros de epidemias infecciosas tienden a extenderse desde los barrios pobres a los barrios residenciales de los ricos. El ideal burgués, que en urbanística llaman zonalización, consiste en seleccionar bien entre casas obreras y casas ricas; pero en las viejas ciudades todavía existen huellas de la organización feudal que entremezclaba palacios y casitas, nobles, gentes del pueblo y siervos.
“Los señores capitalistas no pueden permitirse impunemente el placer de favorecer las enfermedades epidémicas en el seno de la clase trabajadora”. (Ibi.).
Valga este vivaz golpe aquellos que han pintado a un Engels viejo inclinado a atenuar las aversiones de clase.
Un segundo punto se refiere a la policía política de las ciudades y la represión de las insurrecciones armadas, que hasta la segunda mitad del siglo XIX tuvieron buen juego en las calles estrechas y tortuosas de las capitales. Engels reconoce un motivo de clase en el corte de las grandes calles amplias y rectilíneas donde la metralla y la artillería pueden efectivamente barrer a los revoltosos. La posterior experiencia, si confirma que el centro de todo esfuerzo insurreccional es la conquista de las grandes capitales y ciudades industriales, muestra también que las formaciones armadas ilegales guerrillean mejor y durante más tiempo en el accidentado campo. Un buen ejemplo técnico lo dan las fuerzas de Giuliano, por cuanto debe considerarse que no son una prole avanzada de lejanos estados mayores de fuerzas regulares. (Se trata del bandido Giuliano).
En tercer lugar Engels ilustra las grandes empresas especulativas capitalistas apoyadas por los gobiernos bajo el doble aspecto de la construcción de las colmenas para alojar a los obreros cerca de las colosales fábricas, lo que tiende a transformar al libre asalariado en una especie de “esclavo feudal del capital”; y de la transformación urbanística y viaria de los barrios centrales en las grandes ciudades, citando varias veces el ejemplo del método Haussman con la gran curée del Segundo Imperio, que creó los boulevards parisinos en una orgía especulativa. De esto todas las demás naciones han ofrecido ejemplos sugestivos.
La base económica de estas alteraciones urbanísticas, examinada en la financiación estatal, en el pretendido selfhelp o autoayuda de los obreros descarnándole su salario; en la empresa privada, lleva al autor a concluir que el motor y la desembocadura de todo es la consolidación social y política del capitalismo.
Las tesis fundamentales marxistas sobre la cuestión de los inmuebles urbanos, son así vueltos a epilogar por Engels mismo en cinco puntos de la confutación a los prodhonianos:
- “La transferencia de la renta del suelo al estado equivale a la abolición de la propiedad individual del suelo”, no del canon de alquiler.
- “La amortización de la vivienda de alquiler y la transferencia de la propiedad de esta última al inquilino actual no afecta mínimamente al modo de producción capitalista”.
- “En el actual desarrollo de la gran industria y de las ciudades, dicha propuesta es tan absurda como reaccionaria”.
- “La disminución constrictiva de los intereses del capital no mella mínimamente el modo de producción capitalista y, por el contrario, es tan anticuada como imposible”.
- “Con la abolición del interés del capital no es de hecho abolido el canon de alquiler de las casas”. (F. Engels. Ob. Cit.).
Luego respecto al rumbo del gran capitalismo y de los urbanistas a su servicio, he aquí en otros dos puntos, extraídos del texto, cuáles son las tesis marxistas acerca del desarrollo de la vida de los organismos urbanos y acerca de la escasez de viviendas:
- “No puede subsistir, sin penuria de viviendas, una sociedad en la cual la gran mayoría trabajadora no tiene ningún otro recurso que el salario de su trabajo, del cual extrae todos los medios necesarios para su existencia y para su reproducción [...]; una sociedad en la cual, en su calidad de capitalista, el dueño de casas tiene no sólo el derecho, sino más bien, gracias a la concurrencia, tiene también en cierto modo el deber de exigir despiadadamente, para su propiedad, los más altos alquileres. En una sociedad así la penuria de viviendas no es una casualidad, es una institucionalización necesaria, y sólo puede ser abolida [...] si se subvierte desde sus fundamentos toda la sociedad que le da su origen”. (Ibi.).
- Cualquier solución burguesa del problema de la vivienda naufraga por el contraste entre la ciudad y el campo. “Bien lejos de poder abolir este contraste, la sociedad capitalista debe, al contrario, agudizarlo cada día más”. Pretender resolver el problema de la vivienda “manteniendo vivas las grandes metrópolis es un contrasentido. Pero las modernas metrópolis serán eliminadas sólo con la abolición del modo de producción capitalista”, con la apropiación por parte de la clase trabajadora de todos los medios de subsistencia y de trabajo. (Ibi.).
***
Merecen una mención aparte las obras maestras de la administración pública italiana fascista y fascistoide a propósito de la congelación de los alquileres y reconstrucción de viviendas, y las correspondientes actitudes de puerca demagogia por parte de los movimientos que, con la pretensión de representarla, cubren entre nosotros de vergüenza a la clase obrera y sus grandes tradiciones.
Especulaciones charlatanescas y electorales hemos visto y vemos todos los días insertarse en la vicisitud, muchas veces trágica, de la ocupación de las fábricas y de las tierras.
Todavía no hemos visto experimentar la invasión y ocupación de las viviendas.
El motivo es, entre otras cosas, que ya no son sólo los fantasmas de los barones (ni sólo las personas de los negociantes superburgueses), sino también que demasiados demagogos y jerarcas llegados de una parte y de otra del telón de acero, verían alterado su nivel de vida por aquellos a los que tendrían que mantener.
NOTA
EL PROBLEMA DE LA CONSTRUCCIÓN
EN ITALIA
Como cualquier régimen al acercarse el estallido de la guerra, el omnipotente, el super estatal fascismo italiano se apresuró a mover todos los resortes de su poder para frenar la subida de los precios generales y la correspondiente depreciación del dinero. No nos interesa aquí el problema de que el aumento general de los precios y la inflación monetaria corresponden al interés de la clase emprendedora, de su Estado y de su gobierno, y que sólo razones de política social conservadora y de demagogia inspiran el imperioso blindaje legislativo para frenar el aumento.
Las leyes sobre la congelación de los precios lanzados en 1940 concernían a todo: productos agrícolas e industriales, salarios, sueldos y remuneraciones, contratos que el Estado tenía en curso para obras y suministros con las más diversas empresas.
Entre las más interesantes estuvieron las medidas dirigidas a la congelación de los alquileres de los inmuebles, tanto rurales como urbanos. La primera relación es menos simple: el arrendatario de la tierra cultivable no arrienda sólo un lugar sobre el que adquiere el derecho de residir y entretenerse, como sucedería si se tratase de un jardín de delicias, sino un verdadero instrumento de producción al cual aplica su propio trabajo o el de dependientes asalariados, para extraer frutos y productos convertibles en dinero en el mercado. En otro punto hemos aludido a la necia confusión entre el alcance social y político de la lucha por comprimir el arrendamiento agrario, y en apariencia el ferocísimo «rédito patronal de la tierra», según que el beneficiario del rebajado canon pagado sea un trabajador parcelario, un inmundo y grasiento colono burgués, o sin más un capitalista empresario de industria agrícola, que desuella vivos a braceros y a veces a subarrendados trabajadores.
El caso del inmueble urbano, y para ser más exacto de la vivienda urbana, por su simplicidad, se presta de forma cristalina a la prueba que confirma unas tesis fundamentales de la economía marxista.
Este constituye el único caso en que la congelación ha resultado efectiva y ha conseguido un éxito. Antes de preguntarnos si dicho éxito correspondió a los intereses de la clase trabajadora, como parece a primera vista y como les conviene decir a los vulgares (agitprop) propagandistas estalinistas, pondremos de relieve en qué forma demuestra éste, por la relativa escasez del sector, junto a la exactitud de los conceptos marxistas, la inconsistencia y la pobreza de las capacidades controladoras y planificadoras en el campo económico del Estado moderno, incluso allí donde éste se muestre política y policialmente solidísimo.
Mientras que en todos los campos del trabajo agrario e industrial lo que importa no es tanto, como venimos mostrando en estas notas, la pomposa inscripción propietaria de lugares y de instalaciones, cuanto el dominio y la posesión de los productos, la casa alquilada no produce nada mueble portable o vendible, sino que sólo ofrece la comodidad, el servicio y el uso de ella misma como refugio y estancia.
El Estado puede imponer, y ya en esto ha dado un paso que es una derrota «teórica» de la economía capitalista, que un producto, por poner un ejemplo un sombrero, no sea vendido a más de cien liras. Pero por la misma naturaleza histórica y social, el Estado actual no puede imponer el vender a cien liras uno, dos o mil sombreros si el productor y poseedor no los lleva al mercado por su propia voluntad. El Estado, se dice, puede censar y requisar todos los sombreros allí donde se encuentren, pero en la práctica surge la dificultad de descubrir los sombreros y si se los quiere llevar pagarlos todos, aunque sea a cien liras. He aquí por qué el hecho económico conocido por todos es que, apenas congelado, tasado y fijado imperiosamente el precio de los sombreros, éstos desaparecen de la circulación y son acaparados para no venderlos sino a escondidas y a un precio aumentado aún por una cuota que cubra al vendedor, de multas y prisión.
El comprador es el que sufre pues el mercado no legal o negro, a menos que vaya sin sombreros. Muchas cabezas van hoy sin sombrero, y muchas van por ahí vacías, especialmente las de los competentes en economía política; pero son los estómagos los que no pueden ir por la vida vacíos porque se chingan las piernas: he aquí porqué nada pudo impedir la subida de los precios, además de los sombreros, de todos los alimentos y géneros de primera necesidad.
Ahora bien, el arrendador entrega la casa al arrendatario no piedra a piedra, sino toda entera apenas se ha firmado el contrato; ni el mismo dueño de la casa puede ya poner un pié en ella sin permiso del inquilino. Mientras que en cualquier otro sector del mercado es árbitro del precio quién vende ya que siempre puede decir impasible: muy bien, si no te conviene el precio déjame la mercancía, en la casa el árbitro, una vez que está dentro, es quién compra y paga. En vía normal, si no paga los cánones sucesivos al primero o a los primeros entregados en el acto de la estipulación, o si paga menos, el dueño tiene que recurrir a un largo y costoso proceso legal de desalojo, y raramente de recuperación de los alquileres no pagados.
En el caso general es el comprador el que tiene que ceder o correr a gimotearle al Estado para que obligue a vender; en el caso de la vivienda es el vendedor del servicio de la casa quien no tiene otra alternativa que llamar al Estado cuando no le pagan.
El Estado se permitió pues la burlona bravata: inquilinos, oponeos a cualquier exigencia de aumento de canon; pagad el viejo alquiler y ni un céntimo más hasta que acabe la guerra, que yo me guardaré bien de mandar a los policías para echaros. Mientras que el capitalismo industrial, comercial y financiero sacaba a relucir sus garras de lobo y de tigre, el terrible Estado, ya fuera democrático, popular o nacional, vendió a buen mercado la jactancia social y moral de haberle cortado las uñas a la tímida gatita de la propiedad urbana. No llegó a controlar ni discriminar un carajo, y bloqueó tanto el alquiler que una pobre familia de desocupados pagaba a un dueño de edificios millonario, cuanto lo que por ventura pagaba un gran establecimiento industrial por ocupar la única casita que poseyese una familia de pequeños burgueses muertos de hambre.
Como hemos recordado, triunfaba no la moderna línea dirigista y planificadora de los poderes públicos para el interés general, sino el tradicional artículo que compendia toda la sabiduría del derecho burgués: «artículo quinto, quien tiene la posesión ha vencido».
Esta medida, salida sin esfuerzo del cráneo de Benito, ha sido heredada, defendida y alardeada como fácil elemento de éxito, especialmente electoral, por socialistas y comunistas de hoy, mientras que el Estado capitalista por una parte y jefes proletarios por otra, desde entonces a hoy, con una indiferencia e impotencia igualmente común, han tenido que asistir a la subida vertiginosa de todos los costes y a la depresión progresiva del tenor de vida de quien trabaja, en guerra y en postguerra: desequilibrio al que el tantum economizado sobre la casa está lejísimos de taponar las dolorosas fallas.
En qué medida esta política de compresión del alquiler, o de abolición de éste transformando al inquilino en pequeño propietario, sea radicalmente no socialista, lo hemos mostrado a fondo remitiéndonos al clásico escrito de Engels, que ha ridiculizado –extrayendo magníficas lecciones sobre la economía marxista– la analogía entre la relación de inquilino a dueño de la casa y la relación de obrero a patrón de la fábrica. El trabajador cambia su fuerza de trabajo por dinero: el inquilino su dinero por la casa, mejor dicho por plazos de uso de ésta. Por tanto este último no es un productor explotado sino un consumidor; más bien un consumidor privilegiado porque tiene en su puño el objeto de consumo, mientras que, como norma, lo tiene en su puño el vendedor.
Por consiguiente, el agitador de tres al cuarto dice: en el caso del trabajador, le hemos evitado (Benito y yo) que al caro pan, al caro sombrero y a los caros zapatos se añada la cara casa; por tanto está menos explotado.
Pero un breve análisis muestra que el peso social sobre la clase trabajadora, sobre la cual pesa todo y no puede dejar de pesar, no se ve disminuido por los efectos de la imbécil, torcida y tramposa legislación italiana sobre los alquileres, sellada por los guardasellos Grandi, Togliatti o Grassi.
Cortando la renta patronal, se ha hecho un corte en vivo sobre la contribución para fines sociales que contribuye a mantener en orden la dotación para la construcción, resultado del trabajo de generaciones. Este daño en Italia es de volumen superior al de los bombardeos de la guerra. En Italia el patrimonio de los edificios, especialmente los de viviendas es de edad media altísima y altísima es la cuota del mantenimiento de éstos: omitiendo dicha cuota se acelera su degradación. Esto debería ser compensado por intensificadas construcciones de nuevas viviendas, que en ambiente capitalista se paran completamente porque los bajos alquileres impiden remunerar el capital invertido, y antes todavía por efecto general de la crisis económica de guerra.
Por tanto la dotación de viviendas a disposición de la población italiana no sólo ha disminuido en cifras absolutas, mientras que debería aumentar por razones demográficas, de saneamiento y por el exagerado número de ocupantes de cada habitáculo, sino que el ritmo de la disminución ha sido agravado por la política del bloqueo.
Esto quiere decir que, disminuyendo las casas y creciendo los habitadores, ha crecido pavorosamente el hacinamiento, que era ya uno de los peores de Europa, y ha crecido sobre todo en perjuicio de las clases pobres, comprimidas en las casas antiguas e insalubres, que pagan menos casa, pero también las consumen menos, y a menudo carecen completamente de ellas.
Habiéndose creado pues una extraña desigualdad entre casas de alquiler bloqueado y casas de alquiler libre, sucede que las pocas construcciones que se hacen se pueden alquilar a cualquier precio: con los datos de costo de hoy el capital se abstiene de todas aquellas que no pueden dar más de dos mil liras por habitación y mes, por lo menos; ya que un rédito neto de veinte mil liras anuales no remunera más que al 5% un capital de 400 mil liras, que no son suficientes para construir la vivienda. Al final casi todas las subvenciones de las leyes especiales se dan en beneficio de las casas para las clases ricas, y para los pobres no se hacen casas: la apariencia de que el proletariado pague con un % menor de su rédito el conjunto de casas que ocupaba en otro momento, cede el puesto a la realidad de que los trabajadores, les pagan de mil formas, entre precios caros e impuestos, y mientras siguen viviendo en ratoneras, las casas construidas para los señores.
¡En Francia han notado que mientras entre 1914 y 1948 todos los índices económicos han crecido doscientas veces, el de los alquileres ha crecido siete veces! La clase obrera paga ahora por la vivienda el 4% del salario, y se proponen elevarlo al 12%, lo que no quita que el capital constructor rinda sólo un quinto de lo normal, y por tanto para las nuevas casas obreras el Estado deba pagar las cuatro quintas partes. ¡Es decir, que al trabajador le conviene más pagar la casa ajena a un precio alto, que pagar a precio medio la casa construida a su costa! Esa absurda diversidad de adecuación de índices económicos trasladados a la moneda es una necedad, una de las tantas del régimen capitalista, un elemento más para el peso que la anarquía económica determina sobre las espaldas de los trabajadores, y nunca una prueba de que también en campo muy restrictivo el estado moderno quiera, pueda y sepa hacer obras de «justicia», aunque sea solamente de mitigación de las distancias sociales.
La legislación italiana de hoy ofrece otra obra maestra. ¿No podrían hacer en cualquier ciudad un festival anual de las leyes de los Estados de todo el mundo como se hace en Venecia para el cine? Aludimos a las leyes Fanfani, que posiblemente le gane incluso al material ofrecido por los decretos y leyes Gullo-Segni en materia de reforma agraria.
Las leyes Fanfani declaran no tener por mira la reconstrucción de edificios ni la solución general del problema de la vivienda en Italia, sino remediar el problema de la desocupación.
La ocurrencia no es despreciable, ya que la amplitud del problema de las casas en Italia ridiculiza las cifras de asignación monetaria de las distintas leyes Tupini, Aldisio, etc., mientras que ciertamente cada nueva construcción emplea a algún trabajador. También los liberadores que tiraban bombas desde las fortalezas volantes podían, con la misma lógica, decir: contribuyamos a la ocupación obrera.
Veamos sin embargo las nuevas justificaciones en relación a la necesidad constructora. Antes aún de los daños bélicos en Italia, sin renovar las casas demasiado viejas y malsanas, sin aliviar el índice de 1,4 personas por habitación, se calculaba que, por el aumento de habitantes y la natural degradación de las casas, se habrían debido construir cada año 400 mil habitaciones nuevas. Hoy, con una mínima aportación para compensar el daño de guerra y el atraso de construcciones, y siempre sin la pretensión de mejoras ni de aliviar el hacinamiento, es decir con escaso beneficio de las clases mal alojadas, se debería llegar al menos a 600.000 habitaciones anuales. Costo: al menos 250 mil millones de liras anuales.
Existe un gran problema que todavía no le ha entrado en la cabeza a los planificadores centrales, a sus observatorios y laboratorios de sabiduría económica y estadística. No se necesitan sólo viviendas, sino construcciones de todo tipo, porque también para éstas cuentan los envejecimientos, daños de guerra y retraso de renovaciones. Cada habitación comporta otras dos como media para trabajar, hacer prácticas de varios tipos, comerciar, y divertirse: todo esto a pesar de que se hayan abierto todas las casas que estaban cerradas.
El economista público de antes de la guerra había concluido ya que para la construcción de viviendas el Estado debía contribuir a fondo perdido en un veinte por ciento; hoy llega a la conclusión de que tiene que contribuir al menos con un 60 por ciento. Pero para los otros espacios, que serían pues 1.200.000 anuales antes se suponía que surgieran por inversión privada fuera de las ayudas públicas: hoy no es así, salvo en una minoría de casos, y por consiguiente en los balances públicos irían incluidas otras potentes cifras.
Quedémonos en la vivienda. ¿Frente a los 250.000 millones necesarios «para no volver atrás» qué dan todas las leyes especiales? Quizás la décima parte y sobre el papel.
La ley Fanfani moviliza 15 mil millones anuales estatales, y además contribuciones sobre el volumen de los salarios que los patronos pagan dos tercios y un tercio los trabajadores. Sin provocar tedio con cálculos, serían a pleno régimen del plan quizás otro tanto, por tanto 30 mil millones. No bastan para cien mil habitaciones anuales, una sexta parte del mínimo necesario. El problema trasciende las posibilidades del régimen presente. En la práctica queda luego por ver cuánta parte de los 30 mil millones, que en substancia los paga la clase trabajadora, sea incluso en sentido lato, irán a parar no en viviendas, sino en opíparos beneficios de empresarios, intermediarios de todo tipo, y conductores de cochazos de financieros y constructores.
Y entonces vemos también las cifras desde el lado del problema de la desocupación. El capitalismo y sus agentes organizadores sindicales le han dicho ya al indigente desocupado: ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? Pues, invierte.
Invierte, a coro bien entonado gritan el ECA y el Cominform al Estado italiano y a la clase obrera italiana. Cuando invierte el pobre, hace su agosto el rico.
Fanfani, hombre de genio, que no creemos que esto provenga del diccionario, ni que vaya en el sentido literal, tiene otra fórmula: ¿tienes hambre? Constrúyete la casa. La fórmula es tan inteligente que conduce a una ulterior economía: la casa la hacemos sin cocina.
Describamos la sociedad Fanfani, la Ciudad de la Sombra, en la cual todos son albañiles. Un millón de habitantes de Fanfania, con el índice italiano de antes de la guerra, necesitan 650.000 habitaciones. Supongamos que una casa dure 50 años; es ya un ritmo moderno, superado sólo en América y al cual aspiran en Francia; nosotros habitamos en casas que tienen siglos y siglos. Pero al ritmo de una casa sobre 50 al año nos encontramos bien con el programa italiano de 600.000 habitaciones anuales frente a los cerca de 29 millones de habitaciones que albergan a 45 millones de italianos.
El millón de fanfánicos construye pues cada año 13 mil habitaciones. ¿Cuántos trabajadores se necesitan? Si una habitación cuesta 340 mil liras y poniendo la mano de obra la mitad, o sea 170.000, podemos calcular una media de 200 jornadas de trabajo, y el empleo al máximo de un trabajador anual. Por tanto del millón trabajan sólo 13.000 personas. Las otras 987.000 no trabajan, sino que se quedan en casa. Comer no comen, por lo demás nadie come en Fanfania.
Llegamos a la conclusión que obras de Fanfani, a pleno ritmo, o sea después del primer ciclo de siete años, emplearán para hacer 100.000 habitaciones anuales a 100.000 trabajadores. En su defensa, por los errores americanos, Pella ha revelado que solamente el incremento demográfico arroja al mercado cada año a 200.000 nuevos trabajadores. El plan Fanfani, por tanto, no desarraiga ni la peste constructora, ni la peste social.
Lo más bonito es que, mientras se jacta de que finalmente se dispondrá de casas que serán efectivamente ocupadas por obreros, el cálculo conduce a un alquiler tan alto que un obrero con los salarios actuales no lo puede pagar.
Cuando luego se toca la cumbre de la casa en propiedad para el obrero, aparte el laberinto de las disposiciones para reservarla, asignarla, clasificarla, heredarla, cambiarla si cambia de trabajo y de residencia, etc. se ve que el adjudicatario deberá pagar durante 25 años, una mensualidad enorme. Ésta corresponde al costo de construcción, aumentado por los gastos generales de la Gestión Fanfani casas, disminuido por el importe de la contribución estatal del 1% anual, que será distribuido en plazos constantes, además de impuestos, contribuciones y gastos de copropiedad. Provisionalmente se ha anunciado un plazo de 1.100 liras mensuales, pero un cómputo que por brevedad omitimos conduce a la previsión segura de al menos 1.500 liras mensuales por habitación. Y por tanto por una casa obrera modestísima 5.000 o 6.000. En nuestros cómputos sobre el salario neto de menos de mil liras a jornadas no todas laborables, incluso con el 12% francés, el trabajador no debería y no podría gastar por la casa más de tres mil liras, aparte las categorías privilegiadas y especializadas.
Sucederá que, ya que las casas disponibles serán siempre pocas, y muchos los trabajadores contribuyentes, el obrero italiano rogará cada mañana: Dios de De Gasperi, haz que gane en la Sisal, pero no en los sorteos de las casas Fanfani.
Si, lo mismo que en la amortización, se tiene en cuenta que las cargas estatales son cargas para las clases activas y no para los ricos. Se verá perfectamente que el trabajador, si el plan sigue adelante, posiblemente tendrá una casa suya, pero la habrá pagado bastante más del doble de su valor de mercado, con renuncias, sacrificios y recortes de su remuneración real.
Estos son los milagros de la intervención del Estado en la economía, que son luego los mismos con la fórmula mussoliniana, hitleriana, rooseveltiana, con la laborista o la «sovietista» de hoy.
No sólo mientras que el Estado esté en manos de la clase capitalista, sino mientras que en el mundo existan Estados capitalistas potentes, la planificación económica es una quimera, una fanfarria universal. En cualquier parte y por cualquiera que la intente, no conseguirá gobernar los hechos de la satisfacción y el bienestar humanos, sino que levantará pedestales al privilegio, a la explotación y al saqueo, al «tormento de trabajo» a los cuales somete a las poblaciones.
TESIS RELATIVAS A LOS
CAPÍTULOS I - VI
Las revoluciones de clase.
En las revoluciones sociales una clase le quita el poder a aquella que ya lo detentaba cuando el contraste entre las viejas relaciones de propiedad y las nuevas fuerzas productivas conduce a quebrantar las primeras.
La revolución burguesa.
La revolución burguesa, una vez que los descubrimientos técnicos impusieron la producción en masa y la industria mecánica, abolió los privilegios de los propietarios feudales sobre el trabajo personal de los siervos, y los vínculos corporativos al trabajo manual; expropió en amplia medida a artesanos y pequeños campesinos, despojándoles de la posesión de sus lugares de trabajo, de sus herramientas y de los productos de su trabajo, para transformarlos, como a los siervos de la gleba, en proletarios asalariados.
La revolución proletaria.
La clase de los obreros asalariados lucha contra la burguesía para abolir, junto con la propiedad privada del suelo y de las instalaciones productivas, aquella de los productos de la agricultura y de la industria, suprimiendo las formas de la producción por empresas y de la distribución mercantil y monetaria.
La propiedad del suelo agrario.
La revolución burguesa, en el puesto de las gestiones comunes de la tierra agraria y de la distribución de ésta en circunscripciones feudales, instituyó el libre comercio del suelo, haciendo de éste una posesión burguesa conseguible no por nacimiento, sino con dinero, al igual que la de las empresas industriales y comerciales.
Nota: El pretendido feudalismo del Mediodía italiano.
El ordenamiento burgués en el campo agrario, al igual que en toda Italia, está plenamente realizado en el Mediodía. La pretendida exigencia de una lucha contra privilegios nobiliarios y feudales constituye una desviación total de la lucha proletaria de clase contra el régimen y el estado burgués de Roma.
El derecho inmobiliario burgués.
La disciplina jurídica aplicada por la clase capitalista a la adquisición y la posesión de los suelos, abolidos los vínculos feudales, fue tomada del derecho romano, rigiendo con las mismas normas formales la pequeña propiedad campesina y la gran posesión territorial burguesa.
Nota: La reforma agraria en Italia
Los problemas de la agricultura italiana no son resolubles con reformas jurídicas de la distribución titular de las posesiones, sino sólo con la lucha revolucionaria para abatir el poder nacional de la burguesía, para eliminar el dominio del capital sobre la agricultura, y la pulverización de la tierra, forma misérrima de explotación de quien la trabaja.
La propiedad urbana.
La propiedad de los suelos y de las construcciones urbanas ha tenido en el periodo capitalista una disciplina de mercado y de titularidad privada.
Es condición de la acumulación capitalista la concentración de los no habientes en espacios restringidos; la falta de viviendas, el excesivo hacinamiento en éstas, y la carestía de las casas son una característica de la época burguesa.
La atribución de la casa en propiedad a cada uno de los inquilinos, la supresión o la compresión del alquiler, o incluso que la hacienda pública se haga cargo de los suelos y edificios, no constituyen un programa que responda a los intereses de los trabajadores.
La revolución proletaria tendrá como efecto inmediato una nueva redistribución en el uso de las viviendas, y como objetivo sucesivo la descongestión de los grandes centros urbanos, con el cambio radical de las relaciones entre campo y ciudad.
Nota: El problema de la construcción en Italia
La política de bloqueo de los alquileres y los planes para remediar la desocupación, construyendo casas, son abortos reformistas y recursos demagógicos de una burguesía vencida y vasalla como la italiana. Dicha política confirma la sumisión de la administración pública al capitalismo y a sus exigencias especuladoras, y la absurdidad de llevar a cabo planificaciones racionales en el marco de economías mercantiles fundadas en el beneficio empresarial.
PARTE SEGUNDA
VII
LA PROPIEDAD DE LOS BIENES MUEBLES
EL MONOPOLIO CAPITALISTA SOBRE LOS PRODUCTOS DEL TRABAJO
Los bienes muebles, suministrados por la producción, no son objeto de propiedad titular, y son usables y permutables al arbitrio de su poseedor; tal es la fórmula jurídica en la sociedad burguesa.
En substancia, con el conjunto de la producción, el capitalista empresario tiene la posesión y la disponibilidad de todas las cosas muebles, productos y mercancías resultantes del trabajo en su empresa.
La exigencia socialista de abolir el monopolio de clase de los capitalistas empresarios sobre los medios de producción –presentada como abolición de la propiedad privada titular de los lugares y las instalaciones de las empresas– tiene el alcance real de la abolición del monopolio de cada uno de los empresarios y de la clase capitalista sobre el conjunto de los productos.
Cualquier medida que, limitando la titularidad del propietario del lugar de trabajo o de las instalaciones o de las máquinas, conserve el monopolio directo o indirecto de las personas, de las sociedades o de la clase de los capitalistas sobre los productos y su distribución, no es socialismo.
VIII
LA EMPRESA INDUSTRIAL
EL SISTEMA EMPRESARIAL BASADO EN LA EXPLOTACIÓN DE LOS PRESTADORES DE TRABAJO Y EL DERROCHE SOCIAL DEL TRABAJO
La empresa capitalista de producción tiene por titular a un empresario que puede ser una persona física o una persona jurídica (firma, sociedad, compañía, anónima por acciones, cooperativa, etc.). También en el caso en que la empresa tiene la sede y las instalaciones fijas, el inmueble, o también las máquinas y equipos, pueden pertenecer a un propietario que no sea el empresario.
En la economía burguesa clásica, el valor de cambio de toda mercancía se mide en tiempo de trabajo humano, pero en ella se afirma que exista la misma paridad, de mercado y jurídica, en la compra y venta de mercancías y en la remuneración del trabajo prestado por los dependientes de la empresa. El beneficio sería un premio a la superior organización técnica de los distintos factores.
Marx, con la doctrina de la plusvalía ha demostrado que el salario, o precio pagado por la fuerza de trabajo, es inferior al valor que ésta añade a la mercancía, cuando todo valor viene expresado por tiempos de trabajo. El beneficio del capital representa el trabajo no pagado de los obreros.
La moderna técnica productiva, que impone sustituir las actividades individuales por la actividad social, es aprisionada en las formas de la empresa privada con el fin de garantizar la extorsión de la plusvalía. Con dicha técnica, la clase industrial mejora, conserva y defiende, gracias al poder político que detenta, el sistema de producción que asegura el máximo del beneficio y de la acumulación, mientras que los productos socialmente útiles y beneficiosos (tanto a disposición de la clase trabajadora como de todas las clases) están reducidos a un mínimo en relación al enorme volumen de los esfuerzos de trabajo.
El exceso y el derroche de trabajo social de la clase proletaria, respecto al volumen de los productos útiles para el consumo, da una relación pasiva decenas de veces peor que la relación que existe para cada uno de los asalariados entre trabajo no pagado y trabajo pagado, o tasa de plusvalía.
Por consiguiente son tesis inadecuadas las siguientes: el socialismo consiste en la retribución del fruto íntegro del trabajo; con la abolición del sobretrabajo y de la plusvalía se aboliría la explotación de los asalariados; toda economía sin plusvalía es economía socialista; se puede contabilizar en cifras monetarias una economía socialista; la economía socialista consiste en la contabilización de los tiempos de trabajo.
Socialismo es la eliminación social e histórica del capitalismo, del sistema de producción guiado por la iniciativa de las empresas o de la federación de empresas constituida por la clase y el Estado burgués.
Incluso antes de la fase «superior», en la cual cada uno obtendrá según su necesidad, se podrá decir que se han alcanzado una economía y una contabilidad socialistas sólo en aquellos sectores en los cuales no figuren partidas dobles ni balances de empresa, y en los cálculos de previsión organizativos se empleen sólo unidades físicas de medida, como la unidad de peso, capacidad, fuerza y energía mecánica.
IX
LAS ASOCIACIONES ENTRE EMPRESAS Y MONOPOLIOS
NECESARIA DERIVACIÓN DEL JUEGO DEL MONOPOLIO DE LA PRETENDIDA LIBRE COMPETENCIA
Posición básica de la economía burguesa es que la selección de las empresas socialmente más útiles sea asegurada por los fenómenos del mercado libre y por el equilibrio de los precios según las disponibilidades y la necesidad de los productos.
El marxismo demostró que, aun admitiendo por un momento esta economía de libre competencia, producción y cambio, ficción burguesa e ilusión pequeño-burguesa, las leyes de la acumulación y de la concentración que actúan en su seno la conducen a espantosas crisis de sobreproducción, de destrucción de productos y fuerzas de trabajo, de abandono de instalaciones productivas, de desocupación y miseria general. Es a través de los embates de tales crisis donde se agudiza el antagonismo entre la rica y potente clase capitalista y la miseria de las masas ocupadas y desocupadas, impulsadas a organizarse en clase y sublevarse contra el sistema que los oprime.
La burguesía, clase dominante, encontró desde un principio base suficiente para su unidad en el Estado político y administrativo, su «comité de intereses» a pesar de la ficción de las instituciones electivas, donde gobernaba por medio de aquellos partidos que como oposiciones revolucionarias habían conducido la revolución antifeudal. La fuerza de dicho poder fue inmediatamente dirigida contra las primeras manifestaciones de la presión de clase de los trabajadores.
La organización de los trabajadores en sindicatos económicos se mueve en los límites de la lucha por rebajar la tasa de la plusvalía; la ulterior organización en partido político expresa su capacidad para plantearse como clase el objetivo del derrocamiento del poder de la burguesía, de la supresión del capitalismo, con la reducción radical de la cantidad de trabajo y el aumento del consumo y del bienestar general.
Por su parte, la clase burguesa antagonista, no pudiendo dejar de acelerar la acumulación del capital, procuró de afrontar las enormes dispersiones de fuerzas productivas, las consecuencias de las crisis periódicas, los efectos de la organización obrera, adoptando a un cierto punto del desarrollo las formas (conocidas por la misma historia de la acumulación primitiva) de los pactos, acuerdos, asociaciones y alianzas entre empresarios. Estas formas al principio se limitaron a las relaciones de mercado, tanto en la colocación de los productos cuanto en la adquisición de la mano de obra, con el compromiso de respetar determinados índices evitando la competencia; más tarde se extendieron a todo el engranaje productivo: monopolios, trusts, carteles, sindicatos de empresas que hacen productos similares (horizontales) o disponen las sucesivas transformaciones que conducen a determinados productos (verticales).
La descripción de dicha fase del capitalismo, como confirmación de la exactitud del marxismo «que demostró cómo la libre concurrencia determina la concentración de la producción y cómo ésta (...) conduzca al monopolio» es clásica en Lenin: El Imperialismo (Cfr. V. LENIN, Obras Completas, vol. XXII).
X
EL CAPITAL FINANCIERO
EMPRESAS DE PRODUCCIÓN, DE CRÉDITO Y CONFIRMADO PARASITISMO ECONÓMICO DE CLASE
El empresario tiene necesidad, además de la fábrica y de las máquinas, de un capital monetario líquido que anticipa para adquirir materias primas y pagar salarios, y que después recupera vendiendo los productos. Al igual que del establecimiento y de las instalaciones, él puede no ser tampoco propietario titular de este capital. Sin que este empresario o firma empresarial pierda la titularidad de la empresa, tutelada por ley, él se ha hecho suministrar dicho capital por los bancos, a cambio de una tasa de interés anual.
El burgués que ha alcanzado su forma ideal se nos muestra ya desnudo y desprovisto de propiedad inmobiliaria o mobiliaria desprovisto de dinero, y sobre todo desprovisto de escrúpulos. No invierte ni arriesga ya nada de lo suyo pero el volumen de los productos le queda legalmente en sus manos, y, por consiguiente, el beneficio. La propiedad se la ha quitado de encima, consiguiendo con ello no pocas y diferentes ventajas; es su posición estratégica lo que es preciso arrancarle. Es posición social, histórica y jurídica, que cae sólo con la revolución política, premisa de la revolución económica.
La clase burguesa, a través de la aparente separación del capital industrial del financiero, en realidad estrecha sus lazos. El predominio de las operaciones financieras hace que los grandes sindicatos o asociaciones de capitalistas controlen a los pequeños y a las empresas menores para engullirlos sucesivamente, en el campo nacional e internacional.
La oligarquía financiera, que concentra en pocas manos capitales inmensos y los exporta e invierte de un país a otro, es parte integrante de la misma clase emprendedora, el centro de cuya actividad se desplaza cada vez más de la técnica productiva a la maniobra especuladora.
Por otra parte, con el sistema de las sociedades por acciones, el capital de la empresa industrial constituido por inmuebles, equipos y numerario es titularmente propiedad de los accionistas que toman el puesto del eventual propietario inmobiliario, arrendador de máquina y banca anticipadora. Los cánones del alquiler y flete y el interés de los capitales anticipados toman la forma de una siempre modesta utilidad o «dividendo» distribuido a los accionistas por la «gestión», o sea por la empresa. Ésta es una entidad para sí, que lleva el capital accionarial a su balance pasivo, y con distintas maniobras saquea a sus acreedores; verdadera forma central de la acumulación. La maniobra bancaria, a su vez con capitales accionariales, lleva a cabo por cuenta de los grupos industriales y especulativos este servicio de depredación de los pequeños poseedores de dinero.
La producción de ultrabeneficios se agiganta a medida que se nos aleja de la figura del jefe de industria, que por competencia técnica aportaba innovaciones socialmente útiles. El capitalismo se vuelve cada vez más parasitario, o sea en vez de ganar y acumular poco produciendo mucho y haciendo consumir mucho, gana y acumula enormemente produciendo poco y satisfaciendo mal el consumo social.
XI
LA POLITICA IMPERIALISTA DEL CAPITAL
LOS CONFLICTOS ENTRE GRUPOS Y ESTADOS CAPITALISTAS POR LA CONQUISTA Y EL DOMINIO EN EL MUNDO
En los países industrialmente más avanzados la clase emprendedora encuentra límites a la inversión de capitales acumulados o en la falta de materias primas locales, o en el de la mano de obra metropolitana o en el de mercados de compra.
La conquista de mercados exteriores, el reclutamiento de trabajadores extranjeros, la importación de materias primas, o en fin, la instalación de toda la empresa capitalista en un país extranjero con elementos y factores del lugar, son procesos que no pueden ser desarrollados en el mundo capitalista con los simples medios económicos, como el juego de la concurrencia, [sino que implican] la tentativa de regular y controlar precios de venta y de adquisición, y poco a poco los privilegios y las protecciones con medidas de Estado o convenios interestatales. Por consiguiente el expansionismo económico se vuelve colonialismo abierto o disimulado, apoyado con poderosos medios militares. Es la fuerza la que decide las rivalidades por el acaparamiento de las colonias y el dominio sobre los Estados pequeños y débiles, ya se trate de controlar los grandes yacimientos mineros, las masas por proletarizar, o los estratos de consumidores capaces de absorber los productos del industrialismo capitalista. En el mundo moderno, éstos están constituidos, sin embargo, no sólo por los consumidores proletarios y capitalistas de los países avanzados, sino también por las capas sociales medias como las agrarias y artesanales, y por las poblaciones de países de economía todavía no capitalista, que se están desarrollando hoy como tantas islas que sucesivamente salen de un ciclo local y autárquico de economía capitalista internacional. En esto está el difícil marco general de la reproducción y acumulación del capital, de la crisis de sobreproducción, de la saturación de las posibilidades de colocar los productos en todo el mundo en base a la distribución mercantil y monetaria.
Para todo marxista es evidente que la complicación de dicha relación histórica entre las metrópolis superindustrializadas y los países atrasados, de raza blanca y de otras razas, no puede generar más que incesantes conflictos, no sólo entre colonizadores y colonizados, sino sobre todo entre grupos de Estados conquistadores.
La teoría proletaria rechaza las siguientes tesis como contrarrevolucionarias:
1.- que se pueda y se deba refrenar la difusión en el mundo de la técnica industrial y de las grandes redes organizadas de comunicaciones y transportes (supervivencia de liberalismo y librecambismo pequeño-burgués).
2.- que sea necesario apoyar social y políticamente a las empresas coloniales e imperiales de la burguesía (oportunismo socialdemocrático, corrupción de los dirigentes sindicales y de una aristocracia proletaria).
3.- que el sistema colonial basado en el capitalismo pueda conducir a un equilibrio económico y político entre las potencias imperialistas o a un estable centro imperial único; y evitar la progresiva carrera hacia los armamentos y al militarismo, y el reforzamiento de los sistema opresivos y represivos de policía de clase (falso internacionalismo y federalismo entre Estados burgueses, basado en la simulada autonomía y autodecisión de los pueblos y en los sistemas de seguridad y prevención de las agresiones).
“El imperialismo (...) desarrolla en todas partes la tendencia al dominio, no ya a la libertad” (V. LENIN. El imperialismo fase superior..., en Obras, vol. XXII).
“En la realidad capitalista (...) las alianzas “interimperialistas” (...) no son más que un momento de respiro” entre una guerra y otra, cualquiera que sea la forma que asuman, ya sea la de una coalición imperialista opuesta a otra, ya sea la de una liga general entre todas las potencias (Lenin) (Ibid.).
La única desembocadura del imperialismo mundial es una revolución mundial.
XII
LA MODERNA EMPRESA SIN PROPIEDAD Y SIN FINANZA
LA CONTRATACIÓN Y LA CONCESIÓN, FORMAS ANTICIPADAS DE LA PRESENTE EVOLUCIÓN CAPITALISTA
Toda nueva forma social, que por el efecto del desarrollo de las fuerzas productivas tiende a generalizarse, aparece al principio entre las formas tradicionales con “ejemplos” y “modelos” del nuevo método. Hoy se puede estudiar la forma de la empresa sin propiedad analizando la industria de la construcción de edificios, y más en general de los trabajos públicos, cuyo peso proporcional en la economía tiende a aumentar cada vez más.
Conviene eliminar la figura del “Arrendador”, propietario del suelo o de los establecimientos en los cuales se opera, y que se transformará en propietario de la obra realizada, siendo indiferente que sea un privado, una entidad, o el Estado, para los fines de la dinámica económica de la “empresa contratante”.
La empresa, o “contratador” de los trabajos, presenta estos caracteres:
1.- No tiene un taller, fábrica o establecimiento propio, sino que cada vez instala el “taller” y las mismas oficinas en sede puesta a disposición por el contratante que se carga en su cuenta, incluso contablemente, una cifra por dicha instalación, taller y construcciones provisionales.
2.- Puede tener utensilios e incluso máquinas propias, pero muy a menudo trasladándose a localidades distintas y alejadas, o las alquila o las adquiere y revende en el lugar, o consigue hacerse pagar su entera amortización.
3.- En teoría debe disponer de un capital líquido para comprar materias primas y anticipar salarios, pero hay que señalar: a) que lo obtiene con facilidad de los bancos cuando pruebe que le ha sido “adjudicado” un buen trabajo, ofreciendo como garantía las órdenes de pago; b) que en las formas modernas muchas veces, por efecto de las “leyes especiales”, el Estado financia, anticipa u obliga a entidades financieras a hacerlo; c) que los “precios unitarios” en base a los cuales son pagadas a la empresa las partes de trabajos a medida (o sea los verdaderos productos de la industria en examen, colocados y tarifados en partida y fuera de cualquier azar comercial, mientras que luego es facilísimo conseguir aumentos en la oficina de contabilidad) se forman añadiendo a todos los gastos también una partida para “intereses” del capital anticipado y solo después de todo esto la ganancia del emprendedor.
En esta típica forma subsiste la empresa, la plusvalía, el beneficio, que generalmente es altísimo, mientras desaparece toda propiedad de inmuebles, de utensilios muebles e incluso de numerario.
Cuando todas estas relaciones están a cargo de entidades públicas y del Estado, el capitalismo respira el mejor oxígeno, las tasas de remuneración tocan los máximos; y el sobregasto recae por vía indirecta sobre otras clases: en parte mínima sobre la de los poseedores inmobiliarios y de los pequeños propietarios, y en parte máxima sobre la clase no habiente y proletaria.
De hecho, la empresa no paga impuestos de bienes inmuebles porque no tiene inmuebles, y los impuestos sobre los movimientos mobiliarios de riqueza le son reembolsados también en los “análisis de precios unitarios”, incluyéndolos en la partida de “gastos generales”.
Con estas formas la clase emprendedora no paga nada para mantener el Estado.
Análoga a la contratación es la concesión. El concesionario recibe un área, un edificio, a veces una instalación completa, de la entidad pública: lo gestiona y hace suyos productos y ganancias. Tiene la obligación de hacer determinadas obras ulteriores, instalaciones o perfeccionamientos y contribuye con un cierto canon en dinero, en una sola vez o en plazos periódicos. Después de un cierto número de años, siempre notable, toda la propiedad, incluidas las nuevas obras y transformaciones retornará a la entidad que hizo la concesión o hacienda pública a cuyo nombre siempre ha estado registrada.
El cálculo económico relativo a una relación semejante demuestra su enorme ventaja para el gestor, considerando: los impuestos inmobiliarios que no paga; el interés o renta ingente que compete al valor del suelo e instalaciones originarias, que no ha tenido que adquirir; las tasas de “amortización” para compensar el desgaste y envejecimiento, que no tiene que prevenir, porque devolverá instalaciones no nuevas sino usadas y explotadas durante mucho tiempo.
La concesión presenta la casi total ausencia de riesgos sobre inversiones propias, y el mismo alto beneficio que la contratación, y la característica importante de poderse extender a todos los tipos de producción y abastecimiento de las industrias incluso con sede fija; la tendencia, en esta forma, puede pues cubrir todos los sectores económicos manteniéndose firme el principio de la empresa y del beneficio.
El Estado moderno no tiene nunca en realidad actividades económicas directas, sino siempre delegadas por contrataciones y concesiones a grupos capitalistas. No se trata de un proceso con el cual el capitalismo y la clase burguesa se vean empujadas hacia atrás por posiciones de privilegio; a este aparente abandono de posiciones corresponde un aumento de la masa de plusvalía, de beneficio y de acumulación y del superpoder del capital; y, por todo esto, de los antagonismos sociales.
El volumen del capital industrial y financiero acumulado, a disposición de la maniobra de empresa de la clase burguesa, es pues mucho mayor de lo que aparenta haciendo la suma de cada uno de los registros titulares, tanto de valores inmuebles como muebles, a cada uno de los capitalistas y poseedores, y esto viene expresado por el fundamental teorema de Marx que describe como hecho y como producción social el sistema capitalista, desde cuando éste se afirma bajo la coraza del derecho personal.
El capitalismo es un monopolio de clase, y todo el capital se acumula cada vez más como la dotación de una clase dominante y no como la de un indeterminado número de personas y sociedades. Introducido este principio, los esquemas y las ecuaciones de Marx sobre la producción, la acumulación y la circulación del capital dejan de ser misteriosas e incomprensibles.
XIII
EL INTERVENCIONISMO Y EL DIRIGISMO ECONÓMICO
EL MODERNO RUMBO DE ECONOMÍA CONTROLADA COMO MAYOR SUBORDINACIÓN DEL ESTADO AL CAPITAL
El conjunto de innumerables y modernas manifestaciones con las cuales el Estado aparenta disciplinar hechos y actividades de naturaleza económica en la producción, el cambio, el consumo, es erróneamente considerado como una reducción y una contención de los caracteres capitalistas de la sociedad actual.
La doctrina de la abstención del Estado de asumir funciones económicas y llevar a cabo intervenciones en la producción y circulación de los bienes no es más que una máscara ideológica apta para el periodo en que el capitalismo tuvo que abrirse paso como fuerza revolucionaria, rompiendo el cerco de todos los obstáculos sociales y legales que le impedían desarrollar su potencialidad productiva.
Para el marxismo el Estado burgués, incluso apenas formado, garantizando la apropiación de los bienes y de los productos por parte de quien dispone de dinero acumulado y codificando el derecho de propiedad individual y su tutela, ejercita una abierta función económica, y no se limita a asistir desde fuera a una pretendida espontaneidad “natural” de los fenómenos de la economía privada. En esto está toda la historia de la acumulación primitiva, cuna del capitalismo moderno.
A medida que el tipo de organización capitalista invade el tejido social y los territorios mundiales, y suscita, con la concentración de la riqueza y la expoliación de las clases medias, las contradicciones y los contrastes de clase modernos, alzando en su contra a la clase proletaria, su aliada en la lucha antifeudal, la burguesía transforma cada vez más el vínculo de clase entre sus elementos desde una jactada pura solidaridad ideológica, filosófica y jurídica, en una unidad de organización por el control del desenvolvimiento de las relaciones sociales, y no duda en admitir que éstas surgen no de opiniones sino de intereses materiales.
El Estado pues empieza a moverse en el campo productivo, y económico en general, siempre por el impulso y las finalidades de clase de los capitalistas, emprendedores de actividades económicas e iniciadores de especulaciones, cada vez con base más amplia.
Cada medida económico-social del Estado, incluso cuando consigue imponer de forma efectiva precios de víveres y mercancías, nivel de los salarios, gravámenes a los empresarios para “previsión social” etc., etc., responde a una mecánica en la cual el capital hace de motor y el Estado de máquina “operadora”.
Por ejemplo el emprendedor de una obra pública o el concesionario, pongamos de una red ferroviaria o eléctrica, están dispuestos a pagar salarios más elevados y contribuciones sociales, ya que los mismos se trasladan automáticamente en el cálculo de los “precios unitarios” o de las “tarifas públicas”. El beneficio, calculado en un porcentaje sobre el total, crece, la plusvalía crece como volumen y crece como tasa, ya que también los asalariados pagan impuestos estatales y usan trenes y consumen electricidad, y el índice salario se queda rezagado siempre con respecto a los demás índices.
El sistema, además estimula cada vez más a las empresas cuya realización y cuyos manufacturados sirven poco, o no sirven para nada, o desarrollan consumos más o menos morbosos y antisociales, fomentando la irracionalidad y anarquía de la producción, contra la vulgar acepción que ve en éste un principio de ordenamiento científico y una victoria del famoso “interés general”.
No se trata de subordinación parcial del capital al Estado, sino de más subordinación del Estado al capital. Y, en cuanto se lleva a cabo una mayor subordinación del capitalista individual al conjunto de los capitalistas, se verifica una mayor fuerza y potencia de la clase dominante, y mayor sometimiento del pequeño al gran privilegiado.
La dirección económica por parte del Estado responde, más o menos eficazmente en los diferentes tiempos y lugares, con oleadas de avanzadas y retrocesos, a las múltiples exigencias de clase de la burguesía: conjurar o superar las crisis de sub y sobreproducción, prevenir y reprimir las rebeliones de la clase explotada, afrontar los pavorosos efectos económico-sociales de las guerras de expansión, de conquista, de lucha por el predominio mundial y las convulsiones profundas que les siguen.
La teoría proletaria no ve en el intervencionismo estatal una anticipación de socialismo que justifique apoyos políticos a los reformadores burgueses, y desaceleración de la lucha de clase; considera al Estado burgués político-económico un enemigo más desarrollado, aguerrido y feroz que el abstracto Estado puramente jurídico, y persigue su destrucción, pero no opone a este moderno y esperado desarrollo del capitalismo reivindicaciones liberales o libre-cambistas, o híbridas teorías basadas en las virtudes de las unidades productivas, autónomas de conexiones sistemáticas centrales, y coligadas en el intercambio por pactos contractuales libres (sindicalismo, economía de los comités de empresa).
XIV
CAPITALISMO DE ESTADO
LA PROPIEDAD ESTATAL
LA EMPRESA SIN PROPIEDAD Y SIN FINANZAS
La propiedad del suelo, de las instalaciones y del dinero en la forma estatal está acumulada a disposición de las empresas capitalistas privadas de producción o de negocios, y de sus iniciativas.
Distinción fundamental en la descripción de la economía capitalista moderna es aquella que existe entre: propiedad, finanzas y empresa. Estos tres factores que se encuentran en toda administración productiva pueden tener distinta o única pertenencia y titularidad.
La propiedad concierne a los inmuebles en los que el establecimiento tiene su sede: terrenos, construcciones y edificios con carácter inmobiliarios. Produce un canon de arrendamiento que, depurado de los gastos de “dominio”, da la renta. Podemos extender este factor también a las máquinas fijas, a las instalaciones o a otras obras estables sin alterar la distinción económica, y además a máquinas móviles o utensilios diversos, con la sola relevancia de que estos últimos son de rápido desgaste y exigen una renovación más frecuente con un relevante gasto periódico (amortización) además de un costoso mantenimiento. Pero cualitativamente es lo mismo para las casas y los edificios y también para los fundos agrarios, siendo rechazada por los marxistas que exista una renta base propia de la tierra, que la produzca sin necesidad de la obra humana. Por tanto elemento primero: propiedad que produce renta neta.
El segundo elemento es el capital líquido de ejercicio: con éste se adquieren en cada ciclo las materias primas, se pagan los salarios de los trabajadores, además de los sueldos, gastos generales de todo género y tasas. Este dinero puede ser aportado por un financiado especial, privado o banco en el caso general, que no se ocupa más que de retirar un interés anual a determinado tipo. Llamamos a dicho elemento, por brevedad, finanza y a su remuneración interés.
El tercer elemento característico es la empresa. El empresario es el verdadero factor organizativo de la producción, que hace los programas, elige las compras y permanece árbitro de los productos tratando de colocarlos en el mercado en las mejores condiciones e ingresa todas las ganancias de las ventas. El producto pertenece al empresario. Con sus ganancias se pagan todos los distintos anticipos de los precedentes elementos: cánones de arrendamiento, intereses de capitales, costes de materias primas, mano de obra, etc. Queda, en general, un margen que se llama utilidad de empresa. Por tanto, tercer elemento: empresa, que produce ganancia.
La propiedad tiene su valor, que se llama patrimonio, la finanza el suyo, que se denomina capital (financiero) y en fin también la empresa tiene un valor distinto y alienable derivante, como suele decirse, si no de secretos y patentes de elaboración técnica, sí de “rapidez”, “preparación”, “círculo de clientela” que se considera ligado a la “firma” o “razón social”.
Recordamos también que para Marx, a la propiedad inmobiliaria corresponde la clase de los terratenientes, y al capital de ejercicio o de empresa la clase de los capitalistas empresarios. Estos hay que distinguirlos luego en banqueros o financieros y empresarios en el verdadero sentido: Marx y Lenin ponen en total evidencia la importancia de los primeros con la concentración de los capitales y de las empresas, y la posibilidad de choques de intereses entre los dos grupos.
Para entender bien qué se quiere indicar con la expresión de Estado capitalista y de capitalismo de Estado, y con los conceptos de estatalización, nacionalización y socialización, se debe hacer referencia a la asunción por parte de órganos del Estado de cada una de las tres funciones anteriormente distinguidas.
No da lugar a grave contraste, incluso con los economistas tradicionales, el que toda la propiedad inmobiliaria llegara a ser estatal sin que por ello se salga de los límites del capitalismo y sin que las relaciones entre burgueses y proletarios tengan por qué cambiar. Desaparecería la clase de los propietarios de inmuebles, y éstos, en cuanto indemnizados en numerario por el Estado expropiador, invertirían el dinero transformándose en banqueros o empresarios.
Nacionalización de la tierra o de las áreas urbanas no son pues reformas anticapitalistas: un ejemplo ya llevado a cabo en Italia es la estatalización del subsuelo. La gestión de las empresas se haría en régimen de arrendamiento o concesión, como sucede con las propiedades de la pública hacienda, mineras, etc. (por ejemplo, los puertos, diques, etc.).
Pero el Estado puede asumir no sólo la propiedad de instalaciones fijas y equipos diversos, sino también la del capital financiero, encuadrando y absorbiendo a la banca privada. Este proceso se desarrolla completamente en época capitalista primeramente con la reserva de la impresión del papel moneda que el Estado garantiza a un solo banco, y luego con los cárteles obligatorios de bancos y su disciplina central. El Estado puede pues representar, más o menos directamente, en una empresa no solo la propiedad sino también el capital líquido.
Por tanto tenemos gradualmente: propiedad privada, finanza privada, empresa privada; propiedad de Estado, finanza y empresa privada; propiedad y finanza de Estado, empresa privada.
En la forma sucesiva y completa, el Estado es titular también de la empresa: o expropia e indemniza al titular privado o, en el caso de las sociedades por acciones, adquiere todas las acciones. Tenemos entonces la empresa de Estado en la cual con dinero de éste son hechas todas las operaciones de adquisición de materias y pagos de obra, y toda la ganancia de la venta de los productos va al Estado mismo. En Italia son un ejemplo el monopolio del tabaco o los ferrocarriles del Estado.
Tales formas son conocidas desde tiempos antiguos y el marxismo ha advertido repetidamente que en ellas no existe carácter socialista. No es menos claro que la hipotética estatalización integral de todos los sectores de la economía productiva no constituye la realización de la reivindicación socialista, como repite tan a menudo la opinión vulgar.
Un sistema en el cual todas las empresas de trabajo colectivo fueran estatalizadas y gestionadas por el Estado, se llama capitalismo de Estado, y es una cosa muy distinta del socialismo, siendo una de las formas históricas del capitalismo pasado, presente y futuro. ¿Difiere ésta del llamado “Socialismo de Estado”? con la dicción de capitalismo de Estado se quiere aludir al aspecto económico del proceso y a la hipótesis de que rentas, beneficios y utilidades pasen todos por las cajas estatales. Con la dicción de Socialismo de Estado (siempre combatida por los marxistas y considerada en muchos casos como reaccionaria incluso respecto a las reivindicaciones liberales burguesas contra el feudalismo) se nos remite al aspecto histórico: la sustitución de la propiedad de los privados con la propiedad colectiva acontecería sin necesidad de la lucha de las clases ni el traspaso revolucionario del poder, sino con medidas legislativas emanadas del gobierno: en esto está la negación teórica y política del marxismo. No puede existir socialismo de Estado ya sea porque el Estado hoy no representa a la generalidad social, sino a la clase dominante, o sea a la clase capitalista, ya sea porque el Estado mañana sí representará al proletario, pero apenas la organización productiva sea socialista ya no existirá ni proletariado ni Estado, sino sociedad sin clases y sin Estado.
Desde el punto de vista económico, el Estado capitalista es quizás la primera forma a partir de la cual se movió el moderno industrialismo. La primera concentración de trabajadores, de subsistencias, de materias primas y de equipamiento no era posible para ningún privado, sino que estaba sólo al alcance del poder público: Comuna, Señoría, República, Monarquía. Un ejemplo evidente es la dotación de naves y flotas mercantiles, base de la formación del mercado universal, que parte por el Mediterráneo desde las cruzadas, y por los océanos desde los grandes descubrimientos geográficos de finales del siglo XV. Esta forma inicial puede reaparecer como forma final del capitalismo y ello está trazado en las leyes marxistas de la acumulación y concentración. Reunidas en masas potentes por el centro estatal, propiedad, finanza y dominio del mercado son energías puestas a disposición de la iniciativa empresarial y de la dominante especulación capitalista, sobre todo con los claros fines de su lucha contra el asalto del proletariado.
Para establecer pues la incalculable distancia entre capitalismo de Estado y Socialismo, no bastan estas dos distinciones corrientes:
- que la estatalización de las empresas sea no total sino limitada a algunas de éstas, algunas veces con el fin de exaltar el precio de mercado en beneficio del organismo estatal, algunas otras con el fin de evitar subidas de precios excesivas y crisis político-sociales;
- que Estado gestor de las pocas o muchas empresas nacionalizadas sea todavía el histórico Estado de clase capitalista, aún no derrocado por el proletariado, y del cual toda política está dirigida a defender los intereses contrarrevolucionarios de la clase dominante.
A estos dos importantes criterios es preciso añadirle los otros siguientes, no menos importantes para concluir que nos encontramos en pleno capitalismo burgués:
- los productos de las empresas estatalizadas tienen todavía el carácter de mercancías, o sea son introducidos en el mercado y adquiribles con dinero por parte del consumidor;
- los prestadores de trabajo son todavía remunerados con moneda, por consiguiente siguen siendo trabajadores asalariados;
- el Estado gestor considera los distintos establecimientos como empresas y ejercicios separados, cada una con su propio balance de ingresos y gastos computados en moneda en las relaciones con otros establecimientos de Estado y en cualquier otra, y exige que dichos balances conduzcan a una utilidad activa.
XV
LA FORMACIÓN DE LA ECONOMÍA COMUNISTA
CONDICIONES DEL TRASPASO DEL CAPITALISMO AL COMUNISMO Y EJEMPLOS DE MANIFESTACIONES ANTICIPADAS DE LAS NUEVAS FORMAS
Las características del nuevo sistema de producción y distribución pueden ser determinadas como dialéctica oposición a los obstáculos que impiden su desarrollo. Investigaciones sobre manifestaciones parciales anticipadas de actividades en forma no capitalistas.
Es preferible la dicción de producción o mejor aún de organización comunista, y no de economía comunista, para no caer en el equívoco de la ciencia burguesa que define como hecho económico cualquier proceso que no se refiere simplemente a la producción con el trabajo humano y al consumo para las necesidades humanas, sino que contiene una dirección y un “impulso” hacia la consecución de una ventaja en una operación de cambio, excluyendo pues lo que haya sido hecho por coacción o por espontánea sociabilidad.
Es insensato que los marxistas después de la crítica superadora de los sistemas utopistas (no porque sean demasiado fantásticos, sino porque son siempre malas copias del ordenamiento capitalista) hayan rehuido la concreta explicación de los caracteres de la organización futura.
Está bien claro que cualquier movimiento revolucionario precisa ante todo a las masas las formas tradicionales que quiere destruir, habiendo dejado muy claro que dichas formas son puros obstáculos para un mejoramiento, ya posible de conseguir con los presentes recursos de técnica productiva. Por ejemplo: abolición de la esclavitud y de la servidumbre feudal. Nuestra fórmula es: abolición del asalariado, y hemos demostrado cómo es sólo una paráfrasis la de abolición de la propiedad privada de los medios de producción; y también que la reivindicación expresada negativamente (cap. III) sea más completa e incluya: abolición de la propiedad sobre los productos, del carácter de mercancía de los productos, de la moneda, del mercado, de la separación entre empresas y (se debe añadir) de la división de la sociedad en clases y del Estado.
La abolición de la separación entre las empresas sirve para recordar bien cuan diferente sea la visión marxista de una única asociación productiva respecto a la de un complejo de autónomas asociaciones de grupos de productores, que intercambian y contratan entre ellos, y de los cuales sean árbitros los grupos o consejos de productores. Ésta es una ideología de productores-propietarios y es común de las más diversas escuelas criticadas por nosotros (Proudhon, Bakunin, Sorel, y también: mazzinianos, cristianos sociales, “ordinovistas”). Una fórmula semejante ya estaba en línea, (para aquellos tiempos verdaderamente grandiosa), con San Benedicto.
Por consiguiente el “plan único central” que tiende a ser mundial, es elemento característico de la organización comunista de trabajo y de consumo.
Habiendo establecido nosotros que un plan único del Estado actual por muy centralizado y extenso que esté a federaciones y uniones interestatales con disciplina unitaria de la producción y distribución, sigue siendo completamente capitalista, hay que volver a establecer el conjunto de los caracteres que definen a una organización social ya no capitalista.
Habiendo negado que la presencia de empresas estatales autorice a decir que la sociedad se ha vuelto socialista, o que “en parte es socialista, en parte capitalista”; y contraponiendo a dicha valoración de los recientes fenómenos económicos, completamente esperados, la valoración de que se trata de la concentración de la propiedad, de la finanza, del capital y del mercado, paralela a la concentración de la fuerza política, militar y policiaca del capitalismo y expresión del antagonismo revolucionario; es preciso dejar bien sentado cual es la vía del proceso de desarrollo que permite encontrar organización comunista en un determinado estadio.
La tesis justa no es ésta: todo es capitalismo más o menos fragmentado, liberal o dictatorial, librecambista o planificado, hasta la violenta revolución que destroce al Estado político burgués y levante el de la dictadura proletaria. Solo a partir de tal momento comenzaremos a ver, sector por sector, comenzaremos a ver formas organizativas comunistas tomar el puesto de las capitalistas, y tendremos pues una economía, parte capitalista parte comunista, en rápida transformación. En realidad la urgencia de superar antiguas formas de producción no se presenta en nuestra acepción sólo como reivindicación ideal, sino como concreta evidencia que condena las formas antiguas y muestra el rendimiento infinitamente superior de las nuevas, incluso antes de la revolución política.
Por ejemplo, la esclavitud cae por la revuelta de los esclavos, pero antes de esto, y antes que el Estado la repudie, se hace evidente que los establecimientos basados en el trabajo de esclavos entran en crisis, y prosperan tanto pequeños como medianos establecimientos de productores libres que reclutan a asalariados. El feudalismo vacila porque, a su tiempo, los descubrimientos técnicos y mecánicos muestran como se puedan conseguir productos en las primeras manufacturas y establecimientos agrarios con trabajadores libres con menos esfuerzo que en los oficios artesanos y en los campos feudales. Por consiguiente, en pleno régimen feudal ya existe una parte cada vez mayor de la producción que está implantada capitalistamente.
Debe ser pues posible encontrar en el capitalismo avanzado los ensayos de organización futura comunista, que no están en los establecimientos estatales en cuando tales, sino en sectores especiales.
Se puede tomar el ejemplo del servicio de correos, que se transforma en servicio estatal mucho antes de la revolución burguesa. Sólo el señor privado superpoderoso podía tener para cada mensaje un correo particular a pie o a caballo. El servicio de correos por las rutas principales surgió como industria para el transporte de personas y cosas, y solo después de correspondencia. Pero sólo en un primer tiempo fue gratuito dicho servicio; pronto se hizo pagable por el destinatario, que sin embargo podía rechazar de pagar tanto el envío como la tasa. Estaba claro que semejante servicio no era seguramente activo. El invento del sello lo remedió todo: el servicio fue en todas partes y para siempre estatal, pero mercantil.
Otras exigencias y descubrimientos más complejos nos conducen más lejos. El teléfono puede ser del mismo modo de pago, pero no la radio: se ha considerado que el canon de los radioyentes es un impuesto, no un precio. Gratuito es el servicio de escucha de las radios no nacionales. Gratuito y voluntario se ha hecho el de las señales de los radio aficionados en casos de peligros o naufragios.
Desde sus primeros escritos de 1844 Engels, al hacer resaltar que el monopolio es base del mercantilismo competitivo, pone de relieve la justa teoría de los economistas clásicos: tiene valor toda cosa susceptible de ser monopolizada.[5] Así el aire atmosférico es más vital que el pan, pero no pudiendo ser monopolizado, no tiene valor, y no se paga por él. Se dirá entonces que la naturaleza lo suministra en cantidad ilimitada.
Existen sin embargo ejemplos en los que el límite no se puede poner ni siquiera a prestaciones artificiales. Los hospitales de traumatología recogen a quién se rompe una pierna. Pero no rechazan a quién apenas salido se rompe la otra. El servicio de extinción de incendios no sólo es gratuito, sino que no subordina su intervención a eventuales precedentes salvamentos en el mismo lugar y para la misma persona. Existen, por tanto, ciertos servicios no mercantiles e ilimitados. Por lo demás lo son el pasear por las vías públicas y el beber en las fuentes viales etc., no tocando aquí el punto de los impuestos.
Se puede observar que el enfermero y el bombero son asalariados y pagados con moneda, y por tanto el sector no es ejemplo de relación comunista.
Recurriendo ahora al ejemplo del ejército, vemos una comunidad cuyos componentes mantienen una cierta actividad, no siempre destructiva, y no están remunerados con dinero sino con suministros en especie en cierto sentido no limitadas.
No existe relación entre el compromiso de actividad, sea esta militar o civil, de una determinada sección respecto a otra, y la cantidad de municiones en el sentido general, comprendidas las de boca, los uniformes, los medios de transporte etc. que éstos consumen a cargo de la “intendencia” central.
Son pues evidentes y posibles actividades humanas organizadas en determinados casos sin compensación en dinero; en otros sin ninguna proporción entre consumo de subsistencias y trabajo prestado o producto; en otros sin la exigencia que, establecimiento por establecimiento, deba entrar más moneda de la que sale. Es más, las más amplias y modernas exigencias de la vida colectiva pueden ser satisfechas solamente saliendo de los criterios mercantiles e interesados que se podrían llamar “criterios de balance”. En la lucha, por ejemplo, contra las calamidades naturales, como epidemias, inundaciones, terremotos, erupciones, no sólo no se pide remuneración a los salvados, sino que con disposiciones centrales se trata de movilizar el trabajo de todos los moradores válidos presentes en la zona, sin compensación, y las subsistencias y otras providencias se distribuyen a todos y sin precios.
No debería dudarse que la “civilización” capitalista, que después de su fase de gigantesco potenciamiento de la productividad del trabajo humano, se pone a funcionar como productora en serie de destrucciones, conflictos y guerras exterminadoras también por parte de los no combatientes, la civilización debe tratar como un siniestro, como un permanente desastre que ha envestido toda la superficie terrestre.
En conclusión, en la actividad organizada presente existen actividades y “servicios” cuya estructura hace comprender que el comunismo no sólo es factible sino que es necesario e históricamente inminente, pero dichos ejemplos no se deben buscar en la “estatalización” de los establecimientos productivos, industriales o de la tierra, sino en aquellos casos en los cuales se ha superado la “ecuación mercantil” entre trabajo gastado y valor producido, para llevar a efecto la superior forma de gestión y disciplina “física” de las operaciones humanas y sociales, no representable en partida doble y en activo de balance, dirigido racionalmente según la mejor utilidad general, a través de proyectos y cálculos en los cuales ya no entra el equivalente moneda.
XVI
FASES DE LA TRANSFORMACIÓN ECONÓMICA EN RUSIA DESPUÉS DE 1917
Predominio en la presente economía rusa del carácter capitalista, por la existencia en parte disimulada de empresas internas y externas que se mueven en el ambiente mercantil y monetario.
Una semejante historia económica no ha sido escrita, y no existen datos como para poderla escribir, incluso por parte no de un autor sino de una adecuada organización de investigación independiente (término que en la actual fase ha perdido cualquier sentido concreto), un trazado exhaustivo, comparable al ofrecido por Marx de nacimiento y vida del capitalismo inglés y europeo en general. Ante todo, los poderes de la victoriosa clase capitalista no nacieron ni herméticos ni esotéricos, y en el primer periodo no tenían interés en enmascarar los datos de hecho de su economía, que ingenuamente creían “natural” y eterna: el marxismo encontró pues en Inglaterra no solo teorías económicas que se habían impulsado hasta un nivel notable, del cual han retrocedido luego precipitadamente, sino sobre todo inmensos materiales genuinos. Lo que hoy no es posible en Rusia.
Es preciso poner en su sitio la dispersión del equívoco fundamental del modelismo. Justa es la doctrina de que la revolución política, la primera batalla campal proletaria, puede y debe ser desencadenada en el punto de menor resistencia histórica, y poco importa que la Petrogrado de 1917 fuera capital de un país menos desarrollado que la Francia del tiempo de la Comuna de París. No es preciso de hecho abandonar dicho terreno bien sólido para los comunistas revolucionarios, para escarnecer la posición de aquellos que decían: ¿habéis estado en Rusia? pues haced propaganda de la prueba del experimento de que el comunismo como organización productiva puede funcionar óptimamente.
Lenin ha dicho y escrito cientos de veces que ante todo un modelo aislado no es asunto marxistamente serio, sino que luego para andar para adelante con paso arrollador para realizar socialismo se necesitaba tomar Berlín, París y Londres. Lo que no sucedió. Y entonces es preciso ver claramente los hechos económicos y las posiciones programáticas y sociales de los diferentes periodos, reivindicando la de los bolcheviques desde 1903 a 1917 y desde 1917 hasta 1923 aproximadamente, demostrando que fueron contrarrevolucionarios en el sentido obrero las posiciones del gobierno ruso a partir de entonces, y agravándose cada vez más en las fases: destrucción del grupo revolucionario bolchevique; alianza con las potencias capitalistas occidentales, con Alemania primero, y después con los anglo-americanos; fase actual de propaganda colaboracionista de clase en todos los países y a escala mundial.
1.- El surgimiento del capitalismo ruso en zonas limitadas se debe a la iniciativa del Estado feudal y no a la potente formación de una burguesía indígena (1700-1900).
2.- En la fase en que Rusia era la única nación europea no gobernada por la burguesía, lo que impedía una difusión de la producción capitalista en el inmenso territorio, era justo que el proletariado y su partido revolucionario asumieran los problemas de dos revoluciones inmediatamente soldadas. Políticamente resultó ser Rusia el país más favorable para la táctica del derrotismo revolucionario en guerra (1900-1917).
3.- Las medidas sociales en el periodo inmediatamente sucesivo o la conquista del poder por parte del partido proletario no podían dejar de ser empíricas y transitorias, antes que modelos de propaganda , siendo tarea preeminente abatir las fuerzas contrarrevolucionarias: a) Feudales; b) burguesas, democráticas y de los oportunistas internos; c) externas, no taponando indefinidamente las intervenciones armadas, perspectiva histórica ilusoria, sino atacando con la revolución de clase interna las metrópolis burguesas.
Como Lenin describió, el marco económico ruso era una mezcla de todas las formas económicas: premercantiles (comunismo primitivo, señorío y teocracia asiática, baronía terrateniente), mercantiles (capitalismo industrial, comercial y bancario, propiedad privada de la tierra libre); postmercantil (primeras realizaciones de comunismo de “guerra”, o sea de “guerra social”, como pan, casa y transporte gratuito en las grandes ciudades y medidas semejantes). Ya en dicho marco transitorio, las estatalizaciones de fábricas, establecimientos y bancos, y de explotaciones agrarias. Son medidas revolucionarias, sí, pero de revolución capitalista. Así son las requisas de grano sin compensación hechas por la fuerza a campesinos transformados rápidamente de siervos de la gleba en productores autónomos. Cosas análogas hicieron las revoluciones burguesas: la historia nos lo muestra (1917 - 1921).
4.- Lenin dijo todo esto duramente en el momento de la N.E.P., y Trotsky que compartía sus líneas de actuación explicó que era socialismo con contabilidad capitalista; en efecto, es precisamente el tipo de contabilidad lo que define la forma económica. La exacta expresión marxista era: capitalismo con contabilidad capitalista, pero con registros llevados por el Estado proletario. Se tenía el libre mercado y comercio, la libre producción artesana y pequeño burguesa y el libre, pequeño y medio cultivo de la tierra: todas formas maduras para brotar, pero sofocadas hasta entonces por el andamiaje gubernativo feudal-zarista. Una válvula social revolucionaria fue abierta. En la perspectiva de Lenin, el peligro de este recodo estaba claro, sin sobrentendidos: formación de una clase y de una acumulación capitalista, inevitable en la trama de la libertad de mercado. Lenin pensaba que la revolución proletaria en Occidente se habría dado más prisa. Sólo entonces las medidas despóticas ulteriores de intervención en el cuerpo de la economía rusa podían tomar una dirección socialista (1921-1926).
5.- Abandonada la perspectiva de la revolución política en los países capitalistas, la pretendida teoría del socialismo en un solo país y las intervenciones centrales del poder del Estado, en el sentido de reprimir las fuerzas del pequeño y medio cultivo agrario, comercio e industria, impidiendo que se transformaran en fuerzas políticas, son ejemplos de capitalismo de Estado, sin el mínimo carácter proletario y socialista. La general madurez de la técnica que en un cierto sentido es patrimonio internacional, y, por consiguiente, el encaminamiento de un capitalismo y de un industrialismo hacia un grado de productividad enormemente superior a aquel con el que debutó en Inglaterra, Francia, Alemania y América, abreviaron las etapas de la concentración y de la acumulación. El Estado que había nacido como Estado del proletariado vencedor degeneró en un Estado capitalista y se constituyó –único camino para llegar a la producción por grandes empresas– en empleador del proletariado industrial ruso y en amplia medida del proletariado agrícola; desde aquel momento, su política no tiene la dinámica de las relaciones con la clase proletaria de los países capitalistas, sino la de las relaciones con los Estados burgueses, sean éstos de alianza, de guerra o de convenio.
6.- En la situación que así se ha determinado originalmente subsiste de lleno la economía capitalista de mercado y de empresa. La dificultad de encontrar al grupo físico de hombres que sustituyan a la burguesía que no se ha formado por vía espontánea, o si se formó bajo el zarismo fue destruida después de Octubre de 1917, es dificultad grave sólo a los efectos del modo de pensar democrático y pequeño-burgués, con el que durante decenios han envenenado a la clase obrera sus pretendidos maestros. A medida que la hacienda y la empresa burguesas se transforman de personales en colectivas y anónimas, y finalmente en “públicas”, la burguesía, que nunca ha sido una casta, sino que ha surgido defendiendo el derecho de la total igualdad “virtual”, se vuelve “una red de esferas de intereses que se constituyen en el radio de cada empresa”. Los personajes de dicha red son variadísimos: ya no son propietarios o banqueros o accionistas, sino cada vez más especuladores, consultores económicos, bussinessmen. Una de las características del desarrollo de la economía es que la clase privilegiada tiene un material humano cada vez más cambiante y fluctuante (el rey del petróleo que era ujier, y así sucesivamente).
Como en todas las épocas, dicha red de intereses, y de personas que afloran o no, tiene relaciones con la burocracia; tiene relaciones con los “círculos de hombres políticos” pero no es la categoría política.
“Sobre todo, en época de capitalismo dicha red es “internacional” y hoy no existen ya clases burguesas nacionales, sino una burguesía mundial. Pero existen ciertamente los “Estados nacionales de la clase capitalista mundial”. (Propiedad y Capital, XVI - Fases de la Transformación Económica).
El Estado ruso es hoy uno de éstos, pero con un particular origen histórico. Es el único de hecho salido de dos revoluciones saldadas con la victoria política e insurreccional; y es el único que se ha replegado de la segunda tarea revolucionaria pero que no ha agotado todavía la primera: de hacer de toda Rusia un área de economía mercantil. Con los consiguientes y profundos efectos sobre Asia. La vía más rápida para hacer, sin olvidar que con los otros Estados nacionales no se puede luchar –ni fornicar– con éxito, es la del Estado dueño de tierra y capital, la más fecunda y cálida incubadora de un joven y vigoroso mercantilismo y de negocios empresariales.
La clave de la crítica marxista es que el capitalismo no reduce a cero las fuerzas productivas con el limitadísimo consumo de plusvalía por parte de los dueños de empresa, sino con la destructiva y bestial carrera entre empresas y entre grupos de chupones (o incluso de vanidosos) que cada una de éstas amamanta: en la anatomía de la sociedad rusa, donde no es muy agradable ir a introducir el bisturí, dicho fenómeno parasitario no sólo está vivo y vital, sino al máximo de su virulencia.
XVII
UTOPIA, CIENCIA, ACCIÓN
UNIDAD, EN EL MOVIMIENTO PROLETARIO REVOLUCIONARIO, DE LA TEORÍA, DE LA ORGANIZACIÓN Y DE LA ACCIÓN
El movimiento proletario revolucionario posee la teoría positiva del desarrollo social y de las condiciones de la revolución comunista. La conservación de la línea justa depende de la continuidad, coherencia y rectitud de la línea de acción.
Este movimiento no puede ser conducido más que por una organización en la que esté una minoría de la clase en lucha.
Con las expresiones del socialismo (científico) y comunismo (crítico), debe entenderse el conjunto de una interpretación del proceso de los hechos sociales humanos, de la expectación y reivindicación de que el proceso futuro presente determinados caracteres, de la lucha que conduce la clase trabajadora para alcanzarlos y de los métodos de esa lucha.
En esto está implícita la afirmación de que, a grandes rasgos, se pueden establecer las líneas del desarrollo futuro, y al mismo tiempo de que es necesaria una movilización de fuerzas para favorecer y acelerar dicho desarrollo.
Si todos estos aspectos están en modo expresivo en el marxismo, tanto que, desde que fue formulado, incluso aquellos que no lo han acogido tienen que cortar con él a cada paso, sin embargo, y aunque sea en forma no orgánica, se presentan en todos los “sistemas” precedentes.
Dejando aparte cuestiones abstrusas, como el considerar una común ilusión de teóricos, autores, propagandistas y militantes de partidos de todos los colores, de que valga la pena influir sobre los acontecimientos sociales, estudiar su desarrollo y luchar por éste, pondremos de relieve que toda manifestación de espera del futuro, toda lucha por “cambiar las cosas”, presupone una cierta experiencia y noción del pasado y de las situaciones presentes, y por otra parte todo estudio y descripción del pasado y de los hechos que nos rodean no ha tenido nunca desarrollo si no es para llegar en cierto modo a previsiones plausibles y prácticas innovaciones. Es preciso limitarse a constatar que ha sido así para todos los movimientos reales. Sin abordar de partida (o sea metafísica y vanamente) los sólitos rompecabezas de finalidad o mecanicismo.
Seres, hombres y grupos indiferentes de saber “hacia donde se iba” o de tratar de cambiar la dirección del movimiento, han sido siempre igualmente ineptos ante las seducciones de una investigación fríamente cognoscitiva y descriptiva, que realice sus resultados sin cuidarse de más y sin ninguna utilidad de su archivo. Si fuera posible sólo hacer la fotografía de la realidad y del mundo, no se necesitaría ir más allá de la primera fotografía: cuando se recoge una serie de ellas quiere decir que se buscan reglas de uniformidad y desuniformidad entre los distintos clichés revelados, y si se hace esto es para decir en cierto modo que revelaría una foto sucesiva, antes de haberla hecho.
Los grupos humanos han partido más bien de las tentativas de saber el futuro antes de haber edificado sistemas, incluso iniciales, de conocimiento de la naturaleza y de la historia de acontecimientos pasados. El primer sistema es la tradición hereditaria de nociones que respectan a cómo prevenirse de inconvenientes, peligros, cataclismos; viene después el registro aunque embrionario de hechos y datos contemporáneos y transcurridos. La crónica nació después de la pragmática. El mismo instinto de los animales, que se reduce a una primera forma de conocimiento cuantitativamente baja, regula su comportamiento sobre acontecimientos futuros para evitarlos o facilitarlos: un estudioso de la materia da de ésto esa bonita definición: “el instinto es el conocimiento hereditario de un plan específico de vida”. Todo el que forma y posee planes, trabaja sobre datos del futuro. Mucho mejor si tomamos el adjetivo específico ligado a “especie”, o sea no un plan determinado, sino un “plan para la especie”.
Volando a través de todo el ciclo, el comunismo es el “conocimiento de un plan de vida para la especie”. O sea para la especie humana.
En su acepción utopista el comunismo quería elaborar el futuro olvidando o descuidando el pasado y el presente. El marxismo ofreció la más completa y definitiva crítica de la utopía como el plan o el sueño de un autor o de una secta iluminada, que parecían decir: llegados nosotros, el problema está resuelto, como lo habría estado si hubiéramos llegado, con el mismo plan, mil años antes.
Según el marxismo todos los sistemas de pensamiento y de ideas religiosas o filosóficas, no son producto de cerebros individuales, sino expresión, aunque sea informe, de los datos de conocimiento de una cierta época social, ordenados según los fines de sus reglas de comportamiento. No son causas, sino productos del movimiento histórico general. En su sucesivo desarrollo se encuentran con que están envejecidos, o sea, que reflejan en sus formulaciones las condiciones antiguas, y en otros casos que son anticipadores, o sea de ser efecto de la descomposición de aquellas viejas formas y de sus contrastes, de modo que expresan el futuro. Así en la época esclavista la reivindicación, ante la ley y la usanza, de que un hombre no debía ser propiedad de otro, tomaba la forma misteriosa de la igualdad de las almas ante el dios único. Pero esto no sucede porque el dios se haya decidido a revelarse, sino por la descomposición y la no conveniencia de la producción esclavista: los cristianos la volverán a aplicar contra los negros cuando reaparecen las condiciones idóneas, como mucha tierra libre para pocos ocupantes, por efecto de los descubrimientos geográficos.
Por consiguiente, las tesis sobre la unidad de dios y la inmortalidad del alma no son emitidas por casualidad, sino que dicen con otras palabras que es inminente el tiempo en que todo trabajador será libre en su persona. Para los creyentes, ideólogos y juristas es una conquista de la persona humana; para nosotros es una conquista, llegada en su tiempo, de un nuevo y más eficiente “plan de vida de la especie”.
Consecuentemente el marxismo, aun rindiendo homenaje al utopismo del siglo XVIII, que a su vez mostró de modo aproximado una condición madura, señala su debilidad al no saber conectar el final de la economía de propiedad privada, no sólo del hombre sobre el hombre, sino también del hombre sobre el trabajo del hombre, a la cumplida evolución de una determinada forma social, el capitalismo.
El utopismo es una anticipación del futuro; el comunismo científico lo remite a la cognición del pasado y del presente, sólo porque del futuro no es suficiente una anticipación arbitraria y romántica, sino que es necesaria una científica previsión; esa específica previsión que se ha hecho posible por la plena maduración de la forma capitalista de producción, y que estrechamente se conecta a los caracteres de esta forma, de su desarrollo, y de los peculiares antagonismos que surgen en ella.
Mientras que en las viejas doctrinas el mito y el misterio fueron expresiones de la descripción de los acontecimientos precedentes y actuales, y mientras que la moderna filosofía de la clase capitalista se jacta (cada vez con menor resolución) de haber eliminado dichos elementos fantásticos de la ciencia de los hechos registrados hasta ahora, la nueva doctrina proletaria construye las líneas de la ciencia del futuro, completamente desembarazadas de elementos arbitrarios y pasionales.
Si un conocimiento general de la naturaleza y de la historia, o parte de ella, es posible, este comprende, inseparable de sí, la investigación del futuro: cualquier fundada polémica contra el marxismo no puede estar más que sobre el terreno de la negación del conocimiento humano y de la ciencia.
Aquí se trata no de ofrecer todo el marco de tal problema, sino de eliminar las deformaciones que pretenden admitir del marxismo el análisis original e incomparable de la historia humana y del presente armazón social capitalista, llegando luego por extinción de calor a posiciones escépticas, agnósticas y elásticas acerca del itinerario preciso del devenir revolucionario, y la posibilidad de haberlo conocido y trazado esencialmente, desde cuando la clase proletaria ha estado de hecho sobre la escena social en masas eficientes.
Reguladas las cuentas con los profetas, lo fue al mismo tiempo con los Héroes, que las viejas concepciones de la historia ponían en lo más elevado, tanto en la forma de capitanes de armas como en la de legisladores y ordenadores de pueblos y de Estados. También es inútil decir aquí que, al igual que todo sistema profético, toda gesta de conquistadores o de innovadores políticos es cribada por la crítica marxista como expresión y resultado que traduce efectos profundos de los “planes de vida” que se suceden envejecen, y se imponen.
La nueva doctrina no puede pues ligarse a un sistema de tablas o textos, dados por sentados antes de toda la batalla; como no puede confiarse al éxito de un Jefe o de una vanguardia combatiente rica de voluntad y de fuerza. Profetizar un futuro, o querer realizar un futuro, son posiciones ambas inadecuadas para los comunistas. A todo eso le sustituye la historia de la lucha de una clase considerada como un curso unitario, del cual a cada momento contingente sólo un tramo ha sido desarrollado, el otro se espera. Los datos del curso ulterior son igualmente fundamentales e indispensables como los del curso pasado. Por lo demás los errores y las desviaciones son igualmente posibles en la valoración del movimiento precedente, y en la del movimiento sucesivo: y todas las polémicas de partidos y de partido lo prueban.
Por consiguiente el problema de la praxis del partido no es el de saber el futuro, que sería poco, ni el de querer el futuro, que sería demasiado, sino el de “conservar la línea del futuro de su propia clase”.
Está claro que si el movimiento no la sabe estudiar, indagar y conocer, ni siquiera estará en condiciones de conservarla. No es menos claro que si el movimiento no sabe distinguir entre la voluntad de las clases constituidas y enemigas y la suya propia, igualmente la partida está perdida, y la línea extraviada. El movimiento comunista no es cuestión de pura doctrina; no es cuestión de pura voluntad: sin embargo, la falta de doctrina lo paraliza, la falta de voluntad lo paraliza. Y la falta quiere decir absorción de doctrinas ajenas, de voluntades ajenas.
Aquellos que se burlan de la posibilidad de trazar un gran itinerario histórico a mitad del curso (como sucedería a quien, habiendo descendido el río desde su nacimiento hasta la mitad, se pusiera a diseñar el mapa de éste hasta el océano; conjetura no inaccesible para la ciencia física geográfica), son llevados a excluir cualquier posibilidad de influencia de individuos o grupos sobre la historia, o a exagerarla, por cuanto respecta sin embargo a una sucesión inmediata.
Errores voluntaristas hubo en las dos grandes desviaciones revisionistas de finales del siglo XIX y principios del XX. El reformismo, pretendiendo conservar la doctrina clásica como estudio de la historia y de la economía, rechazó como ilusorio el trazado del curso futuro y se redujo a trabajar sobre fines de detalle y de corto plazo, a renovarse de vez en cuando. Su motivo fue “el fin no es nada, el movimiento lo es todo”. En una línea semejante, surge la duda entre el fin de un inmediato interés de la clase obrera y el de sus jefes y dirigentes: tanto el uno como el otro pueden encontrarse opuestos respecto al fin de clase lejano y general. He aquí el oportunismo. La otra escuela, el sindicalismo, rechazó el determinismo, asumiendo aceptar la doctrina de la lucha económica de la clase y el método violento, pero no político: lo que lo encerró fuera de la lucha por el curso general de clase. Confluyeron reformismo y sindicalismo en la degeneración socialpatriótica.
Una degeneración del todo paralela es la de la Tercera Internacional y del partido ruso en el segundo cuarto del siglo actual: abandono de la línea de la finalidad general de clase para seguir resultados próximos, locales, cambiables de fase en fase.
La cuestión de la acción comunista, de la estrategia, de la táctica o de la praxis es la misma cuestión, o sea, la de conservar la línea del futuro de clase, y esta cuestión viene planteada desde cuando la clase proletaria aparece socialmente. Que existan soluciones distintas de época a época y de país a país no se niega, pero en esta sucesión de soluciones debe existir una continuidad y una regla, abandonada la cual el movimiento se descarría. A esta luz las cuestiones de organización, de disciplina, se alejan del constitucionalismo de fórmulas jurídicas, que conectan base, cuadros y centro, para comprometer al centro dirigente a no abandonar la “regla” de acción, sin la cual no existe partido, y mucho menos partido revolucionario.
Por consiguiente, si nadie niega que en las naciones en las que la burguesía tenía todavía que derribar el poder feudal el proletariado no podía dejar de flanquear dicha lucha, la izquierda marxista quiso que se siguiera el principio de que en los países con poder capitalista no se pudieran hacer alianzas con fracciones de la burguesía. En tiempos de Lenin la crítica y la política proletaria asimilaron a éstas a los partidos que, llamándose obreros, rechazaban el postulado de la acción violenta y de la dictadura proletaria.
La izquierda en la tercera Internacional tuvo que combatir contra el frente único con los partidos socialdemócratas, como nueva forma gradualista y posibilista, siendo vencida organizativamente: teóricamente se ha ganado la partida en la previsión de que dicha medida conduciría a la colaboración con partidos, clases y Estados capitalista e imperialistas, y a la destrucción del movimiento revolucionario.
Esto basta para demostrar que el partido y la Internacional revolucionarios no pueden tener más que un sistema rígido de reglas de praxis, que los centros (y los llamados dirigentes) no deben tener facultad de transgredir bajo pretexto de situaciones nuevas e imprevistas. O esta construcción, por un grupo de reglas de fundadas previsiones sobre el desarrollo de los hechos es posible, y entonces la izquierda tenía razón; o no es así, y entonces no sólo se habría desviado la izquierda marxista, sino que sería el método marxista el que habría caído, en cuanto habría quedado reducido a un registro de meteorología social y a una defensa lugar por lugar y día por día de intereses contingentes de las categorías que trabajan, pretensión insuficiente para distinguirse de cualquier otro partido político hoy en acción en cualquier país.
La garantía contra los repetidos y ruinosos derrumbamientos del movimiento no está más que en la histórica demostración de que este resurja, no sólo con afirmada teoría marxista y determinista, sino con un cuerpo de normas de acción extraído de la secular experiencia acumulada, y sobre todo del aprendizaje utilísimo de fracasos y derrotas, consiguiendo mantenerse fuera de los inconvenientes debidos a las improvisadas maniobras, habilidades y estratagemas políticas de los dirigentes, que si es preciso deben ser renovados sin descanso, y echarlos como personas, apenas vacilen y caigan en dicha praxis degeneradora.
En otros textos fue mostrado como cualquier recurso estatutario o de reglamento para establecer quién está sobre la gran línea histórica es una ilusión: ¿hasta que no se sostenga posible convocar a la suprema hipocresía de las consultas, forma exquisitamente burguesa, a las sucesivas generaciones de la clase: a los muertos, a los vivos y a los que están por nacer?
Como teoría del pasado, del presente y del futuro ponemos por base el Manifiesto de 1848, el Capital, las obras críticas de Marx y Engels sobre todo sobre el valor de las luchas por el poder y de la Comuna de París, la restauración antirrevisionista de Lenin y de los bolcheviques en tiempos de la primera guerra mundial.
Como praxis práctica se puede partir sólidamente del Manifiesto, dejando firme el punto de que muchas revoluciones capitalistas estaban aún por cumplirse, y que en aquel tiempo ningún partido se llamaba obrero si no estaba sobre el terreno de la lucha armada antiburguesa. Que después, en el curso de un siglo, hayan surgido partidos obreros con programas no sólo constitucionales, sino antirrevolucionarios, no es un hecho nuevo de la historia, sino una confirmación del curso de previsiones que sobre el Manifiesto se edificó.
Nos basta anteponer dos pasajes del Manifiesto:
“Los comunistas luchan para alcanzar los objetivos y los intereses inmediatos de la clase obrera, pero en el movimiento presente representan al mismo tiempo el futuro del movimiento mismo”. (K. Marx-F. Engels, Obras, vol. VI).
Todo movimiento presente es para los deterministas un dato que no se puede negar. Pero sólo los comunistas aportan el dato de “representar el futuro del movimiento” o sea de la clase que lucha, y que lucha para suprimir las clases.
“Los comunistas apoyan en todas partes cualquier movimiento revolucionario contra las condiciones sociales y políticas existentes”. (Ibi.).
Las condiciones hacen reconocer a los movimientos revolucionarios: éstos usan la fuerza y destrozan la legalidad; estos cambian las relaciones de poder de las clases.
“Estos ponen por delante siempre la cuestión de la propiedad, haya alcanzado ésta una forma más o menos desarrollada, como la cuestión fundamental del movimiento”.
Cuestión de la propiedad equivale en los textos marxistas a cuestión de la economía, cuestión de clase: formas de la propiedad equivale a relaciones de producción.
Por consiguiente, la revolución capitalista en Alemania en 1848 y en Rusia en 1917 interesaba a los comunistas por dos razones: primero, porque pudiera dar empuje a la inmediata revolución proletaria europea; segundo, porque, aún en la hipótesis de que el movimiento se varara en la revolución burguesa, esta perturbara el fondo de las relaciones de producción feudal y desenganchara el irresistible encaminamiento de las formas modernas de producción y cambio capitalistas y mercantiles, tomando el puesto del sueño feudal.
En 1848, en 1917 o en 1952, la existencia de un partido sólido igualmente en doctrina, organización y táctica es la única garantía de que no se cambien aquellos dos motivos, razones, objetivos, de plena realidad histórica, por un tercero ficticio y ruinoso: que ante todo y antes de la específica lucha de clase entre ellos, burgueses y proletarios tengan una cierta esfera común de teoría y acción, por los postulados de una pretendida civilización humana, como serían los diferentes ideologismos liberales, igualitarios, pacifistas y patrióticos.
Todas las veces el movimiento, no habiendo recogido la dialéctica de las posiciones históricas, ha naufragado en el mismo cenagal.
Hemos tratado de Propiedad y Capital para que fuera muy evidente que en la época histórica que vivimos, después de haber caído el feudalismo no sólo en Alemania, Rusia y Japón, sino también en China e India, existe una sola cuestión histórica mundial de la Propiedad, y es la cuestión del Capital, de la muerte del Capital, de la cual hay que continuar escribiendo la historia antes de que se produzca.
Para escribir este curso, una vez más teoría y acción, ciencia histórica y económica y programa político, proceden inseparables. Y mirando al punto de llegada general del movimiento, en el tiempo y en el espacio.
Por ello deciden (sobre el falso comunismo y sobre el Estado ruso) no el estudio, por lo demás obvio, de la situación económica al otro lado del telón, y de sus relativas relaciones sociales, sino el estudio y la simple constatación de la política activa de dicho partido, de dicho Estado.
En determinados límites de espacio y tiempo la tesis de un victorioso partido de dictadura obrera, ocupado en hacer pasar formas de propiedad feudal a formas capitalistas, no es marxistamente absurda. Pero dicho partido NO LO ESCONDERÍA, sino que proclamaría a los cuatro vientos sus propios objetivos, como impuso el Manifiesto; de hacer estallar la revolución en los países capitalistas clásicos, teniendo hasta entonces aferrado en sus manos poder y armas, para luego marcar el paso de la transformación social.
Contra la aplicación a la Rusia de hoy de semejante hipótesis está la degeneración de la táctica desde 1923, la política de alianza con Estados y partidos de las formas burguesas de producción sobre los planes políticos internos e internacionales y el militar de la segunda guerra mundial. No hay necesidad de mayores responsos; y como confirmación de la diagnosis está la vergonzosa propaganda general en las filas obreras del pacifismo social y constitucional interno en los países burgueses, y de emulación y pacifismo internacional.
No se le puede negar importancia a una situación en la que la guerra imperialista, antes que ver a dos grupos de Estados declaradamente capitalistas en conflicto vea a todos estos de una parte, y de la otra sólo, o casi, al Estado “criptocapitalista” heredero de una revolución proletaria; en cuanto dicha situación comportaría la “denuncia”, en la política interna de todos los Estados enemigos, de toda táctica de distensión y colaboración social, y sin más el empleo por parte de las fuerzas sedicentes comunistas de medios de sabotaje y de guerra civil.
La certeza de que incluso en esta hipótesis se tratará de política contrarrevolucionaria, o sea discordante con el fin general del comunismo proletario, no deriva de embrollados quimismos económicos y sociales, sino que está sólida en las constatadas roturas e inversiones de la línea histórica, y en la convicción de falso a la cual están históricamente ligados aquellos que han presentado como política revolucionaria la tendente a la ilusoria restauración de la democracia contra el fascismo mundial, y presentan como sociedad comunista un banal mercantilismo industrial que sin embargo incendia el corazón de la durmiente y milenaria Asia.
O la fase de la paz y del mercado mundial sin telones o la de la tercera guerra pondrán al marxismo en el banco de prueba. Si sale será con la conquista de que sobre la directriz del gran curso histórico, trazada como se la trazó Colón hacia Oriente dialécticamente tomado por Occidente, existen desaceleraciones espeluznantes y peligrosas, obstáculos pavorosos, pero la ruta debe seguir siendo la misma del día en que se levaron anclas, en una fulgurante certeza gritada a un mundo enemigo.
APÉNDICE
EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO DE LA SOCIEDAD COMUNISTA ELIMINA TODA FORMA DE PROPIEDAD DEL SUELO,
DE LAS INSTALACIONES DE PRODUCCIÓN Y DE LOS PRODUCTOS DEL TRABAJO
Los textos marxistas y el informe de Turín
Al desarrollar los argumentos de Turín, y en modo especial en la segunda reunión, dedicada a tratar las recíprocas acusaciones de revisionismo intercambiadas entre “comunistas” yugoslavos y rusos, se recurrió ampliamente, como de costumbre, a textos de base del marxismo, con citas de las que no siempre, en el resumen aparecido en cuatro entregas, hemos podido hacer referencia cómodamente.
Nuestra preocupación en dicho desarrollo ha sido demostrar como nuestras valoraciones y formulaciones de los problemas discutidos no se separan nunca de las clásicas de la doctrina de Marx. Tanto más dicha prueba era ceñida a propósito de una discusión en la cual los contendientes reivindican cada uno de estar plenamente en la línea tradicional de los principios en cuanto acusan al contradictor de haberse desviado de éstos de modo culpable.
La polémica podía tomar una forma y un desarrollo diferentes, donde los dos grupos contendientes, que para nosotros ambos están caracterizados por formas de degeneración oportunista mucho más extremado que la de los “revisionistas” históricamente clásicos de finales de siglo XIX y de la primera guerra mundial, admitieran abiertamente que se van separando cada vez más de la teoría socialista tal como fue enunciada por Marx y estrictamente defendida por Engels y luego por Lenin. Pero estos señores, si ya desde hace mucho tiempo van admitiendo que se tenga el derecho de modificar, en el curso del tiempo, los principios originarios del partido, y si al final terminarán –estamos segurísimos– por confesar abiertamente de haberlos bouleversé, invertido sin más, nos han presentado hoy una extraña fase de lucha “contra todo revisionismo”, han ostentado de estar convencidos de que éste sea hoy ideológica y científicamente tan condenable como el de medio siglo atrás, y, por tanto, han intercambiado entre ellos el epíteto de revisionistas como la injuria más infamante.
La contraposición pues a toda la charlatanería de esta gente de citas auténticas de los textos clásicos se convierte, por su misma elección, en decisiva. La posición es bien distinta de aquella en la cual un marxista revolucionario se encuentra frente a otro sector de contradictores y adversarios, que declaradamente quiera emplear los datos de hechos históricos del periodo transcurrido desde 1848 hasta hoy para demostrar que ellos aportan argumentos válidos para aplicar, en la economía y en la ciencia histórica, teorías opuestas a la de Marx reivindicada por los comunistas revolucionarios.
Es preciso decir que este segundo grupo de enemigos es más coherente no sólo en su intrínseca construcción teórica y científica, sino también si se confronta la doctrina con la actividad política dirigida a conservar las formas cuya destrucción y desaparición era la coronación de la formidable construcción del marxismo revolucionario.
Contra adversarios de tal naturaleza nos dirigiremos en otros estadios de nuestro trabajo de defensa integral del marxismo, que para nosotros se enuncia hoy como lo que hace más de un siglo en los clásicos enunciados; y eso se hará entre otras cosas en una próxima reunión de nuestro movimiento[6].
Se trata entonces de rechazar un ataque frontal y no enmascarado; mientras que donde se trata de combatir a los que pretenden estar “vírgenes” de revisionismo en Belgrado o en Moscú y en otras capitales, es del agarrotamiento traidor de la puñalada en la espalda de la que hay que cuidarse.
Engels y los programas socialistas agrarios
En septiembre de 1894, el partido obrero marxista francés (el de Guesde y de Lafargue) adoptó en su congreso de Nantes un programa de acción en el campo. En octubre en Francfort se ocupó del mismo tema el partido socialdemócrata alemán. Engels al final de su larga vida seguía de cerca el movimiento de la Segunda Internacional Obrera, fundada después de la muerte de Marx en 1889. Él tuvo que disentir claramente de la resolución de los franceses, mientras que estuvo más satisfecho del congreso alemán, donde fue rechazada una tendencia de derecha análoga a la que prevaleció en Nantes.
Engels dedicó al tema un artículo de la máxima importancia publicado en la revista Neue Zeit de noviembre de 1894. Este artículo se encuentra publicado en una no muy exacta traducción francesa en la revista estalinista Cahiers du Conmunismo de noviembre de 1955. Los redactores de la publicación dicen, en su presentación del texto, de haber encontrado en casa de un descendiente de Marx (Lafargue era como es sabido su yerno) una correspondencia notabilísima de Engels con el mismo Lafargue. Engels no calla su reprobación, y sus formulaciones son verdaderamente importantes; ¡sólo es extraña la desenvoltura de los estalinistas cuando presentan un material histórico que los marca directamente!
Vosotros, le dice con cierta amargura, a pesar del tono sereno, el viejo Engels a Lafargue, vosotros, los revolucionarios intransigentes de otra época, os inclináis hacia el oportunismo un poco más que los alemanes. En una carta sucesiva Engels viene a subrayar que escribió el artículo crítico con espíritu amigable, pero no duda en repetir: “os habéis dejado arrastrar demasiado por la pendiente del oportunismo”. Estas citas son útiles también para establecer a cuando se remonta la terminología de nuestras disensiones, a las cuales hemos dado siempre la mayor importancia. Antes de la muerte de Engels los marxistas de la izquierda (que en 1881, en el congreso de Roanne, se habían escindido de los “posibilistas” fautores del ingreso en los gobiernos burgueses) ya se definían revolucionarios intransigentes, y con el mismo término, en el primer decenio del siglo, se llamaba la fracción de izquierda del Partido socialista italiano, opuesta al reformismo de Turati y contra el posibilismo de Bissolati, y de la cual nació el Partido comunista en una ulterior selección.
La palabra oportunismo, que muchos jóvenes creen que fue acuñada por Lenin en su arrolladora batalla de la primera guerra mundial, ha sido en cambio usada por Engels y por Marx en sus escritos. Muchas veces hemos señalado que, semánticamente, no es la más feliz, porque conduce a la idea de un juicio moral, y no socialdeterminista. La palabra tiene ya sin embargo derechos históricos y expresa para todos nosotros la escoria y el fango frente al sano marxismo.
Engels nos da en esa carta, escrita para “ménager” un poco al no sospechoso revolucionario Lafargue, una definición derecha como una espada. A la frase: os habéis colocado en la pendiente oportunista, le siguen las palabras “En Nantes, estabais en el camino de sacrificar el futuro del Partido por el éxito de un día”. La definición puede ser lapidaria para siempre: es oportunismo el método que sacrifica el futuro del Partido en aras del éxito de un día. ¡Infamia para todos aquellos que, entonces y después, lo hayan practicado!
Ya es hora de llegar a la substancia de la cuestión y al escrito de Engels. Él concluía que era todavía el momento de que los franceses se pararan, y esperaba que su escrito contribuyera a ello. ¿Pero, dónde están los franceses (e italianos) en 1958?
Socialistas y campesinos a finales del siglo XIX
El estudio de Engels sobre el problema campesino en Francia y Alemania se abre con una premisa de la situación general de la población agrícola de Europa en aquel tiempo. Los partidos burgueses habían considerado siempre que el movimiento socialista se desenvolviese solo en el campo de los obreros industriales urbanos, y se asombraban de que el problema campesino se pusiera sobre el tapete por todos los partidos socialistas de entonces. La respuesta de Engels es aquella que sale a la luz en cada pasaje suyo, por ejemplo, cuando nosotros mostramos que en pleno siglo veinte los problemas sociales de los países de color y no desarrollados industrialmente no pueden ser constreñidos en el rudo dualismo capitalistas-proletarios; pero el marxismo debe tener siempre y en todas partes respuestas de doctrina y de acción para todo el marco pluriclasista y no biclasista de la sociedad.
Engels está en condiciones de hacer dos únicas excepciones a la presencia fundamental de una gran clase de campesinos que no son ni asalariados ni empresarios: la Gran Bretaña propiamente dicha y la Prusia del este del Elba. Sólo en aquellas dos regiones la gran propiedad territorial y la gran industria agraria han liquidado totalmente al pequeño agricultor que cultiva la tierra para sí. Observamos que también el marco en estos dos casos de excepción e a tres clases (como siempre para Marx, incluso cuando se trate de la sociedad burguesa modelo): asalariado urbano o rural, capitalista empresario industrial o agrario y propietario de la tierra al modo burgués, y no al modo feudal.
En todos los demás países, para Engels y para cada marxista, “el campesino es un factor muy importante de la población, de la producción y del poder político”[7]. Por tanto nadie puede decir: los campesinos para mí no existen, por el género de la palinodia: los movimientos de los pueblos coloniales para mí no existen.
Pero que la teoría de la función de dichas clases sociales, y la manera de comportarse respecto a ellos del partido marxista, deba ser una copia de aquellas de los partidos de la democracia pequeño-burguesa, esta es otra enormidad contra la cual Engels desenfunda una de sus “puestas a punto”. Es más, nosotros diremos que es otra formulación de la misma enormidad.
Ya que solo un loco podría negar el peso de los campesinos en la estadística demográfica y económica, Engels va inmediatamente al punto escabroso: ¿cuál es su peso como factor de la lucha política?
La conclusión es evidente: la mayoría de las veces los campesinos no han dado prueba nada más que de su apatía basada en el aislamiento de la vida rural. Pero esta apatía no es un hecho privado de efectos: ella es “el más válido apoyo no sólo de la corrupción parlamentaria de París y de Roma, sino también del despotismo ruso”. Roma no la hemos puesto nosotros, sino precisamente Engels, la friolera de 64 años atrás.
Engels señala que, desde que comenzó el movimiento obrero urbano, los burgueses no han dejado de inculcarles a los campesinos la desconfianza y el odio hacia los obreros socialistas, presentando a éstos como abolicionistas de la propiedad, y otro tanto hacen los terratenientes simulando tener un baluarte común con el pequeño campesino y que lo defenderán juntos.
¿Debe el proletariado industrial aceptar como inevitable que en la conquista del poder político toda la clase campesina sea una aliada activa de la burguesía que hay que derribar? Engels introduce la visión marxista de la cuestión admitiendo enseguida que tal perspectiva es condenable y es tan poco útil para la causa de la revolución cuanto la de que el proletariado no pueda vencer antes de la desaparición de todas las clases intermedias.
En Francia la historia ha enseñado, como lo presentan los clásicos de Carlos Marx de modo insuperable, que los campesinos con su peso han hecho siempre volcar la balanza hacia la parte opuesta a aquella que le interesaba a la clase obrera, desde el primer al segundo imperio y contra las revoluciones parisinas en 1831, 1848-49 y 1871.
¿Cómo se puede pues cambiar dicha relación de fuerzas? ¿Qué hay que presentar y prometer a los pequeños campesinos? Nos hallamos en la parte principal del problema agrario. Pero el objetivo del desarrollo engelsiano es descartar como antimarxista y contrarrevolucionaria cualquier tutela conservativa de la pequeña propiedad. ¿Qué habría dicho el viejo y gran Federico si alguien hubiera propuesto, como hay en Italia y en Francia, que el programa debe llegar a ser el de propugnar la difusión para toda la población rural de la propiedad total de la tierra trabajada?
Programas franceses
Ya en 1892, en el Congreso de Marsella, el partido obrero francés había trazado un programa agrario (era el año en que en Italia se verificaba la separación de los anarquistas y surgía en Génova el Partido Socialista italiano).
Este primer programa es menos condenado por parte de Engels que el de Nantes, en cuanto este segundo, como inmediatamente veremos, había hecho mal gobierno de los principios teóricos respecto a introducir el apoyo del partido a los intereses inmediatos de los pequeños campesinos. En Marsella el partido se limitó a indicar fines prácticos de la agitación entre los campesinos (se era entonces secuaces de la famosa distinción entre programa máximo y mínimo, que luego condujo a toda la histórica crisis de los partidos socialistas). Engels revela que aquellas reivindicaciones reclamadas para los pequeños campesinos, que como tales, entonces, más que los propietarios trabajadores, se consideraron especialmente los colonos, eran totalmente modestas, que otros partidos las habían avanzado y muchos gobiernos burgueses ya las habían puesto en práctica. Consorcios para la adquisición de máquinas y abonos, alquiler de máquinas de los municipios rurales favorecidos por el Estado en crearse un parque, prohibición de secuestro de la cosecha por parte del propietario de la tierra, revisión del catastro y medidas semejantes.
El grupo de reivindicaciones para los asalariados agrarios es todavía menos considerado por Engels; algunas son obvias porque son las mismas que aquellas reclamadas para los obreros industriales, como los salarios mínimos; otras tolerables como la formación con los terrenos comunales (bienes cívicos) de cooperativas agrícolas de producción.
No obstante este programa determinó para el partido un notable éxito electoral en las elecciones de 1893, que en la vigilia del sucesivo congreso se quiso impulsar más adelante en la vía de conquistas para los campesinos. ¡Se tenía la sensación de estar aventurándose en un terreno peligroso, y entonces se quiso hacer preceder una premisa teórica para demostrar que no existía contradicción entre el programa máximo socialista y la protección del pequeño campesino, incluso en su derecho de propietario! Es aquí donde Engels, después de haber enumerado los considerando del programa, apunta toda su táctica. Se quiere, dice:
“demostrar que está en los principios del socialismo proteger a la pequeña propiedad campesina de su destrucción por obra del modo de producción capitalista, aunque se comprenda perfectamente que esta destrucción es inevitable”[8].
Dice el primer considerando que, según el texto del programa general del Partido, los productores sólo pueden ser libres cuando estén en posesión de los medios de producción. El segundo dice que si bien en el terreno industrial se puede prever en el terreno agrícola, al menos en Francia, en la mayoría de los casos el medio de producción, la tierra, se encuentra en manos del trabajador como propiedad individual.
Según el tercer considerando la propiedad campesina “está fatalmente destinada a desaparecer” pero “el socialismo” no debe acelerar esta desaparición, ya que su misión no es la de separar propiedad y trabajo, sino por el contrario reunir en las mismas manos estos dos factores de toda producción”.
En el cuarto considerando se dice que así como las instalaciones industriales les deben ser expropiadas a los capitalistas privados para dárselas a los trabajadores, igualmente los grandes dominios territoriales deben ser dados a los proletarios agrícolas, y, por consiguiente, es deber, siempre “del socialismo”, “mantenerlos en posesión de sus pequeñas parcelas, protegiéndolos contra el fisco, la usura y las usurpaciones de los nuevos señores del suelo, los propietarios cultivadores directos”.
El quinto considerando es el que Engels encontrará más escandaloso: los primeros crean una tremenda confusión de doctrina, pero éste por añadidura anula el concepto de la lucha de clase: “es conveniente hacer extensiva esta protección a los productores que, bajo el nombre de arrendatarios y aparceros, cultivan tierras ajenas, y si explotan a jornaleros es porque se ven obligados en cierto modo a hacerlo por la explotación a que ellos mismos están sometidos”.
La lamentable conclusión
De estas desgraciadas premisas surge el programa práctico que está “destinado a unir en la misma lucha contra el enemigo común, la feudalidad latifundista, a todos los elementos de la producción agrícola, a todas las actividades que, bajo diferentes títulos, revalorizan el suelo nacional. Aquí, como Engels demuestra, si bien con la evidente preocupación de no poner por asnos a viejos profesantes marxistas, todo el planteamiento histórico es arrojado por la borda, confundiendo en la Francia de 1894 a los feudatarios, anulados por la gran revolución un siglo antes, no tanto con los grandes arrendatarios capitalistas, los industriales de la agricultura, a los cuales (si nuestro avispado lector tiene presente todo lo que siempre reprochamos a los traidores habituales, o comunes italianos actuales) se lanzan sin más invitaciones a entrar en el gran bloque como actividades que revalorizan la tierra (!), sino con los propietarios agrarios a título burgués, que no gestionan la empresa agrícola, mas que viven de la renta pagada por los pequeños colonos o grandes arrendatarios Esta tercera clase marxista de la sociedad capitalista no tiene nada que ver con la antigua nobleza feudal; la primera ha comprado sus bienes territoriales con dinero, y los puede vender, desde que “la revolución burguesa hizo de la tierra un artículo de comercio”; la segunda (o sea la clase feudal) tenía un derecho inalienable no sólo sobre la tierra, sino sobre los trabajadores que la poblaban. Engels le recordará a estos torpes discípulos que contra dicha clase feudal la alianza existió “durante un cierto tiempo y con objetivos definidos”, pero está claro que en esta alianza histórica, cuya época en Francia es remoto y en Rusia era actual todavía en 1894, tomaron parte los mismos “señores burgueses de la tierra”.
Dicho pestífero error sofoca todavía el horizonte proletario europeo por culpa del oportunismo estalinista triunfante. Las armas doctrinales para combatir sus efectos ruinosos no se deben buscar en datos suministrados por el transcurso desde 1894 a hoy, sino en el mismo válido arsenal del cual se sirve aquí Engels.
Esta política agraria decididamente aliancista asesina a la lucha de clase, y, en cuanto está conducida por el mismo partido que acoge a los trabajadores de las fábricas, la asesina también en completo beneficio de los capitalistas industriales, y es una garantía de supervivencia de la forma social burguesa, hasta que esos partidos elefantíacos no se desmoronan.
Pero permaneciendo en la parte doctrinal, antes de considerar la parte política, hay que poner de relieve igualmente pesimista, que sería vano omitir, hoy, (en cuanto a diferencia de 1894), que el oportunismo no está amenazado, sino que ha falsificado y destruido completamente todas las energías de la clase obrera. Muchos, o casi todos, los grupos que se van poniendo en contra de los partidones estalinistas o post estalinistas y se han salido de ellos, lo que haría esperar que esa descomposición invocada se inicie, demuestran tener sobre el “contenu du socialisme” (ya que estamos en Francia, referíos al grupo de Socialisme ou Barbarie[9]) ideas igualmente amarxistas como las del programa de Nantes. Diríamos antimarxistas si no estuviéramos en presencia del lenguaje sereno de Federico Engels, que evidentemente sabía por experiencia, y por los efectos de muchas ásperas reprimendas de Padre Marx, que el francés no quiere ser choque (embestido), pero ni siquiera froissé (rozado). En el primer caso frunce el ceño como un d’Artagnan, en el segundo como el de un Talleyrand. A la larga, para quien recuerdo un sfotto (tomadura de pelo) del segundo congreso de Moscú: Frossard (un plusmarquista mundial del amarxismo) a eté froissé. ¡Y quién a tanto había osado se llamaba Lenin!
Serie de fórmulas falsas
Las formulaciones falsas son utilísimas para aclarar el verdadero “contenido” del moderno programa revolucionario. Las antiguas ideologías sociales tuvieron una forma mística, pero no por ello no son condensaciones de la experiencia humana de la especie, de la misma naturaleza de las más desarrolladas a las cuales se ha llegado en la edad capitalista y en la lucha para derribarlas. Podríamos decir que las antiguas místicas tuvieron la forma respetable de una seriación de tesis afirmativas. La mística actual, la normativa de la acción de las fuerzas eversivas de la sociedad presente, se ordena mejor en una serie de tesis negativas. El grado de conciencia del futuro, (que no el individuo, sino sólo el partido revolucionario puede alcanzar), se construye –el menos hasta que la sociedad sin clases no sea un hecho– de forma más expresiva dentro de una serie de normas del tipo: así no se dice-así no se hace.
Deseamos haber presentado de forma humilde y accesible un resultado elevado y bastante arduo. A tal fin será bueno, con la guía de Marx, maestro de tal método, espulgar las fórmulas equivocadas de los considerandos de Nantes.
Engels empieza diciendo sobre el primer considerando, que no es justo extraer de nuestro programa general la fórmula; “Los productores sólo pueden ser libres en tanto se hallan en posesión de los medios de producción”. El mismo programa francés de entonces añade inmediatamente que tal posesión no es posible más que bajo la forma individual, que no ha existido nunca con carácter general y que el desarrollo industrial hace cada vez más imposible, o bajo la forma colectiva, cuyas condiciones se han formado ya con el establecimiento de la sociedad capitalista. El único objetivo del socialismo, dice Engels sería pues la posesión común de los medios de producción y la conquista colectiva de éstos. Para Engels es apremiante establecer aquí que ninguna conquista o conservación de la posesión individual de los medios de producción por parte del productor puede figurar como objetivo en el programa socialista. Y añade “no sólo para la industria, donde se halla ya preparado el terreno, sino con carácter general, y por tanto también para la agricultura”.
Esta es una tesis fundamental en cualquier escrito clásico marxista. El partido proletario –a menos que no se haya declarado abiertamente revisionista– no puede ni por un solo momento defender y proteger esa reunión del trabajador con los medios de su trabajo, realizado a título individual, parcelario. El texto aquí estudiado lo repite casi a cada paso.
Engels impugna además el concepto expresado en la fórmula equivocada acerca de la “libertad” del productor. Ésta no está efectivamente asegurada por aquellas formas híbridas, connaturalizadas en la sociedad actual, en las cuales el mismo productor posee la tierra y una parte también de sus instrumentos de trabajo. En la economía presente todo esto es bien precario y no está garantizado para el pequeño agricultor. La revolución burguesa le ha dado indudablemente la ventaja de desligarlo de los lazos feudales, de la servidumbre personal de tener que dar parte de su tiempo de trabajo o parte de sus productos. Para ello no le garantiza, cuando haya alcanzado la propiedad del “lopin” (trocito) de tierra, de no ser separado de ella de cien maneras, que Engels elenca junto a la parte concreta del programa, pero que son inseparables de la esencia de la sociedad capitalista: impuestos, deudas hipotecarias, destrucción de la industria doméstica rural y embargos hasta llegar a la expropiación. Ninguna medida de ley (reforma) podrá evitar que el campesino espontáneamente se venda en cuerpo y alma, comprendida la tierra, antes de morir de hambre. La crítica aquí roza la invectiva:
“¡Vuestro intento de proteger al pequeño campesino en su propiedad no protege su libertad, sino sólo la forma específica de su esclavitud; no hace más que prolongar una situación en que él no puede ni vivir ni morir!”[10]
Falso espejismo de la libertad
La fórmula malsana del primer considerando, que desde el error conduce a otro error aún mayor, será denunciada por nosotros con menor generosidad que la del gran Engels; no tenemos enfrente a Pablo Lafargue en el que el marxismo ha dormitado por un momento y al que se trataba de volver a despertar, sino a una sucia banda de traidores y de derrotistas cuyas almas están ya dañadas.
Dicha fórmula aparenta responder a esta pregunta: ¿cuándo serán libres los productores? Y responde: cuando no estén separados de sus medios de trabajo. Deslizándose por esta pendiente llega a idealizar una sociedad imposible y miserable de pequeños campesinos y artesanos, y el maestro no se ahorrará la áspera frase acusadora de línea reaccionaria, porque dicha sociedad es mucho más retrógrada que la de proletarios y capitalistas. Pero el error, del todo metafísico e idealista, que ha dispersado toda visión histórico-dialéctica, y determinista, es el de presuponer un enunciado necio, que muchos pretendidos “izquierdistas” de los dos lados del Atlántico profesan hoy: el socialismo es un esfuerzo por la liberación individual del trabajador. Dicho error inscribe ciertos teoremas económicos dentro de los límites de una filosofía de la libertad.
Nosotros rechazamos tal punto de partida: éste es estúpidamente burgués y no conduce a otros desarrollos que la degeneración de la cual el estalinismo nos presenta en todo el mundo el espectáculo. La fórmula no se volvería menos deforme si se hablase de liberación colectiva de los productores. Se trataría en efecto de establecer el límite de esta colectividad, y es aquí donde se derrumban todos los “inmediatistas”, como veremos a continuación. Este límite es tan vasto que debe reunir en sí la manufactura y la agricultura y en general toda forma humana de actividad. Cuando la actividad humana que tiene un sentido mucho más lato que la producción, término ligado a la sociedad mercantil, no tenga límites en su dinámica colectiva, ni tampoco límite temporal entre generación y generación, se comprenderá que el postulado de la libertad era una transeúnte y caduca ideología burguesa, en otra época explosiva, pero hoy somnífera y falsa.
Propiedad y trabajo
En el tercer infeliz considerando se manifiesta partir de algo indiscutible diciendo que la misión del socialismo no consiste en divorciar la propiedad del trabajo sino en reunirla. Engels no quería ser feroz pero vuelve a repetir que bajo el aspecto general, no lo está la misión del socialismo, sino que por el contrario su misión consiste en transferir los medios de producción a los productores a título colectivo. Si se pierde esto de vista, dice Engels, está claro que se llega a “imponer al socialismo de hacer una cosa que en el párrafo anterior había declarado imposible, o sea mantener a los campesinos en posesión de sus pequeñas parcelas, después de haber dicho que esta propiedad está fatalmente destinada a desaparecer”
También aquí se debe descarnar aún más, teniendo presente todos los tejidos marxengelsianos y toda nuestra doctrina. La cuestión de la “separación” no es metafísica sino, ante todo, histórica. No se trata de decir: la burguesía ha separado la propiedad del trabajo, y nosotros para contrariarla los volveremos a unir. Esto sería una simple tontería. El marxismo no ha descrito nunca en la revolución y en la sociedad burguesa un proceso de separación entre propiedad y trabajo, sino el de separación de los hombres que trabajan de las condiciones de su trabajo. La propiedad es una categoría histórico-jurídica; la separación referida es una relación entre elementos bien reales y materiales, de una parte los hombres que trabajan, de la otra la posibilidad de acceder a la tierra y de empuñar las herramientas de trabajo. La servidumbre feudal y el esclavismo habían unido los dos elementos de un modo bien simple: encerrando a los dos elementos en un mismo campo de concentración, del cual se sustraía aquella parte de los productos (otro elemento físico concreto) que le apetecía a la clase dominante.
La revolución burguesa rompió a puntapiés aquel cercado y les dijo a los trabajadores: sois libres de salir; después lo volvió a cerrar y realizó la separación de la cual se discute. La clase dominante monopolizó las condiciones por las que había cortado el alambre de espino y permitido producir, quedándose con todo el producto: ¡los siervos huidos hacia el hambre y la impotencia continúan todavía cortejando el milagro de la Libertad!
¡El socialismo quiere abolir en quienquiera que sea, individuo, grupo, clase o Estado la posibilidad de extender cercas de alambre de espino; pero esto no se puede indicar con las palabras dementes de reunir, así de nuevo, propiedad y trabajo! lo que significa hacer que acabe y que muera la propiedad burguesa y el trabajo asalariado, la última y peor esclavitud.
Cuando luego el texto de Nantes dice que trabajo y propiedad son los dos factores de la producción, cuya división comporta la esclavitud y la miseria de los proletarios cae en una atrocidad aún mayor, ¡La propiedad un factor de la producción! Aquí el marxismo es olvidado, renegado de lleno. También en cuanto a descripción del modo de producción capitalista, la tesis central del marxismo es que existe un solo factor de la producción, y ese es el trabajo humano. La propiedad de la tierra, o los utensilios e instalaciones, no es otro factor de la producción, llamarlos factores sería recaer en la fórmula trinitaria anulada por Marx en el tercer volumen del Capital; para ésta la riqueza tiene tres fuentes: tierra, capital y trabajo, y la crasa doctrina justifica las tres formas de compensación: renta, beneficio y salario. El partido socialista y comunista es la forma histórica en lucha contra el dominio de la clase capitalista, en cuya doctrina se sostiene que el capital, al igual que el trabajo, es un factor de la producción. ¡Pero para encontrar la doctrina que sostiene que el tercer término, la tierra, sea un factor de la producción, debemos volver aún más atrás, más atrás de Ricardo, a los fisiócratas del tiempo feudal, sobre cuya teoría se sustentaba (¡quieto-parado!) precisamente la justificación histórica del dominio de la execrada feudalidad!
Empresa industrial y agrícola
Precisamente el cuarto resbaladizo considerando que contiene la trampa de la defensa de la pequeña parcela del parangón de las grandes industrias que “deben ser expropiadas a sus actuales propietarios ociosos”, o sea a los burgueses urbanos (todavía no ociosos en tiempos del “Maitre des Forges”), con los grandes dominios que deben ser entregados a los proletarios agrícolas “bajo forma colectiva o social”. Más adelante viene hecha de muy distinta forma por Engels la comparación entre la expropiación socialista y revolucionaria del dueño de fábrica y la de los dueños agrarios. En el programa de Nantes, además de no ser profundizada la distinción esencial apenas rozada de refilón entre conducción “colectiva” y conducción “social”, se esquiva la no menos importante distinción entre gran dominio o gran propiedad territorial y gran empresa agrícola. Cuando la conducción unitaria de la producción por medio de trabajadores asalariados –incluso cuando parte del salario sea pagada en especie forma que Marx define como un avance medieval, y que los marxistas togliattianos italianos “protegen” para mejor vincular al proletariado rural a la sucia forma de un participante parcial– constituye un único ejercicio técnico, no existe razón para no tratar esta unidad productiva del mismo modo que la fábrica, por usar el ejemplo engelsiano, de los señores Krupp. Pero el caso difícil surge cuando se trata de una gran propiedad rural de un solo titular, no obstante partida en un gran número de pequeños ejercicios familiares técnicamente autónomos, de pequeños colonos o de pequeños aparceros. En tal caso la expropiación no tiene el carácter histórico de aquella de la gran industria concentrada, sino que, si sobreviven todavía formas feudales, como era el caso en la Rusia de 1917, se reduce a una liberación de los siervos de la gleba que no supera todavía la inferioridad de la división parcelaria. En régimen burgués afirmado como el francés de finales del siglo XIX, la fórmula programática, según el parecer de Engels, no deberá limitarse a la transformación de los colonos a arrendamiento monetario o en especie en “libres” propietarios trabajadores, sino que los partidos socialistas deben propugnar decididamente como objetivo de los campesinos que puedan aceptarse en el partido o bajo influencia del partido, la formación de cooperativas de producción agrícola en gestión unitaria, forma también ésta de transición en cuanto deberá tender poco a poco a la “institución de la Gran cooperativa nacional de producción”. Esta fórmula es usada por Engels para estigmatizar con severidad adecuada cualquier conclusión incluso en el programa inmediato de una partición de la gran propiedad agraria entre los campesinos, para reducirla a haciendas parcelarias o familiares.
Sobre este punto se debe añadir alguna otra consideración, en conexión con otros textos marxistas, acerca del punto de llegada del programa socialista. La conducción colectiva de empresas, ya mitificadas bajo el patronato burgués, podrá ser concebida como un expediente transitorio si se piensa como objeto de dicha gestión la colectividad de los trabajadores pertenecientes a la empresa. Pero dicha consideración no debe hacer pensar que el socialismo se agote con la sustitución de la propiedad patronal o capitalista de la fábrica (que hoy en las sociedades anónimas es ya colectiva) por una propiedad colectiva obrera. Cuando las fórmulas son correctas no se encuentra en ellas la palabra propiedad, sino la de posesión, de apoderamiento de los medios de producción, y más exactamente aún de ejercicio, de gestión, de dirección, a la cual se trata de establecer el exacto sujeto. La expresión gestión social es más válida que la de gestión cooperativa, mientras que sería cumplidamente burguesa y no socialista una “propiedad cooperativa”. La expresión gestión nacional sirve para adecuarse a la hipótesis que la expropiación de las instalaciones y del suelo pueda hacerse en un país y no en otro, pero hace pensar en la gestión estatal que no es más que una propiedad capitalista del Estado sobre las empresas.
Para permanecer aún en el campo de la agricultura, queremos establecer aquí que la tierra y los medios de producción deben, en el programa comunista, pasar a la sociedad organizada sobre nuevas bases, que no se podrán llamar ya producción de mercancías. Por consiguiente la tierra y las instalaciones rurales pasan al conjunto de todos los trabajadores, tanto industriales como agrícolas, y lo mismo sucede con las instalaciones industriales. Sólo en este sentido se lee a Marx cuando habla de abolición de las diferencias entre la ciudad y el campo, y de la superación de la división social del trabajo, como puntos de partida de la sociedad comunista. Las viejas fórmulas de agitación: las fábricas para los obreros y la tierra para los campesinos, del género de aquellas todavía más insulsas: las naves para los marineros, aunque sean demasiado usadas recientemente, no son más que una parodia del formidable potencial del programa revolucionario marxista.
La extrema aberración
Antes de buscar en otros textos de Marx la remota anticipación de los principios que hemos acordado, cerraremos nuestra amplia paráfrasis del estudio de Engels –del cual omitimos la sutil crítica destructiva también de la parte de detalle decidida en Nantes, con medidas reformadoras que o carecían de la mínima posibilidad de ser realizables, o habrían retrotraído a los mismos campesinos al punto de partida del cual habían partido su miseria y su embrutecimiento en Francia y en otras partes, aplicando mal la palanca con la que se los quería remover– haciendo referencia, porque es actualísima, a su indignación ante el último de los cinco considerando, ¡el que atribuye al partido el deber de ayudar incluso a los colonos y aparceros que explotan a obreros asalariados!
Omitimos también la parte final sobre Alemania, donde por fortuna el partido no había cometido análogos errores, en la cual se demuestra como es preciso apoyarse en los campesinos pobres del este, semisiervos de los boyardos prusianos, antes que en el campesinado del oeste, falto de potencial revolucionario.
Lamentamos no haber encontrado en este escrito de Engels una referencia a Italia, donde aproximadamente en aquel tiempo el partido, con alto espíritu clasista, conducía la lucha de los braceros agrícolas, como en Romaña y Pulla (contra los ricos aparceros burgueses) en las formas más violentas, realizándose lo que Engels presenta como justo lo deseado, que los campesinos asalariados estén en el partido socialista, y los aparceros y colonos en otro partido pequeño-burgués, que en Italia era el republicano. Mientras que hoy se hace por los “comunistas” todo cuanto descaradamente se programó en Francia en 1894: sofocar la lucha de clase de los trabajadores asalariados contratados por los campesinos medios y colonos, como ya hemos citado.
Valgan las palabras de Engels para los traidores de hoy:
“Aquí entramos ya en un terreno completamente singular. El socialismo se bate de un modo especialísimo contra la explotación del trabajo asalariado. ¡Y aquí se declara como deber imperioso del socialismo proteger a los arrendatarios franceses que –así se dice literalmente– explotan a jornaleros! ¡Y esto porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo por la explotación de la que ellos mismos son víctimas!”
“¡Que fácil y agradable es dejarse ir cuesta abajo, una vez que se pone el pie en la pendiente! [Oh padre Engels, no te imaginabas los extremos que alcanzaría esta libidine del éxito demagógico y de la traición]. Supongamos que se presenten los labradores grandes y medianos de Alemania y que pidan a los socialistas franceses que intercedan cerca de la dirección del Partido socialdemócrata alemán a fin de que los ampare en la explotación de sus siervos, machos y hembras, invocando para ello “la explotación de la que ellos mismos son víctimas” por obra de los usureros, los recaudadores de impuestos, los especuladores de cercales y los tratantes de ganado, ¿cuál sería su respuesta? ¿Y quién le garantiza que, a su vez, nuestros grandes propietarios agrarios no les enviarán al conde Kanitz [representante en el Reichstag alemán de los terratenientes] demandando la misma protección socialista para la explotación de sus propios trabajadores agrícolas en vista de “la explotación de la que ellos mismos son víctimas” por obra de la bolsa, de los usureros y de los especuladores de trigo?”
Podemos cerrar con una última cita sobre los campesinos y la pertenencia al partido que es verdaderamente una norma que no hay que olvidar jamás.
“¡Yo niego rotundamente que el partido obrero socialista de ningún país tenga la misión de recoger en su regazo, además de los proletarios agrícolas y de los pequeños campesinos, a los labradores medianos y grandes, y menos aún a los arrendatarios de grandes fincas, a los ganaderos capitalistas y demás valorizadores capitalistas del suelo nacional!”
“No obstante, en nuestro partido podemos ciertamente encuadrar [exactísimo] a individuos de todas las clases sociales, nunca a grupos que representen intereses capitalistas de la burguesía media ni de la categoría de los labradores medianos”[11].
¡He aquí como se defiende el partido, su naturaleza, su doctrina no comerciable y su futuro revolucionario! Y he aquí por qué sólo el partido político es la forma que salva de la degeneración a la lucha de clase del proletariado urbano y rural de todos los países.
Un gran dictado de Marx
Nuestros compañeros franceses nos trajeron a Turín un texto de Marx cuya publicación anota cuanto sigue: “Este manuscrito hallado, después de la muerte de Carlos Marx, en sus archivos es probablemente un sumando a un trabajo sobre la nacionalización del suelo que Marx había escrito por encargo de Applegarth. Este trabajo no ha sido aún encontrado. El título del extracto es “A propósito de la nacionalización de la tierra”[12].
Este magistral desarrollo viene a sufragar nuestra modesta repetición de que el marxismo no modifica las formas de la propiedad sino que niega radicalmente la apropiación del suelo. Comenzamos refiriendo un pasaje teóricamente menos arduo.
“En el Congreso internacional de Bruselas, en 1868, uno de mis amigos ha declarado [estábamos en la Primera Internacional y la expresión dice que no se trataba de un libertario bakuninista]: “El veredicto de la ciencia condena la pequeña propiedad privada; la justicia condena la grande. No queda por ello más que una alternativa: la tierra debe transformarse o en propiedad de asociaciones agrícolas o en propiedad de toda la nación. El futuro decidirá el problema””.
“Yo [Marx] en cambio digo: El futuro decidirá que la tierra puede ser solamente propiedad nacional. Transferir el suelo a trabajadores agrícolas asociados, significaría poner a toda la sociedad a merced de una clase particular de productores”.
El contenido de esta breve expresión es gigantesco. Ante todo esta prueba que no está en la línea marxista el librarse de cuestiones arduas devolviéndolas a la revelación y decisión del futuro. El marxismo sabe bien y de manera tajante resolver desde sus inicios las características esenciales de la sociedad futura, y las enuncia de forma explícita.
En segundo lugar: el término nacional, y propiedad nacional, no es adoptado más que con fines de diálogo socrático con el primer enunciador. En la tesis positiva se habla de transferencia y no de propiedad, y no ya de la nación sino de toda la sociedad.
Se puede desarrollar en fin la presente proposición, magistral en el más alto sentido del término, de este modo consecuente. El programa socialista no está bien expresado como abolición de la entrega de un sector de los medios productivos a una clase de privados, o a una minoría de ociosos no productores. El programa socialista exige que ningún ramo de la producción sea regido, en vez de por toda la sociedad humana, por una sola clase, incluso de productores. La tierra no irá a parar pues a asociaciones de campesinos, ni a la clase campesina sino a toda la sociedad.
En esto está la condena despiadada de toda deformación inmediatista que desde hace tiempo andamos persiguiendo sin descanso incluso en pretendidos revolucionarios de izquierda.
Este teorema del marxismo abate cualquier municipalización y sindicalismo, así como cualquier empresismo (véase los capítulos de la relación en la reunión de Pentecostés del año pasado[13]) porque aquellos programas surannés, ruinosamente envejecidos, “entregan” energías, indivisibles de la sociedad como un todo, a grupos limitados.
Y antes aún, en esta enunciación fundamental, es anulada toda definición de los estalinistas o post-estalinistas –como ellos quieran y según el viento con que giren– de propiedad socialista en las formas agrarias en las que los agrupamientos koljosianos se han visto, como clase particular de productores, entregar toda la sociedad, la vida material de toda la sociedad.
Por lo demás, ni siquiera la entrega al Estado, tal como existe hoy en Rusia, de todos los establecimientos industriales, merece el nombre de socialismo. Este Estado, que por la misma razón va pasando la entrega a “grupos particulares de productores” por empresa o por provincia, no es ya un representante histórico de la sociedad integral aclasista de mañana. Semejante carácter se lleva a efecto y conserva sólo en el plano de la teoría política, gracias a la forma partido, que todo inmediatismo pisotea brutalmente mientras que es la única que puede conjurar la peste oportunista.
Pero volvamos brevemente el pasaje de Marx, que nos demostrará cómo cualquier atribución propietaria, mejor dicho cualquier entrega material de la tierra a grupos limitados, corta la vía maestra hacia el comunismo.
“La nacionalización del suelo llevará consigo una transformación completa en las relaciones entre trabajo y capital, y suprimirá en fin la producción capitalista tanto en la industria como en la agricultura. Sólo entonces las distinciones y los privilegios de clase desaparecerán junto a la base económica en la que tienen su origen, y la sociedad se volverá una asociación de “productores” libres [se señala que las comillas son puestas por Marx, y una se debe leer única]. ¡Vivir del trabajo ajeno será cosa del pasado! ¡No existirá ya ni un gobierno ni un Estado, en antítesis con la sociedad misma!”.
Antes de desarrollar otra vez estos principios esenciales, inmutables y nunca cambiados, del marxismo, hacemos constar que Marx no duda nunca en describir resueltamente como será la sociedad comunista, asumiendo por todo el movimiento revolucionario de una fase histórica una ilimitada irresponsabilidad.
Es el metal puro de la colada originaria que resplandece fuera de la ganga de las miles incrustaciones sucesivas, y resplandecerá intacto a la luz del mañana.
Marx y la propiedad de la tierra
En el escrito de Carlos Marx, que ya hemos estado utilizando en el capítulo precedente, él define el programa de los comunistas bajo dos aspectos. Histórica y económicamente hay que sostener a la gran empresa agraria para la cual se usa a menudo el término de gran propiedad, contra la pequeña empresa y la pequeña propiedad, y que en el programa comunista está contenida la desaparición, o como se suele decir menos exactamente la abolición de cualquier forma de propiedad de la tierra, lo que quiere decir de cualquier sujeto de propiedad, tanto individual como colectiva.
Marx no se detiene mucho sobre las tradicionales justificaciones filosóficas y jurídicas de la relación de propiedad del hombre sobre la tierra. Estas se remontan a la anticuada banalidad de que la propiedad es una prolongación de la persona. El rancio silogismo comienza a ser falso en su misma tácita premisa: mi persona, mi cuerpo físico, me pertenecen, son de mi propiedad. Nosotros negamos también esta, que en el fondo no es más que una idea preconcebida nacida de las formas antiquísimas del esclavismo, para el cual la fuerza dominaba y saqueaba al mismo tiempo. Si yo soy esclavo mi cuerpo tiene un propietario ajeno, mi dueño. Si no soy esclavo soy el dueño de mí mismo. Parece tan claro y sin embargo es una pura tontería. En aquel recodo de la estructura social en la cual fenecía la forma odiosa de la posesión de seres humanos, en vez de prever el ocaso de todas las ulteriores formas de propiedad, era lógico que la superestructura ideológica –¡la ilustre y última de todos los procesos reales!– diera solo este pasito de pigmeo: se verifica un simple cambio de dueño del esclavo, cosa a la que la pobre mente humana estaba acostumbrada. Antes pasaba de ser esclavo de fulano a esclavo de zutano; ahora he pasado a ser esclavo de mí mismo... ¡Puede que sea un pésimo negocio!
El modo de razonar antisocialista vulgar es más necio que el mito de que haya existido un primer hombre solo, sin ninguna compañía, que se creía el rey de la creación. Según la construcción bíblica se debía incluso admitir que con la multiplicación de los humanos el sistema de vínculos entre el único y los demás se hacía cada vez más tupido, y la ilusoria autonomía del yo se dispersaba cada vez más. Para nosotros los marxistas a cada traspaso desde los modos de producción simples a los nuevos más entrelazados, aumenta la red de las relaciones múltiples entre el individuo y todos sus semejantes, y disminuyen las condiciones corrientemente designadas con los términos de autonomía y libertad. Palidece todo individualismo.
El burgués moderno y ateo que defiende la propiedad, ve el curso histórico en su ideología de clase (cuyos restos son hoy patrimonio sólo de los pequeños burgueses y de tantos sedicentes marxistas) ve el proceso al revés, como una sucesión de etapas de ridícula liberación del individuo hombre de los vínculos sociales (correctamente, también aquellos entre hombre y naturaleza externa tupen su red). ¡Liberación del hombre del esclavismo, liberación de la servidumbre y del despotismo, liberación de la explotación!
¡En esta construcción opuesta a la nuestra el individuo se libera, se desengancha y se construye la autonomía y la grandeza de la persona! Y mucha gente toma esta serie por la revolucionaria.
Individuo, persona y propiedad se entonan bien. Dado el principio falso de poco antes: mi cuerpo es mío, y también mi mano; la herramienta con la cual cada vez la prolongo más para trabajar, también es mía. La tierra (y aquí la segunda premisa es justa) es también un instrumento del trabajo humano. Los productos de mi mano y de sus distintas prolongaciones son también míos: la propiedad es pues un inmarchitable atributo de la persona.
De qué forma dicha construcción sea contradictoria, se ve por el hecho de que en la ideología de los defensores de la propiedad del suelo agrario, que han precedido a iluministas y capitalistas, la Tierra es de por sí productora de riqueza, antes y sin el trabajo que el hombre desarrolla sobre ella. ¿Cómo se transforma entonces el derecho de adueñarse por parte del hombre de pedazos de suelo en el misterioso “derecho natural”?
Cómo despacha Marx la cuestión de la propiedad del suelo
Habiéndose solicitado de pronunciarse sobre la nacionalización de la tierra, Marx liquida en los primeros periodos tales silogismos impotentes.
“La propiedad del suelo, esta fuente primigenia de toda riqueza, deviene el gran problema de cuya solución depende el futuro de la clase obrera. Sin querer discutir aquí todos los argumentos alegados por los defensores de la propiedad privada de la tierra –juristas, filósofos economistas– nos limitaremos desde un principio a observar que dichos argumentos esconden bajo el manto del “derecho natural” el hecho originario de su conquista. Si la conquista ha creado un “derecho natural” para unos pocos, a los muchos le basta con organizar una fuerza suficiente para adquirir el “derecho natural” para la reconquista de aquello que les ha sido quitado.
“En el curso de la historia [Marx quiere decir después de que los primeros actos de violencia crearon la propiedad sobre la tierra que, ésta sí, nació libre, y luego fue común], sus conquistadores buscaron, mediante las leyes emanadas por ellos, de dar a su derecho de posesión originariamente derivante de la fuerza, una cierta confirmación social. Después viene el filósofo, y declara que estas leyes poseen el consenso general de la sociedad. Si la propiedad privada del suelo se apoyara efectivamente en dicho consenso universal, está claro que ésta sería eliminada en el acto en cuanto no fuera reconocida ya por la mayoría”.
Sin embargo, dejemos aparte el pretendido “derecho de propiedad”...
Es nuestro propósito seguir aquí el pensamiento de Marx hasta la negación de “cualquier” propiedad, o sea de cualquier sujeto (individuo privado, individuos asociados, Estado, nación y hasta sociedad) como de cualquier objeto (la tierra, de la cual hemos partido aquí, los instrumentos de trabajo en general, y los productos del trabajo).
Como hemos sostenido siempre, todo esto está contenido en la fórmula inicial de negaciación de la propiedad privada, o sea en la consideración de tal forma como una característica transitoria en la historia de la sociedad humana, y que en el curso presente está destinada a desaparecer.
También terminologicamente la propiedad no se concibe más que como privada. En lo que se refiere a la tierra la cosa es más evidente en cuanto la característica de su institución es su clausura dentro de un confín que no se puede traspasar sin consenso del propietario. Propiedad privada significa que el no propietario está privado de la facultad de entrar en ella. Cualquiera que sea el sujeto, persona única o múltiple, del derecho sobrevive este carácter de “privatismo”.
Contra toda propiedad parcelaria
Marx pasa inmediatamente a tomar posición contra el ejercicio de la producción agrícola en haciendas de superficie limitada.
Dejando aparte la cuestión filosófica después de algunos sarcasmos, prosigue:
“Nosotros afirmamos que el desarrollo económico de la sociedad, el incremento de la concentración de la población, la necesidad del trabajo colectivo y organizado, así como el uso de las maquinarias y de otras invenciones en la agricultura, hacen de la nacionalización del suelo una “necesidad social”, contra la que se estrellan todos los discursos sobre los derechos de propiedad”.
“Los cambios dictados por una necesidad social se hacen valer antes o después; cuando devienen una necesidad urgente de la sociedad, es forzoso introducirlos, y las leyes están obligadas a sancionarlos.”
“Aquello de lo que tenemos necesidad es de un aumento de la producción diaria, cuyas exigencias no pueden ser satisfechas si se permite a unos pocos individuos regularla según sus caprichos e intereses privados, o agotar, por ignorancia, las energías del suelo. Todos los métodos modernos, como la irrigación, la mejora de la tierra, el empleo del arado a vapor, los tratamientos químicos, etc. tenían al final que encontrar acceso en la agricultura. Pero los conocimientos científicos y los medios técnicos de que disponemos, como las maquinarias etc., no se pueden utilizar con éxito a no ser que se cultive en gran escala una parte del terreno.”
“¿Si el cultivo del suelo a gran escala –incluso en su forma capitalista, que degrada al productor a simple bestia de carga– da resultados en gran medida superiores a aquellos del cultivo parcelario y fragmentario, no daría éste, aplicado a escala nacional, un gigantesco impulso a la producción [agraria]? Las necesidades siempre en aumento de la población por un lado y el continuo aumento de los precios de los productos agrícolas por otro, suministran la prueba irrefutable de que la nacionalización del suelo deviene una “necesidad social”.
“El declive de la producción agrícola, que tiene su origen en el mal uso individual, se vuelve imposible apenas el cultivo de la tierra sea practicado bajo el control, a expensas y beneficio, de la nación entera”.
Es evidente que este escrito es de propaganda y dirigido a un círculo de gente todavía no seguidora del marxismo. Sin embargo éste llegará bien pronto a las tesis radicales que hemos tratado ya con el título de “Un gran dictado de Marx”. Aquí está demostrada la preferencia de una gestión nacional de naturaleza estatal, en cuanto se habla de gastos y de beneficios. Más adelante se aclarará que el Estado burgués será siempre impotente para realzar la agricultura.
Pero el autor se mantiene todavía en las cuestiones contingentes, y será interesante ver cómo las plantea en 1868, idénticamente a Engels en 1894, como hemos expuesto en la primera parte de este estudio. ¿Cómo osarían hoy usurpar el título de marxista quien haya llegado a establecer que primeramente el colono, luego el aparcero y luego incluso el bracero rural debe devenir propietario, como hacen los actuales “comunistas” de Italia y de Europa? Para nosotros esta parte esencial del marxismo, como ha ido desde 1868 (incluso desde mucho antes) hasta 1894, sigue siendo muy válida hasta hoy.
La cuestión agraria francesa
Marx pasa aquí a rebatir el lugar común de la “rica” pequeña agricultura francesa. Sus palabras no necesitan comentario. Conéctelas el lector no sólo al planteamiento de Engels sino también al de Lenin, cuya exacta ortodoxia como marxista agrario hemos mostrado a fondo en el desarrollo de la cuestión rusa[14].
“A menudo se ha aludido a Francia; pero ésta con su economía de pequeños propietarios campesinos, está más lejos de la nacionalización del suelo que Inglaterra con su economía de grandes terratenientes. En Francia la tierra es efectivamente accesible a cualquiera que pueda adquirirla, pero precisamente esta posibilidad ha conducido a su división en pequeños y pequeñísimos lotes trabajados por hombres que disponen de medios exiguos y cuentan prevalecientemente con su trabajo físico y el de sus familias. Esta forma de propiedad, con su cultivo de superficies fragmentarias, no sólo excluye cualquier empleo de los modernos perfeccionamientos agrícolas, sino que hace del campesino el más decidido adversario de todo progreso social y sobre todo de la nacionalización del suelo.”
“Encadenado al rincón de tierra sobre el cual debe consumir todas sus energías vitales para obtener una cosecha relativamente mínima; obligado a ceder la mayor parte de sus productos al Estado bajo forma de impuestos, bajo forma de gastos judiciarios para la camarilla de los juristas, y bajo forma de intereses para el usurero; completamente ignorante del movimiento social fuera de su restringido campo de actividad, él sin embargo se aferra con ciego amor a su parcelita y a sus títulos, por otra parte puramente nominales, de propiedad. El campesino francés ha sido pues impulsado al más funesto antagonismo hacia la clase de los obreros industriales. Precisamente porque las relaciones de pequeña propiedad campesina son el mayor obstáculo para la “nacionalización del suelo”, no es por cierto en Francia, en su estado actual, donde debamos buscar la solución del gran problema.”
“Bajo un gobierno burgués, la nacionalización del suelo, y su cesión en pequeñas parcelas a personas individuales o incluso a cooperativas de trabajadores, no haría otra cosa que desencadenar una despiadada competencia la cual llevaría consigo un aumento progresivo de la “renta” y ofrecería a quién se la apropia nuevas posibilidades de vivir a expensas de los productores.”
La hipótesis hecha en este último periodo prevé qué atribuciones estatales favorezcan la creación de una clase de arrendadores de haciendas que se aprovechen de la mano de obra asalariada explotándola.
Clases de productos
En este punto del manuscrito de Marx se inserta el pasaje fundamental, al que ya nos hemos remitido y comentado, sobre la discusión en el congreso internacional de 1868. En este pasaje le hemos dado un inmenso relieve a la tesis de que la tierra se le debe dar a la “nación” y no a los trabajadores agrarios asociados. Esta última fórmula –relieve que no hay que olvidar– es antisocialista porque “entregaría toda la sociedad a una clase particular de productores”. El socialismo no excluye sólo la sumisión del productor al poseedor, sino también la de productores a productores.
Completamente falsa –como comunismo– es la fórmula agraria rusa con sus koljos. Los koljosianos forman una clase de productores que tienen en sus manos la subsistencia de toda la “nación”. De año en año sus derechos se ven aumentar frente al “Estado” con privilegio de entregas a precios de imperio, valoración “económica” de los mismos, o sea ad libitum de la asociación, etc. Distinguiremos completamente entre los términos Estado, nación y sociedad; por ahora tenemos el derecho de decir que económicamente reaparecen en la estructura rusa competencia y renta.
En los sovjos, que dentro de muy poco serán legalmente liquidados, los trabajadores de la tierra se reducen, como los de la industria, a simples asalariados, sin derechos sobre los productos rurales (hasta ahora), y no forman una clase de productores erigida contra la sociedad, como no la forman los proletarios de la industria, jactados dueños (si bien de este término se sonrojen en Rusia) de la sociedad misma, o sea hegemónicos sobre los campesinos (!).
La clásica discusión rusa sobre la tierra se planteaba entre tres soluciones: reparto (populistas); Municipalización (mencheviques); Nacionalización (bolcheviques). Lenin sostuvo siempre, en la doctrina y en la política revolucionaria, la nacionalización, como Marx hace un momento la ha defendido. El reparto populista, innoble ideal campesino, está a la altura de la política de los partidos comunistas actuales, pongamos en Italia, que se adornan con el adjetivo popular y son igualmente dignos del populista. La municipalización correspondía al programa de dar el monopolio de la tierra, no a la sociedad, sino únicamente a la clase campesina. El municipio ruso aquí entendido era la aldea rural, donde no viven más que campesinos que pálidamente se enlaza a la tradición (véase nuestras series sobre la estructura rusa) del mir municipio primitivo. El sistema del koljos no es ni marxista ni tampoco leninista, en cuanto, especialmente en las “reformas” en curso, se puede muy bien definir como una provincialización de la tierra respecto a la cual las ciudades obreras pierden, cada vez más, cualquier tipo de influencia. Tal deformación, que nos ha venido dada por el hecho histórico de 1958, choca de forma radical con la posición doctrinal de partido en 1868, según la cual la tierra no debe ser dada a “una clase de productores” (los socios del koljos) sino a toda la colectividad de obreros rurales y urbanos.
La tesis de la nacionalización no se debe entender como la de Ricardo: la tierra al Estado, con toda la renta inmobiliaria; que querría decir la tierra a la clase capitalista industrial o a su representante potencial que es el Estado capitalista industrial (como el ruso). La nacionalización marxista del suelo es el opuesto dialéctico de la parcelación y de la entrega a asociaciones o cooperativas campesinas. Tal oposición dialéctica vale tanto para la estructura de la sociedad comunista sin clases ni Estado (véase el trozo ofrecido en los párrafos precedentes), cuanto para la lucha política y de partido y de clase dentro de la sociedad capitalista, donde la reivindicación del reparto parcelario es bastante más indecente que lo fuera cuando era agitada bajo el régimen de los zares. Las tesis de la doctrina del partido cuando se planteen inmutables e inviolables tanto por el centro como por la base de los militantes, contienen la defensa contra la amenaza futura del morbo oportunista, y éste es un ejemplo apropiado y típico.
Nación y sociedad
El término de nación presenta no obstante una ventaja en el uso tanto de teoría como de agitación respecto al mismo término de sociedad. Como extensión en el espacio, es sabido que la sociedad socialista nosotros la consideramos internacional y que el internacionalismo es concepto incito a la lucha de clase. Pero Marx advierte, cada vez que hace la crítica de la estructura económica capitalista, que él hablará de nación, indiferentemente de sociedad de más naciones, cuando quiera estudiar la dinámica de las fuerzas económicas, pero sin querer nunca encerrar en angostos límites nacionales el traspaso revolucionario al socialismo. Por otra parte incluso cuando sea útil hablar de nación y no de estado, no se olvida que, desde que existe el Estado de clase que expresa el dominio de la clase capitalista, la nación no reúne en un complejo homogéneo a todos los habitantes de un territorio, y dicho traspaso revolucionario no será todavía realizado ni siquiera después de la instauración en uno o más países de la dictadura revolucionaria del proletariado.
El término nación, limitativo en cuanto a la reivindicación internacionalista y a la clasista revolucionaria, sigue siendo expresivo como contrapuesto a entrega de determinadas esferas de medios productivos (en el caso tratado de la tierra) a partes y a clases aisladas de la sociedad nacional, a grupos locales o empresariales, a categorías sindicales-profesionales.
Pero la otra ventaja que hemos señalado se tiene respecto a la limitación en el tiempo. Nación viene de nacer, y comprende la sucesión de las generaciones vivientes (y pasadas también) y futuras. Para nosotros, el verdadero sujeto de la actividad social se vuelve más amplio, en el tiempo, que la misma sociedad) supera toda la ideología burguesa de poder y de soberanía jurídico-política propia de los demócratas.
El concepto clasista basta para desmentir que el Estado represente a todos los ciudadanos vivientes, y nosotros sonreímos cuando se quiera extraer tal arriesgada conclusión de la inscripción de todos los mayores de edad en las listas electorales. Sabemos muy bien que el Estado burgués representa los intereses y el poder de una sola clase, incluso si se verificaran votaciones plebiscitarias.
Pero hay algo más. Incluso encerrando una red representativa o estructuras en los límites de una sola clase, de la asalariada (peor aún si se asume el genérico pueblo de los rusos), no nos contentamos con una construcción de soberanía sobre el mecanismo (dado que pueda existir) de consulta de cada uno de los elementos de base. Y esto vale tanto bajo el poder burgués, para dirigir la lucha revolucionaria, cuanto después de su abatimiento.
Muchas veces, y especialmente en la completa relación en la reunión de Pentecostés de 1957, hemos sostenido que sólo el partido, evidentemente minoritario en el seno de la sociedad y de la clase proletaria, es la forma que puede expresar las influencias históricas de sucesivas generaciones en el traspaso de una a otra forma de producción social, en su unidad espacial y temporal, de doctrina, organización y estrategia de combate.
Por tanto la fuerza revolucionaria proletaria no está expresada por una democracia consultiva interna a la clase, en lucha o vencedora, sino por el arco ininterrumpido de la línea histórica del partido.
Evidentemente admitimos no solo que una minoría de los vivos y presentes pueda, contra la mayoría (incluso de la clase), dirigir la avanzada histórica, sino que, además, pensamos que sólo esa minoría se puede poner sobre la guía que la conecta a la lucha y a los esfuerzos de los militantes de las generaciones pasadas y de aquellas que se esperan, procediendo en la dirección del programa de la sociedad nueva, como la histórica doctrina se lo ha prefijado exacta y claramente.
Esta construcción, que nos hace proclamar a despecho de cualquier filisteo la reivindicación abierta: dictadura del partido comunista, está incontestablemente contenida en el sistema de Marx.
Ni siquiera la sociedad propietaria de la tierra
En el Tercer Libro del Capital editado por Engels después de la muerte de Marx, el capítulo 461 tiene por títulos: Renta de áreas edificables. Renta minera. Precio de la tierra. La deducción se encuadra en la poderosa doctrina de la renta de la tierra, durante toda su vida reivindicada renglón a renglón por el gran combatiente Lenin. Ya que en nuestra ciencia económica está sostenido y demostrado que la renta extraída por el propietario de la tierra tiene el carácter de una alícuota retirada de la plusvalía que la clase asalariada produce y que deviene beneficio capitalista, está claro que el adversario puede elevar esta objeción. Se hacen negocios y el propietario se mete en el bolsillo la renta incluso con la venta o cesión de los terrenos edificables, mientras que están ahí durmiendo bajo el sol y ni siquiera un obrero entra a dar un solo golpe de azada. ¿Esta ganancia patronal de que trabajo y relativa plusvalía sale?
Pero nuestra ciencia económica no incurre por esto en defecto. No somos una facultad académica, sino un ejército en formación de batalla, y defendemos la causa tanto de quién ha muerto y ha trabajado cuanto la de quien todavía no ha trabajado y todavía no ha nacido.
Quien quiere razonar dentro de las formulitas burocráticas del dar y tener de las firmas en registro, junto al que deducía poder legal en los límites de los hombres y de los números de las listas electivas, por favor que se haga a un lado.
Marx responde llevando a la escena de la batalla a las generaciones futuras; es un viejo dato de nuestra doctrina, y no una hábil invención nuestra para hacer pasar la tesis justa; contra la teoría y el programa de la revolución, también la mayoría de la presente clase proletaria puede haberse desviado y estar en las filas enemigas.
“El hecho de que solo el título a la propiedad del globo terrestre le permita a un cierto número de personas apropiarse como tributo una parte de la plusvalía de la sociedad, y de apropiársela en una cantidad que crece en la misma intensidad que el desarrollo de la producción, está escondido por la circunstancia de que la renta capitalizada, es decir, precisamente este tributo capitalizado, aparece como el precio de la tierra, la cual puede ser vendida como cualquier otro artículo del comercio”[15].
¿Está claro? Si estimo que un terreno que en el futuro rendirá presumiblemente cinco mil liras anuales al dueño, se puede vender por cien mil, yo he hecho fuerza activa el sobretrabajo de obreros que trabajarán no ya veinte años, sino un número infinito de años futuros.
“Del mismo modo, a un dueño de esclavos que ha comprado un negro, su propiedad sobre el negro no aparece adquirida en virtud de la institución de la esclavitud en cuanto tal [que las generaciones pasadas le han regalado], sino en virtud de la compraventa de mercancías”.
¡Y él descontará en dinero los años futuros del negro y de sus descendientes!
“Pero el mismo título es solamente transferido, no creado por la venta. El título debe existir antes de poder ser vendido y, al igual que una sola venta, tampoco una serie de ventas, su continua repetición, puede crear este título [la alusión del doctor en leyes Marx es a la ficción de los códigos burgueses de que la “prueba de la propiedad” se alcanza alineando los papeles de los títulos de traspaso que se remontan a un cierto número de años, veinte o treinta por ejemplo].
“Este título ha sido creado en realidad por las relaciones de producción. Apenas éstas han llegado a un punto en que deben cambiar el rostro, la fuente material del título y de todas las operaciones basadas en éste, justificada económica e históricamente y derivante del proceso de creación social de la vida, se desvanece”.
¡Por ejemplo, añadimos para aclarar el concepto al lector, cuando la producción esclavista cae porque ya no es conveniente, y por la revuelta de los esclavos, todos éstos devinieron hombres libres y cualquier contrato pasado de venta de esclavos será nulo de efectos! Pero aquí invitamos al lector otra vez a tomar el tránsito, siempre imprevisto cuanto potente, desde la genial y original interpretación de la historia de las sociedades humanas, a la caracterización no menos rigurosa de la sociedad de mañana.
“Desde el punto de vista de una más elevada formación económica de la sociedad, la propiedad privada del globo terrestre por parte de individuos particulares aparecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre por parte de otro hombre. Ni siquiera una sociedad entera, una nación, ni incluso todas las sociedades de una misma época tomadas conjuntamente, son propietarias de la tierra. Son solamente sus poseedores, sus usufructuarios y tienen el deber de transmitirla mejorada, como bonis patres familias, a las generaciones sucesivas”.
Utopía y marxismo
También en este pasaje decisivo el método de Marx es claro. Nuestra previsión sobre la muerte de la propiedad y el capital, sobre su desaparición, que es un objetivo bastante más alto que su imbécil transferencia desde el sujeto individual al sujeto social, y también la decisión y la voluntad que atribuiremos no al sujeto individuo, aunque sea de la clase oprimida, sino sólo a la colectividad partido, colectividad cuya energía no es cantidad sino calidad, se construyen sobre la base de un total análisis científico de la sociedad presente y de su pasado. Al capitalismo que queremos avergonzar y quitar la vida, tenemos el deber primeramente de estudiarlo y conocerlo en su estructura y en su curso real. Es un deber no en el sentido moral y personal, sino una función impersonal del partido, ente que apea a las cabezas de los hombres opinantes y los confines entre generaciones sucesivas.
En este punto está la respuesta a una posible objeción a nuestra acepción del marxismo, la única que toma su potencia y su altura. El Marx que durante decenios y decenios la corriente revolucionaria presenta cuando pone en primer lugar el programa máximo de la estructura social comunista, es exactamente el Marx que superó, combatió y dejó atrás todo utopismo.
¡La oposición entre utopismo y socialismo científico no está en el hecho de que el socialista marxista declare que en cuanto a los caracteres de la sociedad futura él se coloque en la ventana a esperar que pasen, para describir sus formas! El error del utopista está en extraer, después de una constatación de los defectos de la sociedad presente, que en algunos de sus maestros Marx exalta con respeto, la trama de la sociedad futura no de una concatenación de procesos reales que enlazan el curso precedente a nosotros al curso futuro, sino de su propia cabeza, del racional humano y no de lo real natural y social. El utopista cree que el punto de llegada del curso social deba estar contenido en la victoria de algunos principios generales que son ínsitos en el espíritu del hombre. Que se los haya inducido el dios creador, o que se los descubra la crítica filosófica introspectiva, son estos ideologismos de los mil nombres –Justicia, Igualdad, Libertad, etc.– que forman los colores de la paleta donde el socialista idealista moja sus pinceles para pintar el mundo de mañana como debería ser.
Este ingenuo, pero no siempre de innoble origen, hace que el utopismo espere su afirmación de una obra de persuasión entre los hombres, de emulación, según la palabra hoy de moda de presentar de modo verdaderamente indecoroso la llameante historia. Los utopistas arrastrados por sus buenas intenciones han pensado una vez vencer ganándose para sus róseos proyectos a los centros del poder ya constituido. De forma preconcebida estaban cerrados a entender la participación en el proceso de la lucha, del conflicto social, del vuelco del poder y del uso no de la persuasión sino de la fuerza sin reservas en las penalidades de las cuales saldrá la nueva sociedad.
Nuestra posición del problema humano es la opuesta. Las cosas no van como van porque alguien se ha equivocado, ha incurrido en error, sino porque una serie causal y determinante de fuerzas ha jugado en el desarrollo de la especie humana: se trata primero de entender cómo y por qué y con qué leyes generales, y luego de inducir sus direcciones futuras.
El marxismo no es pues renuncia a declarar en los programas de batalla cuáles serán los caracteres de la sociedad de mañana, y específicamente cómo se contrapondrán éstos a aquellos individualizados rigurosamente en la forma social última, la capitalista y mercantil. El marxismo es la vía para declararlos con validez y seguridad muchísimo mayores que aquellas a las que llegaban las pálidas, aunque a veces audaces en relación a sus tiempos, descripciones utopistas.
La renuncia a empeñarse en anticipar los estigmas de la estructura social comunista no es marxismo, ni es digna del poderoso cuerpo de los escritos clásicos de nuestra escuela; es verdaderamente un revisionismo reculador y conservador, que ostenta como objetividad lo que sólo es vileza y cinismo: la revelación sobre una pantalla blanca de un misterioso diseño que es secreto de la historia. En su suficiencia filistea este método no es más que la preparada coartada para las camarillas políticas profesionales, que no han sentido nunca la altura de la forma partido y la han reducido a escenario para las contorsiones de pocos activistas. Si tenían que permanecer en el secreto, tanto valía esperar en las sacristías la revelación del deseo divino, o en las antecámaras de servicio de los poderosos el turno afortunado de ir a lamer a la cocina las sobras de los platos sucios.
Propiedad y usufructo
Una prueba de esta recta oposición entre marxismo y utopismo, que hemos querido poner a punto doctrinalmente, lo tenemos en el pasaje de Marx que traza un alineamiento tan empeñativo de la estructura futura cuanto éste que describe la sociedad no propietaria de la tierra.
La gestión del cultivo de la tierra, de hecho, no se debe hacer de modo que satisfaga únicamente los anhelos de la generación presente. Según una acusación al capitalismo a la que Marx recurre continuamente, esta forma de producción agota los recursos del suelo y hace insoluble el problema de la alimentación de los pueblos. Hoy que éstos devienen cada vez más numerosos se estudian por los “científicos”, con la seriedad que tan bien conocemos, nuevas vías para saciar el hambre de los habitantes del planeta.
La gestión de la tierra, clave de todo el problema social, debe ser dirigida de forma que corresponda al mejor desarrollo futuro de la población del globo. La sociedad humana viviente, incluso pudiendo ser entendida por encima de las limitaciones de Estados, de naciones y, cuando se haya pasado a una “organización superior” también de clase (estaremos no sólo por encima de la oposición un poco pedestre de “clases ociosas” y “clases productoras”, sino también de la oposición entre clases productoras urbanas y rurales, manuales e intelectuales, como Marx enseña) esta sociedad que se presentará como conjunto de algunos miles de millones de hombres, en el límite temporal será siempre un conjunto más estrecho de la “especie humana”, aun deviniendo más numerosa por efecto de la prolongación de la vida media de sus miembros.
Esta gestión voluntaria y científicamente, y por primera vez en la historia, se subordinará a la especie, o sea se organizará en las formas que responden mejor a los fines de la humanidad futura.
Que en todo esto no haya nada de fantástico –o que, el cielo nos ampare de ciencia ficción– o de utopista, se remonta al criterio realista y palpable que Marx reclama: la diferencia entre propiedad y usufructo.
En la teoría del derecho actual la propiedad es “perpetua”, mientras que el usufructo es temporal, limitado a un número prefijado de años o a la vida natural del usufructuario. En la teoría burguesa la propiedad es “ius entendi et abutendi” o sea derecho de usar y de abusar. Teóricamente el propietario puede destruir su bien: por ejemplo regar su campo con agua salada, como hicieron los romanos con el suelo de Cartago, después de haberla quemado. Los juristas de hoy utilizan sobre un límite social, pero ésta no es ciencia, es sólo miedo de clase. El usufructuario tiene en cambio un derecho más restringido que el propietario: el uso sí; el abuso, no. Caducado el término del usufructo, o muerto el que lo goza en el caso del vitalicio, la tierra retorna al propietario. La ley positiva impone que le sea retornada con la misma eficiencia que tenía al inicio del periodo de usufructo. Tampoco el simple colono que tiene la tierra en alquiler puede alterar su cultivo sino que debe gestionarla como buen padre de familia, esto es, como hace el propietario bueno, para el cual la perpetuidad del uso o disfrute consiste en la transferencia hereditaria a sus hijos o herederos. En el código civil italiano la sacramental fórmula del buen padre de familia se lee en el art. 1001 y en el 1587.
La sociedad tiene pues sólo el uso y no la propiedad de la tierra.
El utopismo es metafísico, el socialismo marxista es dialéctico. Marx en las respectivas fases de su gigantesca construcción puede sucesivamente reivindicar la gran propiedad (también capitalista, si bien los asalariados sean en ella bestias de carga) contra la pequeña, aún sin asalariados (nos callamos por decencia y no hablamos de la pequeña hacienda como la del aparcero francés de 1894 e italiano de 1958, que al empleo del hombre bestia de carga añade la reaccionaria parcelación); reivindicar la propiedad del Estado incluso capitalista contra la gran propiedad privada (nacionalización); reivindicar para la superior organización del comunismo integral el solo uso racional de la tierra por parte de la sociedad, y enterrar en el museo de las chatarras de Engels el término ruin de propiedad.
Valor de uso y de cambio
La tesis fundamental del marxismo revolucionario extiende fácilmente la negación de la propiedad individual y luego social de la tierra a los instrumentos de la producción preparados por el trabajo humano, y a los productos del trabajo, ya sean bienes herramientas o bienes de consumo.
Para el ejercicio de la tierra agraria existen bienes capitales. Uno fundamental, aquél del cual ha venido la palabra capital (como Marx recuerda a menudo) es el ganado tanto de labor como de cría. En italiano lo llaman “scorta viva”; en francés “cheptel” que es la misma palabra de capital. El término que indica la sucia cosa que es el capital viene de caput, cabeza en latín. Pero no se ilusionen los burgueses de que se trate de la cabeza humana, para venirnos a aderezar otro derecho natural: el Capital como prolongación de la Persona.
Se trata de la cabeza del buey. La prolongación de la cabeza del burgués no son los eternos principios de la ley humana; son solamente los cuernos.
Está claro que el gestor de la tierra no puede comerse todo su ganado, como existen de ello ejemplos históricos, sin destruir este especial instrumento de la producción, que es apto para reproducirse si se cría sabiamente.
La sociedad es usufructuaria y no propietaria de las especies animales. En el pequeño trabajo de Engels había un gracioso pasaje sobre la risible reivindicación de la libertad de caza y pesca –en Francia– a los campesinos, a propósito del peligro de la destrucción, luego verificada, de ciertas especies de caza[16].
No sería breve, pero tampoco difícil, extender nuestra deducción a todo capital de empresa en la agricultura y en la industria. Pero trataremos de proceder por grandes etapas.
En estos capítulos magistrales sobre la tierra, donde Marx demuestra que su precio y valor, extraído de la renta capitalizada, no entra en el capital de gestión de la empresa agraria porque, si no existe en ella la conjurada devastación de la fertilidad, éste se vuelve a encontrar intacto al final del ciclo anual, él establece la confrontación obvia con la “parte fija del capital constante industrial” que no entra en el cálculo del capital circulante a no ser en la menor parte en la cual se consume en un ciclo y es restablecido (amortización). La tierra se renueva por sí sola; también el ganado se renueva por sí solo (con un cierto trabajo de crianza). La scorta morta o enseres se renuevan en gran parte cada año, en la agricultura, a cargo del valor total de los productos. En la industria en cambio se renuevan a más largo plazo.
Dejando en su lugar el examen cuantitativo, queremos señalar que la humanidad tiene también enseres o capitales fijos cuya amortización se hace en ciclos larguísimos, como son los puentes romanos existentes que, después de dos mil años, son todavía utilizables. La criminalidad capitalista busca las amortizaciones en ciclos breves e intenta renovar –a expensas del proletario– rápidamente todo capital fijo. Porque sobre el capital fijo se tiene la clemente propiedad, sobre el circulante el simple usufructo. Nos remitimos a la distinción entre trabajo muerto y trabajo vivo desarrollada en los informes de Pentecostés y de Piombino[17].
El capitalismo insiste en agitar demencialmente el trabajo de los vivos, y hace del trabajo de los muertos su deshumana propiedad. En la economía comunista llamaremos a lo que los técnicos capitalistas le dicen amortización o sea renovación del capital, o instalaciones, de la manera opuesta, o sea revivificación.
La antítesis entre propiedad y usufructo se remite a aquella entre capital fijo –capital circulante; y a aquella entre trabajo muerto– trabajo vivo.
Nosotros estamos de la parte de la eterna vida de la especie; nuestros enemigos, de la parte siniestra, de la muerte eterna. Y la vida los pondrá patas arriba sintetizando los opuestos en la realidad del comunismo.
Pero daremos aún otra fórmula de esa misma antítesis: cambio monetario, y uso físico. Valor de cambio mercantil contra valor de uso.
La revolución comunista es la muerte del mercantilismo.
Trabajo objetivado y trabajo vivo
Los compañeros lectores, que en nuestro método de trabajo son colaboradores de la actividad común del partido, a este punto deben buscar en los nº19 y 20 de 1957 (informe breve de la reunión de Piombino) toda la Parte Segunda en la que está presentado ampliamente el texto marxista Grundrisse.
En esa construcción grandiosa el individualismo económico es borrado y aparece el Hombre Social, cuyos límites son los mismos que los de toda la Sociedad Humana, y más bien de la Especie humana.
El Capital fijo industrial como contrapuesto en la forma capitalista al trabajo humano, que deviene medida del valor de cambio de los productos o mercancías es –esté o no detrás el capitalista como persona, y aquí nuestras citas de Marx han sido innumerables– el Monstruo enemigo que está pendiente como una amenaza sobre el conjunto de los productores y monopoliza un producto que no solo pertenece a todos, sino a todo el curso activo de la especie durante milenios, la Ciencia y la Tecnología elaboradas y depositadas en el Cerebro Social. Hoy que la forma capitalista desciende el tramo de la degeneración, este Monstruo asesina a la Ciencia misma, hace mal gobierno de ella y gestiona su usufructo de modo criminal, dilapidando la herencia de las generaciones futuras.
En aquellas páginas se ve el actual fenómeno de la Automatización descontado y teorizado para el lejano futuro. Aquello que nos permitimos llamar Romance del trabajo objetivado, tiene por epílogo su paligenesia, con la cual el Monstruo se transforma en Fuerza benéfica de toda la humanidad la cual consiente en no extorsionar sobretrabajo inútil, sino de reducir a mínimos el trabajo necesario, “en completo beneficio de la formación artística, científica, etc., de los individuos”, elevadas ya a la condición de Individuo Social.
Queremos extraer aquí de los auténticos materiales, hoy bastante más válidos y evidentes que en la época en que nacieron, otra fórmula no menos auténtica. Parada por la revolución proletaria la dilapidación de la Ciencia obra del Cerebro Social, comprimido el tiempo de trabajo a un mínimo que hace de éste toda una alegría, exaltado a formas humanas el Capital fijo monstruo de hoy, o sea suprimido, no conquistado para el hombre o la sociedad, el Capital, transeúnte producto histórico, la industria se comportará como la tierra, una vez liberados de cualquier propiedad de quien quiera que sea, tanto las instalaciones como el suelo.
Poca conquista sería que las instalaciones de producción dejaran de ser monopolio de una banda de ociosos, vacía frase hecha, en cuanto en sus inicios los burgueses fueron una clase de audaces portadores del Cerebro Social y de la más avanzada Praxis Social. A su vez, la sociedad organizada en forma superior –el comunismo internacional– no tendrá las instalaciones de producción como propiedad y capital, sino como usufructo, salvando a cada paso contra la necesidad física de la Naturaleza, único adversario ya, el futuro de la Especie.
Muerta la propiedad y el capital, tanto en la agricultura como en la industria, otra frase hecha que era una concesión a la ardua tarea de la tradicional propaganda, o sea “la propiedad personal de los productos de consumo”, va arrojada a las sombras del pasado. De hecho toda la poligenesia revolucionaria cae si todo objeto no pierde el carácter de mercancía, y si el trabajo no deja de ser medida del “valor de cambio”, otra forma que, junto con la medida monetaria debe morir con el modo capitalista.
Citamos entonces textualmente:
“Cuando el trabajo haya dejado de ser, bajo su forma inmediata, la Gran Fuente de la Riqueza, el Tiempo de Trabajo debe dejar de ser la medida de ésta. Y lo mismo hay que decir del Valor de Cambio como medida del Valor de Uso”. Considerando la pobreza de Stalin, y de los rusos que lo siguen, en hacer vivir en el socialismo la ley del valor, nos vimos obligados a decir: ¡Los rayos del último Juicio hagan blanco sobre ellos![18]
El desgraciado que engulle alcohol diciendo: es mío, lo he comprado con los dineros de mi salario (privado o de Estado) es igualmente, víctima como es de la forma Capital, un usufructuario perjuro de la salud de la especie. ¡Y también el insensato encendedor de cigarrillos! Dicha “propiedad” será eliminada de la organización superior de la sociedad.
La caída del precio del esclavo asalariado se exaspera en las crisis de desocupación. Escribió Engels a Marx el 7 de diciembre de 1857:
“Entre los filisteos de aquí la crisis tiene el efecto de empujarlos a beber bastante. Ninguno es capaz de estar sólo en casa con la familia y las preocupaciones, los clubs se animan, y el consumo de licor crece bastante. Cuanto más metido está uno en dificultades, tanto más intenta darse ánimos. Y a la mañana siguiente es un elocuentísimo ejemplo de aturdimiento moral y físico”[19], ¿1857 o 1958?
No se consumirá pues como bestia-persona, en nombre de la infame propiedad sobre el objeto cambiado, sino el Uso, el consumo, se harán según la exigencia superior del hombre social, perpetuador de la especie, y no más, como hoy es la regla, bajo la acción de las drogas.
Muerte del individualismo
No es posible que el partido proletario de clase se gobierne a sí mismo en la buena dirección revolucionaria si no es total la confrontación del material de agitación con las bases estables y no envolventes de la teoría.
Las cuestiones de acción contingente y de programa futuro no son más que dos lados dialécticos del mismo problema, como tantas intervenciones de Marx hasta su muerte, y de Engels y de Lenin (¡Tesis de abril, comité central de octubre!) han demostrado.
Aquellos hombres no improvisaron ni revelaron, sino que blandieron la brújula de nuestra acción, de la cual es demasiado fácil desviarse.
Ésta enseña claramente el peligro, y nuestras cuestiones son felizmente planteadas cuando se va contra las direcciones generales equivocadas. Las fórmulas y los términos pueden ser falsificados por traidores y por deficientes, pero su uso es siempre una brújula cuando es continuo y concordante.
Si estamos en el lenguaje filosófico e histórico, nuestro enemigo es el individualismo, el personalismo. Si en el político, el electoralismo democrático en cualquier campo. Si en el económico, el mercantilismo.
Cualquier acercamiento hacia estos rumbos insidiosos por una aparente ventaja, equivale al sacrificio del futuro del partido en aras del éxito del día, o del año; equivale al rendimiento a discreción ante el Monstruo de la contrarrevolución.
[1] En otra parte de este mismo fascículo el lector podrá encontrar los auténticos términos de las tesis de Marx sobre la miseria creciente que no contradicen la ley sobre el aumento del tipo de salario real, en la exposición explicativa del texto fundamental de la economía marxista.
[2] Entonces ministro de los asuntos internos, N.D.T.
[3] UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration), instituida por las Naciones Unidas para socorrer a los países vencidos. Cesó en 1947. ERP (European Recovery Program) Plan de Reconstrucción Europea
[4] Ibidem., como la frase citada más adelante.
[5] Cfr. F. ENGELS, “Lineamentos de una crítica de la economía política” en K. MARX – F. ENGELS, Obras Completas. Vol. III (Véase también los Anales Franco-Alemanes de A. RUGE y K. MARX, en el cual el texto de Engels viene titulado “Esbozo de una crítica de la economía política”).
[6] Se trata de la reunión interfederal de Parma, realizada el 20 y 21 de septiembre del mismo año, de la cual, en conexión con el trabajo aquí presentado, se pone de relieve el informe de la tercera reunión publicada en el título: “Contenido original del programa comunista y la anulación de la persona individual como sujeto económico, titular de derechos y actor de la historia humana”. Toda la serie de las relaciones se encuentra en “Il programma comunista” nº18, 19, 20, 21, 22 de 1958.
[7] “El problema campesino en Francia y en Alemania”, cit. n. 20 de 1973.
[8] Ibid. Nº 21 de 1973 como todas las citas relativas a los diferentes considerando.
[9] Socialisme on barbarie era un filón disidente del trotsquismo, que se separó de la organización oficial en 1948 y en buena parte confluyó en la socialdemocracia en 1964, que pretendía “enriquecer el marxismo” resolviendo la antítesis entre sociedad capitalista y sociedad comunista, por tanto entre burguesía y proletariado, en la contraposición entre autoridad y libertad, o entre seudo-democracia totalitaria burguesa y democracia directa proletaria. A la crítica de esta corriente y de su ideología están dedicados tres artículos aparecidos en los nº 10, 11 y 12 de 1953 del quincenal “Il Programma Comunista” luego reunidos en un pequeño volumen con el título “Clan, Partido, Estado en la teoría marxista”, de. “Il Programma Comunista”. Milán, 1972.
[10] Las citas de este pequeño capítulo son siempre de “La cuestione contadina...”, cit. Nº21 de 1973.
[11] Las citas de este pequeño capítulo son siempre de “El problema campesino...”, cit. Nº21 de 1973.
[12] Publicado en “Il Programma Comunista” nº14 de 1969 al cual remitimos al lector para todas las citas de éste como de los cinco capítulos sucesivos.
[13] En esta reunión está desarrollada la relación sobre “Los fundamentos del comunismo revolucionario marxista en la doctrina y en la historia de la lucha proletaria internacional”, de la serie “Los textos del partido comunista internacional”, Milán, 1974.
[14] En particular en grandes cuestiones históricas de la Revolución en Rusia “La estructura económica y social de la Rusia de hoy”, recogida en volumen, Ed. “Il Programma Comunista”, Milán, 1976 y El Comunista, 1997.
[15] K. MARX, “El Capital”, libro tercero, cap. XLVI, así como las sucesivas citas.
[16] Se trata siempre de “El Problema campesino...”, cit., y el pasaje aquí recordado dice que tal reivindicación “suena muy popular, pero la cola anula la cabeza: ¿cuántas liebres, perdices, truchas y carpas corresponden ya hoy, en toda la demarcación de la aldea, a cada familia campesina? ¿Acaso más de las que pudiera cazar o pescar cada campesino concediéndole un solo día al año para la caza y la pesca?”.
[17] La reunión de Pentecostés es relativa a la relación sobre “Los fundamentos del comunismo revolucionario...”, ct., mientras que la de Piombino, siempre en 1957, desarrolla las relaciones con el tema general “Trayectoria y catástrofe de la forma capitalista en la clásica y monolítica construcción teórica del marxismo”, ahora en El Comunista nº 1, 37.
[18] Cfr.“Economía marxista y economía contrarrevolucionaria”: Cfr. también “Lineamentos fundamentales de crítica de la economía política” (“Grundrisse”, K. MARX.)
[19] K. MARX. f. Engels, Obras completas, vol. XL.