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Contribución al problema de la vivienda


 

 

 

ÍNDICE

 

 

Prefacio a la segunda edición de 1887

CONTRIBUCIÓN AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA

PRIMERA PARTE

Cómo resuelve Proudhon el problema de la vivienda

SEGUNDA PARTE

Cómo resuelve la burguesía el problema de la vivienda

I

II

III

TERCERA PARTE

Suplemento sobre Proudhon y el problema de la vivienda

I

II

III

IV

 

 

 

 

 PREFACIO

A LA SEGUNDA EDICIÓN DE 1887

 

La presente obra es la reimpresión de tres artículos que escribí en 1872 para el «Volksstaat»[1] de Leipzig. Precisamente en aquella época llovían sobre Alemania los miles de millones de francos franceses, el Estado pagó sus deudas; fueron construidas fortificaciones y cuarteles, y renovados los stocks de armas y de municiones; el capital disponible, lo mismo que la masa de dinero en circulación aumentaron, de repente, en enorme proporción. Y todo esto, precisamente en el momento en que Alemania aparecía en la escena mundial, no sólo como «Imperio unido», sino también como gran país industrial. Los miles de millones dieron un formidable impulso a la joven gran industria; fueron ellos, sobre todo, los que trajeron después de la guerra un corto período de prosperidad, rico en ilusiones, e inmediatamente después, la gran bancarrota de 1873-1874, la cual demostró que Alemania era un país industrial ya maduro para participar en el mercado mundial.

La época en que un país de vieja cultura realiza esta transición –acelerada, además, por circunstancias tan favorables– de la manufactura y de la pequeña producción a la gran industria, suele ser también una época de «penuria de la vivienda». Por una parte, masas de obreros rurales son atraídas de repente a las grandes ciudades, que se convierten en centros industriales; por otra parte, el trazado de aquellas viejas ciudades no corresponde ya a las condiciones de la nueva gran industria ni a su gran tráfico; las calles son ensanchadas, se abren otras nuevas, pasan por ellas ferrocarriles. En el mismo momento en que los obreros afluyen en gran número a las ciudades, las viviendas obreras son destruidas en masa. De aquí la repentina penuria de la vivienda, tanto para el obrero, como para el pequeño comerciante y el artesano, que dependen de la clientela obrera. En las ciudades que surgen desde el primer momento como centros industriales, esta penuria de la vivienda es casi desconocida. Así son Manchester, Leeds, Bradford, Barmen-Elberfeld. Por el contrario, en Londres, París, Berlín, Viena, la penuria de la vivienda ha adquirido en su tiempo formas agudas y sigue existiendo en la mayoría de los casos en un estado crónico.

Fue, pues, esa penuria aguda de la vivienda, ese síntoma de la revolución industrial que se desarrollaba en Alemania, lo que, en aquel tiempo, llenó los periódicos de discusiones sobre el «problema de la vivienda» y dio lugar a toda clase de charlatanerías sociales. Una serie de artículos de este género vino a parar al «Volksstaat». Un autor anónimo, que se dio a conocer más tarde como el señor doctor en medicina A. Mülberger, de Wurtemberg, estimó la ocasión favorable para aprovechar esta cuestión e ilustrar a los obreros alemanes sobre los efectos milagrosos de la panacea social de Proudhon. Cuando manifesté mi asombro a la redacción por haber aceptado aquellos singulares artículos, me pidieron que los contestase, y así lo hice. (Véase la primera parte: Cómo resuelve Proudhon el problema de la vivienda). Poco después de aquella serie de artículos escribí otra, en la cual, basándome en un libro del Dr. Emil Sax, examiné la concepción burguesa filantrópica de la cuestión; (Véase la segunda parte: Cómo resuelve la burguesía el problema de la vivienda.) Después de un silencio bastante largo, el Dr. Mülberger me hizo el honor de contestar a mis artículos, lo que me obligó a publicar una contrarréplica (véase la tercera parte: Suplemento sobre Proudhon y el problema de la vivienda), la cual puso fin tanto a la polémica como a mi trabajo particular sobre esta cuestión. Tal es la historia de aquellas tres series de artículos que se publicaron también en folleto aparte. Si hoy es precisa una nueva edición, lo debo, sin duda alguna, a la benévola solicitud del Gobierno del Imperio alemán, quien, al prohibirla, hizo, como siempre, subir de un modo enorme la demanda, y le expreso aquí mi más respetuoso agradecimiento.

Para esta nueva edición he revisado el texto, he hecho algunas adiciones, puse algunas notas y rectifiqué en la primera parte un pequeño error económico que, desgraciadamente, el Dr. Mülberger, mi adversario, no había descubierto.

Al hacer esta revisión, me he dado cuenta claramente de los progresos considerables realizados por el movimiento obrero internacional en el curso de los catorce últimos años. En aquel tiempo, era todavía un hecho que «los obreros de los países latinos no tenían otro alimento intelectual, desde hace veinte años, que las obras de Proudhon» y, a lo sumo, el proudhonismo aún más estrecho de Bakunin, el padre del «anarquismo» que veía en Proudhon al «maestro de todos nosotros» («notre maître à nous tous»). Aunque los proudhonianos no constituían en Francia más que una pequeña secta entre los obreros, eran, sin embargo, los únicos que tenían un programa concretamente formulado y los únicos que, bajo la Comuna, podían tomar la dirección de los asuntos económicos. En Bélgica, el proudhonismo dominaba sin disputa entre los obreros valones, y en España e Italia, con pocas excepciones, todo lo que no era anarquista en el movimiento obrero, era decididamente proudhoniano. ¿Y hoy? En Francia, los obreros se han apartado por completo de Proudhon, y éste ya no cuenta con partidarios más que entre los burgueses radicales y los pequeños burgueses, quienes, como proudhonianos, se llaman también «socialistas», pero son combatidos del modo más violento por los obreros socialistas. En Bélgica, los flamencos han arrebatado a los valones la dirección del movimiento, han rechazado el proudhonismo y han dado mucho empuje al movimiento. En España, como en Italia, la gran oleada anarquista de la década del 70 ha refluido, llevándose los restos del proudhonismo; si en Italia el nuevo partido está todavía por clarificarse y constituirse, en España, el pequeño núcleo, que como Nueva Federación Madrileña había permanecido fiel al Consejo General de la Internacional, se ha desarrollado en un partido poderoso. Este, como se puede juzgar por la misma prensa republicana, está destruyendo la influencia de los republicanos burgueses sobre los obreros con mucha más eficacia que pudieron hacerlo nunca sus predecesores anarquistas, tan alborotadores. En vez de las obras olvidadas de Proudhon, se encuentran hoy en manos de los obreros de los países latinos El Capital, el Manifiesto Comunista y una serie de otros escritos de la escuela de Marx. Y la demanda más importante de Marx –apropiación de todos los medios de producción, en nombre de la sociedad, por el proletariado elevado a la dominación política exclusiva– se ha convertido hoy, también en los países latinos, en la demanda de toda la clase obrera revolucionaria.

Si el proudhonismo ha sido rechazado definitivamente por los obreros, incluso en los países latinos; si ahora sólo sirve, de acuerdo con su verdadero destino, a la burguesía radical francesa, española, italiana y belga, como expresión de sus veleidades burguesas y pequeñoburguesas, ¿por qué, pues, hoy todavía, volver a él? ¿Por qué combatir otra vez con la reimpresión de estos artículos a un adversario desaparecido?

Primero, porque estos artículos no se limitan a una sencilla polémica contra Proudhon y sus representantes alemanes. A consecuencia de la división del trabajo que existía entre Marx y yo, me tocó defender nuestras opiniones en la prensa periódica, lo que, en particular, significaba luchar contra las ideas opuestas, a fin de que Marx tuviera tiempo de acabar su gran obra principal. Esto me condujo a exponer nuestra concepción, en la mayoría de los casos en forma polémica, contraponiéndola a las otras concepciones. Lo mismo aquí. La primera y la tercera parte no solamente contienen una crítica de la concepción proudhoniana del problema, sino también una exposición de la nuestra propia.

En segundo lugar, Proudhon representó en la historia del movimiento obrero europeo un papel demasiado importante para caer sin más ni más en el olvido. Teóricamente refutado y prácticamente excluido, conserva todavía su interés histórico. Quien se dedique con cierto detalle al estudio del socialismo moderno, debe también conocer los «puntos de vista superados» del movimiento. La "Miseria de la Filosofía", de Marx, se publicó varios años antes de que Proudhon hubiera expuesto sus proyectos prácticos de reforma social; entonces, Marx podía solamente descubrir el germen y criticar el Banco de Cambio de Proudhon. En este aspecto, su libro será completado por el mío, aunque, por desgracia, de un modo harto insuficiente. Marx lo hubiera hecho mucho mejor y de una manera más convincente.

Por último, aun hoy día el socialismo burgués y pequeñoburgués está poderosamente representado en Alemania. De una parte, por los socialistas de cátedra y por filántropos de toda clase, entre los cuales el deseo de transformar a los obreros en propietarios de sus viviendas desempeña todavía un papel importante; contra ellos mi trabajo sigue, pues, siendo oportuno. De otra parte, se encuentra representado en el partido socialdemócrata mismo, comprendida la fracción del Reichstag, cierto socialismo pequeñoburgués. Y esto en tal forma que, a pesar de reconocer la exactitud de los conceptos fundamentales del socialismo moderno y de la demanda de que todos los medios de producción sean transformados en propiedad social, se declara que su realización es solamente posible en un futuro lejano, prácticamente imprevisible. Así pues, por ahora se limitan a simples remiendos sociales, y hasta pueden, según las circunstancias, simpatizar con las aspiraciones más reaccionarias que pretenden «elevar a las clases laboriosas». La existencia de tal orientación es completamente inevitable en Alemania, país pequeñoburgués por excelencia, y sobre todo en una época en la cual el desarrollo industrial desarraiga por la violencia y en gran escala a esta pequeña burguesía tan profundamente arraigada desde tiempos inmemoriales. Esto tampoco presenta el menor peligro para el movimiento, gracias al admirable sentido común de nuestros obreros, del que tan brillantes pruebas han dado precisamente en el transcurso de los ocho últimos años, en la lucha contra la ley antisocialista, contra la policía y contra los magistrados. Pero es indispensable saber claramente que tal orientación existe. Y si, como es necesario y hasta deseable, esta orientación llega más tarde a tomar una forma más sólida y contornos más precisos, deberá entonces volverse hacia sus predecesores para formular su programa, y no podrá prescindir de Proudhon.

El fondo de la solución, tanto la burguesa como la pequeñoburguesa, del «problema de la vivienda» es que el obrero sea propietario de su vivienda. Pero es éste un punto que el desarrollo industrial de Alemania durante los veinte últimos años enfoca con una luz muy particular. En ningún otro país existen tantos trabajadores asalariados que son propietarios no sólo de su vivienda, sino también de un huerto o un campo; además, existen muchos más que ocupan como arrendatarios una casa, un huerto o un campo, con una posesión de hecho bastante asegurada. La industria a domicilio rural, practicada en común con la horticultura o el pequeño cultivo, constituye la base amplia de la joven gran industria alemana; en el Oeste, los obreros, en su mayoría, son propietarios; en el Este, casi todos son arrendatarios de su vivienda. Esta combinación de la industria a domicilio con la horticultura y el cultivo de los campos y, a la vez, con una vivienda asegurada, no solamente la encontramos en todos los lugares donde el tejido a mano lucha todavía contra el telar mecánico, como en el Bajo Rin y en Westfalia, en los Montes Metálicos de Sajonia y en Silesia; la encontramos también en todos los sitios en que una u otra rama de la industria a domicilio se ha afianzado como industria rural, por ejemplo, en la selva de Turingia y en el Rhön. Con ocación de los debates sobre el monopolio de tabacos, se ha revelado hasta qué grado la manufactura de cigarros se practica ya como trabajo a domicilio rural. Y cada vez que surge una situación calamitosa entre los pequeños campesinos, como hace algunos años en los montes Eifel, la prensa burguesa se apresura inmediatamente a reclamar como único remedio la organización de una industria a domicilio adecuada. En realidad, la miseria creciente de los campesinos parcelarios alemanes y la situación general de la industria alemana empujan a una extensión continua de la industria a domicilio rural. Este es un fenómeno propio de Alemania. En Francia no se encuentra nada semejante más que excepcionalmente, por ejemplo, en las regiones de cultivo de la seda; en Inglaterra, donde no existen pequeños campesinos, la industria a domicilio rural descansa sobre el trabajo de las mujeres y de los niños de los jornaleros agrícolas; solamente en Irlanda es donde vemos practicada la industria de la confección a domicilio, lo mismo que en Alemania, por verdaderas familias campesinas. Naturalmente, no hablamos aquí de Rusia ni tampoco de los otros países que no están representados en el mercado industrial mundial.

De este modo, Alemania se encuentra hoy, en gran parte, en una situación industrial que, a primera vista, corresponde a la que predominaba de una manera general antes de la aparición de las máquinas. Pero esto sólo a primera vista. Antes, la industria a domicilio rural, ligada a la horticultura y al pequeño cultivo, por lo menos en los países que se desarrollaban industrialmente, era la base de una situación material soportable y a veces acomodada entre las clases laboriosas, pero también de su nulidad intelectual y política. El producto hecho a mano y su costo determinaban el precio en el mercado; y con la productividad del trabajo de entonces, insignificante al lado de la de nuestros días, los mercados aumentaban, por regla general, más rápidamente que la oferta. Fue el caso que se dio hacia la mitad del siglo pasado en Inglaterra y parcialmente en Francia, sobre todo en la industria textil. Ocurría todo lo contrario en Alemania, la cual, en aquel tiempo, apenas se rehacía de los destrozos causados por la guerra de los Treinta años y se esforzaba por levantar cabeza en medio de las circunstancias menos favorables. La única industria a domicilio que trabajaba para el mercado mundial, la que producía tejidos de lino, estaba tan oprimida por los impuestos y las cargas feudales, que no elevó al campesino-tejedor por encima del nivel, muy bajo por lo demás, del resto del campesinado. Sin embargo, los trabajadores de la industria a domicilio tenían, en aquel tiempo, asegurada hasta cierto punto su existencia.

Con la introducción de las máquinas, todo aquello cambió. Entonces, el precio fue determinado por el producto hecho a máquina, y el salario del trabajador industrial a domicilio descendió a la par con aquel precio. Tenía que aceptarlo o buscarse otro trabajo, pero esto no lo podía hacer sin convertirse en proletario, es decir, sin abandonar –fuese propietario o arrendatario– su casita, su huerto y su parcela de tierra. Y sólo en muy contadas ocasiones se resignaba a ello. Es así como la horticultura y el pequeño cultivo de los viejos tejedores rurales fue causa de que la lucha del tejido a mano contra el telar mecánico –lucha que en Alemania todavía no ha terminado– se prolongara en todas partes durante tanto tiempo. En esta lucha se reveló por primera vez, sobre todo en Inglaterra, que la misma circunstancia que antes diera un bienestar relativo a los trabajadores –la posesión de sus medios de producción– se había convertido para ellos en un obstáculo y una desgracia. En la industria, el telar mecánico reemplazó su telar manual; en la agricultura, la gran empresa agrícola eliminó su pequeña hacienda. Pero mientras en ambos dominios de la producción, el trabajo asociado de muchos y el empleo de las máquinas y de las ciencias se convertían en regla social, su casita, su huerto, su parcela de tierra y su telar encadenaban al trabajador al método anticuado de la producción individual y del trabajo a mano. La posesión de una casa y de un huerto era ahora de un valor muy inferior a la plena libertad de movimiento. Ningún obrero de fábrica hubiera cambiado su situación por la del pequeño tejedor rural, que se moría de hambre, lenta, pero seguramente.

Alemania apareció tarde en el mercado mundial. Nuestra gran industria surgió en la década del cuarenta y recibió su primer impulso de la revolución de 1848; no pudo desarrollarse plenamente más que cuando las revoluciones de 1866 y 1870 hubieron barrido de su camino por lo menos los peores obstáculos políticos. Pero encontró un mercado mundial en gran parte ocupado. Los artículos de gran consumo venían de Inglaterra, y los artículos de lujo de buen gusto, de Francia. Alemania no podía vencer a los primeros por el precio, ni a los segundos por la calidad. No le quedaba más remedio, de momento, que seguir el camino trillado de la producción alemana y colarse en el mercado mundial con artículos demasiado insignificantes para los ingleses y demasiado malos para los franceses. La práctica alemana predilecta de la estafa, que consiste en mandar primero muestras buenas y después mercancías malas, fue rápida y duramente reprimida en el mercado mundial, y quedó casi abandonada; por otra parte, la competencia de la superproducción llevó poco a poco, incluso a los sólidos ingleses, por el camino resbaladizo del empeoramiento de la calidad y favoreció así a los alemanes, quienes en este orden no admiten competencia. Así fue cómo, por fin, llegamos a poseer una gran industria y a representar un papel en el mercado mundial. Pero nuestra gran industria trabaja casi exclusivamente para el mercado interior (a excepción de la industria del hierro, cuya producción excede en mucho las necesidades del país). El grueso de nuestra exportación se compone de una cantidad infinita de pequeños artículos, producidos en su mayoría por la industria a domicilio rural y para los cuales la gran industria suministra, todo lo más, los productos semimanufacturados.

Y es aquí donde aparece en todo su esplendor la «bendición» de la propiedad de una casa y de una parcela para el obrero moderno.  En ningún sitio, y apenas se puede exceptuar la industria a domicilio irlandesa, se pagan salarios tan infamemente bajos como en la industria a domicilio alemana. Lo que la familia obtiene de su huerto y de su parcela de tierra, la competencia permite a los capitalistas deducirlo del precio de la fuerza de trabajo. Los obreros deben incluso aceptar cualquier salario a destajo, pues sin esto no recibirían nada en absoluto, y no podrían vivir sólo del producto de su pequeño cultivo. Y como, por otra parte, este cultivo y esta propiedad territorial les encadenan a su localidad, les impiden con ello buscar otra ocupación. Esta es la circunstancia que permite a Alemania competir en el mercado mundial en la venta de toda una serie de pequeños artículos. Todo el beneficio se obtiene mediante un descuento del salario normal, y se puede así dejar para el comprador toda la plusvalía. Tal es el secreto de la asombrosa baratura de la mayor parte de los artículos alemanes de exportación.

Es esta circunstancia, más que cualquier otra, la que hace que los salarios y el nivel de vida de los obreros alemanes sean, también en las otras ramas de la industria, inferiores a los de los países de la Europa Occidental. El peso muerto de este precio del trabajo, mantenido tradicionalmente muy por debajo del valor de la fuerza de trabajo, gravita igualmente sobre los salarios de los obreros de las ciudades e incluso de las grandes ciudades, haciéndolos descender por debajo del valor de la fuerza de trabajo, tanto más cuanto que en las ciudades, igualmente, la industria a domicilio mal retribuida, ha sustituido al antiguo artesanado, haciendo bajar también el nivel general de salario.

Vemos aquí claramente cómo, lo que en una etapa histórica anterior era la base de un bienestar relativo de los obreros –la combinación del cultivo y de la industria, la posesión de una casa, de un huerto y de un campo, la seguridad de una vivienda–, hoy, bajo el reinado de la gran industria, se convierte no solamente en la peor de las cadenas para el obrero, sino también en la mayor desgracia para toda la clase obrera, en la base de un descenso sin precedentes del salario por debajo de su nivel normal. Y esto no solamente en algunas ramas de la industria o en regiones aisladas, sino en escala nacional. No es sorprendente que la grande y la pequeña burguesía, que viven y se enriquecen con estos enormes descuentos de los salarios, sueñen con la industria rural, la posesión de una casa por cada obrero y vean en la creación de nuevas industrias a domicilio el único remedio para todas las miserias rurales.

Este no es más que un aspecto de la cuestión; pero la medalla tiene también su reverso. La industria a domicilio se ha convertido en la base amplia del comercio exterior alemán, y, por lo tanto, de toda la gran industria. Así se ha extendido en numerosas regiones de Alemania y se extiende cada día más. La ruina del pequeño campesino se hizo inevitable desde el momento en que su trabajo industrial a domicilio para su propio consumo fue destruido por la baratura de la confección y del producto de la máquina, y su ganadería –y, por lo tanto, su producción de estiércol–, por la disolución del régimen comunal, por la abolición de la Marca comunal y de la rotación obligatoria de los cultivos. Esta ruina lleva forzosamente a los pequeños campesinos, caídos en manos del usurero, hacia la moderna industria a domicilio. Lo mismo que en Irlanda la renta del terrateniente, en Alemania los intereses del usurero hipotecario no pueden pagarse con el producto del suelo, sino solamente con el salario del campesino industrial. Pero con la extensión de la industria a domicilio, las regiones rurales son arrastradas una tras otra al movimiento industrial de hoy. Esta revolución operada en los distritos rurales por la industria a domicilio es la que extiende la revolución industrial en Alemania en una escala mucho más vasta que en Inglaterra y en Francia. El nivel relativamente bajo de nuestra industria hace tanto más necesaria su amplia extensión. Esto explica que en Alemania, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra y en Francia, el movimiento obrero revolucionario se haya extendido tan considerablemente en la mayor parte del país, en lugar de estar ligado exclusivamente a los centros urbanos. Y esto explica, a su vez, la progresión reposada, segura e irresistible del movimiento. Está claro que en Alemania un levantamiento victorioso en la capital y en las otras grandes ciudades sólo será posible cuando la mayoría de las pequeñas ciudades y una gran parte de las regiones rurales estén igualmente maduras para la revolución. Con un desarrollo más o menos normal, nosotros no nos encontraremos jamás en situación de obtener victorias obreras, como los parisinos en 1848 y 1871; pero tampoco, por esta misma razón, de sufrir derrotas de la capital revolucionaria por las provincias reaccionarias, tales como las conoció París en los dos casos. En Francia, el movimiento partió siempre de la capital; en Alemania, de las regiones, de gran industria, de manufacturas y de industria a domicilio; sólo más tarde fue conquistada la capital. Por eso, tal vez también en el porvenir, la iniciativa quede reservada a los franceses, pero sólo en Alemania se podrá lograr la victoria decisiva.

Ahora bien, la industria a domicilio y la manufactura rurales –que por su extensión se han convertido en la esfera esencial de producción de Alemania y gracias a las cuales el campesinado alemán está cada vez más revolucionado–  no representan por sí mismas más que la primera etapa de una revolución ulterior. Como ha demostrado ya Marx (El Capital, tomo I, 3ª ed., págs. 484-495), en cierto grado de desarrollo la máquina y la fábrica harán sonar también para ellas la hora de la decadencia. Y esta hora parece próxima. Pero la destrucción de la industria a domicilio y de la manufactura rurales por la máquina y la fábrica significa en Alemania la destrucción de los medios de existencia de millones de productores rurales, la expropiación de casi la mitad del pequeño campesinado, la transformación no solamente de la industria a domicilio en producción fabril, sino también de la economía campesina en gran agricultura capitalista y de la pequeña propiedad territorial en grandes dominios: una revolución industrial y agraria en provecho del capital y de la gran propiedad territorial y en detrimento de los campesinos. Si el destino de Alemania es pasar también por dicha transformación en las viejas condiciones sociales, ésta constituirá indudablemente un punto de viraje. Si la clase obrera de cualquier otro país no toma hasta entonces la iniciativa, será Alemania, sin duda, la que comenzará el ataque con la ayuda valerosa de los hijos campesinos del «glorioso ejército».

Y la utopía burguesa y pequeñoburguesa de proporcionar a cada obrero una casita en propiedad y encadenarle así a su capitalista de una manera semifeudal, adquiere ahora un aspecto completamente distinto. La realización de esta utopía resulta ser la transformación de todos los pequeños propietarios rurales de casas en obreros industriales a domicilio, la desaparición del antiguo aislamiento y, por lo tanto, de la nulidad política de los pequeños campesinos, arrastrados por la «vorágine social»; resulta ser la extensión de la revolución industrial al campo, y por ella, la transformación de la clase más estable, más conservadora de la población en un vivero revolucionario; y como culminación de todo esto, la expropiación de los campesinos dedicados a la industria a domicilio por la máquina, lo que les empuja forzosamente a la insurrección.

Podemos dejar de buen grado a los filántropos socialistas burgueses que gocen de su ideal tanto tiempo como, en su función social de capitalistas, continúen realizándolo al revés para beneficio de la revolución social.

 

 

Federico Engels 

Londres, 10 de enero de 1887

 

 

 

 

CONTRIBUCIÓN AL PROBLEMA DE LA VIVIENTA

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

CÓMO RESUELVE PROUDHON EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA

 

En los números 10 y siguientes del Volksstaat ha sido publicada una serie de seis artículos sobre el problema de la vivienda. Estos artículos sólo merecen que se les preste atención por cuanto constituyen –abstracción hecha de algunos escritos de género seudoliterario pertenecientes a la década del cuarenta y olvidados desde hace mucho tiempo– el primer intento de trasplantar a Alemania la escuela de Proudhon. Hay en ello una regresión tan enorme en relación con todo el desarrollo del socialismo alemán, el cual hace ya veinticinco años asestó un golpe decisivo[2] precisamente a las concepciones proudhonianas, que vale la pena oponerse inmediatamente a esta tentativa.

La llamada penuria de la vivienda, que representa hoy un papel tan grande en la prensa, no consiste en que la clase obrera en general viva en malas viviendas, superpobladas e insalubres. Esta penuria de la vivienda no es peculiar del momento presente; ni siquiera es una de las miserias propias del proletariado moderno a diferencia de todas las clases oprimidas del pasado; por el contrario, ha afectado de una manera casi igual a todas las clases oprimidas de todos los tiempos. Para acabar con esta penuria de la vivienda no hay más que un medio: abolir la explotación y la opresión de las clases laboriosas por la clase dominante. Lo que hoy se entiende por penuria de la vivienda es la particular agravación de las malas condiciones de habitación de los obreros a consecuencia de la afluencia repentina de la población hacia las grandes ciudades; es el alza formidable de los alquileres, una mayor aglomeración de inquilinos en cada casa y, para algunos, la imposibilidad total de encontrar albergue. Y esta penuria de la vivienda da tanto que hablar porque no afecta sólo a la clase obrera, sino igualmente a la pequeña burguesía.

La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de producción capitalista. No es una consecuencia directa de la explotación del obrero como tal obrero por el capitalista. Esta explotación es el mal fundamental que la revolución social quiere suprimir mediante la abolición del modo de producción capitalista. Más la piedra angular del modo de producción capitalista reside en que el orden social presente permite a los capitalistas comprar por su valor la fuerza de trabajo del obrero, pero también extraer de ella mucho más que su valor, haciendo trabajar al obrero más tiempo de lo necesario para la reproducción del precio pagado por la fuerza de trabajo. La plusvalía producida de esta manera se reparte entre todos los miembros de la clase capitalista y los propietarios territoriales, con sus servidores a sueldo, desde el Papa y el emperador hasta el vigilante nocturno y demás. No nos interesa examinar aquí cómo se hace este reparto; lo cierto es que todos los que no trabajan sólo pueden vivir de la parte de esta plusvalía que de una manera o de otra les toca en suerte. (Véase El Capital, de Marx, donde esta cuestión se esclarece por primera vez.)

El reparto de la plusvalía producida por los obreros y que se les arranca sin retribución, se efectúa entre las clases ociosas en medio de las más edificantes disputas y engaños recíprocos. Como este reparto se hace por medio de la compra y de la venta, uno de sus principales resortes es el engaño del comprador por el vendedor, engaño que, en el comercio al por menor, y principalmente en las ciudades grandes, se ha convertido hoy en una necesidad vital para el vendedor. Pero cuando el obrero es engañado por su panadero o por su tendero en el precio o en la calidad de la mercancía, esto no le ocurre por su calidad específica de obrero. Por el contrario, tan pronto como cierto grado medio de engaño se convierte en algún sitio en regla social, es inevitable que, con el tiempo, este engaño quede compensado por un aumento correspondiente del salario. El obrero aparece, frente al tendero, como un comprador, es decir, como un poseedor de dinero o de crédito y, por consiguiente, no como un obrero, como un vendedor de fuerza de trabajo. El engaño puede afectarle, como en general a las clases pobres, más que a las clases ricas de la sociedad, pero no se trata de un mal que afecte sólo al obrero, que sea exclusivo de su clase.

Ocurre exactamente lo mismo con la penuria de la vivienda. La extensión de las grandes ciudades modernas da a los terrenos, sobre todo en los barrios del centro, un valor artificial, a veces desmesuradamente elevado; los edificios ya construidos sobre estos terrenos, lejos de aumentar su valor, por el contrario lo disminuyen, porque ya no corresponden a las nuevas condiciones, y son derribados para reemplazarlos por nuevos edificios. Y esto ocurre, en primer término, con las viviendas obreras situadas en el centro de la ciudad, cuyos alquileres, incluso en las casas más superpobladas, nunca pueden pasar de cierto máximo, o en todo caso sólo de una manera en extremo lenta. Por eso son derribadas, para construir en su lugar tiendas, almacenes o edificios públicos. Por intermedio de Haussmann, el bonapartismo explotó extremadamente esta tendencia en París, para la estafa y el enriquecimiento privado. Pero el espíritu de Haussmann se paseó también por Londres, Manchester y Liverpool; en Berlín y Viena parece haberse instalado como en su propia casa. El resultado es que los obreros van siendo desplazados del centro a la periferia; que las viviendas obreras y, en general, las viviendas pequeñas, son cada vez más escasas y más caras, llegando en muchos casos a ser imposible hallar una casa de ese tipo, pues en tales condiciones, la industria de la construcción encuentra en la edificación de casas de alquiler elevado un campo de especulación infinitamente más favorable, y solamente por excepción construye casas para obreros.

Así pues, esta penuria de la vivienda afecta a los obreros mucho más que a las clases acomodadas; pero, al igual que el engaño del tendero, no constituye un mal que pesa exclusivamente sobre la clase obrera. Y en la medida en que le concierne, al llegar a cierto grado y al cabo de cierto tiempo, deberá producirse una compensación económica.

Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las otras clases, en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere ocuparse el socialismo pequeñoburgués, al que pertenece también Proudhon. Y no es por casualidad por lo que nuestro proudhoniano alemán toma de preferencia la cuestión de la vivienda –que, como hemos visto, no es en modo alguno una cuestión exclusivamente obrera– y hace de ella, por el contrario, un problema puro y exclusivamente obrero.

«El inquilino es para el propietario lo que el asalariado es para el capitalista».

Esto es absolutamente falso.

En la cuestión de la vivienda tenemos dos partes que se contraponen la una a la otra: el inquilino y el arrendador o propietario. El primero quiere comprar al segundo el disfrute temporal de una vivienda. Posee dinero o crédito, incluso si ha de comprar este crédito al mismo arrendador a un precio usurario y en forma de un aumento del alquiler. Se trata de una sencilla venta de mercancía y no de una transacción entre un proletario y un burgués, entre un obrero y un capitalista. El inquilino –incluso si es obrero– aparece como una persona pudiente, que ha de haber vendido previamente su mercancía específica, la fuerza de trabajo, para poder presentarse, con el producto de su venta, como comprador del disfrute de una vivienda. O bien, ha de poder dar garantías sobre la venta próxima de esta fuerza de trabajo. Los resultados peculiares de la venta de la fuerza de trabajo a los capitalistas faltan aquí totalmente. El capitalista obliga, en primer término, a la fuerza de trabajo comprada a reproducir su valor y, en segundo lugar, a producir una plusvalía que queda temporalmente en sus manos, mientras es repartida entre los miembros de la clase capitalista. Aquí se produce, pues, un valor excedente; la suma total del valor existente resulta incrementada. Totalmente distinto es lo que ocurre con el alquiler de una vivienda. Cualquiera que sea el importe de la estafa sufrida por el inquilino, no puede tratarse sino de la transferencia de un valor que ya existe, previamente producido; la suma total del valor poseído conjuntamente por el arrendatario y el arrendador sigue siendo la misma. El obrero, tanto si su fuerza de trabajo le es pagada por el capitalista a un precio superior, como a un precio inferior o igual a su valor, resultará estafado en una parte del producto de su trabajo. El arrendatario sólo resultará estafado cuando se vea obligado a pagar su vivienda por encima de su valor. Por tanto, se falsean totalmente las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se intenta identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista. En el primer caso nos encontramos, por el contrario, frente a un intercambio absolutamente normal de mercancías entre dos ciudadanos. Y este intercambio se efectúa según las leyes económicas que regulan la venta de las mercancías en general, y, en particular, la venta de la mercancía «propiedad del suelo». Los gastos de construcción y de conservación de la casa o de su parte en cuestión han de tenerse en cuenta en primer lugar; después, el valor del terreno, condicionado por el emplazamiento más o menos favorable de la casa; finalmente, y esto es lo decisivo, la relación entre la oferta y la demanda en el momento dado. Esta simple relación económica se refleja en la cabeza de nuestro proudhoniano de la siguiente manera:

«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa está más que suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo, hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc. su precio de coste inicial».

Aquí tenemos a Proudhon de cuerpo entero. En primer lugar, olvida que el alquiler ha de cubrir no solamente los intereses de los gastos de construcción de la casa, sino también las reparaciones, el término medio de las deudas incobrables y los alquileres no pagados, así como las pérdidas ocasionadas por las viviendas que quedan momentáneamente vacantes, y, finalmente, la amortización anual del capital invertido en la construcción de una casa que no es eterna, que resultará inhabitable con el tiempo y perderá, por consiguiente, todo su valor. En segundo lugar, olvida que los alquileres han de servir igualmente para cubrir los intereses del alza de valor del terreno sobre el cual se levanta la casa; que una parte de los alquileres consiste, pues, en renta del suelo. Bien es cierto que nuestro proudhoniano explica inmediatamente que, como este aumento de valor se produce sin que el propietario contribuya a él para nada, no le pertenece de derecho, sino que pertenece a la sociedad. Sin embargo, no se da cuenta de que de este modo reclama, en realidad, la abolición de la propiedad territorial. No nos extenderemos sobre esta cuestión, pues ello nos apartaría demasiado de nuestro tema. Nuestro proudhoniano olvida, finalmente, que en toda esta transacción no se trata en absoluto de comprar la casa a su propietario, sino solamente de su usufructo, por un tiempo determinado. Proudhon, que no se ha preocupado jamás de las condiciones reales, concretas, en que se desenvuelve todo fenómeno económico, no puede, naturalmente, explicarse cómo el precio de coste inicial de una casa puede, bajo determinadas circunstancias, cubrirse diez veces en el término de cincuenta años en forma de alquileres. En vez de investigar desde un punto de vista económico esta cuestión nada complicada y de establecer si está en contradicción, y de qué modo, con las leyes económicas, la esquiva saltando audazmente de la economía a la jurisprudencia: «La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno» sobre un pago anual determinado. ¿Cómo ocurre esto, cómo la casa se convierte en un título jurídico? Proudhon no dice una palabra sobre el particular. Y es esto lo que debería, sin embargo, explicarnos. Si hubiera investigado, habría descubierto que todos los títulos jurídicos del mundo, por muy eternos que sean, no confieren a una casa la facultad de rendir en cincuenta años diez veces su precio de coste en forma de alquileres, sino que solamente ciertas condiciones económicas (que pueden muy bien ser reconocidas socialmente en forma de títulos jurídicos) pueden permitirlo. Y al llegar aquí se encontraría de nuevo en el punto de partida.

Toda la teoría de Proudhon está basada en este salto salvador que le lleva de la realidad económica a la fraseología jurídica. Cada vez que el valiente Proudhon pierde de vista la conexión económica –y esto le ocurre en todas las cuestiones serias– se refugia en el dominio del Derecho y acude a la justicia eterna.

«Proudhon va a buscar su ideal de justicia eterna –justice éternelle– en las relaciones jurídicas correspondientes a la producción mercantil, con la que –dicho sea de pasada– aporta la prueba, muy consoladora para todos los filisteos, de que la producción mercantil es tan necesaria como la propia justicia. Luego, volviendo las cosas del revés, pretende modelar la verdadera producción mercantil y el derecho real congruente con ella sobre la norma de este ideal. ¿Qué pensaríamos de un químico que, en vez de estudiar las verdaderas leyes de la asimilación y desasimilación de la materia, planteando y resolviendo a base de ellas determinados problemas concretos, pretendiese modelar la asimilación y desasimilación de la materia sobre las «ideas eternas» de la «naturalidad y de la afinidad»? ¿Es que averiguamos algo nuevo acerca de la usura con decir que la usura choca con la «justicia eterna» y la «eterna equidad», con la «mutualidad eterna» y otras «verdades eternas»? No; sabemos exactamente lo mismo que sabían los padres de la Iglesia cuando decían que chocaba con la «gracia eterna», la «fe eterna» y la «voluntad eterna de Dios». » (Marx, El Capital, t. I, pág. 45).

Nuestro proudhoniano no va mucho más allá que su señor y maestro:

«El contrato de alquiler es una de las mil transacciones de trueque que son tan necesarias en la vida de la sociedad moderna como la circulación de la sangre en el cuerpo del animal. El interés de la sociedad exigiría, naturalmente, que todas estas transacciones estuvieran penetradas de la idea del derecho, es decir, que fueran siempre ultimadas según las exigencias estrictas de la justicia. En una palabra, la vida económica de la sociedad como dice Proudhon, debería elevarse a las alturas del derecho económico. En la realidad, como se sabe, ocurre todo lo contrario».

¿Podría creerse que a los cinco años de haber caracterizado Marx con tan pocas palabras y de manera tan acertada el proudhonismo, y justamente en este punto capital, hubiera sido todavía posible ver impreso en alemán tal tejido de confusiones? ¿Qué significa, pues, este galimatías? Únicamente que los efectos prácticos de las leyes económicas que rigen la sociedad actual hieren de un modo evidente el sentimiento del derecho de nuestro autor y que éste abriga el piadoso deseo de que tal estado de cosas pueda corregirse de algún modo. ¡Así, si los sapos tuviesen cola, no serían sapos! Y el modo de producción capitalista, ¿no está «penetrado de una idea del derecho», principalmente la de su derecho específico a explotar a los obreros? Y si nuestro autor dice que ésta no es su idea del derecho, ¿hemos dado un paso adelante?

Pero volvamos a la cuestión de la vivienda. Nuestro proudhoniano da ahora libre curso a su «idea del derecho» y nos dedica esta patética declamación:

«Afirmamos sin la menor duda que no hay escarnio más terrible para toda la cultura de nuestro famoso siglo que el hecho de que, en las grandes ciudades, el noventa por ciento de la población y aún más no disponen de un lugar que puedan llamar suyo. El verdadero centro de la existencia familiar y moral, la casa y el hogar, es arrastrado a la vorágine social... En este aspecto nos encontramos muy por debajo de los salvajes. El troglodita tiene su caverna, el australiano su cabaña de adobe, el indio su propio hogar; el proletario moderno está prácticamente en el aire», etc.

En esta jeremiada tenemos al proudhonismo en toda su forma reaccionaria. Para crear la clase revolucionaria moderna del proletariado era absolutamente necesario que fuese cortado el cordón umbilical que ligaba al obrero del pasado a la tierra. El tejedor a mano, que poseía, además de su telar, una casita, un pequeño huerto y una parcela de tierra, seguía siendo, a pesar de toda la miseria y de toda la opresión política, un hombre tranquilo y satisfecho, «devoto y respetuoso», que se quitaba el sombrero ante los ricos, los curas y los funcionarios del Estado y que estaba imbuido de un profundo espíritu de esclavo. Es precisamente la gran industria moderna la que ha hecho del trabajador encadenado a la tierra un proletario proscrito, absolutamente desposeído y liberado de todas las cadenas tradicionales; es precisamente esta revolución económica la que ha creado las únicas condiciones bajo las cuales puede ser abolida la explotación de la clase obrera en su última forma: la producción capitalista. Y ahora llega nuestro plañidero proudhoniano y se lamenta, como de un gran paso atrás, de la expulsión del obrero de su casa y hogar, cuando ésta fue la condición primerísima de su emancipación espiritual.

Hace veintisiete años (en La situación de la clase obrera en Inglaterra) he descrito, en sus rasgos fundamentales, este mismo proceso de expulsión del obrero de su hogar, tal como tuvo lugar en Inglaterra en el siglo XVIII. Las infamias cometidas durante este proceso por los propietarios de la tierra y los fabricantes, las nocivas consecuencias morales y materiales que de ello habían de seguirse, sobre todo en perjuicio de los obreros expropiados, hallaron su debido reflejo en dicha obra. Pero ¿podía ocurrírseme ver en este desarrollo histórico, absolutamente necesario en aquellas circunstancias, un paso atrás «muy por debajo de los salvajes»? Imposible. El proletario inglés de 1872 se halla a un nivel infinitamente más elevado que el tejedor rural de 1772, que poseía «casa y hogar». ¿Acaso el troglodita con su caverna, el australiano con su cabaña de adobe y el indio con su hogar propio harán una insurrección de Junio o una Comuna de París?

El burgués es el único que duda de que la situación material del obrero se haya hecho, en general, peor a partir de la introducción en gran escala de la producción capitalista. Pero ¿es ésta una razón para añorar las marmitas (igualmente magras) de Egipto, la pequeña industria rural, que sólo ha hecho nacer almas serviles, o los «salvajes»? Al contrario. Sólo este proletariado creado por la gran industria moderna, liberado de todas las cadenas heredadas, incluso de las que le ligaban a la tierra, y concentrado en las grandes ciudades, es capaz de realizar la gran revolución social que pondrá fin a toda explotación y a toda dominación de clase. Los antiguos tejedores rurales a mano, con su casa y su hogar, nunca hubieran podido realizarla; no hubieran podido concebir jamás tal idea y todavía menos hubieran querido convertirla en realidad.

Para Proudhon, por el contrario, toda la revolución industrial de los últimos cien años, el vapor, la gran producción fabril, que reemplaza el trabajo manual por las máquinas y multiplica por mil la productividad del trabajo, representan un acontecimiento sumamente desagradable, algo que en verdad no hubiera debido producirse. El pequeño burgués Proudhon desea un mundo en el que cada cual acabe un producto concreto, independiente, que sea inmediatamente consumible o intercambiable en el mercado. Y si cada cual recuperase todo el valor del producto de su trabajo con otro producto, la exigencia de la «justicia eterna» quedaría plenamente satisfecha y tendríamos el mejor de los mundos posibles. Pero este mejor de los mundos proudhoniano está ya aplastado en embrión por el pie del desarrollo progresivo de la industria que, en todas las ramas industriales importantes, ha destruido hace mucho tiempo el trabajo individual y lo destruye más cada día en las ramas más pequeñas, hasta en las menos importantes, sustituyéndolo con un trabajo social basado en el empleo de las máquinas y de las fuerzas dominadas de la naturaleza, y cuyo producto acabado, inmediatamente intercambiable o consumible, es obra común de numerosos individuos, por las manos de los cuales ha tenido que pasar. Gracias precisamente a esta revolución industrial, la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado tal nivel que, con una división racional del trabajo entre todos, existe la posibilidad –por primera vez desde que hay hombres– de producir lo suficiente, no sólo para asegurar un abundante consumo a cada miembro de la sociedad y constituir un abundante fondo de reserva, sino también para que todos tengan además suficientes ocios, de modo que todo cuanto ofrece un valor verdadero en la cultura legada por la historia –ciencia, arte, formas de trato social, etc.– pueda ser no solamente conservado, sino transformado de monopolio de la clase dominante en un bien común de toda la sociedad y además enriquecido. Y llegamos con esto al punto esencial. En cuanto la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado este nivel, desaparece todo pretexto para justificar la existencia de una clase dominante. La razón última invocada para defender las diferencias de clase ha sido siempre que hacía falta una clase que no se extenuara en la producción de su subsistencia diaria, a fin de tener tiempo para preocuparse del trabajo intelectual de la sociedad. A esta fábula, que ha encontrado hasta ahora una gran justificación histórica, la revolución industrial de los últimos cien años le ha cortado las raíces. El mantenimiento de una clase dominante es cada día más un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas industriales, así como de la ciencia, del arte y, en particular, de las formas elevadas de trato social. Jamás ha habido mayores palurdos que nuestros burgueses modernos.

Todo esto le tiene sin cuidado al amigo Proudhon. Él quiere la «justicia eterna» y nada más. Cada cual ha de recibir a cambio de su producto el importe total de su trabajo, el valor íntegro de su trabajo. Pero calcular a cuánto asciende este valor en un producto de la industria moderna, es cosa complicada. La industria moderna oculta precisamente la parte de cada uno en el producto total, mientras que en el antiguo trabajo individual a mano quedaba claramente expresada en el producto elaborado. Además, la industria moderna elimina cada vez más el intercambio individual, sobre el cual se funda todo el sistema de Proudhon: el trueque directo entre dos productores, cada uno de los cuales toma el producto del otro para consumirlo. Por eso, a través de todo el proudhonismo pasa, como hilo de engarce, una aversión reaccionaria por la revolución industrial y el deseo, unas veces manifiesto y otras oculto, de arrojar fuera toda la industria moderna, como las máquinas de vapor, los telares mecánicos y otras calamidades, para volver al viejo y respetable trabajo manual. Que con esto perdamos novecientas noventa y nueve milésimas de la fuerza de producción y que toda la humanidad sea condenada a la peor esclavitud del trabajo, que el hambre se convierta en regla general, ¿qué importa, puesto que conseguimos organizar el intercambio de tal modo que cada cual reciba el «importe total de su trabajo» y se realice la «justicia eterna»? Fiat justitia, pereat mundus!

¡Hágase la Justicia y húndase el mundo!

Y el mundo se hundiría con la contrarrevolución de Proudhon, si ésta fuera realizable.

Es evidente, por otra parte, que incluso en la producción social condicionada por la gran industria moderna, cada cual puede tener asegurado el «importe total de su trabajo», en la medida en que estas palabras tienen sentido. Y sólo pueden tenerlo si se entienden más ampliamente, es decir, no que cada obrero en particular sea propietario del «importe total de su trabajo», sino que toda la sociedad, compuesta únicamente de obreros, esté en posesión del producto total de su trabajo, del cual una parte será distribuida para el consumo entre sus miembros, otra será consagrada a reemplazar y acrecer sus medios de producción y otra a constituir un fondo de reserva para la producción y el consumo.

 

* * *

 

Después de lo que antecede podemos ya prever de qué modo va a resolver nuestro proudhoniano la magna cuestión de la vivienda. De un lado, tenemos la reivindicación de que cada obrero posea una vivienda que le pertenezca en propiedad, a fin de que no sigamos estando por debajo de los salvajes. Del otro, tenemos la afirmación de que el hecho, por lo demás real, de que una casa pueda proporcionar, en forma de alquileres, dos, tres, cinco o diez veces su precio de coste inicial, reposa sobre un título jurídico y que éste se encuentra en contradicción con la «justicia eterna». La solución es simple. Abolimos el título jurídico y declaramos en nombre de la justicia eterna que el alquiler constituye una amortización del precio de la propia vivienda. Cuando han sido establecidas unas premisas que contienen ya la conclusión a que quiera llegarse, no se precisa una habilidad mayor que la de cualquier charlatán para sacar de la manga el resultado preparado con anticipación y jactarse de la lógica inquebrantable de la cual es producto.

Y esto es lo que aquí ocurre. La supresión de la vivienda de alquiler se proclama como una necesidad en el sentido de que cada arrendatario ha de convertirse en propietario de su vivienda. ¿Cómo se consigue esto? Es muy sencillo:

«La vivienda de alquiler será rescatada... El antiguo propietario de la casa recibirá su valor hasta el último céntimo. En vez de representar el alquiler como ha ocurrido hasta ahora, el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno del capital, una vez proclamado el rescate de las viviendas de alquiler, la suma exactamente fijada y pagada por el arrendatario constituirá la anualidad por la vivienda que ha pasado a ser propiedad suya... La sociedad... se transformará así en un conjunto de propietarios de viviendas, libres e independientes».

El proudhoniano ve un crimen cometido contra la justicia eterna en el hecho de que un propietario, sin trabajar, pueda obtener una renta del suelo y un interés del capital invertido en su casa. Decreta que esto debe cesar: el capital invertido en casas no debe seguir produciendo interés y tampoco renta del suelo en la parte que representa terreno adquirido. Pero hemos visto que con esto el modo de producción capitalista, base fundamental de la sociedad actual, no resulta afectado en lo más mínimo. El eje en torno al cual gira la explotación del obrero es la venta de la fuerza de trabajo al capitalista y el uso que hace éste de dicha transacción, obligando al obrero a producir mucho más de lo que representa el valor pagado por la fuerza de trabajo. Es de esta transacción entre el capitalista y el obrero de donde resulta toda la plusvalía que se reparte después en forma de renta del suelo, de beneficio comercial, de interés del capital, de impuestos, etc., etc., entre las diferentes categorías de capitalistas y entre sus servidores. ¡Y he aquí ahora que nuestro proudhoniano piensa que si a una sola de estas categorías de capitalistas –y, de hecho, a la que no compra directamente ninguna fuerza de trabajo y, por consiguiente, no obliga a producir ninguna plusvalía– se le prohibiera realizar un beneficio o recibir un interés, habríamos dado un paso adelante! La masa de trabajo no pagado arrancado a la clase obrera seguiría siendo exactamente la misma, incluso si se suprimiese mañana la posibilidad para los propietarios de casas de reservarse una renta del suelo y un interés. Esto no impide en absoluto a nuestro proudhoniano declarar que:

«La abolición de la vivienda de alquiler es así una de las aspiraciones más fecundas y más elevadas de cuantas han surgido del seno de la idea revolucionaria y debe transformarse en la reivindicación primerísima de la democracia social».

Exactamente la misma vocinglería del maestro Proudhon, cuyo cacareo está siempre en razón inversa del volumen de los huevos que pone.

¡Imaginad ahora qué bella situación tendríamos si cada obrero, cada pequeño burgués y cada burgués estuviesen obligados, mediante el pago de anualidades, a convertirse en propietarios, primero parciales y después totales, de su vivienda! En las regiones industriales de Inglaterra, donde existe una gran industria, pero pequeñas casas obreras, y donde cada obrero casado habita una casita para él solo, esto aún podría tener sentido. Pero la pequeña industria de París y la de la mayor parte de las grandes ciudades del continente se complementa con grandes casas en las que viven juntas diez, veinte o treinta familias. Supongamos que el día del decreto liberador, proclamando el rescate de las viviendas de alquiler, Pedro trabaja en una fábrica de máquinas en Berlín. Al cabo de un año es propietario, supongamos, de una quinceava parte de su vivienda, que consiste en una habitación del quinto piso de una casa situada en las proximidades de la Puerta de Hamburgo. Pierde su trabajo y no tarda en encontrarse en una vivienda semejante, pero en Pothof, en Hannover, en un tercer piso, con soberbias vistas al patio. Al cabo de cinco meses, cuando ya ha entrado en posesión de una treintaiseisava parte exactamente de su propiedad, se produce una huelga en su fábrica, y esto le obliga a marcharse a Munich. Allí, al cabo de once meses se ve obligado a convertirse en propietario de once ciento ochentavas partes exactamente de una planta baja bastante sombría detrás de la Ober-Angergasse. Diversas peregrinaciones, como las que los obreros conocen a menudo en nuestros días, le imponen, sucesivamente: siete trescientas sesentavas partes de una vivienda no menos decente en St. Gallen, veintitrés ciento ochentavas de otra en Leeds, y trescientas cuarenta y siete cincuenta y seis mil doscientas veintitresavas –calculadas con toda exactitud, a fin de que la «justicia eterna» no tenga motivo de queja– en Seraing. ¿Qué tiene, pues, nuestro Pedro con todas estas partes de vivienda? ¿Quién le dará su valor real? ¿Dónde va a encontrar al propietario o a los propietarios de las otras partes de las diferentes viviendas que ha habitado? ¿Y cuáles serán las relaciones de propiedad de una gran casa cualquiera cuyos pisos contienen, supongamos veinte viviendas, las cuales, cuando las anualidades hayan sido todas pagadas y las viviendas de alquiler suprimidas, pertenecerán, pongamos por caso, a trescientos propietarios parciales, dispersos por todo el mundo? Nuestro proudhoniano nos dirá que antes de esto habrá sido fundado el Banco de Cambio de Proudhon y que este Banco pagará por cualquier producto del trabajo, en todo momento y a cada uno, el importe total de su trabajo y por tanto, también el pleno valor de su parte de vivienda. Pero en primer lugar, el Banco de Cambio de Proudhon importa poco ahora, pues incluso en los artículos escritos sobre el problema de la vivienda no aparece mencionado en parte alguna; en segundo lugar, su concepción reposa sobre el singular error de creer que cuando alguien quiere vender una mercancía, encuentra siempre necesariamente un comprador por su pleno valor, y, en tercer lugar, antes de que Proudhon lo inventara, ya había quebrado más de una vez en Inglaterra bajo el nombre de Labour Exchange Bazaar.

Toda esta concepción de que el obrero ha de comprar su vivienda, se apoya a su vez sobre la teoría fundamental reaccionaria de Proudhon, que ya hemos señalado, de que las condiciones creadas por la gran industria moderna constituyen una excrecencia enfermiza, y que la sociedad debe ser llevada por la fuerza –es decir, oponiéndose a la corriente seguida por ella desde hace cien años– a un estado de cosas en el cual la norma sería el antiguo y estable trabajo manual de productores individuales. Lo cual, en términos generales, no sería más que una restauración idealizada de la pequeña empresa, ya arruinada y que aún sigue arruinándose. Una vez reintegrados a esta situación inerte, una vez alejada felizmente la «vorágine social», los obreros podrían entonces, naturalmente, recuperar su «casa y hogar», y la teoría del rescate aparecería menos absurda. Pero Proudhon olvida simplemente que, para llevar todo esto a cabo, le es necesario retrasar el reloj de la historia mundial en cien años y que, haciendo esto, daría de nuevo a los obreros de hoy la misma mentalidad de esclavo, el mismo espíritu estrecho, rastrero y servil de sus abuelos.

La solución proudhoniana del problema de la vivienda, en la medida en que encierra un contenido racional y aplicable en la práctica, está ya siendo aplicada hoy día. Y en verdad, no surge del «seno de la idea revolucionaria», sino... de la propia gran burguesía. Oigamos lo que dice al respecto un excelente periódico español, La Emancipación de Madrid, en su número del 16 de marzo de 1872:

«Existe otro medio de resolver la cuestión de las habitaciones, medio propuesto por Proudhon, que a primera vista deslumbra, pero que, bien examinado, descubre su total impotencia. Proudhon proponía que los inquilinos se convirtiesen en censatarios, es decir, que el precio del alquiler anual sirviese como parte de pago del valor de la habitación, viniendo cada inquilino a ser propietario de su vivienda al cabo de cierto tiempo. Esta medida, que Proudhon creía muy revolucionaria, se halla practicada en todos los países, por compañías de especuladores, que de este modo, aumentando el precio de los alquileres, hacen pagar dos y tres veces el valor de la casa. El señor Dollfus y otros grandes industriales del Noroeste de Francia han puesto en práctica este sistema, no sólo para ganar dinero, sino con un fin político superior.

Los jefes más inteligentes de las clases imperantes han dirigido siempre sus esfuerzos a aumentar el número de pequeños propietarios, a fin de crearse un ejército contra el proletariado. Las revoluciones burguesas del pasado siglo, dividiendo la gran propiedad de los nobles y del clero en pequeñas partes, como quieren hacerlo hoy los republicanos españoles con la propiedad territorial que se halla aún centralizada, crearon toda una clase de pequeños propietarios, que ha sido después el elemento más reaccionario de nuestra sociedad, y que ha sido el obstáculo incesante que ha paralizado el movimiento revolucionario del proletariado de las ciudades. Napoleón III, dividiendo los cupones de las rentas del Estado, intentó crear esa misma clase en las ciudades, y el señor Dollfus y sus colegas, al vender a sus trabajadores pequeñas habitaciones pagaderas por anualidades, han querido sofocar en ellos todo espíritu revolucionario e impedir al mismo tiempo al obrero, ligado por la propiedad a la fábrica, que fuese a otra parte a ofrecer su trabajo. Así pues, el proyecto de Proudhon, no sólo era impotente para aliviar a la clase trabajadora, sino que se volvía contra ella»[3].

¿Cómo, pues, resolver el problema de la vivienda? En la sociedad actual, se resuelve exactamente lo mismo que otro problema social cualquiera: por la nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que reproduce constantemente el problema y que, por tanto, no es tal solución. La forma en que una revolución social resolvería esta cuestión no depende solamente de las circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se relaciona con cuestiones de mucho mayor alcance, entre las cuales figura, como una de las más esenciales, la supresión del contraste entre la ciudad y el campo. Como nosotros no nos dedicamos a construir ningún sistema utópico para la organización de la sociedad del futuro, sería más que ocioso detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que ya hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «penuria de la vivienda». Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o que viven hacinados en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste el poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público, será de tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las requisas de viviendas que lleva a cabo el Estado actual.

 

* * *

No obstante, nuestro proudhoniano no está satisfecho con los resultados que ha obtenido hasta ahora en la cuestión de la vivienda. Necesita sacarla de la tierra prosaica y elevarla a los dominios del socialismo supremo para demostrar que también allí constituye una «parte» esencial de la «cuestión social»:

«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de verdad por los cuernos –como ha de ocurrir tarde o temprano–, por ejemplo, mediante una ley de transición que fijará el tipo del interés de todos los capitales en un uno por ciento, con tendencia, nótese bien, a aproximarlo cada vez más a cero, de suerte que, finalmente, ya no se pagará nada fuera del trabajo necesario para la rotación del capital. Igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas, naturalmente, en el marco de esta ley... El mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna utilización, y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente improductivo».

Esta proposición contiene uno de los principales artículos de fe del catecismo de Proudhon y nos ofrece un ejemplo patente de la confusión que reina en él.

La «productividad del capital» es un absurdo que Proudhon toma de un modo irreflexivo de los economistas burgueses. Cierto es que los economistas burgueses empiezan también por la afirmación de que el trabajo es la fuente de todas las riquezas y la medida de valor de todas las mercancías; pero les queda todavía por explicar cómo es que el capitalista que anticipa un capital en un negocio industrial o artesano recupera al final, no solamente el capital invertido, sino, además, un beneficio. Como consecuencia, tienen que enredarse en toda clase de contradicciones y atribuir también al capital una cierta productividad. Nada muestra mejor en qué proporciones se halla todavía Proudhon enfangado en el pensamiento burgués que su apropiación de la fraseología sobre la productividad del capital. Hemos visto desde el principio que esta pretendida «productividad del capital» no es más que su cualidad inherente (en las relaciones sociales actuales, sin las que el capital no existiría) de poder apropiarse el trabajo no retribuido de los asalariados.

Proudhon se distingue, sin embargo, de los economistas burgueses en que no aprueba esta «productividad del capital», sino que descubre en ella, por el contrario, una violación de la «justicia eterna». Es ella la que impide que el obrero reciba todo el producto de su trabajo. Debe, pues, ser abolida. ¿Cómo? Rebajando, mediante una legislación coactiva, el tipo del interés hasta reducirlo a cero. Entonces, el capital dejará, según nuestro proudhoniano, de ser productivo.

El interés del capital-dinero, de préstamo, no constituye más que una parte de la ganancia; la ganancia, ya se trate de capital industrial, ya de capital comercial, no representa más que una parte de la plusvalía que, en forma de trabajo no retribuido, arranca la clase capitalista a la clase obrera. Las leyes económicas que regulan el tipo del interés son tan independientes de las leyes que fijan la cuota de la plusvalía como pueden serlo entre sí, en general, las leyes de una misma forma de sociedad. En lo que concierne al reparto de la plusvalía entre los capitalistas individuales, aparece claro que para los industriales y los comerciantes que tienen en sus negocios numerosos capitales anticipados por otros capitalistas la cuota de ganancia ha de ascender en la misma medida – siendo iguales todas las demás circunstancias– en que desciende el tipo del interés. La baja y, finalmente, la supresión del tipo del interés en modo alguno «agarraría por los cuernos» la pretendida «productividad del capital», sino que solamente modificaría el reparto entre los capitalistas de la plusvalía no retribuida y arrancada a la clase obrera. La ventaja no sería para el obrero respecto al capitalista industrial, sino para este último respecto al rentista.

Desde su punto de vista jurídico, Proudhon explica el tipo del interés, como todos los fenómenos económicos, no por las condiciones de la producción social, sino por las leyes del Estado en que estas condiciones encuentran su expresión general. Desde este punto de vista, que desconoce en absoluto la conexión entre las leyes del Estado y las condiciones de producción de la sociedad, estas leyes aparecen necesariamente como decretos puramente arbitrarios, que en cualquier momento pueden ser perfectamente reemplazados por decretos directamente opuestos. No hay, pues, nada más fácil para Proudhon que dictar un decreto –en cuanto tenga poder para ello–, mediante el cual el tipo del interés quedará rebajado al uno por ciento. Pero si todas las otras circunstancias sociales siguen siendo las mismas, el decreto de Proudhon no podrá existir más que sobre el papel. Pese a todos los decretos, el tipo del interés continuará siendo regulado por las leyes económicas a las cuales se halla hoy sometido. Todas las personas solventes, seguirán pidiendo dinero, según las circunstancias, al dos, tres, cuatro por ciento y aún más, como anteriormente. La única diferencia será que los rentistas lo pensarán bien y no prestarán dinero más que a personas con las cuales no hayan de tener litigios. Por lo demás, este gran plan, encaminado a quitar al capital su «productividad», es viejísimo, tan viejo como las leyes sobre la usura, las cuales no tenían otra finalidad que limitar el tipo del interés y están ya en todas partes abrogadas, pues, en la práctica, han sido siempre eludidas o infringidas y el Estado hubo de reconocer su impotencia ante las leyes de la producción social. ¡Y es el restablecimiento de estas leyes medievales inaplicables lo que «habrá de agarrar por los cuernos la productividad del capital»!. Se ve que cuanto más se penetra en el proudhonismo, más reaccionario aparece.

Y cuando, de este modo, el tipo del interés haya sido reducido a cero y el interés del capital abolido por lo tanto, entonces «no se pagará nada fuera del trabajo necesario para la rotación del capital». Esto significa, por consiguiente, que la abolición del interés equivale a la supresión de la ganancia y hasta de la plusvalía. Pero incluso si fuese realmente posible decretar la abolición del interés, ¿cuál sería su consecuencia? La clase de los rentistas no tendría ya estímulo para prestar sus capitales en forma de anticipos, sino únicamente para invertirlos por su cuenta en empresas industriales propias o en sociedades por acciones. La masa de la plusvalía arrancada a la clase obrera por la clase capitalista seguiría siendo la misma; sólo su reparto se modificaría, y aún no mucho.

De hecho, nuestro proudhoniano no ve que ya ahora, en la compra de mercancías en la sociedad burguesa, no se paga más, por término medio, que «el trabajo necesario para la rotación del capital» (es decir, necesario para la producción de una mercancía determinada). El trabajo es la medida del valor de todas las mercancías y es, en la sociedad actual, totalmente imposible –abstracción hecha de las oscilaciones del mercado– que se pague por término medio por las mercancías más que el trabajo necesario para su producción. No, no, querido proudhoniano, no está ahí la dificultad de la cuestión; sino en el hecho de que, simplemente, «el trabajo necesario para la rotación del capital» (para emplear sus propios términos confusos) ¡no es trabajo totalmente pagado! Puede usted leer en Marx cómo ocurre esto (El Capital, tomo I, págs. 128-160).

Pero aún no es todo. Si queda abolido el interés del capital  (Kapitalzins), el alquiler (Mietzins) queda por esto mismo igualmente abolido. Pues, «igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas en el marco de esta ley». Exactamente como aquel viejo comandante que hace llamar a uno de sus voluntarios de un año de servicio y le dice: «Oigame, dicen que es usted doctor. Venga, pues, a verme de vez en cuando; con una mujer y siete hijos, siempre hay algo que arreglar».

El soldado: «Perdóneme, mi comandante. Soy doctor en Filosofía».

El comandante: «Me da lo mismo. Un matasanos es siempre un matasanos».

Así ocurre a nuestro proudhoniano: alquiler (Mietzins) o interés del capital (Kapitalzins) le da lo mismo. El interés es el interés, un matasanos es un matasanos. Hemos visto anteriormente que el precio del alquiler (Mietpreis), vulgo alquiler (Mietzins), se compone: 1) en parte, de la renta del suelo; 2) en parte, del interés del capital de construcción, comprendido el beneficio para el contratista de la obra; 3) en parte, de gastos de reparaciones y seguros; 4) en parte, de la amortización por anualidades del capital de construcción, comprendido el beneficio, proporcionalmente al deterioro de la casa.

Debería, pues, resultar evidente, incluso para el más obtuso, que «el mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna utilización y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente improductivo». Naturalmente. Si se suprime el interés de todo capital a préstamo, ningún propietario podrá ya recibir un céntimo de alquiler por su casa, por el solo hecho de que al alquiler (Miete) se le puede llamar también interés de arrendamiento (Mietzins), y porque éste contiene una parte que es realmente interés del capital. Un matasanos es un matasanos. Si las leyes sobre la usura concernientes al interés ordinario del capital sólo han podido hacerse ineficaces eludiéndolas, no han afectado jamás, ni siquiera remotamente, a la tasa de alquiler de las viviendas. Estaba reservado a Proudhon imaginarse que su nueva ley sobre la usura regularía, pese a todo, e iría aboliendo gradualmente, no sólo el simple interés del capital, sino también el complicado alquiler de las viviendas (Mietzins). Pero entonces, ¿por qué habría que comprar al propietario su casa «simplemente improductiva» a tan alto precio? ¿Por qué, en tales condiciones, el propietario no daría él mismo dinero con tal de que se le librara de esta casa «simplemente improductiva» y no tener más gastos de reparación? Sobre esto no se nos dice nada.

Después de haber realizado esta hazaña triunfal en los dominios del socialismo supremo (del suprasocialismo, como dice el maestro Proudhon), nuestro proudhoniano se cree autorizado a emprender el vuelo hacia cumbres más altas.

«No se trata ya ahora más que de obtener algunas conclusiones para que se haga plena luz en todos los aspectos de este tema nuestro tan importante».

¿Cuáles son, pues, estas conclusiones? Cosas que derivan tan poco de lo que precede como la depreciación de las casas de vivienda de la abolición del tipo del interés, y que, despojadas del lenguaje pomposo y solemne de nuestro autor, significan simplemente que para facilitar el rescate de las viviendas de alquiler conviene tener: 1) una estadística exacta sobre el particular, 2) una buena policía sanitaria y 3) cooperativas de obreros de la construcción capaces de emprender la edificación de nuevas casas. He aquí, ciertamente, cosas buenas y muy bellas, pero que, a pesar de todas esas frases vocingleras, son absolutamente incapaces de aportar «plena luz» a las tinieblas de la confusión mental de Proudhon.

Quien ha realizado semejantes hazañas tiene el derecho de dirigir una exhortación a los trabajadores alemanes:

«Nos parece que tales cuestiones y otras similares merecen toda la atención de la democracia social... Deseemos que procure ilustrarse, igual que aquí en la cuestión de la vivienda, sobre otras cuestiones no menos importantes, como el crédito, la deuda pública, las deudas privadas, los impuestos, etc.» y así sucesivamente.

Nuestro proudhoniano nos ofrece así la perspectiva de toda una serie de artículos sobre «cuestiones similares», y si ha de tratarlas de una manera tan detallada como el presente «tema tan importante», el Volksstaat puede estar seguro de tener manuscritos suficientes para un año. Más podemos anticipar las soluciones, pues todo se reducirá a lo ya expuesto: el interés del capital será abolido, por tanto desaparecerá también el interés pagadero por la deuda del Estado y por las deudas privadas, el crédito será gratuito, etc. La misma palabra mágica será utilizada para todos los temas, y en todos los casos se llega al mismo resultado sorprendente de una lógica implacable: cuando el interés del capital queda abolido, ya no hay que pagar interés por el dinero recibido en préstamo.

Por lo demás, nuestro proudhoniano nos amenaza con bonitas cuestiones: ¡el crédito! ¿De qué crédito puede tener necesidad el obrero, si no es el de sábado a sábado o el del monte de piedad? Ya sea ese crédito gratuito o a interés, o bien usurario como el del monte de piedad, ¿qué diferencia puede haber para él? Y si, considerado en general, debía obtener de él una ventaja y, por consiguiente, se redujesen los gastos de producción de la fuerza de trabajo, ¿no había de descender igualmente el precio de la fuerza de trabajo? Pero, para el burgués, y más especialmente para el pequeño burgués, el crédito es una cuestión importante. Sobre todo para el pequeño burgués hubiese sido una gran cosa poder recibir crédito en cualquier momento, particularmente sin tener que pagar interés. ¡«Las deudas del Estado»! La clase obrera sabe que no es ella quien las ha contraído, y cuando llegue al poder, dejará su pago a los que las contrajeron. !«Deudas privadas»! Véase el crédito. ¡«Impuestos»!. Estas son cosas que interesan mucho a la burguesía y muy poco a los obreros: a la larga lo que el obrero paga como impuestos entra en los gastos de producción de la fuerza de trabajo y debe, por tanto, ser restituido por los capitalistas. Todos estos puntos que se nos presentan como del mayor interés para la clase obrera no interesan esencialmente más que al burgués y sobre todo al pequeño burgués. Y nosotros afirmamos, a pesar de Proudhon, que no es misión de la clase obrera velar por los intereses de estas clases.

De la gran cuestión que verdaderamente interesa a los obreros, la relación entre capitalistas y asalariados, la cuestión de cómo el capitalista puede enriquecerse con el trabajo de sus obreros, de todo esto no dice una palabra nuestro proudhoniano. Bien es verdad que su amo y maestro, Proudhon, se ha ocupado de este asunto, pero no ha aportado ninguna luz, y hasta en sus últimos escritos no se encuentra, en lo esencial, más adelante que en su Filosofía de la miseria, de la cual ya demostró Marx en 1847, de un modo contundente, toda la vaciedad.

Es muy triste que desde hace veinticinco años los obreros de los países latinos casi no hayan tenido más alimento espiritual socialista que los escritos de este «socialista del Segundo Imperio». Sería una doble desgracia que la teoría proudhoniana se desbordase ahora también por Alemania. Pero no hay tal peligro. El punto de vista teórico del obrero alemán está cincuenta años más adelantado que las teorías de Proudhon, y bastará tener en cuenta este solo ejemplo de la cuestión de la vivienda para quedar relevado de nuevos esfuerzos a este propósito.

 

 

SEGUNDA PARTE

 

CÓMO RESUELVE LA BURGUESÍA EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA

  

I

 

En la parte consagrada a la solución proudhoniana del problema de la vivienda hemos mostrado cuán directamente interesada está la pequeña burguesía en esta cuestión. Pero la gran burguesía también está muy interesada en ella, aunque de una manera indirecta. Las ciencias naturales modernas han demostrado que los llamados «barrios insalubres», donde están hacinados los obreros, constituyen los focos de origen de las epidemias que invaden nuestras ciudades de cuando en cuando. El cólera, el tifus, la fiebre tifoidea, la viruela y otras enfermedades devastadoras esparcen sus gérmenes en el aire pestilente y en las aguas contaminadas de estos barrios obreros. Aquí no desaparecen casi nunca y se desarrollan en forma de grandes epidemias cada vez que las circunstancias les son propicias. Estas epidemias se extienden entonces a los otros barrios más aireados y más sanos en que habitan los señores capitalistas. La clase capitalista dominante no puede permitirse impunemente el placer de favorecer las enfermedades epidémicas en el seno de la clase obrera, pues sufriría ella misma las consecuencias, ya que el ángel exterminador es tan implacable con los capitalistas como con los obreros.

Desde el momento en que eso quedó científicamente establecido, los burgueses humanitarios se encendieron en noble emulación por ver quién se preocupaba más por la salud de sus obreros. Para acabar con los focos de epidemias, que no cesan de reanudarse, fundaron sociedades, publicaron libros, proyectaron planes, discutieron y promulgaron leyes. Se investigaron las condiciones de habitación de los obreros y se hicieron intentos para remediar los males más escandalosos. Principalmente en Inglaterra, donde había mayor número de ciudades importantes y donde, por tanto, los grandes burgueses corrían el mayor peligro, se desarrolló una poderosa actividad; fueron designadas comisiones gubernamentales para estudiar las condiciones sanitarias de las clases trabajadoras; sus informes, que, por su exactitud, amplitud e imparcialidad, superaban a todos los del continente, sirvieron de base a nuevas leyes más o menos radicales. Por imperfectas que estas leyes hayan sido, sobrepasaron infinitamente cuanto hasta ahora se hizo en el continente en este sentido. Y a pesar de esto, el régimen social capitalista sigue reproduciendo las plagas que se trata de curar, con tal inevitabilidad que, incluso en Inglaterra, la curación apenas ha podido avanzar un solo paso.

Alemania necesitó, como de costumbre, un tiempo mucho mayor para que los focos de epidemias que existían en estado crónico adquirieran la agudeza necesaria para despertar a la gran burguesía somnolienta. Pero, quien anda despacio, llega lejos, y, por fin, se creó también entre nosotros toda una literatura burguesa sobre la sanidad pública y sobre la cuestión de la vivienda: un extracto insípido de los precursores extranjeros, sobre todo ingleses, al cual se dio la apariencia engañosa de una concepción más elevada con ayuda de frases sonoras y solemnes. A esta literatura pertenece el libro del Dr. Emil Sax: Las condiciones de vivienda de las clases trabajadoras y su reforma, Viena, 1869.

He escogido este libro para exponer la concepción burguesa de la cuestión de la vivienda, únicamente porque en él se intenta resumir en lo posible toda la literatura burguesa sobre este tema. Pero, ¡bonita literatura la que utiliza nuestro autor como «fuente»! De los informes parlamentarios ingleses, verdaderas fuentes principales, se limita a citar los títulos de tres de los más viejos; todo el libro demuestra que el autor jamás a hojeado uno solo de estos informes. Cita, en cambio, toda una serie de escritos llenos de banalidades burguesas, de buenas intenciones pequeñoburguesas y de hipocresías filantrópicas: Ducpétiaux, Roberts, Hole, Huber, las actas del Congreso inglés de ciencias sociales (de absurdos sociales, mejor dicho), la revista de la Asociación Protectora de las Clases Trabajadoras de Prusia, el informe oficial austriaco sobre la Exposición Universal de París, los informes oficiales bonapartistas sobre esta misma exposición, el Ilustrated London News, Ueber Land und Meer y, finalmente, una «autoridad reconocida», un hombre de «agudo sentido práctico» y de «palabra penetrante y convincente»:... ¡Julius Faucher! En esta lista de fuentes informativas no faltan más que el Gartenlaube, el Kladderadatsch y el fusilero Kutschke.

A fin de que no pueda caber ninguna incomprensión acerca de sus puntos de vista, el Sr. Sax declara en la pág. 22:

«Entendemos por economía social la doctrina de la economía nacional aplicada a las cuestiones sociales; más exactamente, el conjunto de los caminos y medios, que nos ofrece esta ciencia para, sobre la base de sus «férreas» leyes y en el marco del orden social que hoy predomina, elevar a las pretendidas (!) clases desposeídas al nivel de las clases poseyentes».

No insistiremos sobre esta concepción confusa de que la «doctrina de la economía nacional» o Economía política puede, en general, ocuparse de cuestiones que no sean «sociales».  Examinaremos inmediatamente el punto principal. El Dr. Sax exige que las «férreas leyes» de la economía burguesa, «el marco del orden social que hoy predomina», o, en otras palabras, que el modo de producción capitalista permanezca invariable y que, sin embargo, «las pretendidas clases desposeídas» sean elevadas «al nivel de las clases poseyentes». De hecho, una premisa absolutamente indispensable del modo de producción capitalista es la existencia de una verdadera y no pretendida clase desposeída, una clase que no tenga otra cosa que vender sino su fuerza de trabajo y que, por consecuencia, esté obligada a vender esta fuerza de trabajo a los capitalistas industriales. La tarea asignada a la «economía social», esa nueva ciencia inventada por el Sr. Sax, consiste, pues, en hallar los caminos y medios, en un estado social fundado sobre la oposición entre los capitalistas, propietarios de todas las materias primas, de todos los medios de producción y de existencia, de una parte, y, de la otra, los obreros asalariados, sin propiedad, que no poseen nada más que su fuerza de trabajo; hallar, pues, los caminos y medios, en el marco de este estado social, para que todos los trabajadores asalariados puedan ser transformados en capitalistas sin dejar de ser asalariados. El Sr. Sax cree haber resuelto la cuestión. Pero, ¿tendría la bondad de indicarnos cómo se podría transformar en mariscales de campo a todos los soldados del ejército francés –cada uno de los cuales, desde Napoleón el viejo, lleva el bastón de mariscal en su mochila– sin que dejasen por esto de ser simples soldados? O bien, ¿cómo se podría hacer un emperador alemán de cada uno de los cuarenta millones de súbditos del Imperio germánico?

La característica esencial del socialismo burgués es que pretende conservar la base de todos los males de la sociedad presente, queriendo al mismo tiempo poner fin a estos males. Los socialistas burgueses quieren, como ya dice el Manifiesto Comunista, «remediar los males sociales con el fin de consolidar la sociedad burguesa», quieren la «burguesía sin el proletariado». Hemos visto que es así exactamente como el señor Sax plantea el problema. Y ve la solución en la solución del problema de la vivienda. Opina que «mediante el mejoramiento de las viviendas de las clases laboriosas se podría remediar con éxito la miseria física y espiritual que hemos descrito y así –mediante el considerable mejoramiento de las solas condiciones de vivienda– podría sacarse a la mayor parte de estas clases del marasmo de su existencia, a menudo apenas humana, y elevarla a las límpidas alturas del bienestar material y espiritual» (pág. 14). Hagamos notar, de pasada, que interesa a la burguesía ocultar la existencia del proletariado, fruto de las relaciones burguesas de producción y condición de su ulterior existencia. Por esto el Sr. Sax nos dice en la pág. 21 que por clases laboriosas hay que entender todas las «clases de la sociedad desprovistas de medios», la «gente modesta en general, tales como los artesanos, las viudas, los pensionistas (!), los funcionarios subalternos, etc.», al lado de los obreros propiamente dichos. El socialismo burgués tiende la mano al socialismo pequeñoburgués.

Pero, ¿de dónde procede la penuria de la vivienda? ¿Cómo ha nacido? Como buen burgués, el Sr. Sax debe ignorar que es un producto necesario del régimen social burgués; que no podría existir sin penuria de la vivienda una sociedad en la cual la gran masa trabajadora no puede contar más que con un salario y, por tanto, exclusivamente con la suma de medios indispensables para su existencia y para la reproducción de su especie; una sociedad donde los perfeccionamientos de la maquinaria, etc., privan continuamente de trabajo a masas de obreros; donde el retorno regular de violentas fluctuaciones industriales condiciona, por un lado, la existencia de un gran ejército de reserva de obreros desocupados y, por otro lado, echa a la calle periódicamente a grandes masas de obreros sin trabajo; donde los trabajadores se amontonan en las grandes ciudades y de hecho mucho más de prisa de lo que, en las circunstancias presentes, se edifica para ellos, de suerte que pueden siempre encontrarse arrendatarios para la más infecta de las pocilgas; en fin, una sociedad en la cual el propietario de una casa tiene, en su calidad de capitalista, no solamente el derecho, sino también, en cierta medida y a causa de la concurrencia, hasta el deber de exigir sin consideración los alquileres más elevados. En semejante sociedad, la penuria de la vivienda no es en modo alguno producto del azar; es una institución necesaria que no podrá desaparecer, con sus repercusiones sobre la salud, etc., más que cuando todo el orden social que la ha hecho nacer sea transformado de raíz. Pero esto no tiene por qué saberlo el socialismo burgués. No se atreve en modo alguno a explicar la penuria de la vivienda por razón de las condiciones actuales. No le queda, pues, otra manera de explicarla que por medio de sermones sobre la maldad de los hombres, o por decirlo así, por medio del pecado original.

«Y aquí tenemos que reconocer –y, por tanto, no podemos negar» (¡audaz deducción!)– «que una parte de la culpa... recae sobre los obreros mismos, los cuales piden viviendas, y la otra, mucho más grande, sobre los que asumen la obligación de satisfacer esa necesidad, o sobre los que, aun teniendo los medios precisos, ni siquiera asumen esa obligación: sobre las clases poseedoras o superiores de la sociedad. La culpa de esos últimos... consiste en que no hacen nada por procurar una oferta suficiente de buenas viviendas».

Del mismo modo como Proudhon nos remite de la Economía al Derecho, así nuestro socialista burgués nos remite aquí de la Economía a la moral. Nada más lógico. Quien pretende que el modo de producción capitalista, las «férreas leyes» de la sociedad burguesa de hoy sean intangibles, y, sin embargo, quiere abolir sus consecuencias desagradables pero necesarias, no puede hacer otra cosa más que predicar moral a los capitalistas. El efecto sentimental de estas prédicas se evapora inmediatamente bajo la acción del interés privado y, si es necesario, de la concurrencia. Se parecen a los sermones que la gallina lanza desde la orilla del estanque a los patitos que acaba de empollar y que nadan alegremente. Se lanzan al agua aunque no haya terreno firme, y los capitalistas se precipitan sobre el beneficio aunque no tenga entrañas. «En cuestiones de dinero sobran los sentimientos», como ya decía el viejo Hansemann, que de estas cosas entendía más que el Sr. Sax.

«Las buenas viviendas son tan caras que la mayor parte de los obreros está absolutamente imposibilitada de utilizarlas. El gran capital... evita cauteloso construir viviendas para las clases trabajadoras. Y así éstas, llevadas por la necesidad de encontrar vivienda, acaban en su mayor parte cayendo en manos de la especulación».

¡Abominable especulación! ¡El gran capital, naturalmente, no especula nunca! Pero no es la mala voluntad, sino solamente la ignorancia, lo que impide al gran capital especular con las viviendas obreras.

«Los propietarios ignoran totalmente el enorme e importante papel... que juega la satisfacción normal de la necesidad de habitación; no saben lo que hacen a la gente cuando con tanta irresponsabilidad le ofrecen, por regla general, viviendas malas e insalubres; no saben, en fin, cuánto daño se hacen con esto a sí mismos» (pág. 27).

Pero, para que pueda darse la penuria de la vivienda, la ignorancia de los capitalistas necesita el complemento de la ignorancia de los obreros. Después de haber convenido en que las «capas inferiores» de los obreros, «para no quedarse sin refugio, se ven obligadas (!) a buscar constantemente, de un modo o de otro y dondequiera que sea, un asilo para la noche, y que en este aspecto se encuentran absolutamente sin ayuda ni defensa», el Sr. Sax nos cuenta que:

«Es un hecho reconocido por todos que muchos de ellos» (los obreros) «por despreocupación, pero sobre todo por ignorancia, privan a sus organismos –podríamos decir que con virtuosismo– de las condiciones de un desarrollo físico normal y de una existencia sana, por el hecho de que no tienen la menor idea de una higiene racional y principalmente de la enorme importancia que en este aspecto tiene la vivienda» (pág. 27).

Aquí aparecen las orejas de burro del burgués. Mientras que la «culpa» de los capitalistas se reducía a la ignorancia, la ignorancia de los obreros es la propia causa de su culpa. Escuchad:

«De aquí resulta» (de la ignorancia) «que, con tal de economizar algo en el alquiler, habitan viviendas sombrías, húmedas, insuficientes, que constituyen, en una palabra, un verdadero escarnio a todas las exigencias de la higiene..., que con frecuencia varias familias alquilan conjuntamente una misma vivienda o incluso una misma habitación, todo esto para gastar lo menos posible en alquiler, mientras que derrochan sus ingresos de una manera verdaderamente pecaminosa en beber y en toda suerte de placeres frívolos»

El dinero que el obrero «malgasta en vino y en tabaco» (pág. 28), «vida de taberna con todas sus lamentables consecuencias, y que como una plomada, hunde más y más en el fango a la clase obrera», todo esto hace que el Sr. Sax sienta como si él tuviese la plomada en el estómago. El Sr. Sax debe ignorar naturalmente, que entre los obreros la afición a la bebida es, en las circunstancias actuales, un producto necesario de sus condiciones de vida, tan necesario como el tifus, el crimen, los parásitos, el alguacil y las otras enfermedades sociales; tan necesario que se puede calcular por anticipado el término medio de borrachos. Por lo demás, mi viejo maestro, en la escuela pública, nos enseñaba ya que «la gente vulgar va a la taberna y la gente de bien, al club». Y como yo he ido a los dos sitios, puedo confirmar que esto es verdad.

Toda esta palabrería sobre la «ignorancia» de las dos partes se reduce a las viejas peroraciones sobre la armonía entre los intereses del capital y del trabajo. Si los capitalistas conocieran su verdadero interés, ofrecerían a los obreros buenas viviendas y mejorarían en general su situación. Y si los obreros comprendieran su verdadero interés, no harían huelgas, no se sentirían empujados hacia la socialdemocracia, no se mezclarían en política, sino que seguirían obedientemente a sus superiores, los capitalistas. Por desgracia, ambas partes encuentran su interés en cualquier lugar menos en las prédicas del Sr. Sax y de sus innumerables precursores. El evangelio de la armonía entre el capital y el trabajo lleva ya predicándose cerca de cincuenta años; la filantropía burguesa ha realizado enormes dispendios para demostrar esta armonía mediante instituciones modelo. Pero, como veremos a continuación, no hemos adelantado nada en estos cincuenta años.

Nuestro autor aborda ahora la solución práctica del problema. El carácter poco revolucionario de la solución preconizada por Proudhon, quien quería hacer de los obreros propietarios de su vivienda, se manifiesta ya en el hecho de que el socialismo burgués, aún antes que él, había intentado, e intenta todavía, realizar prácticamente esta proposición. El Sr. Sax también declara que la cuestión de la vivienda sólo puede ser enteramente resuelta mediante la transferencia de la propiedad de la vivienda a los obreros (págs. 58-59). Más aún, se sume en un éxtasis poético ante esta idea y da libre curso a sus sentimientos en esta parrafada llena de inspiración:

«Hay algo peculiar en esa nostalgia de la propiedad de la tierra que es inherente al hombre, en ese afán que ni siquiera ha conseguido debilitar la moderna vida comercial de pulso febril. Es el sentimiento inconsciente de la importancia de la conquista económica que representa la propiedad de la tierra. Gracias a ella, el hombre alcanza una posición segura, echa raíces sólidas en la tierra, por decirlo así, y toda economía (!) encuentra en ella su base más firme. Pero la fuerza bendita de la propiedad de la tierra se extiende mucho más allá de estas ventajas materiales. Quien tiene la felicidad de poder designar como suya una parcela de tierra, ha alcanzado el más alto grado de independencia económica que pueda imaginarse; posee un territorio sobre el cual puede gobernar con poder soberano, es su propio dueño, goza de un cierto poder y dispone de un refugio seguro para los días adversos; su conciencia de sí mismo se eleva, y con ella su fuerza moral. De ahí, la profunda significación de la propiedad en la cuestión presente... El obrero expuesto sin defensa a las variaciones de la coyuntura, en continua dependencia del patrono, estaría de este modo, y en cierta medida, asegurado contra esta situación precaria; se transformaría en capitalista y estaría asegurado contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al crédito hipotecario que tendría siempre abierto. Sería elevado de este modo de la clase de los no poseyentes a la de los poseedores» (pág. 63).

El Sr. Sax parece suponer que el hombre es esencialmente campesino; de lo contrario, no atribuiría al obrero de nuestras grandes ciudades una nostalgia de la tierra propia que nadie había descubierto en ellos. Para nuestros obreros de las grandes ciudades la libertad de movimiento es la primera condición vital, y la propiedad de la tierra no puede resultarles más que una cadena. Proporcionadles casas que les pertenezcan en propiedad, encadenadlos de nuevo a la tierra, y romperéis su fuerza de resistencia a la baja de los salarios por los fabricantes. Un obrero aislado puede, llegado el caso, vender su casita; pero en una huelga seria o una crisis industrial general, todas las casas pertenecientes a los obreros afectados habrían de presentarse en el mercado para ser vendidas, y, por consiguiente, no encontrarían comprador, o, en todo caso, tendrían que venderse a un precio muy inferior a su precio de coste. E incluso si todas ellas encontraran comprador, toda la gran reforma del Sr. Sax se reduciría a la nada y tendría que volver a empezar desde el principio. Por lo demás, los poetas viven en un mundo imaginario lo mismo que el Sr. Sax, el cual imagina que el propietario rural «ha alcanzado el más alto grado de independencia económica», que posee «un refugio seguro», que «se transformaría en capitalista y estaría garantizado contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al crédito hipotecario que tendría siempre abierto», etc. Pero observe el Sr. Sax a los pequeños campesinos franceses y a nuestros propios pequeños campesinos renanos: sus casas y sus campos están gravados con hipotecas a más no poder; sus cosechas pertenecen a sus acreedores aún antes de la siega, y sobre su «territorio» no son ellos quienes gobiernan con poder soberano, sino el usurero, el abogado y el alguacil. Es este, en efecto, el más alto grado de independencia económica que puede imaginarse... para el usurero. Y para que los obreros coloquen lo antes posible sus casitas bajo esa misma soberanía del usurero, el bien intencionado Sr. Sax les indica, previsor, el crédito que su situación real les tiene siempre asegurado en época de paro o cuando sean incapaces para el trabajo, en vez de vivir a costa de la Asistencia Pública.

De todos modos, el Sr. Sax ha resuelto, pues, la cuestión planteada al principio: el obrero «se transformaría en capitalista» mediante la adquisición en propiedad de una casita.

El capital es el dominio sobre el trabajo ajeno no pagado. La casita del obrero no será capital más que cuando la haya alquilado a un tercero y se apropie, en forma de alquiler, una parte del producto del trabajo de este tercero. Por el hecho de habitarla él mismo, impide precisamente que la casa se convierta en capital, por lo mismo que el traje deja de ser capital desde el instante en que lo he comprado en casa del sastre y me lo he puesto. El obrero que posee una casita de un valor de mil táleros no es ya, ciertamente, un proletario, pero hay que ser el Sr. Sax para llamarle capitalista.

El carácter capitalista de nuestro obrero tiene, además, otro aspecto. Supongamos que en una región industrial determinada sea normal que cada obrero posea su propia casita. En este caso la clase obrera de esta región está alojada gratuitamente; los gastos de vivienda ya no entran en el valor de su fuerza de trabajo. Pero toda disminución de los gastos de producción de la fuerza de trabajo, es decir, toda reducción por largo tiempo de los precios de los medios de subsistencia del obrero equivale, «en virtud de las férreas leyes de la doctrina de la economía nacional», a una baja del valor de la fuerza de trabajo y lleva, en fin de cuentas, a una baja correspondiente del salario. El salario descendería así, por término medio, en una cantidad igual a la economía realizada sobre el alquiler corriente, es decir, que el obrero pagaría el alquiler de su propia casa, no como antes en dinero al propietario, sino bajo la forma de trabajo no pagado que iría al fabricante para el cual trabaja. De esta manera, las economías invertidas por el obrero en la casita se convertirían, efectivamente y en cierta medida, en capital, pero no para él, sino para el capitalista de quien es asalariado.

El Sr. Sax no ha conseguido, pues, ni siquiera sobre el papel, transformar a su obrero en capitalista.

Anotemos de pasada que lo que acaba de decirse vale para todas las reformas llamadas sociales que pueden reducirse a una economía o a un abaratamiento de los medios de subsistencia del obrero. O bien estas reformas se generalizan y van seguidas de la correspondiente disminución de salarios, o bien no son más que experimentos aislados, y entonces su existencia a título de excepción demuestra simplemente que su realización en gran escala es incompatible con el actual modo de producción capitalista. Supongamos que se ha conseguido en cierta zona, gracias a la implantación general de cooperativas de consumo, hacer más baratos en un 20 por 100 los medios de subsistencia del obrero. El salario habría de descender a la larga alrededor de un 20 por 100, es decir, en la misma medida en que esos medios de subsistencia entran en el presupuesto del obrero. Si los obreros emplean, por ejemplo, las tres cuartas partes de su salario semanal en la compra de estos medios de subsistencia, el salario descenderá finalmente en tres cuartas partes del 20 por 100, o sea en un 15 por 100. En una palabra, desde el momento en que una reforma ahorrativa se generaliza, el obrero recibe un salario mermado en la misma proporción en que este ahorro le permite vivir más barato. Dad a cada obrero un ahorro de cincuenta y dos táleros y su salario semanal acabará finalmente por descender en un tálero. Así, cuanto más economiza, menos salario recibe. No economiza, pues, en su propio interés, sino en interés del capitalista. ¿Qué más hace falta para «despertar poderosamente en él... la primera virtud económica, el sentido del ahorro»? (pág. 64).

Por lo demás, el Sr. Sax nos dice a continuación que los obreros deben hacerse propietarios de casas, no tanto por su propio interés como por el de los capitalistas:

«No solamente el estamento obrero, sino el conjunto de la sociedad tiene el mayor interés en que el número más elevado de sus miembros quede atado» (!) «a la tierra» (quisiera ver por una vez al Sr. Sax en esta postura)... «La propiedad de la tierra... reduce el número de los que luchan contra el dominio de la clase poseedora. Todas las fuerzas secretas que inflaman el volcán que arde bajo nuestros pies y que se llama cuestión social: la exasperación del proletariado, el odio..., las peligrosas confusiones de ideas..., todas deben disiparse, como la niebla al salir el sol, cuando... los propios obreros entren de esta manera en la clase de los poseedores» (pág. 65).

En otros términos: el Sr. Sax espera que, mediante un cambio de su posición proletaria, como el que produciría la adquisición de una casa, los obreros perderán igualmente su carácter proletario y volverán a ser los siervos sumisos que eran sus antepasados, asimismo propietarios de sus casas. ¡Convendría que los proudhonianos lo tuviesen presente!

El Sr. Sax cree haber resuelto de este modo la cuestión social:

«El reparto más equitativo de los bienes, el enigma de la esfinge, que tanto se ha intentado solucionar en vano, ¿no se halla ahora ante nosotros, como un hecho tangible, no ha sido así arrancado a las esferas del ideal y no ha entrado en los dominios de la realidad? Y cuando se haya realizado ¿no habremos logrado una de las finalidades supremas que incluso los socialistas más extremistas presentan como punto culminante de sus teorías?» (pág. 66).

Es verdaderamente una felicidad el que hayamos llegado a este punto. Este grito de triunfo representa, efectivamente, el «punto culminante» del libro del Sr. Sax, y a partir de este pasaje volvemos a descender suavemente de las «esferas del ideal» a la lisa y llana realidad. Y cuando lleguemos abajo advertiremos que durante nuestra ausencia no ha cambiado nada, absolutamente nada.

Nuestro guía nos hace dar el primer paso hacia el descenso informándonos de que hay dos clases de viviendas obreras: el sistema del cottage, en que cada familia obrera posee su casita, si es posible con un jardincillo, como en Inglaterra; y el sistema cuartelero, que comprende enormes edificios, en los cuales hay numerosas viviendas obreras, como en París, Viena, etc. Entre ambos existe el sistema practicado en el Norte de Alemania. Cierto que el sistema del cottage sería el único indicado y el único en que cada obrero podría adquirir la propiedad de su casa; el sistema cuartelero presentaría, además, grandes desventajas en cuanto a la salud, a la moralidad y a la paz doméstica, pero, desgraciadamente, el sistema del cottage sería irrealizable en los centros de penuria de la vivienda, en las grandes ciudades, a consecuencia del encarecimiento de los terrenos. Y aún podríamos darnos por satisfechos si se construyen, en vez de grandes cuarteles, casas de cuatro a seis viviendas, o bien si se remedian los principales defectos del sistema de los cuarteles mediante toda clase de artificios de construcción (págs. 71 a 92).

El descenso es sensible, ¿no es cierto? La transformación del obrero en capitalista, la solución de la cuestión social, la casa propia para cada obrero, todo esto se ha quedado allá arriba, en la «esfera del ideal». De lo único que tenemos que preocuparnos es de introducir el sistema del cottage en el campo y organizar en las ciudades los cuarteles obreros de la manera que sea más soportable.

Es evidente que la solución burguesa de la cuestión de la vivienda se ha ido a pique al chocar con el contraste entre la ciudad y el campo. Y llegamos aquí al nervio mismo del problema. La cuestión de la vivienda no podrá resolverse hasta que la sociedad esté lo suficientemente transformada para emprender la supresión de la oposición que existe entre la ciudad y el campo, oposición que ha llegado al extremo en la sociedad capitalista de hoy. Lejos de poder remediar esta oposición la sociedad capitalista tiene que aumentarla cada día más. Los primeros socialistas utópicos modernos, Owen y Fourier, ya lo habían comprendido muy bien. En sus organizaciones modelo, la oposición entre la ciudad y el campo ya no existe. Es, pues, lo contrario de lo que afirma el Sr. Sax: no es la solución de la cuestión de la vivienda lo que resuelve al mismo tiempo la cuestión social, sino que es la solución de la cuestión social, es decir, la abolición del modo de producción capitalista, lo que hace posible la solución del problema de la vivienda. Querer resolver la cuestión de la vivienda manteniendo las grandes ciudades modernas, es un contrasentido. Estas grandes ciudades modernas podrán ser suprimidas sólo con la abolición del modo de producción capitalista, y cuando esta abolición esté en marcha, ya no se tratará de procurar a cada obrero una casita que le pertenezca en propiedad, sino de cosas bien diferentes.

Sin embargo, toda revolución social deberá comenzar tomando las cosas tal como son y tratando de remediar los males más destacados con los medios existentes. Hemos visto ya a este propósito que se puede remediar inmediatamente la penuria de la vivienda mediante la expropiación de una parte de las casas de lujo que pertenecen a las clases poseedoras, y obligando a poblar la otra parte.

Pero el Sr. Sax tampoco consigue cambiar nada cuando, después, deja de nuevo las grandes ciudades y perora por todo lo alto sobre las colonias obreras que han de ser construidas cerca de las ciudades, cuando nos describe todas las hermosuras de estas colonias con sus instalaciones de uso común: «canalizaciones de agua, alumbrado de gas, calefacción central con agua o vapor, lavaderos, secaderos, baños, etc.», con «casas-cuna, escuelas, oratorios (!), salas de lectura, bibliotecas..., cantinas y cervecerías, salones de baile y de música muy respetables», con la fuerza de vapor conducida a todas las casas «de manera que, en cierta medida, la producción podrá ser transferida otra vez de las fábricas al taller familiar». Esta colonia, tal como aparece descrita aquí, el Sr. Huber la tomó directamente de los socialistas Owen y Fourier, aburguesándola por completo al quitarle todo carácter socialista. Y es precisamente esto lo que la convierte en algo totalmente utópico. Ningún capitalista tiene el menor interés en construir tales colonias que, por lo demás, no existen en ningún lugar del mundo, fuera de Guise, en Francia. Y la colonia de Guise fue construida... por un fourierista, no con vista a un negocio de especulación, sino como experimento socialista[4]. El Sr. Sax hubiera podido citar lo mismo en favor de su arbitrismo burgués la colonia comunista Harmony Hall, fundada por Owen a principios de la década del cuarenta en Hampshire y que desapareció hace ya mucho tiempo.

Así pues, toda esta palabrería sobre la colonización no es más que un pobre intento de ascender otra vez a «las esferas del ideal», pero que tiene que ser rápida y nuevamente abandonado. Volvemos a emprender, pues, nuestro descenso a toda velocidad. La solución más simple es ahora que «los patronos, los dueños de las fábricas, ayuden a los obreros a obtener viviendas adecuadas, ya sea construyéndolas ellos mismos, ya estimulando y ayudando a los obreros a dedicarse a la construcción, proporcionándoles terrenos, anticipándoles capitales para construir, etc.» (pág. 106). Estamos una vez más fuera de las grandes ciudades, donde no cabe ni hablar de un intento semejante, y nos trasladamos de nuevo al campo. El Sr. Sax demuestra ahora que los propios fabricantes están interesados en ayudar a sus obreros a tener habitaciones soportables, pues esto, por una parte, es una buena manera de colocar su capital, y, por otra, originará infaliblemente «...un mejoramiento de la situación de los obreros... un aumento de su fuerza física e intelectual de trabajo... lo que, naturalmente... no es menos... ventajoso para los patronos. De este modo, tenemos un punto de vista acertado sobre la participación de estos últimos en la solución del problema de la vivienda. Esta participación dimana de la asociación latente, de la preocupación de los patronos por el bienestar físico y económico, espiritual y moral de sus obreros, preocupación disimulada en la mayoría de los casos bajo la apariencia de esfuerzos humanitarios y que encuentra por sí misma su compensación pecuniaria en el resultado obtenido, en la recluta y conservación de trabajadores capaces, hábiles, diligentes, contentos y fieles» (pág. 108).

Esta frase sobre la «asociación latente», con la cual Huber intenta dar un «sentido elevado» a su palabrería de burgués-filántropo, no modifica en nada las cosas. Incluso sin esta frase, los grandes fabricantes rurales, especialmente en Inglaterra, han comprendido, desde hace mucho tiempo, que la construcción de viviendas obreras no solamente es una necesidad y una parte de la fábrica, sino que es, además, muy rentable. En Inglaterra, pueblos enteros surgieron de esta manera y algunos de ellos, más tarde, se convirtieron en ciudades. En cuanto a los obreros, en vez de estar agradecidos a los capitalistas filántropos, no dejaron, en todos los tiempos, de hacer importantes objeciones a este «sistema del cottage», pues no sólo han de pagar un precio de  monopolio por estas casas, puesto que el fabricante no tiene competidores, sino que en cada huelga se encuentran sin casa, ya que el fabricante los expulsa sin más ni más y hace de este modo mucho más difícil toda resistencia. Se encontrarán más detalles en mi libro La situación de la clase obrera en Inglaterra (págs. 224 y 228). El Sr. Sax piensa, sin embargo, que tales argumentos «apenas merecen una refutación» (pág. 111). Pero, ¿no quiere asegurar a cada obrero la propiedad de su casita? Sin duda, mas como «el patrono ha de poder disponer siempre de esta habitación, en el caso de licenciar a un obrero, para tener una vivienda libre para su sustituto», sería, pues... necesario «para estos casos, convenir, mediante contrato, que la propiedad es revocable»[5] (pág. 113).

Esta vez, el descenso se ha efectuado mucho más de prisa de lo que esperábamos. Se había dicho primero: el obrero ha de ser dueño de su casita; luego nos hemos enterado de que esto no era posible en las ciudades, sino sólo en el campo. Ahora se nos explica que esta propiedad, incluso en el campo, tiene que ser «convenida por contrato como ¡revocable!». Con esta nueva especie de propiedad descubierta por el Sr. Sax para los obreros, con su transformación en capitalistas «revocables por contrato», llegamos felizmente otra vez a tierra firme. Tendremos, pues, que buscar ahora lo que los capitalistas y otros filántropos han hecho verdaderamente para resolver la cuestión de la vivienda.

 

 

II

 

Si hemos de creer a nuestro Dr. Sax, los señores capitalistas ya han hecho mucho para aliviar la penuria de la vivienda, y esto demuestra que la cuestión de la vivienda puede ser resuelta sobre la base del modo de producción capitalista.

El Sr. Sax nos cita en primer lugar... ¡a la Francia bonapartista! Luis Bonaparte, con ocasión de la Exposición Universal de París, nombró, como es sabido, una comisión que –así se decía– debía redactar un informe sobre la situación de las clases trabajadoras en Francia, pero que, de hecho, debía describirla como realmente paradisíaca para mayor gloria del Imperio. Y es en el informe de tal comisión, integrada por las criaturas más corrompidas del bonapartismo, en lo que el Sr. Sax se basa, ante todo, porque los resultados de sus trabajos, «según el propio juicio del comité competente, son bastante completos para Francia». ¿Qué resultados, pues, son éstos? Entre los 89 grandes industriales o sociedades por acciones que proporcionaron informes, hay 31 que no construyeron en absoluto viviendas obreras; las que fueron construidas dieron alojamiento, según la propia estimación del Sr. Sax, todo lo más, de 50.000 a 60.000 personas y se componen casi exclusivamente de un máximo de dos piezas por cada familia.

Es evidente que todo capitalista, que por las condiciones de su industria –fuerza hidráulica, emplazamiento de las minas de carbón, de hierro, etc.– está ligado a una determinada localidad rural, debe construir viviendas para sus obreros cuando éstas no existen. Pero para ver en esto una demostración de la existencia de la «asociación latente», una «prueba viva de cómo aumenta la comprensión del problema y de su alto alcance», «un comienzo lleno de promesas» (pág. 115), es preciso tener muy arraigada la costumbre de engañarse a sí mismo. Por lo demás, los industriales de los diferentes países se distinguen también en esto, según su carácter nacional respectivo. Así, por ejemplo, el Sr. Sax nos cuenta (pág. 117) que:

«En Inglaterra únicamente en estos últimos tiempos es cuando se ha producido una actividad crecida de los patronos en este sentido. Principalmente en los pueblecitos rurales más lejanos... el hecho de que los obreros tengan a menudo que recorrer una gran distancia desde la localidad más próxima hasta la fábrica y lleguen a su trabajo ya cansados, lo que se traduce en una producción insuficiente, incitó particularmente a los patronos a construir viviendas para sus obreros. Al mismo tiempo, el número de los que, teniendo un concepto más profundo de la situación, relacionan más o menos la reforma de la vivienda con todos los otros elementos de la asociación latente, es cada día mayor. A ellos se deben todas estas colonias florecientes que han nacido... Los nombres de Ashton en Hyde, Ashwort en Turton, Grant en Bury, Greg en Bollington, Marshall en Leeds, Strutt en Belper, Salt en Saltaire, Akroyd en Copley, etc. son muy conocidos por este motivo en el Reino Unido».

¡Santa ingenuidad y todavía más santa ignorancia! ¡Sólo en estos «últimos tiempos» es cuando los fabricantes rurales ingleses han construido viviendas obreras! Pero no es cierto, querido Sr. Sax; los capitalistas ingleses son unos verdaderos grandes industriales, y no sólo por sus bolsas, sino también por su cerebro. Mucho antes de que Alemania hubiese conocido una verdadera  gran industria, se habían dado cuenta de que, en la producción fabril rural, el capital invertido en viviendas obreras constituye directa e indirectamente una parte muy rentable y necesaria del capital total invertido. Mucho antes de que la lucha entre Bismarck y los burgueses alemanes hubiese dado a los obreros alemanes la libertad de asociación, los fabricantes ingleses, los propietarios de minas y de fundiciones conocían ya por experiencia la presión que podían ejercer sobre los obreros en huelga, cuando eran a la vez propietarios arrendadores de estos obreros. Las «colonias florecientes» de un Greg, de un Ashton o de un Ashwort son tan de los «últimos tiempos» que hace ya 40 años fueron trompeteadas como modelo por la burguesía, y yo mismo las describí hace 28 años (V. La situación de la clase obrera en Inglaterra, págs. 228 a 230, nota). Las colonias de Marshall y de Akroyd (así es como se escribe su nombre) son aproximadamente de esta época; la de Strutt es aún más vieja, pues sus comienzos datan del siglo pasado. Y como en Inglaterra se ha determinado que la duración media de una habitación obrera es de 40 años, el Sr. Sax puede él mismo, contando con los dedos, darse cuenta del estado de ruina en que se encuentran ahora estas «colonias florecientes». Además, la mayor parte de estas colonias ya no están situadas en el campo; la formidable extensión de la industria hizo que la mayoría de ellas hayan sido rodeadas de fábricas y de casas, de modo que hoy día estas colonias se encuentran en el centro de ciudades sucias y ahumadas de 20.000 a 30.000 habitantes y aún más, lo que no impide a la ciencia burguesa alemana, representada por el Sr. Sax, repetir fielmente los viejos cánticos laudatorios ingleses de 1840, que hoy no tienen ya ninguna aplicación.

¡Y ni más ni menos que el viejo Akroyd! Aquel buen hombre era, sin duda, un filántropo de pura cepa. Quería tanto a sus obreros, y sobre todo a sus obreras, que sus competidores de Yorkshire, menos amigos que él de la humanidad, tenían costumbre de decir a su respecto: ¡hace funcionar su fábrica únicamente con sus propios hijos! El Sr. Sax nos asegura que en estas colonias florecientes «los nacimientos ilegítimos son cada vez más raros» (pág. 118). Desde luego, nacimientos ilegítimos fuera del matrimonio: las chicas guapas, en los distritos industriales ingleses, se casan, efectivamente, muy jóvenes.

En Inglaterra, la construcción de viviendas obreras al lado de cada gran fábrica rural y simultáneamente con ella, ha sido regla general desde hace 60 años y aún más. Como ya hemos señalado, muchos de estos pueblos fabriles se han convertido en el centro alrededor del cual se ha desarrollado más tarde una verdadera ciudad industrial, con todos los males que ésta implica.  Tales colonias, pues, no han resuelto el problema de la vivienda; en realidad, ellas fueron las que lo provocaron por vez primera en sus respectivas localidades.

Por el contrario, en los países que se han ido arrastrando a la zaga de Inglaterra en el terreno de la gran industria, desconocida para ellos, en realidad, hasta 1848, en Francia y, principalmente, en Alemania, la cosa ha sido completamente distinta. Aquí, solamente los dueños de gigantescas fábricas metalúrgicas, después de muchas cavilaciones, se decidieron a construir algunas viviendas obreras; por ejemplo, las fábricas Schneider, en El Creusot, y los establecimientos Krupp, en Essen. La gran mayoría de los industriales rurales dejan que sus obreros hagan, mañana y tarde, kilómetros y más kilómetros bajo la lluvia, la nieve y el calor, para ir de su casa a la fábrica y viceversa. Este caso se presenta, sobre todo en las regiones montañosas: en los Vosgos franceses y alsacianos, en los valles del Wupper, del Sieg, del Agger, del Lene y otros ríos de Westfalia y de Renania. En los Montes Metálicos el caso no es distinto. Entre los alemanes, como entre los franceses, observaremos la misma mezquindad.

El Sr. Sax sabe perfectamente que los comienzos llenos de promesas, lo mismo que las colonias florecientes, no significan absolutamente nada. Busca ahora la manera de demostrar a los capitalistas qué maravillosas rentas pueden obtener con la construcción de viviendas obreras. En otros términos, busca la manera de indicarles un nuevo procedimiento para estafar a los obreros.

En primer lugar, les cita el ejemplo de una serie de sociedades de construcción de Londres, en parte filantrópicas, en parte especulativas, que obtuvieron un beneficio neto del cuatro al seis por ciento y a veces más. En realidad, el Sr. Sax no tiene necesidad de demostrarnos que el capital invertido en viviendas obreras resulta un buen negocio. La razón de que en ellas no se haya invertido más capital es que las habitaciones caras dan todavía mayor beneficio a sus propietarios. Las exhortaciones dirigidas por el Sr. Sax a los capitalistas se reducen una vez más a simples prédicas de moral.

En lo que se refiere a estas sociedades de construcción de Londres, de las que el Sr. Sax nos canta los brillantes resultados, según su propio cálculo –y ahí está contada cada empresa especulativa de la construcción– han construido en todo y por todo viviendas para 2.132 familias y 706 hombres solos, es decir, ¡para menos de 15.000! ¡Y son puerilidades de este tipo las que se atreven a presentar seriamente en Alemania como grandes resultados, cuando tan sólo en el East End de Londres un millón de obreros viven en las más espantosas condiciones de vivienda! Todos estos esfuerzos filantrópicos son, en realidad, tan lastimosamente nulos, que los informes parlamentarios ingleses dedicados a la situación de los obreros ni siquiera aluden a ellos.

No hablaremos del ridículo desconocimiento de Londres que resalta en todo este capítulo del Sr. Sax. Recordemos nada más una sola cosa. El Sr. Sax cree que el asilo nocturno para hombres solos de Soho ha desaparecido por la razón de que en este barrio «no se podía contar con una clientela numerosa». El Sr. Sax se representa, por lo visto, todo el West End de Londres como una ciudad de lujo; ignora que inmediatamente detrás de las calles más elegantes se encuentran los barrios obreros más sucios, entre ellos Soho, por ejemplo. El asilo modelo de Soho, del cual habla el Sr. Sax y que he conocido hace 23 años, al principio era siempre muy frecuentado, pero, a la larga, se cerró porque nadie podía quedarse en él. ¡Y todavía era una de las casas mejores!

Pero ¿no es un éxito la ciudad obrera de Mulhouse, en Alsacia?

La ciudad obrera de Mulhouse es el gran objeto de exhibición de los burgueses del continente, lo mismo que las colonias antes florecientes de Ashton, Ashwort, Greg y consortes lo eran para los burgueses ingleses. Desgraciadamente, no tenemos aquí el producto de una asociación «latente», sino de una asociación abierta entre el Segundo Imperio francés y los capitalistas alsacianos. Fue uno de los experimentos socialistas de Luis Bonaparte, para el cual el Estado anticipó una tercera parte del capital. En catorce años (hasta 1867) fueron construidas 800 casitas, según un sistema defectuoso, inconcebible en Inglaterra, donde estas cosas se entienden mejor. Después de 13 a 15 años de entregas mensuales de un alquiler elevado, la casa pasa a ser propiedad del obrero inquilino. Este método de adquisición de la propiedad ha sido introducido desde hace ya mucho tiempo en las cooperativas de construcción inglesas, como veremos más tarde. Por lo tanto, los bonapartistas alsacianos no tuvieron por qué inventarlo. Los suplementos al alquiler destinados a comprar la casa son bastante más elevados que en Inglaterra. Después de 15 años, durante los cuales el obrero francés pagó en total, digamos, 4.500 francos, entra en posesión de una casa que, 15 años antes, valía 3.300 francos. Si el obrero desea mudarse de casa o se retrasa un solo mes en sus entregas (y en este caso se le puede expulsar), se le carga en concepto de alquiler anual un 6 2/3 % del valor primitivo de la casa (por ejemplo, 17 francos cada mes por una casa de 3.000 francos), devolviéndosele la diferencia. Naturalmente, el obrero no recibe ni un céntimo de interés sobre el dinero que ha entregado. Se comprende que, en estas condiciones, la sociedad haga su agosto, sin necesidad del «apoyo del Estado». Se comprende también que las viviendas entregadas en estas  condiciones, por hallarse próximas a la ciudad y ser medio rústicas, son mejores que las viejas casas-cuartel situadas dentro de la población.

No diremos nada de los pocos y míseros experimentos hechos en Alemania y cuya pobreza reconoce el propio Sr. Sax en la página 157.

En definitiva, ¿qué demuestran todos estos ejemplos? Sencillamente, que la construcción de viviendas obreras, incluso cuando no se pisotean todas las leyes de la higiene, es perfectamente rentable desde el punto de vista capitalista. Pero esto no fue nunca discutido, y lo sabíamos todos desde hace mucho tiempo. Todo capital invertido, con arreglo a una necesidad, es rentable cuando se explota racionalmente. La cuestión es precisamente saber por qué, a pesar de todo, subsiste la penuria de la vivienda, por qué, a pesar de todo, los capitalistas no se preocupan de proporcionar alojamientos suficientes y sanos a los obreros. Y, en este caso, el Sr. Sax se limita también a exhortar a los capitalistas, sin darnos ninguna contestación. Pero la verdadera contestación la hemos dado nosotros más arriba.

El capital (esto está definitivamente establecido) no quiere suprimir la penuria de la vivienda, incluso pudiendo hacerlo. Por lo tanto, no quedan más que dos salidas: la mutualidad obrera y la ayuda del Estado.

El Sr. Sax, partidario entusiasta de la mutualidad, es capaz de contarnos prodigios de ella en el terreno del problema de la vivienda. Desgraciadamente, ya desde el principio, tiene que reconocer que la mutualidad no puede dar resultado más que en los sitios donde existe el sistema del cottage o bien donde es realizable, o sea, otra vez, tan sólo en el campo. En las grandes ciudades, incluso en Inglaterra, esto es solamente posible dentro de unos límites muy estrechos. Y el Sr. Sax no tarda en suspirar: «esta reforma» (mediante la mutualidad) «puede realizarse solamente dando un rodeo y, por lo tanto, siempre de un modo imperfecto. A decir verdad, únicamente en la medida en que el principio de la propiedad privada llega a ser una fuerza que influye sobre la calidad de la vivienda». Pero, una vez más, subsiste la duda. Es cierto, desde luego, que «el principio de la propiedad privada» no ha aportado ninguna reforma a la «calidad» del estilo de nuestro autor. Sin embargo, la mutualidad hizo tales milagros en Inglaterra, «que todo lo que ha sido emprendido con vistas a resolver el problema de la vivienda en otras direcciones, ha sido sobrepasado con mucho». Se trata de las building societies inglesas, a las que el Sr. Sax dedica tanta atención porque «acerca de su carácter y de sus actividades en general circulan unas ideas falsas o muy insuficientes. Las sociedades de construcción inglesas no son en modo alguno... sociedades ni cooperativas de construcción; son más bien... lo que podría llamarse en alemán Hauserwerbvereine. Estas asociaciones se asignan como finalidad constituir un fondo con las cotizaciones periódicas de sus miembros, que permitirá, en la medida de su cuantía, conceder préstamos a sus miembros para la adquisición de una casa... Así pues, la building society representa, para una parte de sus adheridos, el papel de una caja de ahorro, y para otra parte el de una casa de préstamos. Las building societies, son, por consiguiente, instituciones de crédito hipotecario adaptadas a las necesidades del obrero, y que utilizan fundamentalmente... los ahorros de los obreros... para ayudar a sus compañeros depositantes en la adquisición o la construcción de una casa. Como se puede presumir, dichos préstamos son otorgados contra una hipoteca sobre el inmueble correspondiente, de tal forma que su pago se efectúa mediante entregas a plazos cortos, en las que se incluye a la vez la amortización y el interés... Los intereses no se entregan a los depositantes, sino que son colocados en su cuenta a interés compuesto... La recuperación de los depósitos, así como de los intereses acumulados... puede hacerse en cualquier momento mediante previo aviso de un mes» (págs. 170-172). «Existen en Inglaterra más de 2.000 sociedades de éste tipo... el capital total acumulado por ellas se eleva aproximadamente a quince millones de libras esterlinas, y unas 100.000 familias obreras se han convertido, gracias a este sistema en propietarias de sus hogares: es una conquista social difícil de igualar» (pág. 174).

Desgraciadamente, aquí también hay un «pero» que viene renqueando inmediatamente después: «Pero esto no nos ofrece todavía, de ningún modo, una plena solución al problema de la vivienda, aunque sólo sea porque la adquisición de una casa... no resulta posible más que para los obreros que tienen una mejor situación... Las consideraciones sanitarias, en particular, son muchas veces insuficientemente respetadas» (pág. 176). En el continente «estas asociaciones... encuentran un terreno de expansión muy limitado». Presuponen el sistema del cottage que aquí existe solamente en el campo. Pero en el campo los obreros todavía no están maduros para la mutualidad. Por otra parte, en las ciudades donde hubieran podido ser constituidas verdaderas cooperativas de construcción, «muy considerables y serias dificultades de todo género» se oponen a ello (pág. 179). Tales asociaciones sólo podrían construir cottages, y esto es imposible en las grandes ciudades. En resumen, «esta forma de mutualidad cooperativa» no podría, «en las condiciones actuales –y apenas si lo podrá en un porvenir próximo– representar el papel principal en la solución de la cuestión que nos ocupa». Estas cooperativas de construcción se encuentran todavía «en su fase inicial de desarrollo». «Esto vale incluso para Inglaterra» (pág. 181).

Así pues, los capitalistas no quieren y los obreros no pueden. Podríamos acabar aquí este capítulo si no fuese absolutamente indispensable dar algunas aclaraciones sobre las building societies inglesas que los burgueses a lo Schulze-Delitzsch muestran constantemente como ejemplo a nuestros obreros.

Estas building societies ni son sociedades obreras ni su finalidad principal es procurar a los obreros casas que les pertenezcan en propiedad. Veremos, al contrario, que esto no ocurre más que en casos muy excepcionales. Las building societies tienen un carácter esencialmente especulativo; las pequeñas sociedades que iniciaron el negocio no lo tienen menos que sus grandes imitadores. En alguna taberna –y generalmente a instigación del dueño–, donde luego se celebrarán las reuniones semanales, los clientes habituales y sus amigos, tenderos, dependientes, viajantes de comercio, artesanos y otros pequeños burgueses –de vez en cuando un obrero constructor de máquinas u otro de los que forman parte de la aristocracia de su clase– se agrupan en una cooperativa para la construcción de casas. El pretexto inmediato suele ser el hecho de haber descubierto el dueño de la taberna un solar en venta por un precio relativamente bajo en la vecindad o en un sitio cualquiera. Los miembros, en su mayoría, no están ligados a un lugar fijo por sus ocupaciones; incluso numerosos tenderos y artesanos no tienen en la ciudad más que un local comercial y ninguna vivienda. En cuanto puede, cada uno de ellos prefiere vivir en las afueras más bien que en la ciudad ahumada. Se compra el solar y se construye en él el mayor número posible de cottages. El crédito de los más acomodados hace posible su compra, mientras que las cotizaciones semanales, además de algunos pequeños empréstitos cubren los gastos semanales de la construcción. Los miembros que proyectan la adquisición de la propiedad de una casa reciben por sorteo sus cottages a medida que se van terminando, y lo que pagan como suplemento del alquiler permite la amortización del precio de la compra. Los otros cottages se alquilan o se venden. En cuanto a la sociedad de construcción, cuando hace buenos negocios, constituye una fortuna más o menos importante que pertenece a sus miembros en tanto éstos siguen efectuando el pago de sus cotizaciones, y que se reparte entre ellos de vez en cuando o al disolverse la sociedad. De cada diez sociedades de construcción inglesas, nueve viven así. Las otras son más importantes y se crean a veces con pretextos políticos o filantrópicos. Pero su finalidad principal es siempre ofrecer a la pequeña burguesía una mejor inversión de sus ahorros en hipotecas con un buen interés, y con la perspectiva de dividendos gracias a la especulación en bienes raíces.

Un prospecto distribuido por una de las más importantes, si no la mayor, de estas sociedades, nos enseña con qué clientela especulan. La "Birkbeck Building Society", 29 and 30, "Southampton Buildings, Chancery Lane", en Londres –cuyos ingresos desde su fundación se han elevado a más de 10.500.000 libras esterlinas (70.000.000 de táleros), cuya cuenta en el banco y cuyas inversiones en papeles del Estado pasan de 416.000 libras esterlinas y que cuenta actualmente con 21.441 miembros y depositantes– se anuncia al público de la manera siguiente:

«Muchos son los que conocen el llamado sistema de los tres años de los fabricantes de pianos, que permite a todo el que alquila un piano por tres años llegar a ser, después de ese tiempo, propietario del mismo. Antes de la introducción de este sistema, resultaba para las personas que tenían ingresos limitados casi tan difícil adquirir un buen piano como una casa. Cada año se pagaba el alquiler del piano y se gastaba en total dos o tres veces más de lo que valía. Lo que se puede hacer con un piano también es posible con una casa... Pero, como una casa cuesta más que un piano..., se necesita un plazo más largo para amortizar su precio por el alquiler. Por esta razón los directores se han puesto de acuerdo con dueños de casas en distintos barrios de Londres y de sus alrededores, en virtud de lo cual pueden ofrecer a los miembros de la Birkbeck Building Society y a todos los que lo desean una gran variedad de casas en diferentes lugares de la ciudad. El sistema establecido por los directores es el siguiente: las casas se alquilan por una duración de doce años y medio, al cabo de los cuales, si el alquiler ha sido pagado regularmente, la casa pasa a ser propiedad absoluta del inquilino sin otro pago de ninguna clase... El inquilino puede también obtener, previo acuerdo, un plazo más reducido con un alquiler más elevado, o un plazo más largo con un alquiler más bajo... Todas las personas que tienen un ingreso limitado, los dependientes de comercio, empleados de almacenes, etc., pueden independizarse inmediatamente de los dueños de casas, adhiriéndose a la Birkbeck Building Society».

No se puede hablar más claro. A los obreros no se les menciona en ningún momento, solamente se trata de personas con ingresos limitados, como los dependientes de comercio, los empleados de almacenes, etc., e incluso se supone que, por lo general, los futuros miembros poseen ya un piano. En realidad, pues, no se trata de obreros, sino de pequeños burgueses o de los que quieren y pueden llegar a serlo; de gente cuyos ingresos, aunque dentro de ciertos límites, aumentan, en general, progresivamente como, por ejemplo, los del dependiente de comercio o de otras ramas semejantes. Por el contrario, los ingresos de los obreros, en el mejor de los casos, permanecen cuantitativamente iguales, aunque, de hecho, bajan en la medida en que aumentan sus familias y crecen sus necesidades. En realidad, son muy pocos los obreros que pueden, a título de excepción, participar en tales sociedades. Por una parte, sus ingresos son demasiado bajos, y, por otra, son de naturaleza demasiado incierta para poder asumir compromisos por una duración de doce años y medio. Las pocas excepciones en que esto no es válido, son los obreros mejor pagados o los capataces[6].

Se ve claramente, por lo demás, que los bonapartistas de la ciudad obrera de Mulhouse no son más que unos pobres imitadores de las sociedades de construcción de los pequeños burgueses ingleses. Con la sola diferencia de que, a pesar de la ayuda que les presta el Estado, estafan todavía más a sus clientes que las sociedades de construcción inglesas. Sus condiciones son, en suma, menos liberales que las que prevalecen por término medio en Inglaterra. Mientras que en Inglaterra se tiene en cuenta el interés simple y compuesto de los pagos efectuados y todo esto es reembolsado mediante previo aviso de un mes, los fabricantes de Mulhouse se embolsan los intereses simples y compuestos y no reembolsan más que las entregas efectuadas en monedas sonantes de cinco francos. Y nadie se extrañará más de esta diferencia que el propio Sr. Sax, quien menciona todo esto en su libro sin enterarse.

La mutualidad obrera, pues, tampoco sirve. Queda el apoyo del Estado. ¿Qué nos ofrece el Sr. Sax, en este terreno? Tres cosas:

«Primero: el Estado ha de prever en su legislación y en su administración que todo cuanto, de una manera o de otra, conduce a aumentar la penuria de la vivienda de las clases trabajadoras sea abolido o remediado en forma apropiada» (pág. 187).

O sea: revisión de la legislación que concierne a la construcción de viviendas y libertad para la industria de la construcción, a fin de que las obras resulten más baratas. Pero en Inglaterra esta legislación está reducida al mínimo y la industria de la construcción es libre cual pájaro en el aire, y esto no impide que exista penuria de la vivienda. Además, en Inglaterra se construye tan barato que las casas tiemblan cuando pasa una carreta, y no transcurre día sin que se hundan algunas. Todavía ayer, 25 de octubre de 1872, en Manchester, se hundieron de una vez seis casas y seis obreros resultaron gravemente heridos. Así pues, tampoco esto sirve.

«Segundo: el poder del Estado debe impedir que cualquiera, en su individualismo limitado, difunda o provoque este mal».

O sea: inspeccionar las viviendas obreras por las autoridades de sanidad y por los inspectores de la construcción; conferir a las autoridades facultad para cerrar las viviendas malsanas y en mal estado de construcción, como se ha practicado en Inglaterra desde 1857. Pero ¿cómo fue practicado esto en realidad? La primera ley de 1855 (Nuisances Removal Act) ha sido «letra muerta», como reconoce el propio Sr. Sax, lo mismo que la segunda ley de 1858 (Local Government Act) (pág. 197). El Sr. Sax cree, en cambio, que la tercera ley (Artisans' Dwellings Act), que rige únicamente para las ciudades de más de 10.000 habitantes, es «por cierto una prueba favorable de la profunda comprensión de las cuestiones sociales por el parlamento británico» (pág. 199). Pero en realidad, esta afirmación no constituye más que una «prueba favorable» del absoluto desconocimiento de las «cuestiones» inglesas por el Sr. Sax. Ni que decir tiene que Inglaterra es mucho más avanzada que el continente en cuanto a «cuestiones sociales». Inglaterra es la patria de la gran industria moderna; allí es donde el modo de producción capitalista se ha desarrollado más libre y ampliamente, y es allí también donde las consecuencias de este modo de producción se han manifestado más claramente y donde primero han provocado, por lo tanto, una reacción legislativa. La mejor prueba nos la ofrece la legislación fabril. Pero si el Sr. Sax piensa que basta con que un acta parlamentaria tenga fuerza de ley para encontrar inmediatamente su aplicación en la práctica, se equivoca de medio a medio. Y esto puede aplicarse al Local Government Act mejor que a ninguna otra acta parlamentaria (a excepción, en todo caso, del Workshops' Act). La aplicación de esta ley se encomendó a las autoridades municipales, las cuales constituyen en casi toda Inglaterra el centro reconocido de la corrupción en todas sus formas, del nepotismo y del jobbery[7]. Los agentes de estas autoridades municipales, que debían su cargo a toda clase de consideraciones de familia, o bien eran incapaces o bien no tenían el propósito de aplicar tales leyes sociales, mientras que en Inglaterra, precisamente, los funcionarios del Estado encargados de la preparación y de la aplicación de las leyes sociales se distinguen generalmente por un cumplimiento estricto de su deber, a pesar de que esto sea hoy menos cierto que hace veinte o treinta años. En los ayuntamientos, los propietarios de casas insalubres o ruinosas están casi siempre poderosamente representados, directa o indirectamente. La elección de ayuntamientos por pequeñas circunscripciones hace que los elegidos dependan de los más menudos intereses e influencias locales. Ningún concejal que pretenda ser reelegido se atreverá a votar la aplicación de esta ley social en su circunscripción. Se comprende así la resistencia con que tropezó esta ley en casi todas partes entre las autoridades locales. Hasta ahora, solamente en los casos más escandalosos –a menudo después de haberse declarado una epidemia, como el año pasado en Manchester y en Salford, donde cundió la viruela– ha sido aplicada la ley. Los recursos ante el ministro del Interior, hasta el presente, sólo han dado resultado en casos parecidos, pues el principio de todo gobierno liberal en Inglaterra es no proponer leyes de reformas sociales más que obligado por la necesidad más apremiante, y hacer todo lo posible para no aplicar las ya existentes. La ley en cuestión, como otras muchas en Inglaterra, sólo tiene valor por cuanto en manos de un gobierno dominado o presionado por los obreros, y que realmente la aplique al fin, se convertirá en un arma poderosa capaz de abrir brecha en el orden social presente.

«En tercer lugar», el poder del Estado debe, según el Sr. Sax, «aplicar en la más vasta escala todas las medidas positivas de que dispone para remediar la actual penuria de la vivienda».

Dicho de otro modo, el Estado debe construir cuarteles, «verdaderos edificios modelos, para «sus funcionarios inferiores y servidores» (¡pero éstos no son obreros!) y «conceder créditos a los organismos municipales, a las sociedades y también a particulares, con el fin de mejorar las viviendas de las clases trabajadoras» (pág. 203), tal como se hace en Inglaterra según el Public Works Loan Act y como lo hizo Luis Bonaparte en París y en Mulhouse. Pero, el Public Works Loan Act tampoco existe más que sobre el papel. El Gobierno pone a disposición de los comisarios a lo sumo 50.000 libras esterlinas, o sea, lo necesario para construir 400 cottages como máximo; así, en cuarenta años tendremos 16.000 cottages o habitaciones para 80.000 personas todo lo más: ¡una gota de agua en el mar! Aun admitiendo que, al cabo de 20 años, los medios financieros de la comisión se hayan duplicado gracias a los reembolsos, y que se pueda así, en el transcurso de los 20 años siguientes, construir habitaciones para 40.000 personas más, esto seguirá siendo una gota en el mar. Y como los cottages no duran por término medio más allá de 40 años, después de ese plazo se necesitarán cada año cincuenta o cien mil libras esterlinas líquidas para reemplazar los cottages más viejos y ruinosos. Es esto lo que el Sr. Sax llama en la página 203 aplicar correctamente el principio en la práctica «y en proporciones ilimitadas». Después de confesar que el Estado, incluso en Inglaterra, no ha realizado prácticamente nada en «proporciones ilimitadas», el Sr. Sax termina su libro, aunque no sin haber lanzado antes otro sermón a todos los interesados[8].

Es claro como la luz del día que el Estado actual no puede ni quiere remediar la plaga de la vivienda. El Estado no es otra cosa que el poder organizado conjunto de las clases poseedoras, de los terratenientes y de los capitalistas, dirigido contra las clases explotadas, los campesinos y los obreros. Lo que los capitalistas (y sólo de éstos se trata aquí, pues los terratenientes que  también participan en este asunto aparecen ante todo como capitalistas) tomados individualmente no quieren, su Estado no lo quiere tampoco. Si, pues, los capitalistas aislados deploran la miseria de la vivienda, pero apenas hacen nada para paliar aunque sea superficialmente sus consecuencias más espantosas, los capitalistas en su conjunto, el Estado, no hará mucho más. El Estado se preocupará todo lo más de conseguir que las medidas de uso corriente, con las que se obtiene un paliativo superficial, sean aplicadas en todas partes de manera uniforme y ya hemos visto que efectivamente es así.

Podría objetarse que en Alemania todavía no impera la burguesía, que el Estado es allí todavía un Poder en cierta medida independiente y situado por encima de la sociedad, y que, por esta razón, representa los intereses conjuntos de la misma y no los de una sola clase. Tal Estado podría hacer lo que no puede un Estado burgués; y se tiene perfecto derecho a esperar de él cosas muy distintas también en el dominio social.

Este es el lenguaje de los reaccionarios. En realidad, el Estado, tal como existe en Alemania, es igualmente un producto necesario de la base social de la que se ha originado. En Prusia –y Prusia tiene hoy una significación decisiva– existe junto a una nobleza latifundista, todavía poderosa, una burguesía relativamente joven y notablemente cobarde que, hasta el presente, no se ha apropiado ni el Poder político directo, como en Francia, ni el más o menos indirecto, como en Inglaterra. Pero junto a estas dos clases, hay un proletariado intelectualmente muy desarrollado, que crece rápidamente y se organiza cada día más. Encontramos aquí, pues, junto a la condición fundamental de la antigua monarquía absoluta: el equilibrio entre la nobleza terrateniente y la burguesía, la condición fundamental del bonapartismo moderno: el equilibrio entre la burguesía y el proletariado. Pero lo mismo en la antigua monarquía absoluta que en la monarquía bonapartista moderna, el verdadero poder gubernamental se encuentra en manos de una casta particular de oficiales y de funcionarios que en Prusia se recluta en parte entre sus propias filas, en parte entre la pequeña nobleza de mayorazgo, más raramente entre la gran nobleza, y en menor medida aún entre la burguesía. La autonomía de esta casta, que parece mantenerse fuera y, por decirlo así, por encima de la sociedad, confiere al Estado un viso de autonomía respecto de la sociedad.

La forma de Estado que se ha desarrollado con la necesaria consecuencia en Prusia (y, siguiendo su ejemplo, en la nueva constitución imperial de Alemania), es, en estas condiciones sociales sumamente contradictorias, un constitucionalismo aparente. Una forma que es tanto la forma actual de descomposición de la antigua monarquía absoluta como la forma de existencia de la monarquía bonapartista. El constitucionalismo aparente de Prusia fue, de 1848 a 1866, la forma que encubrió y facilitó la lenta descomposición de la monarquía absoluta. Pero, desde 1866, y sobre todo desde 1870, la subversión de las condiciones sociales, y por tanto la descomposición del antiguo Estado, se muestra a los ojos de todos y toma proporciones gigantescas. El rápido desarrollo de la industria y principalmente de los negocios bursátiles fraudulentos precipitó a todas las clases dominantes en el torbellino de la especulación. La corrupción en gran escala importada de Francia en 1870 se desarrolla con un ritmo inaudito. Strousberg y Pereire se tienden la mano. Ministros, generales, príncipes y condes compiten en las especulaciones bursátiles con los bolsistas judíos más tramposos, a los cuales reconoce el Estado la igualdad haciéndoles barones al por mayor. Los aristócratas rurales, dedicados desde hace mucho a la industria, como fabricantes de azúcar de remolacha o destiladores de aguardiente, han olvidado desde hace mucho los buenos tiempos de otra época y adornan hoy con sus nombres las listas de directores de toda clase de sociedades por acciones, sean o no respetables. La burocracia, que desdeña cada vez más los desfalcos como único medio de mejorar su sueldo, vuelve la espalda al Estado y se dedica a la caza de puestos más lucrativos en la administración de las empresas industriales; los burócratas que quedan en activo siguen el ejemplo de sus jefes: especulan con las acciones, o bien «participan» en los ferrocarriles, etc. Incluso tiene fundamento creer que los tenientes mismos meten sus finas manos en alguna especulación. En suma, la descomposición de todos los elementos del antiguo Estado, la transición de la monarquía absoluta a la monarquía bonapartista está en plena marcha, y en la próxima gran crisis industrial y comercial se hundirán, no solamente las estafas actuales, sino también el viejo Estado prusiano[9].

¿Y es este Estado, cuyos elementos no burgueses se aburguesan cada día más, quien ha de resolver la «cuestión social», o siquiera la cuestión de la vivienda? Al contrario. En todas las cuestiones económicas el Estado prusiano cae cada vez más en manos de la burguesía; y si, como es el caso, la legislación posterior a 1866 en el orden económico no se ha adaptado aún más a los intereses de la burguesía, ¿de quién es la culpa? En gran parte corresponde a la burguesía misma, la cual, en primer lugar, es demasiado cobarde para defender enérgicamente sus reivindicaciones, y, en segundo término, se resiste a toda concesión que pueda dar al mismo tiempo nuevas armas al proletariado amenazador. Y si el poder del Estado, es decir, Bismarck, intenta organizar un proletariado a su servicio, para poner freno a la acción política de la burguesía, ¿qué es esto sino un procedimiento bonapartista, necesario y bien conocido, que no obliga a nada más, respecto de los obreros, que a unas cuantas frases complacientes y, todo lo más, a un apoyo mínimo del Estado a sociedades para la construcción de viviendas a la Luis Bonaparte?

No se encuentra mejor demostración de lo que los obreros pueden esperar del Estado prusiano, que la utilización de los miles de millones de francos franceses, que han dado a la independencia de la máquina del Estado prusiano respecto de la sociedad una nueva y breve prórroga. ¿Ha habido un solo tálero de estos miles de millones que fuese empleado en construir un refugio para las familias obreras berlinesas lanzadas a la calle? Muy al contrario. Cuando llegó el otoño, el propio Estado hizo demoler las pocas miserables barracas que durante el verano les habían servido de vivienda ocasional. Los cinco mil millones han seguido el camino trillado, y se han ido rápidamente en fortificaciones, en cañones y en soldados; y a pesar de las botaratadas de Wagner, a pesar de las conferencias de Stieber con Austria, no se utilizará de estos miles de millones en favor de los obreros alemanes ni siquiera lo que Luis Bonaparte consagró a los obreros franceses de los millones que estafó a Francia.

                                  

 

III

 

En realidad la burguesía no conoce más que un método para resolver a su manera la cuestión de la vivienda, es decir, para resolverla de tal suerte que la solución cree siempre de nuevo el problema. Este método se llama Haussmann.

Entiendo aquí por Haussmann, no solamente la manera específica bonapartista del Haussmann parisino de trazar calles anchas, largas y rectas a través de los barrios obreros construidos estrechamente, y bordearlas a cada lado con edificios lujosos; su finalidad, aparte la de carácter estratégico tendente a hacer más difícil la lucha de barricadas, era formar un proletariado de la construcción específicamente bonapartista y dependiente del Gobierno, y asimismo transformar París en una ciudad de lujo. Entiendo por Haussmann la práctica generalizada de abrir brechas en barrios obreros, particularmente los situados en el centro de nuestras grandes ciudades, ya responda esto a una atención de salud pública o de embellecimiento o bien a una demanda de grandes locales de negocios en el centro, o bien a unas necesidades de comunicaciones, como ferrocarriles, calles, etc. El resultado es en todas partes el mismo, cualquiera que sea el motivo invocado: las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos desaparecen y la burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso; pero.... callejuelas y callejones sin salida reaparecen prontamente en otra parte, y muy a menudo en lugares muy próximos.

En La situación de la clase obrera en Inglaterra he hecho una descripción del Manchester de 1843 y 1844. Posteriormente, las líneas de ferrocarril que pasan a través de la ciudad, la construcción de nuevas calles y la erección de grandes edificios públicos y privados han hecho que algunos de los peores barrios que mencionaba hayan sido cruzados, aireados y mejorados; otros fueron enteramente derribados; pero todavía hay muchos que se encuentran en el mismo estado de decrepitud, si no peor que antes, a pesar de la vigilancia de la inspección sanitaria, que se ha hecho más estricta.

Por otra parte, como resultado de la enorme extensión de la ciudad, cuya población ha aumentado en más de la mitad, barrios que entonces eran todavía aireados y limpios, están hoy tan sucios, tan obstruidos y superpoblados como lo estaban en otro tiempo las partes de peor fama de la ciudad. He aquí un ejemplo: en las páginas 80 y siguientes de mi libro he descrito un grupo de casas situado en la parte baja del valle del río Medlock, llamado Little Ireland (Pequeña Irlanda), que durante años había sido la vergüenza de Manchester. Little Ireland ha desaparecido hace mucho tiempo. En su lugar, elevada sobre altos cimientos, hay actualmente una estación de ferrocarril. La burguesía se vanagloriaba de la feliz y definitiva desaparición de Little Ireland como de un gran triunfo. Pero he aquí que el verano último se produjo una formidable inundación como suelen ocasionar año tras año, y por razones fácilmente explicables, los ríos canalizados que cruzan nuestras grandes ciudades. Y entonces se descubrió que Little Ireland no había desaparecido en absoluto sino que, simplemente, se había trasladado de la parte sur de Oxford Road a la parte norte, donde seguía prosperando. Escuchemos lo que dice el Weekly Times de Manchester, del 20 de julio de 1872, órgano de la burguesía radical de la ciudad:

«La desgracia que ha caído sobre la población del valle bajo del río Medlock el sábado último es de esperar que tendrá una consecuencia feliz: atraer la atención pública sobre el escarnio evidente de todas las leyes de la higiene, que hace tanto tiempo se ha tolerado ante las narices de los funcionarios municipales y del comité sanitario de la municipalidad. En un tajante artículo de nuestra edición diurna de ayer se reveló, aunque apenas con la debida energía, la situación ignominiosa de algunos de los sótanos-vivienda,  inundados por las aguas en las calles Charles y Brook. Una encuesta nuinuciosa, hecha en uno de los patios citados en dicho artículo, nos autoriza a confirmar cuanto en él se relató y a declarar que hace mucho tiempo que estos sótanos-vivienda deberían haber sido cerrados. Mejor dicho, no se hubiera debido tolerarlos jamás como habitaciones humanas. Squire's Court está formado por siete u ocho casas de habitación situadas en el ángulo de las calles Charles y Brook. El viandante, incluso en el lugar más bajo de la calle Brook, bajo el puente del ferrocarril, puede pasar por allí un día tras otro sin sospechar que allí, bajo sus pies en unas cuevas, viven seres humanos. El patio escapa a la mirada del público y no es accesible sino a aquellos a quienes la miseria obliga a buscar un refugio en su aislamiento supulcral. Incluso cuando las aguas del Medlock, habitualmente estancadas entre los diques, no pasan de su nivel habitual, el piso de estas viviendas no sobrepasa el nivel del río más que algunas pulgadas. Cualquier chaparrón puede obligar a estas aguas horriblemente pútridas a remontar desagües y canalizaciones emanando en las viviendas gases pestilentes, recuerdo que deja tras sí toda inundación... Squire's Court se encuentra a un nivel aún más bajo que los sótanos no habitados de las casas de la calle Brook... a viente pies por debajo de la calle, y el agua pestilente que subió el sábado por los desagües y las canalizaciones ha llegado hasta los techos. Lo sabíamos y esperábamos, pues, encontrar el patio deshabitado o bien ocupado solamente por los empleados del comité sanitario para limpiar y desinfectar las paredes malolientes. En vez de esto, en el sótano-vivienda de un barbero vimos a un hombre ocupado en... cargar en una carretilla un montón de basura putrefacta que se hallaba en un rincón. El barbero, cuyo sótano estaba ya más o menos limpio, nos envió más abajo todavía, a una serie de viviendas, de las cuales nos dijo que si supiera escribir escribiría a los periódicos para exigir su clausura. Llegamos así, finalmente, a Squire's Court, donde encontramos una bella irlandesa de aspecto lozano, lavando ropa. Ella y su marido, un guarda nocturno, habían vivido en el patio durante seis años y tenían una familia numerosa... En la casa que acababan de dejar, las aguas habían subido hasta el tejado, las ventanas estaban rotas y los muebles no eran más que un montón de ruinas. Según nos dijo el hombre, el inquilino no había podido hacer su casa soportable, en lo que se refería al hedor, más que blanqueándola con cal cada dos meses... En el patio interior, a donde nuestro redactor llegó entonces, encontró tres casas cuyo muro posterior tocaba a la casa descrita anteriormente. Dos de ellas estaban habitadas. El hedor era tan grande que el hombre más resistente no podía sustraerse a las náuseas al cabo de algunos minutos... Este agujero repelente estaba habitado por una familia de siete personas, que el jueves por la noche (el día de la primera inundación) habían dormido en la casa. O más exactamente, como rectificó la mujer, no durmieron, pues ella y su marido no habían cesado de vomitar durante una gran parte de la noche a consecuencia del mal olor. El sábado, cuando ya les llegaba el agua hasta el pecho, hubieron de llevar sus niños al exterior. La mujer tenía igualmente la opinión de que en aquel lugar no podían vivir ni los cerdos, pero que dada la baratura del alquiler —un chelín y medio a la semana— lo habían alquilado, sobre todo porque en los últimos tiempos su marido, enfermo, no podía trabajar. La impresión que producen este patio y sus habitantes, enterrados como si estuviesen en una tumba prematura, es de una extrema desesperanza. Por lo demás debemos decir que, según nuestras observaciones, Squire's Court no es más que un caso típico —tal vez extremo— de lo que ocurre en toda una serie de localidades de esta región, y cuya existencia no podría justificar nuestro comité sanitario. Y si se tolera que estos locales sigan habitados, el comité asume una gran responsabilidad, y el vecindario quedará expuesto al peligro de epidemia, sobre cuya gravedad consideramos inútil insistir».

He aquí un ejemplo elocuente de la manera cómo la burguesía resuelve en la práctica la cuestión de la vivienda. Todos estos focos de epidemia, esos agujeros y sótanos inmundos, en los cuales el modo de producción capitalista encierra a nuestros obreros noche tras noche, no son liquidados, sino solamente... desplazados. La misma necesidad económica que los había hecho nacer en un lugar los reproduce más allá; y mientras exista el modo de producción capitalista, será absurdo querer resolver aisladamente la cuestión de la vivienda o cualquier otra cuestión social que afecte la suerte del obrero. La solución reside únicamente en la abolición del modo de producción capitalista, en la apropiación por la clase obrera misma de todos los medios de subsistencia y de trabajo.

 

 

TERCERA PARTE

 

SUPLEMENTO SOBRE PROUDHON Y EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA

 

I

 

En el núm. 86 del Volksstaat, A. Mülberger se declara autor de los artículos que he criticado en los núms. 51 y siguientes de este periódico. En su contestación me abruma con tal serie de reproches y confunde hasta tal extremo los problemas de que se trata, que me veo en la necesidad de contestarle. Intentaré dar a mi réplica —la cual, a pesar mío, habrá de tomar el tono de polémica personal, que, en gran parte, me es impuesto por el propio Mülberger— un interés general, desarrollando otra vez, y a ser posible más claramente todavía, los puntos principales, aún so pena de oír decir a Mülberger que todo eso «no contiene nada esencialmente nuevo para él ni tampoco para los demás lectores del Volksstaat».

Mülberger se queja de la forma y del contenido de mi crítica. En lo que se refiere a la forma, me bastará contestar que en aquel momento ignoraba completamente de quién procedían los artículos en cuestión. No podía tratarse, pues, de una «prevención» personal contra su autor; pero sí estaba «prevenido» contra la solución del problema de la vivienda desarrollada en estos artículos, por cuanto la conocía desde hace mucho tiempo por Proudhon, y mi opinión, en este aspecto, estaba firmemente establecida.

En cuanto al «tono» de mi crítica, no lo quiero discutir con el amigo Mülberger. Cuando se está en el movimiento desde hace tanto tiempo como lo estoy yo, se le acaba por endurecer a uno la epidermis contra los ataques, y se supone fácilmente que lo mismo les ocurre a los demás. Pero esta vez, para indemnizar a Mülberger, intentaré poner mi «tono» en armonía con la sensibilidad de su epidermis.

Mülberger se queja sobre todo amargamente porque le he llamado proudhoniano, y protesta que no lo es. Naturalmente, he de creerle, pero aduciré pruebas que demuestran que los artículos en cuestión –y solamente a ellos me he referido– no contienen más que puro proudhonismo.

Pero, según Mülberger, también critico a Proudhon «a la ligera» y cometo con él una injusticia: «La teoría sobre el carácter pequeñoburgués de Proudhon se ha convertido en Alemania en un dogma corriente, que muchos profesan sin haber leído una sola línea suya». Y cuando lamento que los obreros de los países latinos no tengan otro alimento intelectual, desde hace veinte años, que las obras de Proudhon, Mülberger me contesta que entre estos obreros «los principios, tales como los ha formulado Proudhon, constituyen en casi todas partes el alma viva del movimiento». Esto tengo que refutarlo. En primer lugar, el «alma viva» del movimiento obrero, en ningún sitio reside en los «principios», sino, en todas partes, en el desarrollo de la gran industria y en sus efectos: en la acumulación y concentración del capital por un lado, y del proletariado por otro. En segundo lugar, no es cierto que los pretendidos «principios» de Proudhon desempeñen entre los obreros de los países latinos el papel decisivo que les atribuye Mülberger, ni que «los principios de la anarquía, de la organización de las forces économiques y de la liquidation sociale, etc., se hayan convertido entre ellos... en los verdaderos portadores del movimiento revolucionario». Sin hablar de España ni de Italia, donde la panacea universal de Proudhon ha ganado alguna influencia tan sólo en la forma todavía más desfigurada por Bakunin, es un hecho notorio, para quien conoce el movimiento obrero internacional, que en Francia los proudhonianos no forman más que una secta poco numerosa, mientras que las masas de los obreros no quieren saber nada del plan de reforma social proyectado por Proudhon con el título de Liquidation sociale y de Organisation des forces économiques. Se ha visto, entre otras circunstancias, durante la Comuna. Aunque los proudhonianos estaban poderosamente representados en ella, no se hizo ni el menor intento de liquidar a la vieja sociedad o de organizar las fuerzas económicas según los proyectos de Proudhon. Muy al contrario, es el mayor honor para la Comuna, que el «alma viva» de todas sus medidas económicas no hayan sido algunos principios cualesquiera, sino... la simple necesidad práctica. Y ésta fue la razón de que dichas medidas –supresión del trabajo nocturno de los panaderos, prohibición de las multas en las fábricas, confiscación de las fábricas y talleres cerrados y su entrega a las asociaciones obreras– no tuviesen nada que ver con el espíritu proudhoniano, sino con el del socialismo científico alemán. La única medida social que los proudhonianos hicieron aceptar fue la de no confiscar el Banco de Francia, y ésta fue, en parte, la razón por la cual cayó la Comuna. Del mismo modo, los llamados blanquistas, en cuanto intentaron transformarse de simples revolucionarios políticos en una fracción obrera socialista con un programa determinado –como ocurrió con los blanquistas emigrados en Londres en su manifiesto Internationale et Révolution– no proclamaron los «principios» del plan proudhoniano para la salvación de la sociedad, sino –casi palabra por palabra– las concepciones del socialismo científico alemán sobre la necesidad de la acción política del proletariado y de su dictadura, como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado, tal como aparece indicado ya en el Manifiesto Comunista y como, desde entonces, ha sido repetido un número infinito de veces. Y si Mülberger deduce del desdén manifestado por los alemanes hacia Proudhon, que aquéllos no comprenden bien el movimiento de los países latinos «incluyendo la Comuna de París» que nos cite, pues, para comprobar esta incomprensión, un texto en alguna lengua, neolatina, que haya demostrado, siquiera sea aproximadamente, una comprensión tan acertada de la Comuna y la haya expuesto de una manera tan justa, como en el Manifiesto del Consejo General de la Internacional sobre la guerra civil en Francia, escrito por el alemán Marx.

El único país donde el movimiento obrero está directamente bajo la influencia de los «principios» proudhonianos, es Bélgica. Y esto precisamente porque el movimiento belga va, como diría Hegel, «de la nada, a través de la nada a la nada».

Cuando considero una desgracia el que durante veinte años los obreros de los países latinos no hayan tenido, directa o indirectamente, más alimento espiritual que las obras de Proudhon, no me refiero a la dominación verdaderamente mítica de las recetas reformadoras de Proudhon –lo que Mülberger llama los «principios»–, sino a que su crítica económica de la sociedad actual está contaminada por una fraseología proudhoniana completamente falsa, y su acción política, viciada por la influencia proudhoniana. Saber quiénes «están» (stehen) «más en la revolución», si los «obreros proudhonizados de los países latinos» o los obreros alemanes –los cuales, en todo caso comprenden infinitamente mejor el socialismo científico alemán que los latinos comprenden a su Proudhon– es cosa que no podremos contestar mientras no sepamos lo que quiere decir «estar en la revolución». Se ha oído hablar de gente que «está en el cristianismo, en la verdadera fe, en la gracia de Dios», etc. Pero, ¡«estar» en la revolución, en el movimiento más violento! ¿Es, acaso, la «revolución" una religión dogmática, en la cual sea preciso creer?

Mülberger me reprocha, además, el haber afirmado, contra los términos expresos de su trabajo, que él consideraba el problema de la vivienda como un problema exclusivamente obrero.

Esta vez Mülberger tiene verdaderamente razón. Se me había pasado el párrafo en cuestión. Y esto no tiene excusa, porque es de los más característicos de toda la tendencia del tema que trata. En efecto, Mülberger escribe lisa y llanamente:

«Como se nos ha hecho múltiples y repetidas veces la objeción risible de que hacemos una política de clase, de que aspiramos a una dominación de clase y otras cosas más del mismo tipo, afirmamos inmediata y expresamente que la cuestión de la vivienda no concierne en modo alguno al proletariado de manera exclusiva. Al contrario, interesa de una manera primordial a las verdaderas clases medias, a los artesanos, a la pequeña burguesía, a toda la burocracia... La cuestión de la vivienda es precisamente el punto de las reformas sociales más apropiado para descubrir la identidad intrínseca absoluta entre los intereses del proletariado, por una parte, y los de las verdaderas clases medias de la sociedad, por otra. Las clases medias sufren tanto, y quizá más todavía, que el proletariado, las cadenas pesadas de la vivienda de alquiler... Las verdaderas clases medias de la sociedad están colocadas hoy ante la cuestión de saber si... encontrarán la suficiente fuerza... en alianza con las fuerzas jóvenes y llenas de energía del partido obrero, para participar en el proceso de transformación de la sociedad, cuyos beneficios les corresponderán a ellas en primer lugar».

El amigo Mülberger deja sentado, pues, lo siguiente:

1) «Nosotros» no hacemos ninguna «política de clase» y no aspiramos a la «dominación de clase». Sin embargo, el Partido Obrero Socialdemócrata alemán, precisamente porque es un partido obrero, tiene por fuerza que hacer una «política de clase», la política de la clase obrera. Como todo partido político aspira a establecer su dominación dentro del Estado, el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán aspira, pues, necesariamente, a su dominación, a la dominación de la clase obrera, es decir, a una  «dominación de clase». Por lo demás, cada partido proletario verdadero, desde los cartistas ingleses, puso siempre como primera condición de su lucha la política de clase, la organización del proletariado en partido político independiente, y se asignó como objetivo inmediato de esta lucha la dictadura del proletariado. Al considerar esto como algo «risible», Mülberger se coloca fuera del movimiento obrero, en el campo del socialismo pequeñoburgués.

2) El problema de la vivienda tiene la ventaja de no ser un problema exclusivamente obrero; «interesa de modo primordial a la pequeña burguesía», porque «las verdaderas clases medias sufren tanto, quizá más todavía», que el proletariado este problema. Cuando alguien declara que la pequeña burguesía sufre, aunque sea en un solo aspecto, «quizá más todavía que el proletariado», no tiene derecho, por cierto, a quejarse de que lo clasifiquen entre los socialistas pequeñoburgueses. Puede estar descontento Mülberger cuando digo:

«Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las otras clases, en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere ocuparse el socialismo pequeñoburgués, al que pertenece también Proudhon. Y no es por casualidad por lo que nuestro proudhoniano alemán toma de preferencia la cuestión de la vivienda, que, como hemos visto, no es en modo alguno una cuestión exclusivamente obrera».

3) Entre los intereses de las «verdaderas clases medias de la sociedad» y los del proletariado, hay una «identidad intrínseca absoluta», y no es al proletariado, sino a estas verdaderas clases medias, a quienes corresponderán en primer lugar los «beneficios» del próximo proceso de transformación de la sociedad.

Así pues, los obreros harán la próxima revolución social «en primer lugar» en interés de los pequeños burgueses. Y además, hay una identidad intrínseca absoluta entre los intereses de la pequeña burguesía y los del proletariado. Si los intereses de la pequeña burguesía son intrínsecamente idénticos a los de los obreros, los intereses de los obreros son asimismo idénticos a los de los pequeños burgueses. El punto de vista pequeñoburgués tiene, por consiguiente, tanto derecho a la existencia en el movimiento, como el punto de vista proletario. Y la afirmación de esta igualdad de derechos es, precisamente, lo que se llama socialismo pequeñoburgués.

Así pues, Mülberger es consecuente consigo mismo cuando en la pág. 25 de su folleto celebra el «pequeño artesanado» como el «verdadero pilar de la sociedad», «porque por su propia naturaleza reúne en sí los tres factores: trabajo–adquisición–posesión, y porque con la reunión de estos elementos no pone ningún límite a la capacidad de desarrollo del individuo»; y también cuando reprocha en particular a la industria moderna el destruir este vivero de hombres normales y el «haber hecho de una clase vigorosa y que se reproduce siempre de nuevo, una masa inconsciente de gente que no sabe adonde dirigir sus miradas ansiosas». Por lo tanto, el pequeño burgués es para Mülberger el hombre modelo, y la pequeña industria, el modo de producción ejemplar. ¿Puede decirse, pues, que le he calumniado al clasificarle entre los socialistas pequeñoburgueses?

Como Mülberger declina toda responsabilidad en cuanto se refiere a Proudhon, sería superfluo demostrar todavía más cómo los planes de reforma de éste tienden a transformar todos los miembros de la sociedad en pequeños burgueses y en pequeños campesinos. Sería también superfluo insistir sobre la pretendida identidad de intereses entre los pequeños burgueses y los obreros. Lo necesario se encuentra ya en el Manifiesto Comunista (edición de Leipzig, 1872, págs. 12 y 21).

El resultado, pues, de nuestro examen es que, al lado de la «leyenda del pequeño burgués Proudhon», aparece la realidad del pequeño burgués Mülberger.

 

 

 

 II

 

Llegamos ahora a un punto esencial. Acusé a los artículos de Mülberger de falsificar las relaciones económicas a la manera de Proudhon, traduciéndolas en expresiones jurídicas. Como ejemplo, mencioné la siguiente aseveración de Mülberger:

«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa está suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo, hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc., su precio de coste inicial».

Y Mülberger se queja diciendo que:

«Engels aprovecha esta sencilla y serena constatación de un hecho para aleccionarme y decirme que hubiese debido explicar cómo la casa se convierte en un «título jurídico», cosa completamente al margen del objetivo que me había propuesto... Describir es una cosa, explicar es otra. Cuando digo, siguiendo a Proudhon, que la vida económica de la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, no hago más que describir la sociedad presente, en la que si bien no falta toda idea del derecho, sí falta la idea del derecho de la revolución, con lo cual el mismo Engels ha de estar conforme».

Detengámonos, de momento, en la casa una vez construida. Cuando se alquila, produce a su propietario, en forma de alquileres una renta del suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital invertido en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este capital. Así pues, según las circunstancias, los alquileres cobrados pueden llegar a cubrir poco a poco dos, tres, cinco, diez veces el precio de coste inicial. Esto, amigo Mülberger, es una «sencilla y serena constatación» de un «hecho» que es económico. Si queremos saber «de dónde viene» su existencia, hemos de dirigir nuestras pesquisas al terreno económico. Miremos la cosa más de cerca a fin de que ni siquiera un niño pueda equivocarse. La venta de una mercancía, como se sabe, consiste en que el propietario cede su valor de uso y se embolsa su valor de cambio. Los valores de uso de las mercancías se diferencian entre sí también porque su consumo exige duraciones diferentes. Un panecillo desaparece en un día, un par de pantalones se desgastará en un año, una casa, digamos, en cien años. Para las mercancías cuyo desgaste necesita mucho tiempo, surge la posibilidad de vender su valor de uso por partes cada vez por un período determinado, o dicho de otro modo, de alquilarla. La venta por partes, de este modo, realiza el valor de cambio poco a poco; por esta renuncia al reembolso inmediato del capital adelantado y de la ganancia correspondiente, el vendedor se ve indemnizado por un aumento del precio, por un interés cuyo nivel se determina por las leyes de la Economía política y de ningún modo arbitrariamente. Al cabo de los cien años, la casa ha sido consumida, desgastada, es inhabitable. Si entonces, deducimos del total de los alquileres cobrados 1) la renta del suelo con el aumento que ha podido experimentar durante este tiempo, y 2) los gastos corrientes de reparación, nos encontraremos con que el resto se compone, por término medio: 1) del capital invertido originariamente en la construcción de la casa; 2) de la ganancia que éste ha dado, y 3) de los intereses correspondientes al capital gradualmente amortizado y a la ganancia. Al cabo de este tiempo, el inquilino ya no tiene casa, es cierto, pero su propietario tampoco. Este ya no posee más que el solar (si le pertenece) y los materiales de construcción que en él se encuentran, pero que ya no representan una casa. Y si, entretanto, la casa ha cubierto «cinco o diez veces su precio de coste inicial» veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la renta del suelo; lo que no es un secreto para nadie, en sitios como Londres, donde, en la mayoría de los casos, el propietario del solar y el propietario de la casa son dos personas diferentes. Tales aumentos colosales de los alquileres solamente se presentan en las ciudades que crecen rápidamente, pero no en un pueblo agrícola donde la renta de los solares casi no sufre cambios. Porque es un hecho notorio que, abstracción hecha de los aumentos de la renta del suelo, el alquiler nunca proporciona al propietario de la casa, por término medio, más del siete por ciento del capital invertido (ganancias incluidas), de lo cual hay que deducir los gastos de reparación, etc. En resumen, el contrato de alquiler es una transacción mercantil como otra cualquiera, que, para el obrero, no presenta teóricamente ni más ni menos interés que cualquier otra transacción mercantil, salvo la de la compraventa de la fuerza de trabajo; prácticamente, este contrato representa para él una de las mil formas de la estafa burguesa de la que he hablado en la página 4 del sobretiro, y la cual, como ya he indicado allí, también está sometida a leyes económicas.

Mülberger, en cambio, ve en el contrato de alquiler una cosa puramente «arbitraria» (pág. 19 de su folleto), y cuando le demuestro lo contrario, se queja de que le cuento «una serie de cosas que, desgraciadamente, sabía ya».

Pero todas las investigaciones económicas sobre el alquiler no nos conducirán de ningún modo a transformar la abolición del alquiler de las viviendas en «una de las aspiraciones más fecundas y más grandiosas nacidas en el seno de la idea revolucionaria». Para llegar a esto, tenemos que trasladar este simple hecho del terreno de la serena Economía política a la esfera mucho más ideológica de la jurisprudencia. «La casa representa un título jurídico eterno» sobre un alquiler, y «de ahí viene» que el valor de la casa pueda ser pagado en alquileres dos, tres, cinco, diez veces. Pero, para saber «de dónde viene» eso, el «título jurídico» no nos permite avanzar ni un paso, y por eso dije que Mülberger no hubiese podido aprender «de dónde viene eso» más que investigando cómo la casa se convierte en un título jurídico. Y esto se puede aprender solamente analizando, como yo lo he hecho, la naturaleza económica del alquiler y no irritándonos contra la expresión jurídica por la cual la clase dominante lo sanciona. El que propone medidas económicas para abolir los alquileres, debería saber, pues, algo más sobre el alquiler que el hecho de que representa «el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno del capital». A esto, Mülberger contesta: «Describir es una cosa, explicar es otra».

Pues bien, hemos transformado la casa, a pesar de que no es eterna, en un título jurídico eterno sobre el alquiler. Encontramos que, de dondequiera que «eso venga», gracias a este título jurídico, la casa proporciona en alquileres varias veces su valor. Por la traducción a la terminología jurídica, nos encontramos venturosamente tan alejados de lo económico, que únicamente vemos el fenómeno de que, por sus alquileres brutos, una casa a la larga puede hacerse pagar varias veces su valor. Como pensamos y hablamos en términos jurídicos aplicamos a este fenómeno la norma del derecho, de la justicia, y nos encontramos con que es injusto, con que no corresponde a la «idea del derecho de la revolución», independientemente de lo que esto pueda significar, y con que el título jurídico, por consiguiente, nada vale. Nos encontramos, además, con que ocurre lo mismo con el capital que produce interés y con el terreno agrícola arrendado, y tenemos ahora un pretexto para separar estas categorías de propiedad de las otras, a fin de someterlas a un tratamiento excepcional. Este consiste en la siguiente reivindicación: 1) quitar al propietario el derecho de rescindir el contrato y de reclamar la devolución de su propiedad; 2) dejar al inquilino, al prestatario o al arrendatario el goce sin indemnización del objeto que se le transmite, pero que no le pertenece y 3) reembolsar al propietario por pequeñas entregas y sin intereses. Y habremos así agotado en este aspecto los «principios» de Proudhon. Tal es su «liquidación social».

Es claro, dicho sea de paso, que todo este plan de reformas ha de beneficiar casi exclusivamente a los pequeños burgueses y a los pequeños campesinos, consolidando su situación de pequeños burgueses y de pequeños campesinos. La figura legendaria, según Mülberger, del «pequeño burgués Proudhon», adquiere aquí súbitamente una existencia histórica perfectamente tangible.

Mülberger añade:

«Cuando digo, siguiendo a Proudhon, que la vida económica de la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, no hago más que describir la sociedad presente, en la que si bien no falta toda idea del derecho, sí falta la idea del derecho de la revolución, con lo cual el mismo Engels ha de estar conforme».

Desgraciadamente no me es posible dar este gusto a Mülberger. Pide que la sociedad esté penetrada de una idea del derecho, y llama a esto hacer una descripción. Si un tribunal me invita por conducto del alguacil a pagar mis deudas, ¡no hace, según Mülberger, más que describirme como a un hombre que no paga sus deudas! Una descripción es una cosa; una reivindicación, otra distinta. Y es aquí precisamente donde reside la diferencia esencial entre el socialismo científico alemán y Proudhon. Nosotros describimos —y toda descripción verdadera de un objeto es, al mismo tiempo, pese a Mülberger, su explicación— las relaciones económicas tales como son y tales como se desarrollan. Y aportamos la prueba, estrictamente económica, de que este desarrollo es, al mismo tiempo, el de los elementos de una revolución social: el desarrollo, por una parte, del proletariado, de una clase cuyas condiciones de vida le empujan necesariamente hacia la revolución social; y, por otra, el de las fuerzas productivas que, al desbordar los límites de la sociedad capitalista, forzosamente han de hacerla estallar, y que, al mismo tiempo, ofrecen los medios de abolir para siempre las diferencias de clase en interés del propio progreso social. Proudhon, por el contrario, exige de la sociedad actual que se transforme no según las leyes de su propio desenvolvimiento económico, sino según los preceptos de la justicia (la «idea del derecho» no es suya, sino de Mülberger). Allí donde nosotros demostramos, Proudhon predica y se lamenta, y Mülberger con él.

Me es absolutamente imposible adivinar qué es eso de «la idea del derecho de la revolución». Bien es verdad que Proudhon hace de «la revolución» una especie de diosa, la portadora y ejecutora de su «justicia», y al hacerlo cae en el singular error de mezclar la revolución burguesa de 1789-1794 con la revolución proletaria del porvenir. Lo hace en casi todas sus obras, sobre todo desde 1848; citaré como ejemplo aunque sólo sea su Idea general de la Revolución, edición de 1868, páginas 39 y 40. Pero como Mülberger rehúsa toda responsabilidad respecto de Proudhon, me está vedado recurrir a éste para explicar la «idea del derecho de la resolución», y así, sigo hundido en las tinieblas más absolutas.

A continuación Mülberger dice:

«Pero ni Proudhon ni yo acudimos a una «justicia eterna» para explicar el injusto estado de cosas actual, ni siquiera, como me atribuye Engels, esperamos de ella un mejoramiento de esa situación».

Mülberger cree poder contar con el hecho de que «Proudhon es casi desconocido en Alemania». En todos sus escritos, Proudhon mide todas las proposiciones sociales, jurídicas, políticas y religiosas con la escala de la «justicia», las reconoce o las rechaza, según concuerden o no con lo que él llama «justicia». En las Contradicciones económicas, esta justicia se llama todavía «justicia eterna», «justice éternelle». Más tarde, lo eterno se silencia, pero subsiste de hecho. Así, en la obra titulada De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia, edición de 1858, el pasaje siguiente (tomo I, pág. 42) constituye el resumen del sermón explanado en los tres tomos:

«¿Cuál es el principio fundamental, el principio orgánico, regulador soberano de las sociedades, el principio que, sometiendo a todos los otros rige, protege, rechaza, castiga e incluso suprime si es necesario a todos los elementos rebeldes? ¿Es la religión, el ideal, el interés?... Este principio, en mi opinión, es la justicia. ¿Qué es la justicia? La esencia de la misma humanidad. ¿Qué ha sido desde el principio del mundo? Nada. ¿Qué debería ser? Todo».

Una justicia que es la esencia de la misma humanidad, ¿qué es, pues, sino la justicia eterna? Una justicia que es el principio fundamental, orgánico, regulador, soberano de las sociedades y que hasta ahora, a pesar de ello, no era nada, pero debe serlo todo, ¿qué es sino la medida de todas las cosas humanas, el árbitro supremo al cual haya que acudir en todos los conflictos? ¿Acaso he afirmado otra cosa al decir que Proudhon disimula su ignorancia económica y su impotencia juzgando todas las relaciones económicas, no según las leyes económicas, sino según concuerden o no con su concepción de esta justicia eterna? ¿Y en qué se distingue Mülberger de Proudhon cuando pide que «todas las transformaciones de la vida en la sociedad moderna... estén penetradas de una idea del derecho, es decir, que sean realizadas en todas partes según las estrictas exigencias de la justicia»? ¿No sé yo leer, o Mülberger no sabe escribir?

Mülberger dice más adelante:

«Proudhon sabe tan bien como Marx y Engels que lo que verdaderamente actúa de principio motor en la sociedad humana son las relaciones económicas y no las jurídicas; sabe también que las ideas del derecho de un pueblo en cada época dada no son sino la expresión, la imagen, el producto de las relaciones económicas, principalmente de las relaciones de producción... En una palabra el derecho es para Proudhon un producto económico formado en el proceso histórico».

Si Proudhon sabe todo esto (dejaré a un lado la oscura terminología de Mülberger y tomaré en cuenta su buena voluntad) «tan bien como Marx y Engels», ¿de qué vamos a seguir discutiendo? Pero no es esto lo que ocurre con la ciencia de Proudhon. Las relaciones económicas de una sociedad dada se manifiestan, en primer lugar, como intereses. Pero Proudhon, en el pasaje antes mencionado de su obra principal, dice con letras de molde que «el principio fundamental, regulador, orgánico, soberano de las sociedades, el principio que somete a todos los otros» no es el interés, sino la justicia. Y repite lo mismo en todas las partes esenciales de todos sus escritos. Lo cual no impide en absoluto a Mülberger seguir diciendo que:

«...la idea del derecho económico, tal como está más profundamente desarrollada por Proudhon en La Guerra y la Paz, concuerda enteramente con el pensamiento fundamental de Lassalle, tan bellamente expuesto en su prefacio al Sistema de los derechos adquiridos».

La Guerra y la Paz es, de las numerosas obras de escolar de Proudhon, tal vez la que más acusa este carácter, y lo que yo menos podía esperar era que este libro fuese dado como ejemplo de la pretendida comprensión por Proudhon de la concepción materialista alemana de la historia, la cual explica todos los acontecimientos e ideas históricas, toda la política, la filosofía, la religión, partiendo de las condiciones de vida materiales, económicas, del período histórico considerado. Esta obra es tan poco materialista que el autor no puede construir su concepción de la guerra sin acudir al creador:

«No obstante, el creador tenía sus razones al escoger para nosotros estas condiciones de vida» (tomo II, pág. 100, edición de 1869).

Podemos juzgar de los conocimientos históricos sobre los cuales se basa el libro por el hecho de que en él se expresa la fe en la existencia histórica de la Edad de Oro:

«Al principio, cuando la Humanidad estaba todavía realmente esparcida sobre la tierra, la naturaleza velaba sin esfuerzo por sus necesidades. Era la Edad de Oro, la edad de la abundancia y de la paz» (lugar citado, pág. 102).

Su punto de vista económico es el más grosero maltusianismo:

«Si resulta duplicada la producción, pronto ocurrirá lo mismo con la población» (pág. 105).

¿Dónde está, pues, el materialismo de este libro? En que afirma que «el pauperismo» ha sido siempre y sigue siendo la causa de la guerra (véase, por ejemplo, pág. 143). El tío Bräsig fue un materialista igualmente acabado cuando, en su discurso de 1848, lanzó esta gran frase: «La causa de la gran pobreza es la gran pauvreté».

El Sistema de los derechos adquiridos de Lassalle no sólo está imbuido de la gran ilusión del jurista, sino también de la de viejo hegeliano. Lassalle declara expresamente, en la página VII, que, también «en lo económico, la noción del derecho adquirido es la fuente de todo el desarrollo ulterior»; quiere demostrar (en la pág. IX) que «el derecho es un organismo racional, que se desarrolla de sí mismo y no, por consiguiente, partiendo de condiciones económicas previas»; se trata, para él, de deducir el derecho, no de las relaciones económicas, sino del «concepto mismo de la voluntad, cuyo desarrollo y exposición constituye toda la filosofía del derecho» (pág. XII). ¿Qué viene, pues, este libro a hacer aquí? La sola diferencia entre Proudhon y Lassalle es que éste fue un verdadero jurista y un verdadero hegeliano, mientras que el primero, tanto en jurisprudencia, como en filosofía, como en todas las demás cosas, era un puro diletante.

Que Proudhon, de quien sabemos que se contradecía incesantemente, dice de vez en cuando cosas que dan la impresión de que explica las ideas por los hechos, lo sé perfectamente. Pero estos puntos carecen de importancia frente a la dirección general de su pensamiento, e incluso allí donde aparecen, son extremadamente confusos y contradictorios.

En una determinada etapa, muy primitiva, del desarrollo de la sociedad, se hace sentir la necesidad de abarcar con una regla general los actos de la producción, de la distribución y del cambio de los productos, que se repiten cada día, la necesidad de velar por que cada cual se someta a las condiciones generales de la producción y del cambio. Esta regla, costumbre al principio, se convierte pronto en ley. Con la ley, surgen necesariamente organismos encargados de su aplicación: los poderes públicos, el Estado. Luego, con el desarrollo progresivo de la sociedad, la ley se transforma en una legislación más o menos extensa. Cuanto más compleja se hace esta legislación, su modo de expresión se aleja más del modo con que se expresan las habituales condiciones económicas de vida de la sociedad. Esta legislación aparece como un elemento independiente que deriva la justificación de su existencia y las razones de su desarrollo, no de las relaciones económicas, sino de sus propios fundamentos interiores, como si dijéramos del «concepto de voluntad». Los hombres olvidan que su derecho se origina en sus condiciones económicas de vida, lo mismo que han olvidado que ellos mismo proceden del mundo animal. Una vez la legislación se ha desarrollado y convertido en un conjunto complejo y extenso, se hace sentir la necesidad de una nueva división social del trabajo: se constituye un cuerpo de juristas profesionales, y con él, una ciencia jurídica. Esta, al desarrollarse, compara los sistemas jurídicos de los diferentes pueblos y de las diferentes épocas, no como un reflejo de las relaciones económicas correspondientes, sino como sistemas que encuentran su fundamento en ellos mismos. La comparación supone un elemento común: éste aparece por el hecho de que los juristas recogen, en un derecho natural, lo que más o menos es común a todos los sistemas jurídicos. Y la medida que servirá para distinguir lo que pertenece o no al derecho natural, es precisamente la expresión más abstracta del derecho mismo: la justicia. A partir de este momento, el desarrollo del derecho, para los juristas y para los que creen en sus palabras, no reside sino en la aspiración a aproximar cada día más la condición de los hombres, en la medida en que está expresada jurídicamente, al ideal de la justicia, a la justicia eterna. Y esta justicia es siempre la expresión ideologizada, divinizada, de las relaciones económicas existentes, a veces en su sentido conservador, otras veces en su sentido revolucionario. La justicia de los griegos y de los romanos juzgaba justa la esclavitud; la justicia de los burgueses de 1789 exigía la abolición del feudalismo, que consideraba injusto. Para el junker prusiano, incluso la mezquina ordenanza sobre los distritos, es una violación de la justicia eterna. La idea de la justicia eterna cambia, pues, no sólo según el tiempo y el lugar, sino también según las personas; forma parte de las cosas, como advierte justamente Mülberger, que «cada uno entiende a su manera». Si en la vida ordinaria, en la que las relaciones a considerar son sencillas, se acepta sin malentendidos, incluso en relación con los fenómenos sociales, expresiones como justo, injusto, justicia, sentimiento del derecho, en el estudio científico de las relaciones económicas, estas expresiones terminan, como hemos visto, en las mismas confusiones deplorables que surgirían, por ejemplo, en la química moderna, si se quisiese conservar la terminología de la teoría flogística. Y la confusión es peor todavía cuando, a imitación de Proudhon, se cree en el flogisto social, en la «justicia», o si se afirma con Mülberger que la teoría del flogisto es tan acertada como la teoría del oxígeno[10].

  

 

III

 

Mülberger se queja, además, porque califico de jeremiada reaccionaria su «enfático» desahogo de que «no hay escarnio más terrible para toda la cultura de nuestro famoso siglo que el hecho de que en las grandes ciudades el 90 por ciento de la población y aún más no disponen de un lugar que puedan llamar suyo». No cabe la menor duda, si Mülberger se hubiese limitado, como pretende, a describir «la abominación de los tiempos presentes», seguramente yo no hubiese pronunciado ni una mala palabra contra «él y sus modestas palabras». Pero su manera de obrar es bien distinta. Describe esta «abominación» como un efecto de que los obreros «no tengan un lugar que puedan llamar suyo». Que se condene «la abominación de los tiempos presentes» por haber sido abolida la propiedad de los obreros sobre su casa, o bien, como hacen los junkers, por haber sido abolidos el feudalismo y las corporaciones, en los dos casos no puede resultar sino una jeremiada reaccionaria, un lamento ante la aparición de lo inevitable, ante la necesidad histórica. Lo reaccionario reside precisamente en que Mülberger quiere restaurar para los obreros la propiedad individual sobre la vivienda, cosa que la historia suprimió hace ya mucho tiempo; en que no puede imaginar la liberación de los obreros sino volviendo a hacer de cada uno el propietario de su vivienda.

Y más adelante:

«Declaro categóricamente que la verdadera lucha se lleva contra el modo de producción capitalista, y es solamente de su transformación de lo que se puede esperar una mejora de las condiciones de vivienda. Engels no ve nada de esto... Yo presupongo la solución íntegra de la cuestión social para poder abordar la cuestión del rescate de las viviendas de alquiler».

Desgraciadamente, todavía hoy sigo sin ver nada de esto. ¿Cómo voy yo a adivinar lo que alguien, cuyo nombre desconocía, podía suponer en los arcanos de su cerebro? no tengo más remedio que atenerme a los artículos publicados por Mülberger. Y allí me encuentro todavía (págs. 15 y 16 del folleto) con que para poder proceder a la abolición de la vivienda de alquiler, Mülberger no supone otra cosa que... la misma vivienda de alquiler. Tan sólo en la página 17 «agarra por los cuernos la productividad del capital». Más adelante volveremos a hablar de este asunto. E incluso en su contestación, vuelve a confirmarlo diciendo:

«Más bien, se trataba de demostrar cómo, partiendo de las condiciones presentes, se podría transformar completamente el problema de la vivienda».

Partir de las condiciones presentes o de la transformación (léase abolición) del modo de producción capitalista, me parece que son dos cosas diametralmente opuestas.

No tiene nada de sorprendente el que Mülberger se queje cuando veo en los esfuerzos filantrópicos que realizan los señores Dollfus y otros fabricantes para ayudar a los obreros a obtener casa propia la única realización práctica posible de sus proyectos proudhonianos. Si Mülberger comprendiese que el plan de salvamento de la sociedad de Proudhon es una fantasía que se mantiene enteramente en el terreno de la sociedad burguesa, desde luego que no creería en él. Jamás y en parte alguna he puesto en duda su buena voluntad. Pero ¿por qué dedica alabanzas al Dr. Reschauer, por haber propuesto al ayuntamiento de Viena que resucitase los proyectos de Dollfus?

Mülberger declara más adelante:

«En lo que concierte especialmente al contraste entre la ciudad y el campo es una utopía quererlo suprimir. Se trata de un contraste natural, más exactamente, de un contraste producido por la historia... El problema no consiste en abolir este contraste, sino en hallar las formas políticas y sociales que lo hagan inocuo e incluso fructífero. De este modo podremos alcanzar un ajuste pacífico, un equilibrio gradual de intereses».

La abolición del contraste entre la ciudad y el campo es, pues, una utopía, porque este contraste es natural, o más exactamente, producido por la historia. Apliquemos esta lógica a otros contrastes de la sociedad moderna y veamos adonde nos conduce. Por ejemplo:

«En lo que concierne especialmente al contraste entre» capitalistas y obreros asalariados, «es una utopía quererlo suprimir. Se trata de un contraste natural, o más exactamente, producido por la historia. El problema no consiste en abolir este contraste sino en hallar las formas políticas y sociales que lo hagan inocuo e incluso fructífero. De este modo podremos alcanzar un ajuste pacífico, un equilibrio gradual de intereses».

Y he aquí que volvemos a Schulze-Delitzsch.

La supresión del contraste entre la ciudad y el campo no es ni más ni menos utópica que la abolición del contraste entre capitalistas y asalariados. Cada día se convierte más en una exigencia práctica de la producción industrial como de la producción agrícola. Nadie la ha exigido más enérgicamente que Liebig en sus obras sobre química agrícola, donde su primera reivindicación ha sido siempre que el hombre debe reintegrar a la tierra lo que de ella recibe, y donde demuestra que el único obstáculo es la existencia de las ciudades, sobre todo de las grandes urbes. Cuando vemos que aquí, en Londres solamente, se arroja cada día al mar, haciendo enormes dispendios, mayor cantidad de abonos naturales que los que produce el reino de Sajonia, y qué obras tan formidables se necesitan para impedir que estos abonos envenenen toda la ciudad, entonces la utopía de la supresión de la oposición entre la ciudad y el campo adquiere una maravillosa base práctica. Incluso Berlín, que es relativamente pequeño, lleva ya por lo menos treinta años ahogándose en sus propias basuras. Por otra parte, sería completamente utópico querer, como quiere Proudhon, subvertir toda la sociedad burguesa actual conservando al campesino como tal. Sólo un reparto lo más uniforme posible de la población por todo el país; sólo una íntima relación entre la producción industrial y la agrícola, además de la extensión que para esto se requiere de los medios de comunicación –supuesta la abolición del modo de producción capitalista–, estarán en condiciones de sacar a la población rural del aislamiento y del embrutecimiento en que vegeta casi invariablemente desde hace milenios. La utopía no consiste en afirmar que la liberación de los hombres de las cadenas forjadas por su pasado histórico no será total sino cuando quede abolido el contraste entre la ciudad y el campo. La utopía no surge sino en el momento en que se pretende, «partiendo de las condiciones presentes», prescribir la forma en que este contraste o cualquier otro de la sociedad actual han de ser superados. Y esto es lo que hace Mülberger al adoptar la fórmula proudhoniana para la solución del problema de la vivienda.

Mülberger se lamenta, después de esto, de que lo haga hasta cierto punto responsable «de las concepciones monstruosas de Proudhon sobre el capital y el interés». Y escribe:

«Supongo como ya dado el cambio de las relaciones de producción, y la ley de transición que regula el tipo del interés no tiene por objeto las relaciones de producción, sino las transacciones sociales, las relaciones de circulación... El cambio de las relaciones de producción, o, como dice más exactamente la escuela alemana, la abolición del modo capitalista de producción no resulta, naturalmente, como me hace decir Engels, de una ley de transición que suprime el interés, sino de la apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo, de toda la industria por la población laboriosa. La cuestión de saber si la población laboriosa se inclinará» (!) «por el rescate o por la expropiación inmediata, ni Engels ni yo podemos decidirla».

Tengo que frotarme los ojos, asombrado, y releer, una vez más, del principio al fin, el escrito de Mülberger para encontrar el pasaje en que explica que su rescate de las viviendas presupone «apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo, de toda la industria por la población laboriosa». No doy con él. No existe. En parte alguna se trata de «apropiación efectiva», etc. Por el contrario, en la página 17 dice:

«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de verdad por los cuernos –como ha de ocurrir tarde o temprano–, por ejemplo, mediante una ley de transición que fijará el tipo del interés de todos los capitales en un uno por ciento, con tendencia, nótese bien, a aproximarlo cada vez más a cero... Igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas en el marco de esta ley... Vemos, pues, que también en este aspecto el rescate de las viviendas de alquiler resulta una consecuencia necesaria de la supresión de la productividad del capital en general».

Se dice, pues, aquí, sin ambages y en contradicción palpable con el viraje reciente de Mülberger, que la productividad del capital, frase confusa con la cual designa –según confesión propia– el modo de producción capitalista, sería realmente «agarrada por los cuernos» mediante la ley sobre abolición del interés, y que precisamente a consecuencia de esta ley, «el rescate de las viviendas de alquiler resulta una consecuencia necesaria de la supresión de la productividad del capital en general». Ahora, Mülberger dice que no hay nada de eso. Esta ley de transición «no tiene por objeto las relaciones de producción, sino las de circulación». No le queda ya, ante esta contradicción total –que, como diría Goethe, es «tan misteriosa para los sabios como para los tontos»–, sino admitir que tengo que habérmelas con dos Mülberger completamente distintos, uno de los cuales se lamenta, con justa razón, de que le «hago decir» lo que el otro ha hecho publicar.

Es ciertamente exacto que la población laboriosa no nos preguntará, ni a Mülberger ni a mí, «si se inclina por el rescate o por la expropiación inmediata», cuando llegue la apropiación efectiva. Preferirá, sin duda, no «inclinarse» en absoluto. Pero no se trataba en modo alguno de una apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por la población laboriosa, sino solamente de la afirmación de Mülberger (pág. 17), de que «todo el contenido de la solución del problema de la vivienda reside en la palabra rescate». Pero si él mismo considera ahora este rescate como algo extremadamente dudoso, ¿para qué fatigarnos en vano y cansar a los lectores?

Por lo demás, hay que hacer constar que la «apropiación efectiva» de todos los instrumentos de trabajo, de toda la industria, por la población laboriosa, es precisamente lo contrario del «rescate» proudhoniano. En la segunda solución es el obrero individual el que pasa a ser propietario de la vivienda, de la hacienda campesina, del instrumento de trabajo; en la primera, en cambio, es la «población laboriosa» la que pasa a ser propietaria colectiva de las casas, de las fábricas y de los instrumentos de trabajo, y es poco probable que su disfrute, al menos durante el período de transición, se conceda, sin indemnización de los gastos, a los individuos o a las sociedades cooperativas. Exactamente lo mismo que la abolición de la propiedad territorial no implica la abolición de la renta del suelo, sino su transferencia a la sociedad, aunque sea con ciertas modificaciones. La apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por la población laboriosa no excluye, por tanto, en modo alguno, el mantenimiento de la relación de alquiler.

No se trata, en general, de saber si el proletariado, cuando esté en el poder, entrará violentamente en posesión de los instrumentos de producción, de las primeras materias y de los medios de subsistencia, o bien si pagara indemnizaciones inmediatamente en cambio, o rescatará la propiedad mediante un lento reembolso a plazos. Querer responder por anticipado y para todos los casos a tal pregunta, sería fabricar utopías. Y yo dejo a otros esta tarea.

 

 

 IV

 

He tenido que llenar todas estas páginas para llegar, por fin, a través del cúmulo de escapatorias y rodeos de Mülberger, a la esencia del problema, que aquél, en su respuesta, evita cuidadosamente abordar.

¿Qué hay de positivo en el artículo de Mülberger?

En primer lugar, que «la diferencia entre el coste de producción inicial de una casa, de un solar, etc. y su valor actual» pertenece de derecho a la sociedad. Esta diferencia, en lenguaje económico, se llama renta del suelo. Proudhon quiere igualmente que la sociedad se la apropie, como puede leerse en la Idea general de la Revolución, edición de 1868, página 219.

En segundo lugar, que la solución del problema de la vivienda consiste en que cada cual se convierta de arrendatario en propietario de su vivienda.

En tercer lugar, que esta solución se realizará mediante una ley que transforme el pago del alquiler en entregas a cuenta del precio de compra de la vivienda. Los puntos segundo y tercero están tomados de Proudhon, como todo el mundo puede ver en la Idea general de la Revolución, página 199 y siguientes, donde se encuentra también, en la página 203, hasta el proyecto de ley en cuestión ya redactado.

En cuarto lugar, que la productividad del capital es agarrada por los cuernos mediante una ley de transición que rebaja el tipo del interés al uno por ciento provisionalmente, a reserva de una nueva reducción posterior. Esto está igualmente tomado de Proudhon, como puede leerse de manera detallada en la Idea general, páginas 182 a 186.

En cada uno de estos puntos he citado el pasaje de Proudhon en que se halla el original de la copia de Mülberger, y pregunto ahora si tenía o no derecho a llamar proudhoniano al autor de un artículo saturado de proudhonismo y que no contiene más que concepciones proudhonianas. Y no obstante, ¡de nada se queja Mülberger tan amargamente como de que yo lo haya denominado así, porque «tropecé con algunos giros familiares a Proudhon»! Es todo lo contrario. Los «giros» son todos de Mülberger; el contenido es de Proudhon. Y cuando lo completo a su disertación proudhoniana valiéndome de Proudhon. Mülberger protesta diciendo que le atribuyo falsamente las «concepciones monstruosas» de Proudhon.

Así pues, ¿qué he opuesto yo a este plan proudhoniano?

Primero, que la transferencia de la renta del suelo al Estado equivale a la abolición de la propiedad individual del suelo.

Segundo, que el rescate de la vivienda de alquiler y la transferencia de la propiedad de la vivienda al arrendatario que la ha ocupado hasta aquí, no afecta en nada al modo capitalista de producción.

Tercero, que esta proposición, con el desarrollo actual de la gran industria y de las ciudades, es tan absurda como reaccionaria, y que el restablecimiento de la propiedad individual de cada uno sobre su vivienda sería una regresión.

Cuarto, que la rebaja forzosa del tipo del interés no atenta en absoluto contra el modo capitalista de producción, y que es, por el contrario, como demuestran las leyes sobre la usura, tan anticuada como imposible.

Quinto, que la supresión del interés del capital no suprime en modo alguno el pago del alquiler de las casas.

Mülberger conviene ahora en lo que se ha dicho en los puntos segundo y cuarto. Contra los demás no dice palabra. Y son éstos, precisamente, de los que se trata en la polémica. Pero la respuesta de Mülberger no es una refutación; pasa de largo cuidadosamente junto a todos los puntos económicos, que son, no obstante, los puntos decisivos; su respuesta es una queja personal y nada más. Así, se queja cuando yo me anticipo a la solución de las otras cuestiones que anuncia, como, por ejemplo, las deudas del Estado, las deudas privadas, el crédito, y declaro que su solución será en todas partes la misma que la de la cuestión de la vivienda: el interés, abolido; el pago de los intereses, trasformado en entregas a cuenta del importe del capital, y el crédito, gratuito. A pesar de esto, apostaría a que si dichos artículos de Mülberger salieran a la luz del día, su contenido esencial correspondería a la Idea general de Proudhon (para el crédito, pág. 182; para las deudas del Estado, pág. 186; para las deudas privadas, pág. 196) lo mismo que los artículos sobre la cuestión de la vivienda correspondían a los pasajes citados del mismo libro.

En esta ocasión Mülberger me enseña que las cuestiones concernientes a los impuestos, las deudas del Estado, las deudas privadas, el crédito, a lo cual se añade ahora la autonomía de los municipios, son de la mayor importancia para los campesinos y para la propaganda en el campo. De acuerdo en gran parte, pero 1) hasta ahora no se ha tratado para nada de los campesinos y 2) las «soluciones» proudhonianas de todos estos problemas son, desde el punto de vista económico, tan absurdas y tan esencialmente burguesas como su solución del problema de la vivienda. Contra la alusión de Mülberger, pretendiendo que no reconozco la necesidad de incorporar a los campesinos al movimiento, no necesito defenderme en lo que a mí se refiere. Pero considero, efectivamente, una estupidez recomendar a los campesinos, con este fin, la medicina milagrera de Proudhon. En Alemania existen todavía muchos latifundios. Según la teoría de Proudhon, deberían ser repartidos todos ellos en pequeñas haciendas campesinas, cosa que –dado el estado actual de las ciencias agrícolas y después de las experiencias de propiedades parcelarias llevadas a cabo en Francia y en el Oeste de Alemania– sería una medida totalmente reaccionaria. La gran propiedad territorial todavía existente nos ofrecerá, por el contrario, una feliz oportunidad para trabajar la tierra en grande por los trabajadores asociados, única manera de poder utilizar todos los recursos modernos, las máquinas, etc., y mostrar así claramente a los pequeños campesinos las ventajas de la gran empresa, por medio de la asociación. Los socialistas daneses, que en este aspecto se han adelantado a los demás, hace ya tiempo que lo han comprendido.

No necesito defenderme, igualmente, del reproche de que considero la infame situación actual de las viviendas obreras como un «detalle insignificante». He sido, si no estoy equivocado, el primero en describir en lengua alemana esta situación en su forma desarrollada clásica, tal como se ofrece en Inglaterra; y no, como cree Mülberger, porque «hiera mi sentimiento del derecho» –quien quisiera traducir en libros todos los hechos que hieren su sentimiento del derecho tendría mucho trabajo– sino más bien, como puede leerse en el prefacio de mi libro, para dar al socialismo alemán –que nacía en aquel momento y se llenaba la boca de frases vacías–, una base real al describir la situación social creada por la gran industria moderna. Pero nunca se me ha ocurrido querer resolver lo que llamamos la cuestión de la vivienda, como no se me ocurre tampoco ocuparme de los detalles de la solución del problema de la comida, todavía más importante. Me doy por satisfecho si puedo demostrar que la producción de nuestra sociedad moderna es suficiente para dar de comer a todos sus miembros y que hay casas bastantes para ofrecer a las masas obreras habitación espaciosa y sana. ¿Cómo regulará la sociedad futura el reparto de la alimentación y de las viviendas? El especular sobre este tema conduce directamente a la utopía. Podemos, todo lo más, partiendo del estudio de las condiciones fundamentales de los modos de producción hasta ahora conocidos, establecer que con el hundimiento de la producción capitalista, se harán imposibles ciertas formas de apropiación de la vieja sociedad. Las propias medidas de transición habrán de adaptarse en todas partes a las relaciones existentes en tal momento. Serán esencialmente diferentes en los países de pequeña propiedad y en los de gran propiedad territorial, etc. A qué se llega cuando se buscan soluciones aisladas para las cuestiones llamadas prácticas, como la de la vivienda, etc., nada nos lo muestra mejor que el propio Mülberger, quien comienza por explicar a lo largo de 28 páginas cómo «todo el contenido de la solución del problema de la  vivienda se contiene en una palabra: el rescate», para declarar a continuación, balbuceando perplejo desde el momento en que se le aprieta de cerca, que de hecho aún es muy dudoso si en la apropiación efectiva de las casas «la población laboriosa se inclinará por el rescate» o por cualquier otra forma de expropiación.

Mülberger nos pide que nos hagamos prácticos. Deberíamos «en presencia de verdaderas relaciones prácticas», no sólo «aportar fórmulas muertas, abstractas»; deberíamos «salir del socialismo abstracto y abordar las relaciones determinadas y concretas de la sociedad». Si Mülberger lo hubiera hecho, tal vez habría merecido bien del movimiento. El primer paso para abordar las relaciones concretas determinadas de la sociedad consiste, sin embargo, en enterarse de ellas, en analizar sus verdaderas conexiones económicas. Pero, ¿qué encontramos en Mülberger? En total, dos tesis:

1) «El inquilino es para el propietario lo que el asalariado es para el capitalista».

He mostrado en la página 6 de la edición aparte que esto es absolutamente falso, y Mülberger no ha tenido nada que objetar.

2) «Pero el toro que» (en la reforma social) «hay que agarrar por los cuernos es la productividad del capital, como le llama la escuela liberal de la Economía política, y que no existe en realidad, pero sirve en su existencia aparente para encubrir todas las desigualdades que gravitan sobre la sociedad actual».

Así, el toro que hay que agarrar por los cuernos, «no existe en realidad», y por lo tanto no tiene «cuernos». El mal no reside en él, sino en su existencia aparente. A pesar de esto, «la llamada productividad (del capital) se halla en situación de hacer aparecer como por encanto las casas y las ciudades», cuya existencia es todo lo que se quiera menos «aparente» (pág. 12).

¿Y es una persona para quien El Capital de Marx «le es igualmente conocido» y que, sin embargo, balbucea de manera impotente y confusa sobre las relaciones entre el capital y el trabajo, quien pretende mostrar a los obreros alemanes un camino nuevo y mejor, y se presenta como el «arquitecto» que «ve claramente al menos las grandes líneas de la estructura arquitectónica de la sociedad futura»?

Nadie se halla más cerca «de las relaciones concretas determinadas de la sociedad» que Marx en El Capital. Dedicó veinticinco años a estudiarlas desde todos los ángulos, y los resultados de su crítica contienen siempre los gérmenes de las llamadas soluciones, en cuanto sean en general posibles hoy. Pero esto no basta al amigo Mülberger. Todo esto es socialismo abstracto, fórmulas muertas y abstractas. En lugar de estudiar las «relaciones concretas determinadas de la sociedad», el amigo Mülberger se contenta con la lectura de algunos tomos de Proudhon, que si bien no le proporcionan nada sobre las relaciones concretas determinadas de la sociedad, le ofrecen, en cambio, recetas milagrosas muy concretas y muy determinadas para todos los males sociales. ¡Y este plan de salvación social, tan acabadito, este sistema proudhoniano, lo ofrece a los obreros alemanes con el pretexto de que él quiere «despedirse de los sistemas», en tanto que yo, según afirma, «escojo el camino opuesto»! Para comprender esto necesito admitir que soy ciego y que Mülberger es sordo, de tal suerte que todo entendimiento entre nosotros es simplemente imposible.

Pero basta ya. Si esta polémica no ha de servir para otra cosa, tiene de bueno, por lo menos, el haber proporcionado la demostración de lo que vale la práctica de estos socialistas que se llaman «prácticos». Estas proposiciones prácticas para acabar con todos los males sociales, estas panaceas sociales, fueron siempre y en todas partes producto de fundadores de sectas que aparecieron en el momento en que el movimiento proletario estaba todavía en la infancia. Proudhon es también de éstos. El desarrollo del proletariado le ha desembarazado rápidamente de estos pañales y ha enseñado a la clase obrera misma que no hay nada menos práctico que estas cavilosas «soluciones prácticas» inventadas de antemano y aplicables a todos los casos, y que, por el contrario, el socialismo práctico reside en el conocimiento exacto del modo capitalista de producción en sus diversos aspectos. Una clase obrera preparada en este orden de cosas, no tendrá jamás dificultades para saber, en cada caso dado, de qué modo y contra qué instituciones sociales debe dirigir sus principales ataques.

 

 

 

Escrito por F. Engels entre junio de 1872 y febrero de 1873.

Publicado por vez primera en el periódico Volksstaat (1872–1873).

La segunda edición revisada por Engels, apareció en 1887.

 

[1] Órgano central de prensa del Partido Obrero Socialdemócrata de Alemania (eisenachianos). Se publicó en Leipzig desde 1869 hasta 1876. (N. de Red.)

[2] Con el libro de Marx Miseria de la Filosofía, Bruselas y París, 1847. (Nota de Engels.)

[3] Podemos ver cómo esta solución del problema de la vivienda mediante el encadenamiento del obrero a su propio «hogar» surge espontáneamente en los alrededores de las grandes ciudades norteamericanas, o bien de las ciudades en desarrollo, a través del siguiente párrafo tomado de una carta de Eleanora Marx-Aveling, escrita desde Indianópolis el 28 de noviembre de 1886: «En Kansas-City, o mejor dicho, en sus alrededores, hemos visto miserables barracas de madera, compuestas aproximadamente de tres habitaciones y situadas en terrenos completamente incultos. Un pedazo de terreno apenas suficiente para una casita pequeña cuesta 600 dólares; la barraca misma cuesta otros 600 dólares, o sea en total 4.800 marcos por una casa miserable, a una hora de la ciudad y en un desierto de lodo». Y así los obreros deben cargarse de deudas hipotecarias muy pesadas para poder entrar en posesión de estas habitaciones y convertirse más que nunca en esclavos de sus amos, pues están atados a sus casas, no pueden dejarlas y han de aceptar todas las condiciones de trabajo que les ofrezcan. (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[4] Y también ésta se ha convertido finalmente en un simple lugar de explotación de los obreros. Véase el Socialiste de París, año 1886. (Nota de Engels a la edición de 1887.)

[5] También en esto los capitalistas ingleses, no solamente han satisfecho desde hace tiempo los más profundos anhelos del Sr. Sax, sino que han ido mucho más allá. El lunes, 14 de octubre de 1872, en Morpeth, el Tribunal que había de pronunciarse sobre el establecimiento de las listas de electores del Parlamento, hubo de resolver sobre la demanda de dos mil mineros que pedían su inscripción en el censo electoral. Resultó que la mayor parte de ellos, según el reglamento de la mina en que trabajaban, debían ser considerados no como arrendatarios de las casitas en que habitaban, sino únicamente como habitantes tolerados que podían ser expulsados en cualquier momento sin previo aviso. (El propietario de las minas y el de las casas, eran, naturalmente, una sola y misma persona.) El juez decidió que tales gentes no eran arrendatarios, sino domésticos y que, dada esta condición, no tenían ningún derecho a ser incluidos en las listas electorales. (Daily News, 15 de octubre de 1872.) (Nota de Engels.)

[6] Añadiré aquí unos pocos datos relativos a la actividad de estas sociedades, principalmente de las londinenses. Como se sabe, casi todos los terrenos de la ciudad de Londres pertenecen aproximadamente a una docena de aristócratas, entre los cuales figuran los más elevados, los duques de Westminster, de Bedford, de Portland, etc. Éstos empezaron alquilando terrenos para la edificación por 99 años y, al vencimiento, se han convertido en propietarios de los terrenos y de todo lo que había encima. Alquilaron después las casas por un plazo más corto, 39 años por ejemplo, y según un contrato de los llamados de arriendo con reparación (repairing lease), por virtud del cual el arrendatario de la casa debe ponerla y mantenerla en buen estado. A la firma del contrato, el propietario envía su arquitecto y a un inspector (surveyor) de la policía de la construcción del distrito para inspeccionar la casa y fijar las reparaciones necesarias. Éstas son a menudo de gran envergadura y exigen incluso el revoque de toda la fachada, renovar el tejado, etc. El arrendatario deposita entonces el contrato de arrendamiento como garantía en una sociedad de construcción y recibe de ésta en préstamo el dinero necesario –hasta mil libras esterlinas y aún más por un alquiler anual de 130 a 150 libras– para efectuar a su costa las reparaciones estipuladas. Estas sociedades de construcción se han convertido así en un intermediario importante dentro de un sistema cuya finalidad es renovar y mantener en buen estado las casas de Londres, propiedad de los grandes aristócratas latifundistas, sin ningún esfuerzo por parte de éstos y exclusivamente a expensas del público. ¡y esto es lo que se propone como solución del problema de la vivienda para los obreros! (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[7] Jobbery significa servirse de un cargo público en interés privado del funcionario o de su familia. Si, por ejemplo, el jefe de la administración de Telégrafos de un Estado se asocia secretamente con una fábrica de papel, le entrega madera de sus bosques y le hace pedidos de papel para las oficinas de Telégrafos, tenemos aquí un «job» (negocio) bastante pequeño, bien es cierto, pero suficiente para darnos una comprensión completa de los principios del jobbery, comprensión que, por lo demás, sería natural en Bismarck y podría esperarse de él. (Nota de Engels.)

[8] Últimamente, el Parlamento inglés —que han conferido a las autoridades londinenses encargadas de las cuestiones de la vivienda el derecho de expropiación con vistas al trazado de nuevas calles— se ha empezado a prestar cierta atención a los obreros que a consecuencia de esto se quedan sin vivienda. Se ha dispuesto que las nuevas viviendas que sean construidas habrán de ser apropiadas para albergar a las clases de la población que vivían en los inmuebles destruidos. Se están construyendo pues, en los terrenos de menos valor, grandes cuarteles-vivienda de cinco o seis pisos para los obreros, cumpliéndose así la letra de la ley. Queda por saber cuál será el resultado de esta iniciativa, a la que los obreros no están habituados y que es tan poco común en las antiguas condiciones de Londres. No obstante, en el mejor de los casos, los nuevos edificios apenas proporcionarán alojamiento para la cuarta parte de los obreros desalojados por el nuevo trazado de las calles. (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[9] Lo que hace que todavía hoy, en 1886, el Estado prusiano y su base la alianza de la gran propiedad territorial y el capital industrial, sellada con la protección aduanera, se mantengan juntos, es sólo el miedo al proletariado, que desde 1872 se ha desarrollado enormemente en número y en conciencia de clase. (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[10] Antes del descubrimiento del oxígeno, los químicos explicaban la combustión de los cuerpos en el aire atmosférico suponiendo la existencia en éstos de una materia combustible propia, el flogisto, el cual se escaparía durante la combustión. Pero como descubrieron que un cuerpo simple consumido pesaba más después de la combustión que antes, explicaron entonces que el flogisto tenía un peso negativo. Así pues, un cuerpo sin flogisto habría de pesar más que con flogisto. Fue de este modo como se atribuyó poco a poco al flogisto las propiedades principales del oxígeno, pero, al revés. El descubrimiento de que la combustión consiste en la combinación del cuerpo que arde con otro cuerpo, el oxígeno, y el descubrimiento de este oxígeno, pusieron fin a la primera hipótesis, pero sólo después de una larga resistencia por parte de los viejos químicos. (Nota de Engels.)

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